Dentro del espejo ovalado que había encima del lavabo veía reflejada mi cara.
La examinaba atento como si no fuera la mía, como si perteneciese a otra persona. Pese a haberla sumergido varias veces en el agua fría, seguía roja, roja impizà —como había dicho Micòl—, con manchas más oscuras entre la nariz y el labio superior, por encima y alrededor de los pómulos. Escrutaba con minuciosa objetividad aquel gran rostro iluminado, ahí, ante mí, atraído sucesivamente por el latido de las arterias bajo la piel de la frente y las sienes, por la densa red de venillas escarlatas que, al abrir los ojos de par en par, parecía estrechar en una especie de cerco los azules discos de los iris, por los pelos de la barba, más espesos en la barbilla y a lo largo de las mandíbulas, por un forunculillo apenas distinguible… No pensaba en nada. A través del delgado tabique divisorio oía a Micòl hablando por teléfono. ¿Con quién? Con el personal de la cocina, era de suponer, para decirles que podían subir la cena. Bien. La próxima despedida resultaría menos embarazosa. Para los dos.
Entré en el momento en que colgaba y de nuevo, no sin asombro, comprendí que no tenía nada contra mí.
Se inclinó fuera de la cama para llenar una taza con té.
—Ahora hazme el favor de sentarte —dijo—, y bebe algo.
Obedecí en silencio. Bebía despacio, a lentos sorbos, sin alzar la vista. Tendido sobre el parqué, a mis espaldas, Jor dormía. Su pesado estertor de mendigo borracho llenaba el cuarto.
Dejé la taza.
Y fue también entonces Micòl la que empezó a hablar. Sin referirse en absoluto a lo que había sucedido poco antes, comenzó diciendo que, desde hacía mucho tiempo, mucho más tiempo, tal vez, de lo que yo me imaginaba, se había propuesto hablar francamente conmigo de la situación que poco a poco había ido creándose entre nosotros. ¿Acaso no recordaba yo aquella vez —prosiguió— y, en el mes de octubre pasado, cuando para no quedar empapados habíamos acabado en la cochera y después habíamos ido a sentarnos dentro de la carroza? Bueno, pues, a partir de aquella vez precisamente ella había advertido el feo cariz que iban cobrando nuestras relaciones. Lo había comprendido enseguida, ella, que entre nosotros había nacido algo falso, equivocado, muy peligroso: y la culpa mayor de que la bola hubiera seguido rodando un buen rato pendiente abajo había sido suya, estaba más que dispuesta a admitirlo. ¿Qué debería haber hecho? Muy sencillo: llamarme aparte y hablarme claro entonces, enseguida. Pero ¡qué va!: como una auténtica cobarde, había elegido el camino peor, al escapar. Pues, sí, huir es fácil. Pero ¿a qué conduce, casi siempre, sobre todo en el caso de «situaciones delicadas»? Noventa y nueve veces de cada cien, el rescoldo sigue ardiendo bajo las cenizas, con el magnífico resultado de que más adelante, cuando los dos se vuelven a ver, hablarse tranquilos, como buenos amigos, se ha vuelto dificilísimo, casi imposible.
También yo lo comprendía —la interrumpí en ese preciso momento— y, a fin de cuentas, le agradecía mucho su sinceridad.
Pero había algo que me habría gustado que me explicara. Había escapado de la noche a la mañana, sin despedirse siquiera, pero después, nada más llegar a Venecia sólo había tenido una preocupación: la de asegurarse de que yo no dejaba de ver a su hermano Alberto.
—Eso ¿por qué? —pregunté—. Si de verdad querías, como dices, que yo te olvidara (perdona la expresión, ¡no te vayas a reír en mis narices!), ¿no podías dejarme para siempre? Era difícil, desde luego. Pero tampoco era imposible que por falta de alimento, digamos, el rescoldo acabara poco a poco apagándose del todo, solo.
Me miró sin ocultar una expresión de sorpresa, asombrada tal vez de que yo encontrara fuerzas para pasar al contraataque, si bien, en resumidas cuentas, con tan poca convicción.
No me faltaba razón —reconoció entonces, pensativa, al tiempo que movía la cabeza—, no me faltaba razón ni mucho menos. No obstante, me rogaba que la creyera. Al actuar como lo había hecho, no había tenido la menor intención de pescar en río revuelto. Quería conservar mi amistad, nada más, en modo un poco posesivo incluso. Y, además, en serio, más aún que en mí había pensado en Alberto, que, exceptuando a Giampiero Malnate, se había quedado aquí sin un amigo con el que charlar un poco de vez en cuando. ¡Pobre Alberto! —suspiró—. ¿No lo había advertido también yo, al frecuentarlo los meses pasados, cuánta necesidad tenía de compañía? Para alguien que, como él, ya se había acostumbrado a pasar el invierno en Milán, con teatros, cine y todo lo demás a su disposición, la perspectiva de quedarse aquí, en Ferrara, encerrado en casa por meses y meses y, además, sin tener casi nada que hacer, no era alegre precisamente, debía yo reconocerlo. ¡Pobre Alberto! —repitió—. Ella, en comparación, era mucho más fuerte, mucho más autónoma: capaz de soportar, en caso necesario, las soledades más feroces. Y, por otro lado, le parecía habérmelo dicho ya: Venecia en invierno, en cuanto a desolación, acaso fuera peor aún que Ferrara y la casa de sus tíos no era menos triste y aislada que ésta.
—Ésta no es triste ni mucho menos —dije, conmovido de repente.
—¿Te gusta? —preguntó animada—. Pues te voy a confesar una cosa (pero tú después no me regañes, eh, ¡no vayas a acusarme de hipocresía, o acaso de ambigüedad!). Deseaba con toda el alma que la vieras.
—¿Y por qué?
—No sé por qué. No sabría decírtelo exactamente, por qué. Por la misma razón, supongo, por la que de niña, en el templo, te habría metido con tanto gusto también a ti bajo el taled de mi padre… ¡Ah, si hubiera podido! Todavía te veo ahí, bajo el taled del tuyo, en el banco de delante del nuestro. ¡Qué pena me dabas! Es absurdo, lo sé: y, sin embargo, al mirarte, sentía la misma pena que si hubieras sido huérfano, sin padre ni madre.
Calló por unos instantes, con los ojos clavados en el techo. Después, tras apoyar el codo en la almohada, volvió a hablarme, pero seria, ahora, y grave.
Dijo que sentía causarme dolor, que lo sentía muchísimo. Por otra parte, era necesario que me convenciese: no debíamos en absoluto estropear, como estábamos exponiéndonos a hacerlo, los hermosos recuerdos de infancia que teníamos en común. ¡Ponernos a hacer el amor nosotros dos! ¿De verdad me parecía posible?
Pregunté por qué le parecía tan imposible.
Por infinitas razones —respondió—, pero sobre todo porque la idea de hacer el amor conmigo la desconcertaba, la ponía violenta: exactamente como si imaginara hacerlo con un hermano, ya ves tú, con Alberto. Era cierto, de niña yo le había hecho «tilín»: y, quién sabe, tal vez fuera eso precisamente lo que ahora la paralizaba tanto respecto a mí. Yo… yo estaba «al lado», verdad, no «enfrente», mientras que el amor (así al menos se lo figuraba ella) era algo para gente decidida a dominarse mutuamente, un deporte cruel, feroz, ¡mucho más cruel y feroz que el tenis!, que había de practicarse sin excluir los golpes y sin recurrir, para suavizarlo, a la bondad del alma ni a la honradez de propósitos.
Maudit soit à jamais le rêveur inutile,
qui voulut le premier dans sa stupidité,
s’éprenant d’un problème insoluble et stérile,
aux choses de l’amour mêler l’honnêteté!
había advertido Baudelaire, que entendía de eso. ¿Y nosotros? Estúpidamente honrados los dos, iguales en todo y por todo como dos gotas de agua («y los iguales no se combaten, ¡créeme!»), ¿habríamos podido nunca dominarnos el uno al otro, nosotros, desear de verdad «destrozarnos»? No, por Dios. En vista de cómo nos había hecho el Señor, no hubiera sido deseable ni posible.
Pero aun admitiendo, por pura hipótesis, que hubiésemos sido distintos de como éramos, que hubiese habido, en una palabra, una posibilidad, por pequeña que fuera, de una relación entre nosotros de tipo «cruento», ¿cómo deberíamos comportarnos? ¿«Prometernos», acaso, con el consiguiente intercambio de anillos, visitas paternas, etc? ¡Qué historia tan edificante! Si hubiera vivido aún y se hubiese enterado, seguro que el propio Israel Zangwill habría compuesto con ella un codicilo jugoso que añadir a sus Soñadores del gueto. ¡Y qué satisfacción, qué «pía» satisfacción, en todos, cuando apareciéramos juntos en la sinagoga italiana, el próximo Kippur: con los rostros un poco demacrados a causa del ayuno, pero hermosos, aun así, dignísimamente emparejados! No faltaría, desde luego, quien, al vernos, bendijera las leyes raciales, al proclamar que ante la realidad de una unión tan bella sólo se podía decir una cosa: no hay mal que por bien no venga. ¡Y a saber si el propio secretario federal no se enternecería, desde Viale Cavour! Aunque en secreto, ¿acaso no había seguido siendo, en realidad, un gran filosemita, aquella excelente persona del cónsul Bolognesi? ¡Puah!
Yo callaba, abrumado. Ella aprovechó para alzar el auricular y decir a la cocina que le trajeran la cena, pero dentro de media horita, antes no, ya que —volvió a repetir— aquella noche no tenía «ni pizca de gana». Hasta el día siguiente, al volver a pensar en todo, no iba yo a acordarme de cuando estaba encerrado en el baño y la había oído hablar por teléfono. Entonces me había equivocado —me iba a decir el día siguiente—. Podía estar hablando con cualquier otra persona de la casa (e incluso de fuera), pero no con la cocina.
Ahora estaba absorto en pensamientos muy diferentes. Cuando Micòl colgó, alcé la cabeza.
—Has dicho que nosotros dos somos iguales —dije—. ¿En qué sentido?
Pues claro, claro que sí —exclamó—, en el sentido de que también yo, como ella, carecía de ese gusto instintivo por las cosas que caracteriza a la gente normal. Lo intuía perfectamente: para mí, no menos que para ella, más que el presente contaba el pasado, más que la posesión, su recuerdo. Ante la memoria, cualquier posesión tiene que parecer por fuerza decepcionante, trivial, insuficiente… ¡Cómo me comprendía! Mi ansia por que el presente pasara a ser enseguida pasado para poder amarlo y contemplarlo a placer era también suya, idéntica. Era nuestro vicio, ése: el de avanzar con la cabeza siempre vuelta hacia atrás. ¿No era así?
Así era —no pude por menos de reconocer para mis adentros—, exactamente así. ¿Cuándo la había abrazado? Una hora antes como máximo. Y todo se había vuelto ya irreal y fabuloso como siempre: un acontecimiento como para no creerlo o como para temerlo.
—¿Quién sabe? —respondí—. Tal vez sea más sencillo. Tal vez yo no te guste físicamente. Y punto.
—No digas tonterías —protestó—. ¿Qué tiene eso que ver?
—¡Ya lo creo que tiene que ver!
—You are fishing for compliments y lo sabes muy bien. Pero esa satisfacción no te la quiero dar, no te la mereces. Y, además, aunque ahora me pusiera a repetirte cuánto me han gustado siempre tus famosos ojos glaucos (¡y no sólo los ojos!), ¿qué sacaría con ello? Serías tú el primero en juzgarme mal, una maldita hipocritona. Pensarías: mira, mira, después del palo, el dulce, la propina…
—A menos que…
—A menos que… ¿qué?
Vacilaba, pero al fin me decidí.
—A menos que —continué—, haya algún otro por medio.
Dijo que no con la cabeza, al tiempo que me miraba fijamente.
—No hay nadie, pero es que nadie, por medio —respondió—. ¿Quién debería haber?
La creía. Pero estaba desesperado y quería herirla.
—¿A mí me lo preguntas? —dije frunciendo los labios—. Todo es posible. ¿Quién me garantiza que durante este invierno no has conocido a alguien en Venecia?
Se echó a reír: una carcajada alegre, fresca, cristalina.
—Qué ideas —exclamó—. ¡Si no he hecho otra cosa que trabajar en la tesis todo el tiempo!
—¡No irás a decirme que en estos cinco años de universidad no has hecho el amor con nadie! Vamos, anda, ¡algún tipo habrá habido, en la Escuela, que te fuera detrás!
Estaba seguro de que diría que no. Pero me engañaba.
—Sí, novios he tenido algunos —admitió.
Fue como si una mano me aferrara el estómago y lo retorciera.
—¿Muchos? —logré preguntar.
Tumbada boca arriba como estaba, con los ojos fijos en el techo, alzó apenas un brazo.
—Pues… no sabría decirte —dijo—. Déjame pensar.
—¿Tantos has tenido, entonces?
Me miró de soslayo con expresión taimada, claramente canallesca, que no le conocía y que me aterró.
—Bah… digamos tres o cuatro. Mejor dicho, cinco, para ser exactos… Pero todos pequeños flirts, a ver si nos entendemos, muy insignificantes… e incluso bastante aburridos.
—¿Qué clase de flirts?
—Pues eso… grandes paseos por el Lido… dos o tres excursiones a Torcello… algún beso de vez en cuando… mucho cogerse de la mano… y mucho cine. Orgías de cine.
—¿Siempre con compañeros de la Escuela?
—Más o menos.
—Católicos, me imagino.
—Naturalmente. Pero no por principio. Como comprenderás, hay que aprovechar lo que se encuentra.
—Pero ¿con…?
—No. Con yudim, no, la verdad. No es que no hubiese ninguno en la Escuela. Pero ¡eran tan serios y tan feos!
Se volvió de nuevo a mirarme.
—De todos modos, este invierno nada —añadió sonriendo—, podría jurártelo incluso. No he hecho otra cosa que estudiar y fumar, hasta el punto de que era la señorita Blumenfeld, precisamente ella, quien me animaba a salir.
Sacó de debajo de la almohada una cajetilla de Lucky Strike, intacta.
—¿Quieres uno? Como ves, he empezado por los fuertes.
Indiqué en silencio la pipa, que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
—¡Tú también! —dijo riendo, extraordinariamente divertida—. Pero ¡ese Giampi vuestro va haciendo escuela, la verdad!
—¡Y tú que te quejabas de no tener amigos en Venecia! —deploré—. Cuántas mentiras. Anda, anda, que eres como las demás tú también.
Sacudió la cabeza, no sé si para compadecerme a mí o a sí misma.
—Ni siquiera los flirts, por pequeños que sean, se pueden mezclar con la amistad —dijo melancólica—. Y, por eso, cuando te hablaba de amigos, debes reconocer que te mentía sólo hasta cierto punto. Pero tienes razón. También yo soy como todas las demás: mentirosa, traidora, infiel… No demasiado diferente de una Adriana Trentini cualquiera, en el fondo.
Había dicho «infiel» separando, como de costumbre, las sílabas, pero, además, con una especie de orgullo amargo. Añadió que si yo me había equivocado en algo, había sido siempre en sobrevalorarla demasiado. No es que quisiera disculparse con eso, qué va. No obstante, ella había leído siempre en mis ojos tanto «idealismo», que se había sentido obligada a parecer mejor de lo que era en realidad.
No quedaba mucho más que decir. Al poco, cuando Gina entró con la cena (ya eran las nueve pasadas), me puse en pie.
—Perdona, pero ahora tengo que irme —dije, al tiempo que le tendía la mano.
—Conoces el camino, ¿verdad? ¿O prefieres que te acompañe Gina?
—No, no es necesario. Lo encontraré solo.
—Coge el ascensor, ¿eh?
—Sí, sí.
En el umbral me volví. Micòl estaba ya llevándose la cuchara a los labios.
—Adiós —dije.
Me sonrió.
—Adiós. Mañana te llamo.