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Enseguida, el propio día siguiente, empecé a darme cuenta de que me iba a resultar muy difícil restablecer con Micòl las antiguas relaciones.

Tras mucho vacilar, hacia las diez probé a telefonear. Me respondieron (Dirce) que los «señoritos» estaban aún en su habitación y que tuviese la amabilidad de volver a llamar «hacia mediodía». Para engañar la espera me eché en la cama. Había cogido un libro al azar, Le Rouge et le Noir, pero por mucho que lo intentaba no conseguía concentrarme. ¿Y si no la telefonease al mediodía? Pero no tardé en cambiar de idea. De repente, me pareció desear de Micòl ya sólo una cosa: su amistad. Mucho mejor que desaparecer —me decía— era comportarme como si la noche anterior no hubiese sucedido nada. Ella comprendería. Impresionada por mi tacto, del todo tranquilizada, muy pronto me devolvería toda su confianza, su preciosa familiaridad de otro tiempo.

Al mediodía en punto, me armé de valor y marqué por segunda vez el número de los Finzi-Contini.

Tuve que esperar un buen rato, más que de costumbre.

—Hola —dije por fin, con la voz rota por la emoción.

—¿Ah, eres tú?

Era precisamente la voz de Micòl. Bostezó.

—¿Qué hay?

Desconcertado, sin saber de qué hablar, lo único que se me ocurrió fue decir que ya había telefoneado dos horas antes. Había sido Dirce —añadí balbuceando— quien me había sugerido que volviera a llamar hacia mediodía.

Micòl estuvo escuchando. Después se puso a quejarse de la jornada que la esperaba, con tantas cosas que ordenar después de dos meses y medio de ausencia, maletas por deshacer, papeles de todas clases por ordenar de nuevo, etcétera, y con la perspectiva final, no precisamente atractiva para ella, de un segundo «ágape». Ése era el inconveniente de los viajes —rezongó—: Que después, para volver a la vida normal, para recuperar el tran-tran habitual, tenías que hacer aún mayor esfuerzo que el —ya importante— que habías debido hacer para «quitarte de en medio».

Le pregunté si aparecería más tarde por el templo. Respondió que no lo sabía. Tal vez sí, pero tal vez no incluso. De momento, no se sentía capaz de asegurármelo.

Colgó sin invitarme a volver a su casa por la noche y sin decidir cómo y cuándo volveríamos a vernos.

Aquel día me abstuve de llamarla de nuevo e incluso de ir al templo. Pero hacia las siete, al pasar por Via Mazzini y ver el Dilambda gris de los Finzi-Contini parado en la esquina de Via Scienze, por el lado de los adoquines, y a Perotti con gorra y uniforme de chófer sentado al volante y esperando, no pude resistir la tentación de apostarme a la entrada de Via Vittoria y esperar. Esperé largo rato, en el frío penetrante. Era la hora de mayor afluencia vespertina, la que precede a la cena. A lo largo de las dos aceras de Via Mazzini, cubiertas de nieve sucia ya medio derretida, la muchedumbre se apresuraba en ambas direcciones. Al final tuve mi recompensa. De repente, si bien lejos, la vi de improviso salir por el portalón del templo y quedarse parada y sola en el umbral. Llevaba un chaquetón de piel de leopardo, ceñido en el talle por un cinturón de cuero. Con sus rubios cabellos relucientes a la luz de los escaparates, miraba a uno y otro lado, como si buscara a alguien. ¿Sería a mí a quien buscaba? Ya estaba yo por salir de la sombra y acercarme, cuando los familiares, que, evidentemente, la habían seguido a distancia por las escaleras, aparecieron en grupo a sus espaldas. Estaban todos, incluida la abuela Regina. Giré sobre mis talones y me alejé a paso rápido por Via Vittoria.

El día siguiente y los sucesivos insistí en mis llamadas, pero raras veces conseguía hablar con ella. Casi siempre se ponía al aparato otra persona: Alberto o el profesor Ermanno o Dirce o incluso Perotti, todos los cuales, con la única excepción de Dirce, escueta y pasiva como una telefonista, razón precisamente por la que me dejaba confuso y helado, me enzarzaban en conversaciones largas e inútiles. A Perotti lo interrumpía en determinado momento. Pero con Alberto y con el profesor no me resultaba tan fácil. Les dejaba hablar. Esperaba siempre a que fuesen ellos quienes nombraban a Micòl. En vano. Como si se hubieran propuesto evitarlo e incluso hubiesen hablado de ello, padre y hermano dejaban a mi cargo toda iniciativa al respecto. Con el resultado de que muchas veces colgaba sin haber encontrado fuerzas para pedirles que me pusieran con ella.

Entonces reanudé las visitas: bien por la mañana, con la excusa de la tesis, bien por la tarde, para ir a ver a Alberto. Nunca hacía nada para comunicar a Micòl mi presencia en la casa. Estaba seguro de que lo sabía y de que un día u otro sería ella quien apareciera.

La tesis, en realidad, pese a haberla acabado, tenía aún que pasarla en limpio. Por eso llevaba conmigo la máquina de escribir, cuyo repiqueteo, apenas rompió por primera vez el silencio del salón de billar hizo salir de inmediato al profesor Ermanno al umbral del estudio.

—¿Qué haces? ¿Ya estás copiando? —gritó alegre.

Se me acercó y quiso ver la máquina. Se trataba de una portátil italiana, una Littoria, que mi padre me había regalado unos años antes, cuando había aprobado el examen de reválida. El nombre de la máquina no provocó su sonrisa, como había temido yo. Al contrario. Al comprobar que «también» en Italia se producían ya máquinas de escribir que, como la mía, daban la impresión de funcionar a la perfección, pareció sentirse complacido. Ellos en casa tenían tres —dijo—, una usada por Alberto, otra por Micòl y otra por él: las tres americanas, marca Underwood. Las de los muchachos eran portátiles, sin duda muy resistentes, pero, desde luego, no tan ligeras como ésta (y al mismo tiempo la sopesaba, cogiéndola por el asa). La suya, en cambio, era de tipo normal: de oficina, si se quiere. Pero…

Tuvo una especie de sobresalto.

¿Sabía yo cuántas copias permitía sacar, si se quería? —añadió, al tiempo que guiñaba el ojo—. Hasta siete.

Me condujo al estudio y me la enseñó, tras levantar no sin esfuerzo un negro y fúnebre cofre, metálico tal vez, en el que nunca antes me había fijado. Ante semejante pieza de museo, raras veces usada evidentemente, ni siquiera de nueva, moví la cabeza. No, gracias —dije—. Con mi Littoria no conseguiría sacar más de tres copias, dos de las cuales en papel cebolla. No obstante, prefería continuar así.

Tecleaba capítulo tras capítulo, pero mi cabeza estaba en otra parte. Y se escapaba también cuando, por la tarde, me encontraba abajo, en el estudio de Alberto. Malnate había vuelto de Milán diez días después de Pascua, lleno de indignación por lo que estaba sucediendo aquellos días (la caída de Madrid: ah, pero ¡no acaba ahí la cosa!; la conquista de Albania: ¡qué vergüenza, qué payasada!). Respecto a este último acontecimiento, contaba lo que le habían dicho ciertos amigos milaneses comunes de él y de Alberto. Más que del Duce —contaba—, la empresa albanesa había sido deseo de «Ciano Galeazzo», quien, celoso de Von Ribbentrop, había querido hacer ver al mundo con esa asquerosa canallada que no era menos que el alemán en materia de diplomacia relámpago. ¿Lo creíamos? Al parecer, hasta el cardenal Schuster se había pronunciado al respecto con amonestaciones y lo había deplorado y, aunque sólo había hablado de ello con los más íntimos, toda la ciudad lo había sabido. Hablaba también de otras cosas de Milán, el Giampi: de una representación en La Scala del Don Giovanni de Mozart, a la que por suerte no había faltado; de una exposición de cuadros de un «grupo nuevo», en Via Bagutta; y de Gladys, precisamente ella, a la que había encontrado por casualidad en la Galleria cubierta de visón y del brazo de un conocido industrial del acero: simpatiquísima como siempre, le había hecho al cruzarse con él una pequeña seña con el dedo, que significaba sin la menor duda «telefonéame» o «te telefonearé». ¡Lástima que hubiera tenido que volver enseguida «a la fábrica»! Con mucho gusto le habría puesto un par de cuernos al conocido industrial siderúrgico, logrero de la guerra «inminente»… Hablaba y hablaba, como de costumbre dirigiéndose sobre todo a mí, pero, en el fondo, un poco menos didáctico y perentorio que los meses pasados: como si su viaje a Milán, para ver a su familia y sus amigos, le hubiese dado una nueva disposición a la indulgencia para con los demás y sus opiniones.

Con Micòl, ya lo he dicho, sólo tenía pequeñas charlas por teléfono, durante las cuales procurábamos los dos no aludir a nada íntimo. Pero algunos días después de haberla esperado más de una hora ante el templo, no pude resistir la tentación de quejarme de su frialdad.

—¿Sabes una cosa? —dije—. La segunda noche de Pascua te vi.

—¿Ah, sí? ¿Estabas tú también en el templo?

—No. Pasaba por Via Mazzini y vi vuestro coche, pero preferí esperarte fuera.

—Vaya una idea.

—Estabas muy elegante. ¿Quieres que te cuente cómo ibas vestida?

—Te creo, te creo, me basta con tu palabra. ¿Dónde estabas estacionado?

—En la acera de enfrente, en la esquina de Via Vittoria. En determinado momento te pusiste a mirar hacia mí. Di la verdad: ¿me reconociste?

—Y dale. ¿Por qué había de decirte una cosa por otra? Pero tú, en realidad, no comprendo por qué motivo… Perdona, pero ¿no podías acercarte?

—Estaba a punto de hacerlo. Después, cuando me di cuenta de que no estabas sola, renuncié.

—¡Que no estaba sola! ¡Vaya descubrimiento! Pero eres un tipo extraño. Podías venir a saludarme igual, me parece a mí.

—Sí, desde luego, pensándolo bien. Lo malo es que no siempre se consigue pensar. Además, ¿te habría gustado?

—¡Dios mío, cuántas historias! —suspiró.

La vez siguiente que conseguí hablar con ella, no menos de una docena de días después, me dijo que estaba enferma, con un fuerte resfriado y una décima de fiebre. ¡Qué aburrimiento! ¿Por qué no iba a verla nunca? La había olvidado de verdad.

—¿Estás… estás en la cama? —balbucí desconcertado, sintiéndome víctima de una injusticia enorme.

—Pues claro y, además, bajo las sábanas. Confiesa: te niegas a venir por miedo a la gripe.

—No, no, Micòl —respondí con amargura—. No me creas más cobarde de lo que soy. Me asombra solamente que me acuses de haberte olvidado, cuando, en realidad… No sé si te acuerdas —proseguí con la voz helada—, pero antes de que te fueses a Venecia era facilísimo telefonearte, mientras que ahora, tienes que reconocerlo, se ha vuelto una especie de hazaña. ¿Sabes que he ido varias veces a tu casa, estos días? ¿Te lo han dicho?

—Sí.

—¡Entonces! Si querías verme, sabías perfectamente dónde encontrarme: por la mañana en la sala de billar y por la tarde abajo, con tu hermano. La verdad es que no tenías ninguna gana.

—¡Qué tonterías! Al cuarto de Alberto nunca me ha gustado ir, sobre todo cuando recibe amigos. En cuanto a ir a verte por la mañana, ¿no estás trabajando? Si algo detesto es precisamente molestar a la gente cuando trabaja. En cualquier caso, si de verdad lo deseas, mañana o pasado pasaré un momento a saludarte.

La mañana siguiente no vino, pero por la tarde, cuando me encontraba con Alberto (debían de ser las siete: Malnate se había despedido de repente hacía unos minutos), entró Perotti con un mensaje de Micòl. La «señorita» agradecería que yo subiera arriba un momento —anunció impasible, pero, me pareció, de mal humor—. Lo sentía, pero estaba aún en la cama; si no, habría bajado ella. ¿Qué prefería: subir al instante o quedarme a cenar y subir después? La señorita preferiría que fuera enseguida, ya que tenía un poco de dolor de cabeza y quería apagar la luz muy temprano. Pero si decidía quedarme…

—No, por Dios —dije, al tiempo que miraba a Alberto—. Voy enseguida. —Me levanté y me dispuse a seguir a Perotti.

—No hagas cumplidos, por favor —decía entretanto Alberto, al tiempo que me acompañaba, atento, hasta la puerta—. Creo que esta noche en la mesa estaremos mi padre y yo solos. También la abuela está en la cama con gripe y mi madre no se aleja de su habitación ni un momento. Conque, si te apetece tomar algo con nosotros e ir a ver a Micòl después… A mi padre le encantaría.

Respondí que no podía, que a las nueve tenía que encontrarme «en la Piazza» con una «persona» y corrí tras Perotti, que ya había llegado al final del pasillo.

Sin cambiar palabra, no tardamos en llegar al pie de la larga escalera helicoidal que conducía arriba del todo, a la torrecita-lucernario. El cuarto de Micòl, ya lo sabía yo, era el que estaba situado en el punto más alto de la casa, sólo medio tramo de escalera por debajo del último rellano.

No vi el ascensor y me dispuse a subir a pie.

—Bien está que usted sea joven —dijo sonriendo Perotti—, pero ciento veintitrés escalones son muchos. ¿No quiere que tomemos el ascensor? Funciona, ¿sabe usted?

Abrió la portezuela de la negra jaula exterior y después la puerta corredera de la cabina y, por último, se hizo a un lado para que yo pasase.

Cruzar el umbral de la cabina, que era una gran caja antediluviana, toda ella de brillantes maderas de color vino, contelleantes placas de cristal adornadas con una M, una F y una C primorosamente trenzadas, sentir en la garganta el penetrante olor, un poco sofocante, entre moho y aguarrás, que impregnaba el aire encerrado en aquel angosto espacio y advertir de repente una inmotivada sensación de calma, de tranquilidad fatalista, de distanciamiento irónico incluso, fue todo uno. ¿Dónde había conocido un olor de esa clase? —me preguntaba—. ¿Cuándo?

La cabina empezó a elevarse despacio por el hueco de la escalera. Yo husmeaba el aire, al tiempo que miraba a Perotti delante de mí, con su espalda vestida de rayadillo. El viejo había dejado a mi completa disposición el asiento cubierto de mullido terciopelo. En pie a dos palmos de distancia, absorto, tenso, con una mano asida al pomo de latón de la puerta corredera y la otra apoyada en la placa de los botones de mando, que también brillaba con bruñidos latones, Perotti había vuelto a encerrarse en un silencio grávido de todos los significados posibles. Pero fue entonces cuando recordé y comprendí: Perotti callaba, no ya porque desaprobara, como por un momento había yo pensado, que Micòl me recibiese en su habitación, sino porque la oportunidad que se le ofrecía de manejar el ascensor (oportunidad tal vez rara) lo colmaba de una satisfacción tanto más intensa cuanto más íntima, más secreta. El ascensor no era menos precioso para él que la carroza que estaba abajo, en la cochera. Con esas cosas, con esos venerables testimonios de un pasado ya suyo también, desahogaba él su tenaz amor hacia la familia a la que servía desde niño, su rabiosa fidelidad de viejo animal doméstico.

—Sube bien —exclamé—. ¿De qué marca es?

—Es americano —respondió, al tiempo que volvía el rostro a medias y torciendo la boca con la típica mueca de desprecio tras la que los campesinos ocultan su admiración—. El gà[18] más de cuarenta años, pero aún subiría a un regimiento.

—Debe de ser un Westinghouse —dije al azar.

—Pues, sogio mì[19] —masculló—. Un nombre de ésos.

De ahí pasó a contarme cómo y cuándo se había hecho la instalación. Pero la cabina, al detenerse de pronto, lo obligó con evidente disgusto a interrumpirse casi al instante.