El profesor Ermanno no había exagerado. Entre los casi veinte mil libros de la casa, muchísimos de los cuales de tema científico o histórico o de diversas materias de erudición (en alemán, la mayoría de estos últimos), había, en efecto, varios centenares relativos a la literatura de la Nueva Italia. Además se puede decir que no faltaba nada de lo que se había publicado en el ambiente literario carducciano de fines de siglo, en los decenios en que Carducci había enseñado en Bolonia. Estaban los volúmenes en verso y en prosa no sólo del Maestro, sino también de Panzacchi, Severino Ferrari, Lorenzo Stecchetti, Ugo Brilli, Guido Mazzoni, el joven Pascoli, el joven Panzini, el jovencísimo Valgimigli; primeras ediciones, en general, casi todas con dedicatorias autógrafas a la baronesa Josette Artom di Susegana. No cabe duda de que aquellos libros, reunidos en tres estantes aislados y con cristales que ocupaban toda una pared de un vasto salón del primer piso contiguo al estudio personal del profesor Ermanno y cuidadosamente catalogados, representaban en conjunto una colección con la que cualquier biblioteca pública, incluida la del Archiginnasio de Bolonia, habría deseado adornarse. No faltaban en dicha colección ni siquiera los casi inencontrables tomitos de prosas líricas de Francesco Acri, el famoso traductor de Platón, que hasta entonces conocía yo sólo como traductor: no tan «santo», pues, como nos aseguraba en quinto de bachillerato el profesor Meldolesi (porque había sido alumno también de Acri, Meldolesi), ya que sus dedicatorias a la abuela de Alberto y Micòl resultaban, en el coro, las más galantes tal vez, las más masculinamente conscientes de la excelsa belleza a la que se referían.
Al poder disponer de toda una biblioteca especializada y, además, con la extraña avidez por volver a encontrarme todas las mañanas allí, en la gran sala, cálida y silenciosa, iluminada por tres altos ventanales adornados con cortinajes de seda blanca a tiras rojas verticales y en cuyo centro se extendía la mesa de billar cubierta con un forro de color gris, en los dos meses y medio que siguieron conseguí acabar mi tesis sobre Panzacchi. Si lo hubiese deseado de verdad, quién sabe, tal vez habría logrado terminarla antes. Pero ¿era de verdad eso lo que había pretendido? ¿O había procurado, más bien, conservar por el mayor tiempo posible el derecho a presentarme en la casa de los Finzi-Contini también por la mañana? Cierto es que hacia mediados de marzo (entretanto, había llegado la noticia de que Micòl se había doctorado: con la máxima calificación) yo seguía aún perezosamente apegado a aquel pobre privilegio mío de usar, incluso por la mañana, la casa de la que ella insistía en mantenerse alejada. Ya nos separaban pocos días de la Pascua católica, que aquel año casi coincidía con Pésaj, la Pascua judaica. Si bien la primavera estaba al caer, una semana antes había nevado con extraordinaria abundancia, tras lo cual el frío había vuelto intenso. Parecía como si el invierno no quisiera marcharse nunca. Y también yo, con el corazón embargado por un oscuro y misterioso lago de temor, me aferraba al pequeño escritorio que desde el pasado enero el profesor Ermanno había mandado colocar para mí bajo la ventana central del salón de billar, como si, con eso, pudiera detener el imparable avance del tiempo. Me levantaba, me acercaba a la ventana, miraba abajo, al jardín. Sepultado bajo una capa de nieve de medio metro de altura, el Barchetto del Duca, tan blanco, aparecía transformado en un paisaje de saga nórdica. A veces me sorprendía a mí mismo esperando precisamente eso: que nieve y hielo no se disolvieran nunca, que durasen eternamente.
Por dos meses y medio, mis jornadas habían sido más o menos las mismas. Puntual como un empleado, salía de casa con el frío de las ocho y media, casi siempre en bicicleta, pero a veces también a pie. Veinte minutos después como máximo, ahí estaba ya llamando al portalón del final de Corso Ercole I d’Este y, después, atravesando el jardín, invadido hacia comienzos de febrero por el delicado olor de las amarillas flores del calicanto. A las nueve estaba ya trabajando en el salón de billar, en el que permanecía hasta la una y al que volvía hacia las tres de la tarde. Más adelante, hacia las seis, pasaba a ver a Alberto, seguro de que encontraría también a Malnate. Y, por último, como ya he dicho, a los dos nos invitaban con frecuencia a cenar. En ese sentido, muy pronto había llegado a ser incluso tan normal para mí no ir a cenar a casa, que ya ni siquiera telefoneaba a mis padres. Acaso hubiera dicho a mi madre, al salir: «Creo que esta noche me quedaré a cenar allí». Allí: y no hacían falta otras precisiones.
Trabajaba horas y horas sin que nadie apareciera por allí, salvo Perotti, hacia las once, que traía una tacita de café en una bandejita de plata. También eso, el café de las once, había pasado a ser casi un rito cotidiano, una costumbre adquirida sobre la que no valía la pena que ni él ni yo gastáramos saliva. De lo que me hablaba, Perotti, mientras esperaba a que hubiese acabado de tomar el café, era, si acaso, de la «marcha» de la casa, en su opinión gravemente comprometida por la ausencia demasiado prolongada de la «señorita», que, de acuerdo, desde luego, tenía que obtener el título de profesora, si bien… (y ese «si bien», acompañado de una mueca dubitativa, podía aludir a muchas cosas: a que los señores, dichosos ellos, no tenían la menor necesidad de ganarse la vida, como también a las leyes raciales que en cualquier caso convertirían nuestros diplomas de doctorado en simples pedazos de papel, carentes de la menor utilidad práctica)… pero que habría podido hacer alguna escapada, dado que sin ella la casa estaba yendo a ramengo (a la ruina), alguna escapadita, acaso una semana sí y otra no. Conmigo, Perotti encontraba siempre la forma de quejarse de los señores. En señal de desconfianza y desaprobación, apretaba los labios, guiñaba un ojo, movía la cabeza. Cuando se refería a la señora Olga, llegaba incluso a tocarse la frente con un tosco índice. Yo no le daba cuerda, por supuesto, firmemente decidido a no aceptar esas repetidas invitaciones suyas a una complicidad servil que, además de repugnarme, me hería. Y al cabo de poco, ante mis silencios, mis frías sonrisas, no quedaba otro remedio a Perotti que marcharse, dejarme de nuevo solo.
Un día, en su lugar, se presentó la hija menor, Dirce. También ella esperó junto al escritorio a que acabara de beber el café. Yo bebía y la miraba de soslayo.
—¿Cómo se llama usted? —le pregunté, al devolverle la tacita vacía, al tiempo que el corazón se me ponía a latir como loco.
—Dirce —dijo sonriendo y la cara se le cubrió de rubor.
Llevaba puesta su habitual bata de tela azul, que, cosa curiosa, olía a nursery. Escapó sin responder a mi mirada, que intentaba encontrarse con la suya. Y un instante después yo me avergonzaba de lo que había sucedido (pero, en realidad, ¿qué había sucedido?), como si se tratara de la más vil, la más sordida de las traiciones.
El único de la familia que de vez en cuando aparecía era el profesor Ermanno. Abría la puerta del estudio, allá, al fondo, y después, de puntillas, avanzaba por el salón con tal cautela, que la mayoría de las veces sólo advertía su presencia cuando ya estaba ahí, a mi lado, inclinado respetuosamente sobre los papeles y los libros que yo tenía delante.
—¿Cómo va? —preguntaba complacido—. ¡Me parece que avanzamos a toda vela!
Yo hacía ademán de levantarme.
—No, no, sigue trabajando —exclamaba él—. Me marcho enseguida.
No solía quedarse más de cinco minutos, durante los cuales encontraba siempre la forma de manifestarme toda la simpatía y la consideración que mi tenacidad en el trabajo le inspiraba. Me miraba con ojos ardientes, brillantes, como si de mí, de mi futuro literario, de estudioso, esperara quién sabe qué, como si contase conmigo para algún secreto designio suyo que trascendía no sólo a él, sino también a mí mismo… Y recuerdo, en relación con eso, que esa actitud suya hacia mí, pese a halagarme, me afligía un poco. ¿Por qué no pretendía lo mismo de Alberto —me preguntaba yo—, que era su hijo? ¿Por qué motivo aceptaba, en su caso, sin protestas ni lamentaciones que hubiera renunciado a doctorarse? ¿Y Micòl? En Venecia, Micòl estaba haciendo exactamente lo mismo que yo allí; estaba acabando de escribir su tesis. Y, sin embargo, nunca la nombraba, a Micòl, o, si lo hacía, no dejaba de suspirar. Parecía decir: «Es una chica y las mujeres es mejor que piensen en la casa, ¡y no en la literatura!». Pero ¿debía yo creerle de verdad?
Una mañana se quedó conversando más tiempo de lo habitual. Burla burlando, pasó a hablar una vez más de las cartas de Carducci y de sus «trabajillos» de tema veneciano: cosas todas ellas —dijo, señalando su estudio, a mis espaldas— que guardaba «allá», al tiempo que sonreía misteriosamente, con expresión picaresca e invitante. Estaba claro: quería llevarme «allá» y quería al mismo tiempo que fuese yo quien se lo propusiera.
Me apresuré a complacerlo.
Conque nos trasladamos al estudio, que era una habitación casi tan grande como el salón de billar, pero empequeñecida, hasta parecer angosta incluso, por una increíble acumulación de objetos de lo más diversos.
Libros, para empezar, había también allí muchísimos. Los de tema literario mezclados con los de ciencia (matemáticas, física, economía, agricultura, medicina, astronomía, etcétera); los de historia patria, ferraresa o veneciana, con los de «antigüedades judaicas»: los volúmenes abarrotaban sin orden, al azar, los acostumbrados estantes con cristales, ocupaban buena parte de la gran mesa de nogal, al otro lado de la cual el profesor Ermanno, sentado, probablemente no lograra sobresalir salvo con la punta del gorro; se amontonaban en pilas tambaleantes sobre las sillas, se apilaban hasta en el suelo, en montones dispersos prácticamente por todos lados. Además, un gran planisferio, un atril, un microscopio, media docena de barómetros, una caja fuerte de acero pintada de rojo oscuro, una blanca camita de ambulatorio médico, varias clepsidras de diversos tamaños, un timbal de latón, un pianito vertical alemán, encima del cual había dos metrónomos encerrados en sus estuches piramidales, y muchos otros objetos más de dudosa utilidad y que recuerdo conferían al ambiente un aire de gabinete faustiano, respecto al cual él, el profesor Ermanno, fue el primero en sonreír y excusarse como si se tratara de una debilidad suya personal, privada: casi un resto de manías juveniles. Pero olvidaba decir que allí, al contrario que en las demás habitaciones de la casa, por lo general recargadas de pinturas, sólo se veía un cuadro: un enorme retrato tamaño natural de Lenbach, que colgaba, como un retablo, de la pared de detrás de la mesa. La espléndida dama rubia en él representada de pie, con los hombros desnudos, el abanico en la mano, enguantada, y la sedosa cola de su vestido blanco echada hacia adelante para realzar la longitud de sus piernas y la plenitud de sus formas, no era otra, evidentemente, que la baronesa Josette Artom di Susegana. ¡Qué frente de mármol, qué ojos, qué labios altaneros, qué pecho! Parecía de verdad una reina. El retrato de su madre fue la única cosa, entre las innumerables presentes en el estudio, ante la que el profesor Ermanno no sonrió: ni aquella mañana ni nunca.
En cualquier caso, aquella misma mañana me regaló, por fin, los dos opúsculos venecianos. En uno de ellos —me explicó el profesor— estaban recogidas y traducidas todas las inscripciones del cementerio israelita del Lido. El segundo, en cambio, trataba de una poetisa judía que había vivido en Venecia en la primera mitad del siglo XVII, tan conocida, en su tiempo, como olvidada ahora, «por desgracia». Se llamaba Sara Enríquez (o Enriques) Avigdòr. En su casa del Ghetto Vecchio había tenido abierto por algunos decenios un importante salón literario, asiduamente frecuentado, además de por el doctísimo rabino ferrarés-veneciano Leone da Modena, por muchos literatos de primera fila de la época y no sólo italianos. Había compuesto gran número de sonetos «excelentes», que aún esperaban a la persona capaz de reivindicar su belleza; por más de cuatro años, había mantenido una brillante correspondencia epistolar con el famoso Ansaldo Cebà, caballero genovés autor de un poema épico sobre la reina Ester, quien se había propuesto convertirla al catolicismo, pero después, al final, en vista de la inutilidad de su insistencia, había tenido que renunciar a ello. Una gran mujer, en conclusión: honor y gloria del judaísmo italiano en plena Contrarreforma y en cierto modo de la «familia» también —añadió el profesor Ermanno, mientras se sentaba a escribir unas líneas de dedicatoria—, ya que parecía comprobado que su esposa descendía, por parte de madre, precisamente de ella.
Se levantó, dio la vuelta a la mesa, me cogió del brazo y me condujo hasta el vano de la ventana.
Había, no obstante, una cosa —continuó, bajando la voz, como si temiera que alguien pudiese oír— sobre la que se sentía obligado a advertirme. Si, en el futuro, llegaba a ocuparme también yo de esta Sara Enríquez, o Enriques, Avigdòr (y era uno de esos temas que merecía un estudio mucho más prolijo y profundo que el hecho por él en su juventud), en determinado momento, fatalmente, tendría que habérmelas con alguna opinión contraria… disconforme… en una palabra, con ciertos escritos de literatos de cuarto orden, contemporáneos de la poetisa la mayoría (libeluchos rebosantes de envidia y antisemitismo), quienes tendían a insinuar que no todos los sonetos que circulaban con su firma, ni todas las cartas, siquiera, por ella escritas a Cebà, eran… en fin… de su cosecha. Ahora bien, él, al redactar su memoria, no había podido, desde luego, pasar por alto la existencia de tales habladurías y, de hecho, como vería yo, las había registrado puntualmente. En cualquier caso…
Se interrumpió para escrutar mi cara, inseguro de mis reacciones.
En cualquier caso —prosiguió—, si también yo «en el futuro» pensaba… en fin… decidía intentar una revaloración… una revisión… él me aconsejaba desde ese momento no dar excesivo crédito a malignidades acaso pintorescas, acaso divertidas, pero, al fin y al cabo, desorientadas. En el fondo, ¿qué debe hacer un buen historiador? Procurar, sí, como ideal, alcanzar la verdad, pero sin extraviar nunca por el camino el sentido de la oportunidad y la justicia. ¿Estaba yo de acuerdo?
Incliné la cabeza en señal de asentimiento y él, aliviado, me dio una ligera palmadita en la espalda. Tras lo cual se separó de mí, atravesó encorvado el estudio, se agachó a maniobrar en la caja fuerte, la abrió y después sacó un cofrecito cubierto de terciopelo azul.
Se volvió, regresó muy sonriente hacia la ventana y, aun antes de abrir el cofrecito, dijo que adivinaba que yo había adivinado: allí dentro estaban guardadas precisamente las famosas cartas de Carducci. Eran quince: y tal vez no todas —añadió— me parecieran de gran interés, ya que el tema único de por lo menos cinco de las quince era una salchicha en adobo «de nuestros campos» que el poeta había recibido de regalo y había dado muestras de apreciar «vivamente». No obstante, encontraría una que me impresionaría, seguro. Era una carta del otoño de 1875, es decir, escrita cuando ya empezaba a perfilarse en el horizonte la crisis de la derecha histórica. En el otoño de 1875 la posición política de Carducci era la siguiente: como demócrata, como republicano, como revolucionario, afirmaba no poder alinearse sino con la izquierda de Agostino Depretis. Por otra parte, el «híspido vinatero de Stradella», y las «turbas» de sus amigos le parecían gente vulgar, «chichirivainas». Ésos nunca serían capaces de devolver a Italia su misión, de convertir a Italia en una gran nación, digna de los Padres antiguos…
Estuvimos hablando hasta la hora del almuerzo. Con el siguiente resultado, en resumidas cuentas: que a partir de aquella mañana la puerta de comunicación entre la sala de billar y el estudio contiguo, en lugar de estar siempre cerrada, con frecuencia permanecía abierta. La mayor parte del tiempo cada uno de nosotros lo pasaba en su habitación respectiva. Pero nos veíamos bastante más a menudo que antes, unas veces en la suya y otras en la mía. A través de la puerta, cuando estaba abierta, intercambiábamos alguna frase incluso: «¿Qué hora es?», «¿Cómo va el trabajo?» y similares. Algunos años después, durante la primavera de 1943, las frases que iba yo a intercambiar, en la cárcel, con un desconocido vecino de celda, gritando hacia arriba, hacia la tronera de la boca de lobo, iban a ser de ese tipo: dichas así, sobre todo por la necesidad de oír nuestras propias voces, de sentirnos vivos.