En los primeros tiempos, Alberto no cesaba de anunciar su inminente partida para Milán. Después, poco a poco, dejó de hablar de eso y la de su tesis de doctorado acabó convirtiéndose en una cuestión embarazosa que se debía eludir con cautela. Él no hablaba de ella y, según comprendíamos, deseaba que también nosotros la olvidáramos.
Como ya he indicado, sus intervenciones en nuestros debates eran escasas y siempre intrascendentes. Estaba a favor de Malnate, de eso no había duda: alegre, si triunfaba; preocupado, si, al contrario, era yo quien se perfilaba vencedor. Pero la mayor parte del tiempo guardaba silencio. Lanzaba, como máximo, alguna exclamación de vez en cuando. («¡Ah, ésta sí que es buena, la verdad…!»; «Sí, pero en cierto sentido…»; «Un momento: ¡examinémoslo con calma…!»), a la que tal vez seguía una breve risita, un quedo carraspeo.
Hasta físicamente solía escabullirse, anularse, desaparecer. Malnate y yo solíamos sentarnos frente a frente, en el centro del cuarto, uno en el diván y el otro en uno de los dos sillones: con la mesita en el medio y los dos bien iluminados. Nos levantábamos sólo para pasar al pequeño baño contiguo a la alcoba o para ir a mirar qué tiempo hacía por los cristales del amplio ventanal que daba al jardín. Alberto prefería, al contrario, quedarse al fondo, protegido tras la doble barricada del escritorio y la mesa de dibujo. Las veces que se alzaba, lo veíamos rondar de aquí para allá por el cuarto de puntillas y con los codos pegados al cuerpo. Sustituía uno tras otro los discos de la radiogramola, atento siempre a que el volumen del sonido no cubriese nuestras voces, vigilaba los ceniceros y se ocupaba de vaciarlos en el baño, cuando estaban llenos, regulaba la intensidad de las luces indirectas, preguntaba bajito si deseábamos otro poco de té, rectificaba la posición de ciertos objetos. Adoptaba, en una palabra, la actitud atareada y discreta del anfitrión preocupado por una sola cosa: por que los importantes cerebros de sus huéspedes puedan funcionar en las mejores condiciones ambientales posibles.
No obstante, estoy convencido de que quien difundía por la estancia aquella sensación de vaga opresión que se respiraba era precisamente él con su meticuloso orden, sus cautas iniciativas imprevisibles, sus estratagemas. Bastaba, no sé, con que en las pausas de la conversación comenzara a explicar las virtudes del sillón en que estaba yo sentado, cuyo respaldo «garantizaba» a las vértebras la posición «anatómicamente» más correcta y ventajosa, o que, al ofrecerme abierta la bolsita de piel oscura del tabaco de pipa, me recordase las diversas calidades de picadura indispensables, en su opinión, para que obtuviéramos de nuestras Dunhill y G.B.D. el mejor rendimiento (tanto de suave, tanto de fuerte, tanto de Maryland), o que, por motivos nunca del todo claros, sólo por él conocidos, anunciara con vaga sonrisa, al tiempo que indicaba con la cabeza la radiogramola, la exclusión temporal del sonido de alguno de los altavoces: en cada una de tales circunstancias, o semejantes, yo siempre estaba a punto de estallar con una crispación nerviosa.
Una tarde no conseguí contenerme. Desde luego —grité, dirigiéndome a Malnate—: Su actitud de diletante, de turista en el fondo, le permitía adoptar hacia Ferrara un tono de longanimidad e indulgencia que yo le envidiaba. Pero ¿cómo veía, él que hablaba tanto de tesoros de rectitud, bondad, etcétera, lo que me había sucedido a mí, precisamente a mí, unos días antes?
Había tenido la bonita idea —empecé a contar— de trasladarme con papeles y libros a la sala de consulta de la Biblioteca Municipal de Via Scienze, lugar que frecuentaba desde los años del bachillerato y en el que me sentía casi como en casa. Todos muy amables, conmigo, entre aquellas viejas paredes. Después de que me matriculara en Letras, el director, doctor Ballola, había empezado a considerarme del oficio. En cuanto me veía, venía a sentarse a mi lado para comunicarme los progresos de ciertas investigaciones suyas, emprendidas hacía diez años, en torno al material biográfico de Ariosto que guardaba en su despacho particular, investigaciones con las que estaba seguro de «superar sin duda los resultados, por lo demás notables, obtenidos en este terreno por Catalano». En cuanto a los diversos empleados, me trataban con tal confianza y familiaridad, que no sólo me dispensaban del fastidio de rellenar los impresos para los libros, sino que, además, me dejaban incluso fumar un cigarrillo de vez en cuando.
Conque, como decía, aquella mañana se me había ocurrido la bonita idea de pasarla en la biblioteca. Pero apenas había tenido tiempo de sentarme a una mesa de la sala de consulta y sacar lo que precisaba, cuando uno de los empleados, un tal Poledrelli, un tipo de unos sesenta años, grueso, jovial, célebre devorador de tallarines e incapaz de pronunciar dos palabras seguidas, si no era en dialecto, se me había acercado para ordenarme que me marchara y al instante. El bueno de Poledrelli, muy tieso, metiendo la barriga hacia dentro y consiguiendo hasta expresarse en italiano, había explicado en voz alta, oficial, que el señor director había dado órdenes terminantes al respecto: razón por la cual —había repetido— debía yo hacer el favor de levantarme y salir.
Aquella mañana la sala de consulta estaba particularmente llena de muchachos de las escuelas medias. La escena había sido seguida, en un silencio sepulcral, por no menos de cincuenta pares de ojos y otros tantos de oídos. Bueno, pues, precisamente por esa razón —proseguí—, no me había resultado nada agradable levantarme, recoger mis cosas de la mesa, volver a meter todo en la cartera y ganar después, paso a paso, el portalón de cristales de la entrada. De acuerdo: aquel infeliz de Poledrelli se había limitado a cumplir órdenes. Pero que se anduviese con mucho ojo, él, Malnate, si por casualidad tenía oportunidad de conocerlo (¡a saber si no pertenecería también Poledrelli al círculo de la maestra Trotti!), que se anduviera con mucho ojo, él, para no dejarse engañar por la falsa apariencia de bondad de su carota plebeya. Dentro de aquel pecho vasto como un armario albergaba un corazoncito así de pequeño: rico en linfa popular, de acuerdo, pero indigno de la menor confianza.
Pero es que, además —insistí—, ¿no estaba por lo menos fuera de lugar que viniese ahora a sermonear, no digo ya a Alberto, cuya familia siempre se había mantenido apartada de la vida social ciudadana, sino a mí, que, al contrario, había nacido y crecido en un ambiente demasiado dispuesto incluso a abrirse, a mezclarse con los demás en todo y por todo? Mi padre, voluntario de guerra, había entrado en el Fascio en 1919; yo mismo había pertenecido hasta ayer al GUF. Como habíamos sido, pues, siempre gente muy normal, nosotros, más aún, trivial incluso por su normalidad, habría sido de verdad absurdo que ahora, de buenas a primeras, se nos exigiese precisamente a nosotros un comportamiento fuera de la norma. Habría sido extraño, la verdad, que mi padre, a quien habían convocado a la Federación para anunciarle su expulsión del partido y, después, habían expulsado de la Cámara de Comercio por indeseable, opusiera, el pobre, a semejante trato un rostro menos angustiado y desalentado que el que yo le conocía. ¿Y mi hermano Ernesto, que, para entrar en la universidad, había tenido que emigrar a Francia y matricularse en la Escuela Politécnica de Grenoble? ¿Y Fanny, mi hermana, que apenas tenía trece años, obligada a continuar el bachillerato en la escuela israelita de Via Vignatagliata? ¿También de ellos, apartados bruscamente de sus compañeros de escuela, de los amigos de infancia, se esperaba por casualidad un comportamiento excepcional? ¡Mejor no hablar! Una de las formas más odiosas de antisemitismo era precisamente ésa: lamentar que los judíos no fuesen bastante como los demás y después, en cambio, al comprobar su casi total asimilación al ambiente circundante, lamentar que fueran idénticos a los demás, ni siquiera un poco diferentes del término medio.
Me había dejado llevar por la rabia y me había salido un poco de los términos de la discusión y Malnate, que había estado escuchándome con atención, no dejó de hacérmelo notar al final. ¿Antisemita él? —farfullaba—. Francamente, ¡era la primera vez que le dirigían semejante acusación! Aún excitado, yo estaba a punto de replicar, de volver a la carga con mayor ímpetu. Pero en ese preciso instante, mientras pasaba por detrás de la espalda de mi adversario con la vertiginosa velocidad de un pájaro asustado, Alberto me lanzó una mirada implorante. «¡Basta, por favor!», decía su mirada. Que él, a escondidas de su amigo del alma, recurriera por una vez a lo que de más secreto había entre nosotros dos, me impresionó como un acontecimiento extraordinario. No repliqué, no dije nada. Inmediatamente, las primeras notas de un cuarteto de Beethoven interpretado por los Busch se elevaron en la humosa atmósfera del cuarto para sellar mi victoria.
Pero la noche no fue importante sólo por eso. Hacia las ocho se puso a llover con tal violencia, que Alberto, tras una rápida consulta telefónica en jerga, tal vez con su madre, nos propuso que nos quedáramos a cenar.
Malnate se declaró encantado de aceptar. Cenaba casi siempre en Giovanni —contó—, «solo como un perro». Le parecía increíble poder pasar una velada «en familia». También yo acepté. Pero pedí permiso para telefonear a casa.
—¡Naturalmente! —exclamó Alberto.
Me senté donde solía sentarse él, tras el escritorio, y marqué el número. Mientras esperaba, miraba de soslayo, a través de los cristales de la ventana bañados por la lluvia. En la densa oscuridad apenas se distinguían las masas de los árboles. Más allá del negro intervalo del jardín, a saber dónde, centelleaba una lucecita.
Respondió por fin la quejumbrosa voz de mi padre.
—¿Ah, eres tú? —dijo—. Estábamos empezando a preocuparnos. ¿Desde dónde llamas?
—Voy a cenar fuera de casa —respondí.
—¡Con esta lluvia!
—Pues por eso precisamente.
—¿Estás aún en casa de los Finzi-Contini?
—Sí.
—Cuando vuelvas a casa, sea la hora que sea, pasa un momento a verme, por favor. Ya sabes que me cuesta mucho conciliar el sueño…
Colgué y alcé la vista. Alberto me miraba.
—¿Listo? —preguntó.
—Listo.
Salimos los tres al pasillo, atravesamos varias salas y salitas, bajamos por una escalinata a cuyo pie, con chaqueta y guantes blancos, esperaba Perotti y desde allí pasamos directamente al comedor.
El resto de la familia ya se encontraba en él. Estaban el profesor Ermanno, la señora Olga, la señora Regina y uno de los tíos de Venecia, el tisiólogo, quien, al ver entrar a Alberto, se levantó, fue a su encuentro y lo besó en ambas mejillas, tras lo cual, mientras le bajaba distraídamente con el dedo el borde de uno de los párpados inferiores, empezó a contarle la razón por la que se encontraba allí. Había tenido que ir a Bolonia para una consulta —decía— y después, al regreso, había decidido quedarse a cenar, entre un tren y otro. Cuando entramos, el profesor Ermanno, su esposa y su cuñado estaban sentados ante la chimenea encendida, con Jor echado a sus pies cuan largo era. La señora Regina, en cambio, estaba sentada a la mesa, justo bajo la araña central.
Es inevitable que el recuerdo de mi primera cena en casa de los Finzi-Contini (estábamos aún en enero, creo) tienda a confundirse un poco en mí con los recuerdos de las muchas otras cenas en que participé durante el mismo invierno en la magna domus. Recuerdo, no obstante, con extraña precisión lo que comimos aquella noche: a saber, una sopa de arroz con menudillos, pavo trufado en gelatina, lengua curada con guarnición de aceitunas negras y espinacas en vinagre, una tarta de chocolate, fruta del tiempo y frutos secos, nueces, avellanas, pasas, piñones. Recuerdo también que casi de inmediato, apenas nos hubimos sentado a la mesa, Alberto tomó la iniciativa de relatar la historia de mi reciente exclusión de la Biblioteca Municipal y que una vez más me sorprendió el escaso asombro suscitado en los cuatro ancianos por semejante noticia. Tampoco sus comentarios posteriores sobre la situación general ni los relativos al dúo Ballola-Poledrelli, sacado a relucir de vez en cuando a lo largo de toda la cena, fueron, en realidad, demasiado acerbos, sino, como de costumbre, elegantes y sarcásticos, casi alegres. Y alegre, claramente alegre y satisfecho, era más tarde el tono de voz con que el profesor Ermanno, tras cogerme del brazo, me propuso aprovechar a partir de entonces con libertad, como y cuando quisiera, los casi veinte mil libros de la casa, gran parte de los cuales —me dijo— se referían a la literatura italiana de mediados y fines del siglo XIX.
Pero lo que mayor impresión me causó, desde aquella primera cena, fue sin duda el comedor en sí, con sus muebles de madera rojiza, de estilo floreado, su gran chimenea de boca arqueada y sinuosa, casi humana, sus paredes forradas con cuero excepto una, totalmente acristalada, que encuadraba la oscura y silenciosa tempestad del jardín como la portilla del Nautilus: tan íntimo, tan resguardado, tan enterrado casi diría y, sobe todo, tan adecuado para quien yo era entonces, ¡ahora lo comprendo!, a fin de proteger esa especie de brasa perezosa que tantas veces es el corazón de los jóvenes.
Al cruzar el umbral, tanto yo como Malnate habíamos sido recibidos con gran amabilidad y no sólo por el profesor Ermanno, cortés, jovial y vivaz como siempre, sino también por la señora Olga. Había sido ella quien había distribuido los puestos en la mesa. Malnate, a su derecha; yo, por el lado opuesto de la mesa, a la derecha de su marido; su hermano Giulio, a su izquierda, entre ella y su anciana madre. También esta última, entretanto, bellísima con sus rosadas mejillas, sus blancos cabellos de seda, más poblados y luminosos que nunca, miraba a su alrededor, afable y divertida.
El sitio frente a mí, con todos sus platos, vasos y cubiertos, parecía en espera de un séptimo convidado. Mientras Perotti estaba aún sirviendo en torno a la mesa la sopa de arroz, yo había preguntado en voz baja al profesor Ermanno a quién estaba reservada la silla a su izquierda. Y él, en voz no menos baja, me había respondido que aquella silla, «era de suponer», ya no esperaba a nadie (miró la hora en su grueso Omega de pulsera, movió la cabeza, suspiró), pues era precisamente la silla que solía ocupar Micòl: «mi Micòl», según dijo exactamente.