7

En casa, aquel año, la Pascua se celebró con una sola cena.

Fue mi padre quien lo quiso así. Dada también la ausencia de Ernesto —había dicho—, en una Pascua como la de los años pasados no había ni que pensar. Además, aparte de eso, ¿cómo habríamos podido? Ellos, mis Finzi-Contini, una vez más habían demostrado ser muy listos. Con la excusa del jardín habían conseguido conservar todas las criadas, de la primera a la última, haciéndolas pasar por campesinas dedicadas a las tareas del huerto. Pero ¿nosotros? Desde que nos habíamos visto obligados a despedir a Elisa y a Mariuccia, y a tomar en su lugar a esa panoli de la vieja Cohèn, nosotros ya no teníamos a nadie, en realidad. En semejantes condiciones, ni siquiera nuestra madre podría hacer milagros.

—¿No es cierto, ángel mío?

El «ángel mío» no abrigaba hacia la sesentona señora Ricca Cohèn, distinguida jubilada de la Comunidad, sentimientos mucho más calurosos que los de mi padre. Además de alegrarse, como siempre, cuando oía a uno de nosotros hablar mal de aquella desdichada, mi madre se había sumado con gratitud sincera a la idea de una Pascua en tono menor. Muy bien —había aprobado—: Preparar una cena, la de la primera noche, y se acabó, era cosa de nada. Fanny y ella casi se las arreglarían solas, sin que «esa» —y señalaba con la cabeza a la Cohèn, encerrada en la cocina— tuviera que ponerse, como de costumbre, de morros. Eso es: pero para que «esa» no tuviese que ir y venir demasiado con platos y tazones, con el riesgo, entre otras cosas, en vista de lo poco firmes que tenía las piernas, de provocar algún desastre, habría que hacer, si acaso, una cosa: en lugar de poner la mesa en el salón, tan distante de la cocina, y aquel año, con la nieve, más frío que Siberia, ponerla ahí, en el comedor…

No fue una cena alegre. En el centro de la mesa, la cestita en que se encontraban, además de los «bocados» rituales, el tarro del jaroset[17], las macollas de hierba amarga, el pan ácimo y el huevo duro reservado para mí, el primogénito, destacaba inútilmente bajo el pañuelo de seda blanco y azul que la abuela Ester había bordado con sus propias manos cuarenta años antes. Pese a que la habían puesto con todo cuidado o, mejor dicho, precisamente por eso, la mesa había adquirido un aspecto bastante parecido al que presentaba las noches de Kippur, cuando la preparaban sólo para Ellos, los muertos familiares, cuyos huesos yacían en el cementerio situado al final de Via Montebello y que, sin embargo, estaban bien presentes, allí, en espíritu y efigie. Allí, en sus puestos, aquella noche estábamos sentados nosotros, los vivos. Pero en menor número que en otro tiempo y no ya alegres, risueños, vocingleros, sino tristes y pensativos como muertos.

Yo miraba a mi padre y a mi madre, ambos muy aviejados en pocos meses. Miraba a Fanny, que ya tenía quince años, pero que, como si un arcano temor hubiera detenido su desarrollo, no aparentaba más de doce. Miraba a mi alrededor, uno a uno, a tíos y primos, gran parte de los cuales serían engullidos al cabo de unos años por los hornos crematorios alemanes y, desde luego, no se imaginaban que acabarían así, ni yo tampoco lo imaginaba, y, aun así, ya entonces, aquella noche, aunque los veía tan insignificantes en sus pobres rostros tocados con sombreritos burgueses o enmarcados por las burguesas permanentes, aunque sabía hasta qué punto eran obtusos, hasta qué punto incapaces de valorar el alcance real del hoy y leer en el mañana, ya entonces me parecían envueltos en la misma aura de misteriosa fatalidad estatuaria que los rodea ahora, en la memoria. Miraba a la vieja Cohèn, las raras veces que se aventuraba a asomarse a la puerta de la cocina: Ricca Cohèn, la distinguida solterona sexagenaria que había salido del asilo de Via Vittoria para ir a servir en una casa de correligionarios acomodados, pero no deseaba otra cosa que volver a él, al asilo, y, antes que los tiempos empeoraran aún más, en él morir. Me miraba, por último, a mí mismo, reflejado en el agua opaca del espejo de enfrente, también yo ya un poco canoso, preso también yo en el mismo engranaje, pero reacio, aún no resignado. Yo no estaba muerto —me decía—. ¡Yo estaba aún bien vivo! Pero entonces, si aún vivía, ¿por qué me quedaba allí con los demás? ¿Con que fin? ¿Por qué no escapaba enseguida de aquella desesperada y grotesca reunión de espectros o, al menos, no me tapaba los oídos para no oír hablar más de «discriminaciones», «méritos patrióticos», «certificados de antigüedad», «cuartos de sangre», no oír más la mezquina lamentación, el monótono, gris, inútil treno que con voz queda entonaban parientes y consanguíneos a mi alrededor?

La cena iba a prolongarse así, entre discursos mascullados, a saber por cuántas horas y con las evocaciones de mi padre a cada rato, entre amargado y complacido, de las diversas «afrentas» que había debido soportar a lo largo de los últimos meses, empezando por el día en que, en la Federación, el secretario federal, cónsul Bolognesi, le había anunciado con ojos culpables, apenados, que se veía obligado a «borrarlo» de la lista de miembros del partido y acabando con aquel otro en que el presidente de la Cámara de Comercio lo había citado para comunicarle, con ojos no menos afligidos, que debía considerarlo «dimisionario». ¡La de cosas que podría contar! ¡Hasta medianoche, hasta la una, hasta las dos! ¿Y después? Después vendría la última escena, la de las despedidas. Ya la veía yo. Habíamos bajado todos en grupo por las escaleras oscuras, como un rebaño oprimido. Al llegar al vestíbulo, alguien (tal vez yo) se había adelantado a entreabrir la puerta y ahora, por última vez, antes de separarnos, se renovaban por parte de todos, incluido yo, las buenas noches, los parabienes, los apretones de manos, los abrazos, los besos en las mejillas. Pero de improviso, por la puerta que ha quedado entornada, ahí, contra la negrura de la noche, irrumpe dentro del vestíbulo una ráfaga de viento. Es viento huracanado y viene de la noche. Acomete el vestíbulo, lo atraviesa, sobrepasa silbando las cancelas que separan el vestíbulo del jardín y, al tiempo que dispersa a la fuerza a quienes aún querían quedarse, acalla de golpe, con su salvaje aullido, a quienes aún se entretenían hablando. Voces tenues, gritos débiles, al instante dominados. Expulsados, todos: como hojas ligeras, como pedazos de papel, como cabellos de una melena encanecida por los años y el terror… Oh, en el fondo Ernesto había tenido suerte al no haber podido ir a la universidad en Italia. Escribía desde Grenoble que pasaba hambre, que de las lecciones de la Escuela Politécnica, con el poco francés que sabía, no conseguía entender casi nada. Pero feliz él que pasaba hambre y temía no aprobar los exámenes. Yo me había quedado aquí y para mí, que me había quedado y que una vez más había elegido por orgullo y aridez una soledad nutrida de vagas esperanzas, nebulosas e impotentes, ya no había en realidad esperanza, ninguna esperanza.

Pero ¿quién puede prever nunca?

En efecto, hacia las once, mientras mi padre, con el objeto evidente de disipar la melancolía general, acababa de ponerse a entonar la alegre cantinela del Caprét ch’avea comperà il signor Padre (era su preferida: su «caballo de batalla», como él decía), en determinado momento, al alzar por casualidad los ojos y mirar al espejo de enfrente noté que la puerta de la cabina telefónica se entreabría despacio a mis espaldas. A través de la rendija, asomó, cauto, el rostro de la vieja Cohèn. Me miraba a mí, precisamente a mí, y parecía casi pedir ayuda.

Me levanté y me acerqué.

—¿Qué ocurre?

Señaló el auricular, que colgaba del hilo, y desapareció por el otro lado, por la puerta que daba al recibidor.

Al quedarme solo, en la más absoluta oscuridad, aun antes de acercar el auricular al oído, reconocí la voz de Alberto.

—Oigo cantar —gritaba, extrañamente alegre—. ¿Por dónde vais?

—Por el Caprét ch’avea comperá il signor Padre.

—Ah, bien. Nosotros ya hemos acabado. ¿Por qué no te vienes por aquí?

—¡Ahora! —exclamé, asombrado.

—¿Por qué no? Aquí la conversación empieza a languidecer y tú, con tus conocidos recursos, podrías reanimarla fácilmente —se echó a reír sin ganas—. Y, además… —añadió—, es que te hemos preparado una sorpresa.

—¿Una sorpresa? ¿Y en qué consiste?

—Ven y lo verás.

—Cuántos misterios.

El corazón me latía como loco.

—Pongamos las cartas sobre la mesa.

—Anda, no te hagas de rogar. Te repito: ven y verás.

Pasé sin demora al recibidor, cogí el abrigo, la bufanda y el sombrero, asomé la cabeza a la cocina para encargar a la Cohèn que, si por casualidad me buscaban, dijera que había debido salir un momento y dos minutos después estaba ya en la calle.

Espléndida noche de luna, gélida, limpidísima. Por las calles no pasaba nadie o casi nadie y Corso Giovecca y Corso Ercole d’Este, lisas, vacías y de una blancura casi salina, se abrían ante mí como dos grandes pistas. Pedaleaba por el centro de la calzada, a plena luz, con las orejas doloridas por el hielo, pero en la cena había bebido varios vasos de vino y no sentía el frío; al contrario, sudaba. El neumático de la rueda delantera chirriaba apenas sobre la nieve endurecida y la seca polvareda que levantaba me embargaba con una sensación de alegría intrépida, como si estuviera esquiando. Avanzaba rápido, sin miedo a resbalar. Al tiempo, pensaba en la sorpresa que, según las palabras de Alberto, me esperaba en la casa de los Finzi-Contini. ¿Habría vuelto Micòl tal vez? Pero era extraño. ¿Por qué no se habría puesto ella al teléfono? ¿Y por qué, antes de la cena, no la había visto nadie en el templo? Si hubiera estado en el templo, yo ya me habría enterado. Mi padre, en la mesa, al pasar la revista, como de costumbre, a los presentes en la ceremonia (lo había hecho también por mí: para reprocharme indirectamente no haber asistido), no habría olvidado nombrarla, desde luego. Los había nombrado uno a uno a todos, Finzi-Contini y Herrera, pero a ella no. ¿Era posible que hubiese llegado por separado justo en el último momento, con el rápido de las nueve y cuarto?

Con una claridad aún más intensa de nieve y luna, me adentré por el Barchetto del Duca. A medio camino, poco antes de entrar en el puente sobre el canal Panfilio, se detuvo ante mí de improviso una sombra gigantesca. Era Jor. Tardé un instante en reconocerlo, cuando ya estaba a punto de gritar. Pero en cuanto le reconocí, el espanto se transformó, en mí, en una sensación casi igualmente paralizadora, de presagio. Entonces, era verdad —me decía—: Micòl había vuelto. Avisada por el timbre de la calle, se había levantado de la mesa, había bajado y, ahora, tras enviar a Jor a mi encuentro, me esperaba en el umbral de la puertecita secundaria, que sólo usaban los familiares y los íntimos. Unas pocas pedaladas más y después, Micòl, ella en persona, figurita oscura recortada sobre un fondo de luz blanquísima, como de central eléctrica, y lamida en las espaldas por el hálito protector de la calefacción. Unos segundos más y oiría su voz, su «hola».

—Hola —dijo Micòl, parada en el umbral—. Te agradezco que hayas venido.

Yo había previsto todo, con exactitud: todo salvo que la besaría. Bajé de la bici y respondí:

—Hola, ¿desde cuándo estás aquí?

Ella había tenido tiempo de decir:

—Desde esta tarde, he venido con mis tíos.

Y después… después la besé en la boca.

Sucedió de pronto. Pero ¿cómo? Estaba todavía con el rostro oculto en el tibio y perfumado cuello de ella (un perfume extraño: un olor a piel infantil y a borotalco) y ya me lo estaba preguntando. ¿Cómo había podido suceder? Yo la había abrazado, ella había hecho un débil intento de resistencia y, al final, me había dejado. ¿Había sido así? Tal vez hubiera sido así. Pero ahora ¿qué?

Me separé despacio. Ahora ella estaba allí, con su rostro a veinte centímetros del mío. Yo la miraba fijamente sin hablar ni moverme, incrédulo, ya incrédulo. Apoyada a la jamba de la puerta, con los hombros cubiertos por un chal de lana negro, también ella me miraba fijamente y en silencio. Me miraba a los ojos y su mirada entraba en mí derecha, segura, dura: con la límpida inexorabilidad de una espada.

Fui yo el primero en apartar los ojos.

—Perdona —murmuré.

—¿Por qué «perdona»? Tal vez haya sido yo la que me haya equivocado al venir a tu encuentro. La culpa es mía.

Movió la cabeza. Después esbozó una sonrisa buena, afectuosa.

—¡Cuánta nieve y qué hermosa! —dijo, señalando con la cabeza el jardín—. Imagínate que en Venecia, nunca, ni siquiera un centímetro. Si hubiese sabido que aquí había caído tanta…

Terminó con un gesto de la mano: de la mano derecha. La había sacado de debajo del chal y al instante advertí un anillo.

La cogí de la muñeca.

—¿Qué es esto? —pregunté al tiempo que tocaba el anillo con la punta del índice.

Hizo una mueca, como de desprecio.

—Estoy prometida, ¿no lo sabes? —Acto seguido, lanzó una gran carcajada—. No, hombre, no… —dijo—, ¿no ves que es broma? Es un anillo sin importancia. Mira.

Se lo quitó con un amplio movimiento de los codos, me lo dio y era, en efecto, un anillo insignificante: un arito de oro con una turquesita. Se lo había regalado su abuela Regina muchos años antes —explicó—, escondiéndoselo en un «huevecito» de Pascua.

Tras recobrar el anillo, volvió a ponérselo y después me cogió de la mano.

—Ahora ven —susurró—, que, si no, ahí arriba son capaces —y se rio—, de figurarse no sé qué.

Durante el trayecto, sin soltarme la mano (en la escalera se detuvo, me escrutó los labios a la luz y concluyó el examen con un desenvuelto: «¡Perfecto!»), no dejó de hablar ni un momento.

Sí —decía—: El asunto de la tesis había ido mejor de lo que hubiera podido esperar. Durante la lectura, había «sentado cátedra» durante una buena hora, «sermoneando a diestro y siniestro». Al final, la habían hecho salir y, desde detrás de la puerta de cristales esmerilados del Aula Magna, había podido escuchar con toda comodidad todo lo que el tribunal de profesores había dicho sobre ella. La mayoría eran partidarios de concederle el cum laude, pero había uno, el profesor de alemán (¡un nazi de aúpa!), que no quería dar su brazo a torcer. Había estado de lo más explícito, el «buen señor». Según él, no podía concedérsele el cum laude sin provocar un escándalo gravísimo. Pero ¡cómo! —gritaba—. Esa señorita era judía: además, no se la había discriminado en absoluto, ¡y aún hablaban de concederle el cum laude! ¡Estaría bueno! Bastante habían hecho con permitirle doctorarse… El director de su tesis, el profesor de inglés, apoyado también por otros, había replicado con mucha energía que la escuela era la escuela, que inteligencia y preparación (¡qué hombre más bueno!) nada tenían que ver con los grupos sanguíneos, etcétera, etcétera. Pero, llegado el momento de decidir, el triunfo del nazi era obvio y previsible. Y a ella no le había quedado otra satisfacción, aparte de las excusas que más tarde, persiguiéndola escaleras abajo de Ca’ Foscari, le había presentado el profesor de inglés (pobrecillo: le temblaba la barbilla, tenía lágrimas en los ojos…), que la de recibir el veredicto con el más impecable de los saludos romanos. En el acto de nombrarla doctor, el presidente de la facultad había alzado el brazo. ¿Cómo debería haberse comportado ella? ¿Haberse limitado a una melindrosa inclinación de cabeza? ¡Ah, no!

Reía contentísima y también yo reía, electrizado, y le contaba, a mi vez, con lujo de detalles cómicos, mi expulsión de la Biblioteca Municipal. Pero cuando le pregunté por qué motivo, tras haberse doctorado, se había quedado en Venecia un mes más (en Venecia —añadí—, ciudad en la que, según decía, no sólo no se había encontrado nunca bien, sino que, además, no podía contar con ningún amigo ni amiga), se puso seria, retiró su mano de la mía, al tiempo que por única respuesta me lanzaba una rápida mirada de soslayo.

Un anticipo de la alegre acogida que íbamos a recibir en el comedor nos vino de Perotti, que nos esperaba en el vestíbulo. Apenas nos vio bajar por la escalinata, seguidos por Jor, nos dirigió una sonrisa extraordinariamente complacida, casi cómplice. En otra ocasión su comportamiento me habría irritado, me habría sentido ofendido. Pero desde hacía unos minutos me encontraba en una disposición de ánimo muy especial. Sofocando en mí cualquier motivo de inquietud, avanzaba embargado por una extraña ligereza, como transportado por alas invisibles. En el fondo, Perotti era un buen hombre —pensaba—. Estaba contento también él de que la «señorita» hubiera vuelto a casa. ¿Podría echársele en cara, al pobre viejo? En adelante dejaría de refunfuñar, desde luego.

Nos presentamos uno al lado del otro en el umbral del comedor y nuestra aparición fue saludada, como decía, con el alborozo más sincero. Los rostros de todos los comensales estaban sonrosados, encendidos; todas las miradas, dirigidas hacia nosotros, expresaban simpatía y afecto. Pero también la estancia, tal como se me mostró de repente aquella noche, me pareció con mucha diferencia más acogedora de lo habitual, rósea también ella en cierto modo en la clara madera bruñida de sus muebles, en los que la llama alta y culebreante de la chimenea provocaba tiernos reflejos de color carne. Nunca la había visto tan iluminada. Aparte del resplandor que desprendían los leños ardientes, en la mesa, cubierta con un bello mantel blanquísimo (platos y cubiertos habían sido retirados ya, evidentemente), la gruesa corola invertida de la araña central derramaba una auténtica catarata de luz.

—¡Adelante, adelante!

—¡Bienvenido!

—Empezábamos a pensar que no te ibas a dejar convencer.

Había sido Alberto quien había pronunciado esta última frase, pero yo sentía que mi llegada lo llenaba de alegría auténtica. Todos me miraban: unos, como el profesor Ermanno, volviéndose completamente hacia atrás; otros acercando el pecho al borde de la mesa o apartándolo de sí, con los brazos rígidos; otros, por último, como la señora Olga, sentada sola allá enfrente con el fuego de la chimenea a la espalda, adelantando el rostro y entornando los párpados. Me observaban, me examinaban, me contemplaban de pies a cabeza y parecían todos bastante satisfechos de mí, de la figura que hacía junto a Micòl. Sólo Federico Herrera, el ingeniero ferroviario, que había quedado sorprendido, como perplejo, tardó en unirse a la complacencia general. Pero fue cosa de un instante. Tras recibir información de su hermano Giulio (los oí conversar brevemente a espaldas de su anciana madre, acercando sus calvas cabezas), multiplicó enseguida las demostraciones de simpatía hacia mí. Además de hacer con la boca una mueca que le descubrió sus enormes incisivos superiores, alzó un brazo incluso en un gesto, más que de saludo, de solidaridad, de estímulo casi deportivo.

El profesor Ermanno insistió para que me sentara a su derecha. Era mi sitio habitual —explicó a Micòl, que entretanto se había sentado a su izquierda, frente a mí—: El que ocupaba, «por regla general», yo, cuando me quedaba a cenar. Giampiero Malnate —añadió después—, el amigo de Alberto, se sentaba, en cambio, «allí, al otro lado», a la derecha de su madre. Y Micòl escuchaba con expresión curiosa, entre picada y sardónica, como si le disgustara comprobar que en su ausencia la vida de la familia había seguido un curso no previsto exactamente por ella, y al tiempo contenta de que las cosas hubieran ido precisamente así.

Me senté y sólo entonces me di cuenta, asombrado de haber observado mal, de que el mantel no estaba vacío. En el centro de la mesa había una bandeja de plata, baja, circular y bastante amplia, y en el centro de la bandeja, rodeada a dos palmos de distancia por un nimbo de tarjetitas blancas, cada una de las cuales llevaba escrito en lápiz rojo una letra del alfabeto, destacaba solitaria una copa de champaña.

—Y eso, ¿qué es? —pregunté a Alberto.

—Pues, ¡la gran sorpresa de que te había hablado! —exclamó Alberto—. Es algo formidable, sencillamente. Basta con que tres o cuatro personas en círculo pongan el dedo en el borde de la copa y al instante va respondiendo, letra por letra.

—¡¿Respondiendo?!

—¡Desde luego! Escribe despacito todas las respuestas. Y sensatas, verdad, ¡no puedes imaginar siquiera lo sensatas que son!

Hacía tiempo que no veía a Alberto tan eufórico, tan excitado.

—¿Y de dónde procede —pregunté—, esta novedad?

—Es un simple juego —terció el profesor Ermanno, al tiempo que me ponía una mano sobre el brazo y movía la cabeza—. Lo ha traído Micòl de Venecia.

—¡Ah, entonces eres tú la responsable! —dije, dirigiéndome a Micòl—. ¿Y lee también el futuro, tu vaso?

—¡Cómo no! —exclamó ella, riendo—. Es más. Te diré que su especialidad es precisamente ésa.

En aquel momento entró Dirce, que traía en alto, en equilibrio sobre una sola mano, una bandeja de madera oscura, rebosante de dulces de Pascua (también las mejillas de Dirce eran sonrosadas, brillantes de salud y buen humor).

Como huésped y último en llegar, fui servido el primero. Los dulces, los llamados zucarin, hechos de pastaflora mezclada con pasas, parecían ser casi iguales a los que media hora antes había probado de mala gana en mi casa. Sin embargo, los zucarin de la casa Finzi-Contini me parecieron de repente mucho mejores, mucho más sabrosos: y así lo dije, incluso dirigiéndome a la señora Olga, que, por estar sirviéndose del plato que Dirce le tendía, no pareció oír mi cumplido.

Intervino después Perotti, con sus gruesas manos de campesino aferradas a los bordes de otra bandeja (de peltre, esta), sobre la que había una botella de vino blanco y varios vasos. Y después, mientras seguíamos sentados y comedidos en torno a la mesa, bebiendo todos Albana a pequeños sorbos y mordisqueando zucarin, Alberto iba explicándome a mí en particular las «virtudes adivinatorias de la copa», que ahora estaba en silencio, cierto, pero hasta un poco antes les había respondido, cuando le habían preguntado, con una «verve» excepcional, admirable.

Quise saber qué le habían preguntado.

—Oh, de todo un poco.

Le habían preguntado, por ejemplo —continuó—, si conseguiría él doctorarse alguna vez en ingeniería y la copa, diligente, había replicado con un «no» sequísimo. Después Micòl había querido saber si se casaría y cuándo y ante eso la copa se había mostrado mucho menos perentoria, bastante confusa incluso, pues había dado una respuesta propia de auténtico oráculo clásico, es decir, que se prestaba a las más opuestas interpretaciones. Hasta sobre el campo de tenis, le habían preguntado, «¡pobre santa copa!», para intentar averiguar si su padre abandonaría su eterna cantinela de dejar siempre para el año próximo el comienzo de los arreglos. Y sobre eso, demostrando buena dosis de paciencia, «la Pitia» había vuelto a mostrarse explícita, al asegurar que las ansiadas mejoras se harían «enseguida», en una palabra, ese mismo año.

Pero en materia política sobre todo había hecho maravillas la copa. Pronto, al cabo de pocos meses, había sentenciado, estallaría la guerra: una guerra larga, sangrienta, dolorosa para todos, capaz de trastornar el mundo entero, pero que acabaría, tras muchos años de batallas inciertas, con la victoria total de las fuerzas del bien. «¿Del bien?», había preguntado en ese momento Micòl, que siempre era especialista en gaffes. «Dedidme, por favor: ¿cuáles serían las fuerzas del bien?» A lo que la copa, dejando a todos los presentes de piedra, había replicado con una sola palabra: «Stalin».

—¿Te imaginas? —exclamó Alberto, entre las carcajadas generales—. ¿Te imaginas qué contento se habría puesto el Giampi, si hubiera estado aquí? Se lo voy a contar por carta.

—¿No está en Ferrara?

—No. Se marchó anteayer. Fue a pasar la Pascua en su casa.

Alberto siguió un buen rato contando lo que había dicho la copa y después reanudamos el juego. También yo puse el índice sobre el borde de la copa, también yo hice preguntas y esperé respuestas. Pero ahora, a saber por qué, el oráculo no decía nada comprensible. En vano insistía Alberto, tenaz y terco como nunca. Nada.

Yo, en cualquier caso, no me daba demasiado por enterado. Más que ocuparme de él y del juego de la copa, miraba sobre todo a Micòl: Micòl, que de vez en cuando, al sentir mi mirada sobre ella, dejaba de fruncir la frente, como cuando jugaba al tenis, para dedicarme una rápida sonrisa pensativa, tranquilizadora.

Yo miraba fijamente sus labios, teñidos apenas de rojo. Yo mismo los había besado, poco antes. Pero ¿no había sido demasiado tarde? ¿Por qué no lo había hecho seis meses antes, cuando todo habría sido posible aún, o al menos durante el invierno? ¡Cuánto tiempo habíamos perdido, yo aquí, en Ferrara, y ella en Venecia! Un domingo habría podido perfectamente tomar el tren e ir a verla. Había un rápido que salía de Ferrara a las ocho de la mañana y llegaba a Venecia a las diez y media. Nada más bajar del tren, la telefoneaba y le proponía que me llevara al Lido (así, entre otras cosas —le decía yo—, visitaría por fin el famoso cementerio israelita de San Niccolò). Hacia la una habríamos comido algo juntos, también allí, y después, tras llamar a casa de sus tíos para tranquilizar a la Fräulein (¡oh, el rostro de Micòl mientras la telefoneaba, sus muecas, sus gestos bufonescos!), íbamos de paseo por la playa desierta. También para eso habría habido tiempo de sobra. En cuanto al regreso, habría tenido a mi disposición dos trenes: uno a las cinco y otro a las siete, uno y otro excelentes para que tampoco mi familia se diera cuenta de nada. Claro: si lo hubiese hecho antes, cuando debía, todo habría sido muy fácil. Una broma.

¿Qué hora era? La una y media, las dos acaso. Dentro de un poco tendría que irme y probablemente Micòl volvería a acompañarme hasta abajo, hasta la puerta del jardín.

Tal vez fuera en eso en lo que estaba pensando también ella, eso lo que la inquietaba. Habitación tras habitación, pasillo tras pasillo, caminaríamos uno junto a otro sin valor ya ni para mirarnos ni para cambiar palabra. Temíamos los dos la misma cosa, yo lo sentía: la despedida, el momento cada vez más próximo y cada vez menos imaginable de la despedida, del beso del adiós. Y, sin embargo, en caso de que Micòl renunciara a acompañarme y dejase que fuera Alberto o incluso Perotti quien lo hiciese, ¿con qué ánimo podría afrontar yo el resto de la noche? ¿Y el día siguiente?

Pero tal vez no —volvía yo a soñar, testarudo y desesperado—: Levantarse de la mesa resultaría tal vez inútil, innecesario. Aquella noche no acabaría nunca.