2

En el estado de ánimo en que me encontraba en aquel momento, de serenidad provisional y sin ilusiones, la acogida de Micòl me sorprendió como un regalo imprevisto, inmerecido. Había temido que me tratara mal, con la misma indiferencia cruel de los últimos tiempos. En cambio, me bastó entrar en su cuarto (tras haberme introducido, Perotti había vuelto a cerrar la puerta discretamente a mis espaldas) para ver que me sonreía benévola, amable, amiga. Aún más que la invitación explícita a ir a verla, fue aquella sonrisa luminosa, llena de ternura y perdón, lo que me decidió a salir del fondo oscuro de la habitación y adelantarme.

Me acerqué, pues, a la cama, y coloqué las dos manos sobre la barandilla de Micòl, con la espalda apoyada en dos almohadones, tenía todo el busto fuera de las mantas. Tenía puesto un jersey verde oscuro de cuello alto y manga larga. En el pecho, la medallita de oro de shaddái brillaba sobre la lana del jersey… Cuando entré, estaba leyendo: una novela francesa, como había yo comprendido al instante, al reconocer de lejos el tipo de cubierta blanca y roja, y había sido la lectura, probablemente, más que el resfriado, lo que había dejado en sus ojos señales de cansancio. No, seguía siendo bella —me decía ahora, al contemplarla—, tal vez nunca hubiera estado tan bella y atrayente.

Junto a la cama, a la altura de la cabecera, había un carrito de dos pisos de madera de nogal, el de arriba ocupado por una lámpara extensible encendida, el teléfono, una tetera de loza roja, un par de tazas de porcelana blanca con el borde dorado y un termo de alpaca. Micòl alargó la mano para dejar el libro sobre el estante inferior y después se volvió, en busca de la perita de la luz eléctrica que colgaba del lado opuesto de la cabecera. Pobre chico —decía al mismo tiempo entre dientes—: ¡No debía mantenerme en semejante velatorio! Y, en cuanto consiguió aumentar la luz, lo saludó con un gran «aah» de satisfacción.

Luego siguió hablando: del «triste» resfriado que la obligaba a guardar cama desde hacía sus buenos cuatro días; de las pastillas de aspirina con las que, a escondidas de su padre, no menos acérrimo enemigo que su tío Giulio de los sudoríferos (dañaban al corazón, según ellos, pero ¡no era cierto ni mucho menos!), había intentado en vano acelerar el fin de la dolencia; del aburrimiento de las interminables horas en cama sin ganas siquiera de leer. ¡Ah, leer! En tiempos, en la época de las famosas gripes con fiebre de caballo de sus trece años, era pero que muy capaz de devorar en pocos días todo Guerra y Paz y el ciclo entero de los Tres mosqueteros de Dumas, mientras que ahora, durante un miserable resfriado, aunque fuera de cabeza, debía dar gracias si conseguía «despachar» alguna novelita francesa de las impresas con un tipo de letra muy grande. ¿Conocía yo Les enfants terribles de Cocteau? —preguntó, al tiempo que recogía el libro del carrito y me lo tendía—. No estaba mal, era divertido y chic. Pero ¿comparado con Los tres mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne? ¡Ésas sí que eran novelas! Francamente: hasta desde el punto de vista de lo chic «funcionaban» muchísimo mejor.

De repente se interrumpió.

—Pero, bueno, ¿por qué te quedas ahí como un pasmarote? —exclamó—. Santo Dios bendito, ¡eres peor incluso que un niño pequeño! Coge ese silloncito —y me lo indicó—, y ven a sentarte más cerca.

Me apresuré a obedecer, pero no bastaba. Ahora debía beber algo.

—¿Qué te puedo ofrecer? —decía—. ¿Quieres té?

—No, gracias —respondí—, antes de la cena no me apetece. Inunda el estómago y me quita el apetito.

—¿Tal vez un poco de Skiwasser?

—Ídem de ídem.

—Está muy caliente, ¡eh! Si no me equivoco, tú sólo has probado la versión estival, la helada, en el fondo herética: el Himbeerwasser.

—No, no, gracias.

—Dios mío —se quejó—. ¿Quieres que toque el timbre y te mande traer un aperitivo? Nosotros nunca tomamos, pero creo que en casa debe de haber en algún sitio una botella de Bitter Campari. Perotti, honni soit, sabe seguro dónde encontrarlo…

Moví la cabeza.

—¡Así que no quieres nada! —exclamó desilusionada—. ¡Qué tipo más raro!

—Mejor no.

Dije «mejor no» y ella estalló en una gran carcajada.

—¿Por qué te ríes? —pregunté, un poco ofendido.

Me observaba como si percibiese mis auténticas facciones por primera vez.

—Has dicho «mejor no», como Bartleby. Con la misma cara.

—¿Bartleby? ¿Quién es ese señor?

—Va a resultar que no has leído los relatos de Melville.

De Melville —dije— sólo conocía Moby Dick, traducido por Cesare Pavese. Entonces quiso que me levantara, fuese a coger en el estante de ahí enfrente, el situado entre las dos ventanas, el volumen de los Piazza Tales y se lo trajera. Mientras yo buscaba entre los libros, me iba contando el argumento del relato. Bartleby era un escribiente —decía—: un escribiente empleado por un conocido abogado de Nueva York (profesional excelente, este último: activo, capaz, «liberal», «uno de esos americanos del siglo XIX en cuyo papel está tan bien Spencer Tracy») para que le copiara expedientes, memorias, etcécera. Ahora bien, él, Bartleby, mientras le ordenaban escribir, se afanaba concienzudo. Pero si a Spencer Tracy se le ocurría encargarle cualquier trabajito suplementario, como el de cotejar una copia con el texto original o ir de un salto al estanco de la esquina a comprar un sello, él ni hablar: se limitaba a sonreír evasivo y a responder con educada firmeza: «I prefer not to».

—¿Y por qué motivo? —pregunté, al tiempo que volvía con el libro en la mano.

—Porque no le apetecía hacer sino de escribiente: escribiente y se acabó.

—Pero, perdona —objeté—. Me imagino que Spencer Tracy le pagaría un sueldo regular.

—Desde luego —respondió Micòl—. Pero ¿qué significa eso? Con el sueldo se paga el trabajo, pero no a la persona que lo realiza.

—No comprendo —insistí—. Sin duda Spencer Tracy había tomado a Bartleby como copista, pero también, supongo, para que ayudara en la marcha general del negocio. ¿Qué le pedía, en el fondo? Un poco más, que acaso fuera un poco menos. Para alguien obligado a permanecer siempre sentado, el salto al estanco de la esquina puede representar una útil distracción, una pausa necesaria: en cualquier caso, una magnífica ocasión para desentumecer un poco las piernas. No, lo siento. En mi opinión, Spencer Tracy tenía todas las razones para pretender que tu Bartleby no estuviera haciendo de pegote y cumpliese prontamente con lo que se le pedía.

Discutimos bastante rato sobre el pobre Bartleby y sobre Spencer Tracy. Ella me reprochaba no comprender, ser «un» trivial, el habitual conformista inveterado. ¿Conformista? Seguía bromeando. El caso era, sin embargo, que antes, con aire de conmiseración, me había comparado con Bartleby. Ahora, al contrario, al ver que estaba de parte de los «abyectos explotadores», se había puesto a exaltar en Bartleby el «inalienable derecho de cualquier ser humano a la no colaboración», es decir, a la libertad. Seguía criticándome, en una palabra, pero por motivos del todo opuestos.

En determinado momento sonó el teléfono. Llamaban desde la cocina, para preguntar si y cuándo deberían subir la bandeja de la cena. Micòl declaró que por ahora no tenía hambre y que más tarde llamaría ella. ¿Que si le apetecía una sopita de verdura? —respondió, con una mueca, a una pregunta concreta que le hicieron por el aparato—. Naturalmente. Pero que no se pusieran a preparársela ahora mismo, por favor: nunca había podido soportar la «comida demasiado hecha».

Tras colgar el auricular, se volvió hacia mí. Me miraba fijamente con ojos dulces y graves a un tiempo y por unos segundos no dijo nada.

—¿Qué tal? —preguntó, por fin, en voz baja.

Tragué saliva.

—Así, así.

Sonreí y miré a mi alrededor.

—Es extraño —continué—. Todos los detalles de esta habitación corresponden exactamente a como me la había imaginado. Ahí está el Récamier, por ejemplo. Es como si la hubiera visto ya. Pero es que la he visto.

Le conté el sueño que había tenido hacía seis meses, la noche antes de que ella se marchara a Venecia. Señalé las hileras de los làttimi, que relucían en la penumbra de sus estantes: los únicos objetos, allí dentro —dije—, que en el sueño se me habían aparecido diferentes de como eran en la realidad. Le expliqué con qué forma los había visto y ella escuchaba seria, atenta, sin interrumpirme en ningún momento.

Cuando hube acabado, me rozó la manga de la chaqueta con una ligera caricia. Entonces me arrodillé junto a la cama, la abracé, la besé en el cuello, en los ojos, en los labios. Y ella se dejaba, pero sin mirarme en ningún momento e intentando siempre con ligeros movimientos de la cabeza impedirme que la besara en la boca.

—No… no… —no cesaba de decir—. No hagas eso… te lo ruego… Sé bueno… No, no… puede venir alguien… No.

En vano. Poco a poco, primero con una pierna y después con la otra, me subí a la cama. Ahora descansaba sobre ella con todo mi peso. Seguía besándola, ciego, en el rostro, sin encontrar sus labios más que raras veces, ni conseguir nunca que bajara los párpados. Por último, oculté la cara en su cuello. Y mientras mi cuerpo, casi por su cuenta, se agitaba convulso sobre el de ella, inmóvil bajo las sábanas como una estatua, de golpe, en un arrebato repentino y terrible de todo mi ser, supe con certeza que la estaba perdiendo, que la había perdido.

Ella fue la primera en hablar.

—Levántate, por favor —oí que decía, cercanísima a mi oído—. Así no puedo respirar.

Yo estaba anonadado, literalmente. Bajar de aquella cama me parecía una empresa superior a mis fuerzas. Pero no tenía otra opción.

Me puse en pie. Di unos pasos por el cuarto, vacilando. Por último, me dejé caer de nuevo en el silloncito contiguo a la cama y escondí la cara entre las manos. Las mejillas me ardían.

—¿Por qué actúas así? —dijo Micòl—. ¿No ves que es inútil?

—¿Por qué inútil? —pregunté, al tiempo que alzaba los ojos con viveza—. ¿Se puede saber por qué?

Me miraba, con un asomo de sonrisa aleteando en torno a su boca.

—¿No quieres ir un momento ahí? —dijo, señalando la puerta del baño—. Estás muy rojo, rojo impizà[20]. Lávate la cara.

—Gracias, sí. Tal vez sea mejor.

Me levanté de un salto y me dirigí hacia el baño. Pero, precisamente en ese momento, la puerta que daba a la escalera fue sacudida por un golpe vigoroso. Parecía que alguien intentara entrar a empujones.

—¿Qué es eso? —susurré.

—Es Jor —respondió tranquila Micòl—. Ve a abrirle.