Más que el genérico «hasta pronto» que había intercambiado con Alberto al despedirme de él, fue una carta de Micòl, que llegó unos días después, lo que me animó a volver.
Se trataba de una carta ingeniosa, ni demasiado larga ni demasiado corta, escrita por las cuatro caras de dos hojas de papel azul que una caligrafía impetuosa y al tiempo ligera había llenado rápidamente, sin titubeos ni correcciones. Micòl empezaba excusándose: se había marchado de improviso, ni siquiera me había dicho adiós, y eso no había sido elegante de su parte, estaba más que dispuesta a reconocerlo. Sin embargo, antes de partir —añadía—, había intentando telefonearme, por desgracia sin encontrarme; además, había recomendado a Alberto que en el caso posible de que yo no volviera a dar señales de vida se encargase él de buscarme. Si así había sido, ¿había mantenido Alberto su juramento de recuperarme «a toda costa»? Él, con su famosa flema, acababa siempre dejando perder todos los contactos y, sin embargo, ¡necesitaba tanto los contactos, el desdichado! La carta continuaba con otras dos páginas y media, hablando de la tesis, que ya «navegaba hacia el puerto final», aludía a Venecia, que en invierno hacía «llorar sencillamente», y concluía, por sorpresa, con la traducción en verso de un poema de Emily Dickinson:
Ésta:
Morii per la Bellezza; e da poco ero
discesa nell’avello,
che, caduto pel Vero, uno fu messo
nell’attiguo sacello.
«Perché sei morta?», mi chiese sommesso.
Dissi: «Morii pel Bello».
«Io per la Verità: dunque è lo stesso
—disse—, son tuo fratello».
Da tomba a tomba, come due congiunti
incontrastisi a notte,
parlavamo cosí; finché raggiunti
l’erba ebbe nomi e bocche.
Seguía una posdata, que decía textualmente: «Alas, poor Emily. ¡Ya ves a qué clase de compensaciones se ve obligada a recurrir la abyecta soltería!».
Me gustó la traducción, pero sobre todo me impresionó la posdata. ¿A quién debía yo referirla? ¿A la «poor Emily» o, más bien, a una Micòl en fase depresiva, de autoconmiseración?
En mi respuesta procuré una vez más ocultarme detrás de espesas cortinas de humo. Tras haber hablado de mi primera visita a su casa, sin contar lo que de decepcionante había tenido para mí, y prometer que no tardaría en volver, me ceñí, prudente, a la literatura. El poema de Dickinson era estupendo —escribí—, pero excelente también la traducción que ella había hecho y, precisamente por su sabor un poco anticuado, un poco «estilo Carducci». Me había gustado sobre todo por su fidelidad. Con el diccionario en la mano, la había comparado con el texto inglés y sólo había encontrado un punto tal vez discutible: que tradujera moss, que significaba propiamente «musgo, moho», por «hierba». Por supuesto —proseguí—: aun en su estado actual, su traducción quedaba bastante bien, pues en ese terreno siempre era preferible una bella infidelidad a una fealdad servil. De todos modos, el defecto que le señalaba era muy fácil de remediar. Bastaría corregir la última estrofa así:
Da tomba a tomba, come due congiunti
incontrastisi a notte,
parlavamo: finché il muschio raggiunti
ebbe i nomi, le bocche.
Micòl respondió dos días después con un telegrama en el que me agradecía «de todo corazón, ¡de verdad!» mis consejos literarios y después, el día siguiente, con una nota por correo en la que me enviaba dos nuevas redacciones mecanografiadas de la traducción. Yo, a mi vez, mandé una epístola de una decena de caras que refutaba punto por punto su nota. En resumidas cuentas, por carta nos mostrábamos mucho más torpes y apagados que por teléfono, hasta el punto de que en breve dejamos de escribirnos. Pero, entretanto, yo había reanudado las visitas al estudio de Alberto y ahora con regularidad, más o menos todos los días.
Acudía también Giampiero Malnate, casi tan asiduo y puntual. Conversando, discutiendo, con frecuencia riñendo (odiándonos y estimándonos a un tiempo, en una palabra, desde el primer momento), así fue como pudimos conocernos a fondo y empezar muy pronto a tutearnos.
Recordaba yo cómo se había expresado Micòl a propósito de su «físico». También a mí me parecía rudo y pesado, el Malnate; también yo, como ella, experimentaba con frecuencia auténtica impaciencia ante esa sinceridad, esa lealtad, esa eterna protesta de franqueza viril, ante esa pacata fe en un futuro lombardo y comunista que se traslucía en sus ojos grises, demasiado humanos. No obstante, a partir de la primera vez que yo me había sentado frente a él, en el estudio de Alberto, sólo había deseado una cosa: que me estimara, que no me considerase un intruso entre Alberto y él y que, por último, no juzgara desafortunado el trío cotidiano en que, no por su propia iniciativa, desde luego, se había visto embarcado. Creo que la adopción también por mí de la pipa se remonta precisamente a aquella época.
Hablábamos de muchas cosas, nosotros dos (Alberto prefería quedarse escuchando), pero sobre todo de política, evidentemente. Eran los meses que siguieron al pacto de Múnich y eso precisamente, el pacto de Múnich y sus consecuencias, era el tema que aparecía con mayor frecuencia en nuestras conversaciones. ¿Qué haría Hitler, ahora que la región de los Sudetes había quedado incorporada al Gran Reich? ¿En qué dirección golpearía ahora? Por mi parte, yo no era pesimista y por una vez Malnate me daba la razón. En mi opinión, el acuerdo que Francia e Inglaterra se habían visto obligadas a firmar al término de la crisis del pasado septiembre no duraría mucho. Sí, Hitler y Mussolini habían inducido a Chamberlain y a Daladier a abandonar la Checoslovaquia de Beneš a su destino. Pero ¿y después? Dentro de poco, Francia e Inglaterra, cambiando acaso a Chamberlain y Daladier por hombres más jóvenes y decididos (¡ésa era la ventaja del sistema parlamentario! —exclamaba yo—), estarían en condiciones de enseñar los dientes. El tiempo había de jugar por fuerza a su favor.
No obstante, bastaba con que habláramos de la guerra de España, a punto de acabar ya, o que nos refiriésemos de algún modo a la URSS, para que la actitud de Malnate respecto a las democracias occidentales o, en aquel caso concreto, a mí, considerado con ironía su representante y paladín, se volviera al instante menos flexible. Aún lo veo adelantar su gran cabeza morena con la frente brillante de sudor, clavar la mirada en la mía con el habitual e insoportable intento de chantaje, entre moral y sentimental, al que recurría tan de buena gana, mientras su voz adoptaba tonos bajos, cálidos, persuasivos, pacientes. Pero, por favor —preguntaba—, ¿quiénes habían sido los auténticos responsables de la rebelión franquista? ¿Acaso no lo habían sido las derechas francesas e inglesas, que no sólo la habían tolerado, al comienzo, sino que, además, la habían apoyado y aplaudido incluso, después? Exactamente igual que el comportamiento anglofrancés, correcto en la forma pero ambiguo en realidad, había permitido a Mussolini, en 1935, engullir de un bocado a Etiopía, también en España había sido sobre todo la culpable decisión de los Baldwin, los Halifax y el propio Blum, lo que había hecho inclinarse la balanza de la suerte del lado de Franco. De nada servía acusar a la URSS y a las Brigadas Internacionales —insinuaba con tono cada vez más afable—, imputar a Rusia, que había pasado a ser la cómoda cabeza de turco al alcance de todos los imbéciles, que ya se estuviesen precipitando los acontecimientos allí. La verdad era muy otra: sólo Rusia había comprendido desde el comienzo quiénes eran el Duce y el Führer, sólo ella había previsto con claridad el inevitable entendimiento entre los dos y enseguida había actuado en consecuencia. En cambio, las derechas francesas e inglesas, subversoras del orden democrático como todas las derechas de todos los países y de todas las épocas, siempre habían visto la Italia fascista y la Alemania nazi con mal disimulada simpatía. A los reaccionarios de Francia y de Inglaterra, el Duce y el Führer podían parecerles, desde luego, tipos un poco incómodos, un tanto mal educados y excesivos, pero preferibles desde cualquier punto de vista a Stalin, pues Stalin, ya se sabe, había sido siempre el demonio. Tras haber agredido y anexionado a Austria y Checoslovaquia, Alemania empezaba ya a presionar sobre Polonia. Bueno, pues, si Francia e Inglaterra habían quedado reducidas al papel de observadoras resignadas, la responsabilidad de su impotencia actual había que atribuirla precisamente a esos honrados caballeros, dignos y decorativos, con sombrero de copa y levita (tan adecuados para corresponder al menos en la forma de vestir a las nostalgias decimonónicas de tantos literatos decadentes…), que aún ahora las gobernaban.
Pero la actitud polémica de Malnate se volvía aún más enérgica siempre que pasábamos a hablar de la historia italiana de los últimos decenios.
Era evidente —decía—: Para mí y para el propio Alberto el fascismo no había sido otra cosa, en el fondo, que la enfermedad repentina e inexplicable que ataca a traición al organismo sano o, por usar una frase grata a Benedetto Croce, «vuestro común maestro» (en ese momento Alberto no dejaba nunca de ponerse a mover la cabeza desolado, en señal de desacuerdo, pero él no le hacía caso), la invasión de los hicsos. Para nosotros dos, en una palabra, la Italia liberal de los Giolitti, los Nitti, los Orlando e incluso la de los Sonnino, los Salandra y los Facta, había sido enteramente hermosa y santa, producto milagroso de una especie de edad de oro que, si se hubiera podido, habría sido oportuno recobrar tal cual. Pero estábamos en un error, ¡y qué error! El mal no había sobrevenido de improviso, ni mucho menos. Al contrario, venía de muy lejos, de los primerísimos años del Risorgimento, caracterizados por una ausencia total, había que ser sinceros, de participación del pueblo, del pueblo de verdad, en la causa de la Libertad y la Unidad. ¿Giolitti? Si Mussolini había podido superar la crisis que había seguido al asesinato de Matteotti, en 1924, cuando todo parecía desmoronarse a su alrededor y hasta el rey vacilaba, debíamos agradecérselo precisamente a nuestro Giolitti, y a Benedetto Croce, también, dispuestos ambos a tragar cualquier sapo con tal de impedir y retrasar el avance de las clases populares. Habían sido precisamente ellos, los liberales de nuestros sueños, quienes habían concedido a Mussolini el tiempo necesario para recuperar el aliento. Apenas seis meses después, el Duce les había pagado el servicio suprimiendo la libertad de prensa y disolviendo los partidos. Giovanni Giolitti se había retirado de la vida política y se había refugiado en sus haciendas del Piamonte; Benedetto Croce había vuelto a sus predilectos estudios filosóficos y literarios. Pero había habido personas muchísimo menos culpables, o incluso del todo inocentes, que lo habían pagado mucho más caro. Amendola y Gobetti habían muerto apaleados; Filippo Turati se había extinguido en el exilio, lejos de su Milán, donde pocos años antes había enterrado a la pobre señora Anna; Antonio Gramsci había seguido el camino de las cárceles patrias (había muerto el año pasado, en la cárcel: ¿no lo sabíamos?); los obreros y campesinos italianos, junto con sus jefes naturales, habían perdido toda esperanza efectiva de emancipación social y dignidad humana y ahora vegetaban y morían en silencio desde hacía casi veinte años.
No me resultaba fácil oponerme a esas ideas y por diversas razones. En primer lugar, porque la cultura política de Malnate, que había mamado el socialismo y el antifascismo en familia desde su más tierna infancia, era superior a la mía. En segundo lugar, porque el papel al que pretendía reducirme (el de literato decadente o «hermético», como él decía, formado en política con los libros de Benedetto Croce) me parecía inadecuado, falso y refutable, por tanto, aun antes de que se iniciara cualquier discusión entre nosotros. El caso es que yo prefería callar, poniendo una sonrisa vagamente irónica. Me aguantaba y sonreía.
En cuanto a Alberto, también guardaba silencio: en parte porque por lo general no tenía nada que objetar, pero sobre todo para permitir a su amigo ensañarse contra mí, cosa que le satisfacía sobremanera. Entre tres personas encerradas días y días discutiendo en una habitación, es casi fatal que dos de ellas acaben haciendo frente común contra la tercera. Con tal de coincidir con el Giampi, de mostrársele solidario, Alberto parecía dispuesto a aceptarlo todo, de él, incluso que lo metiese a menudo en el mismo saco conmigo. Era cierto: Mussolini y sus compinches estaban acumulando contra los judíos italianos infamias y atropellos de todas clases —decía, por ejemplo, Malnate—; el tristemente famoso Manifiesto de la Raza del pasado julio, redactado por diez supuestos «estudiosos fascistas», no se sabía cómo considerarlo: si más vergonzoso que ridículo o al revés. Pero, una vez admitido eso —añadía—, ¿podíamos decirle, nosotros, cuántos habían sido en Italia los «israelitas» antifascistas antes de 1938? Muy pocos, se temía él, una minoría exigua, si también en Ferrara, como Alberto le había dicho varias veces, el número de ellos afiliados al Fascio había sido siempre elevadísimo. Yo mismo en 1936 había participado en los Littoriali de la Cultura. ¿Leía ya, en aquella época, la Historia de Europa de Croce? ¿O había esperado para sumergirme en su lectura al año siguiente, el del Anschluss y las primeras escaramuzas de un racismo italiano?
Yo me aguantaba y sonreía, a veces rebelándome, pero con mayor frecuencia no, repito, conquistado a mi pesar por su franqueza y sinceridad, en cierto modo demasiado rudas y despiadadas, desde luego, demasiado propias de un goy —me decía a mí mismo—, pero en el fondo compasivas de verdad, porque eran de verdad igualitarias y fraternales. Y si en determinado momento Malnate se ponía a demostrar a Alberto, acusando acaso, y no en broma precisamente, a él y a su familia de ser, «al fin y al cabo», inmundos terratenientes, siniestros latifundistas y aristócratas y, encima, nostálgicos, evidentemente, del feudalismo medieval, razón por la que no era, «al fin y al cabo», tan injusto que ahora pagaran de algún modo el tributo de los privilegios que habían disfrutado hasta entonces (Alberto, doblado en dos como para defenderse de las ráfagas de un huracán, se reía hasta las lágrimas, al tiempo que decía con la cabeza que sí, que él, por su cuenta, estaba dispuesto a pagar con mucho gusto), no sin complacencia secreta lo escuchaba yo lanzar invectivas contra mi amigo. El niño de los años anteriores a 1929, el que, caminando junto a su mamá por los senderos del cementerio, siempre la había oído calificar la solitaria tumba monumental de los Finzi-Contini de «auténtico horror», surgía de repente desde lo más profundo de mí para aplaudir con maldad.
Podía, sin embargo, suceder, a veces, que Malnate pareciera casi olvidar mi presencia. Y eso en general le sucedía cuando se ponía a evocar de nuevo con Alberto «los tiempos» de Milán, los amigos y las amigas comunes de entonces, los restaurantes que solían frecuentar juntos, las noches en La Scala, los partidos de fútbol en la Arena o en San Siro, las excursiones de fin de semana a la montaña y a la Riviera. Habían formado parte los dos de un «grupo» —se había dignado explicarme una tarde— que exigía, unánime, a sus miembros un solo requisito: la inteligencia. ¡Grandes tiempos, aquéllos, de verdad! —había suspirado—. Caracterizado por el desprecio hacia cualquier forma de provincianismo y retórica, habrían podido considerarse, además de los mejores de su juventud, los de la Gladys, una bailarina del Lírico que había sido por unos meses amiga suya (en serio, no estaba nada mal, la Gladys: alegre, «buena compañera», desinteresada en el fondo, puta como Dios manda…) y después, por haberse encaprichado sin éxito de Alberto, había acabado dejándolos plantados a los dos.
—Nunca he comprendido por qué rechazó siempre Alberto a la pobre Gladys —había añadido con un ligero guiño.
Luego, volviéndose hacia Alberto, había dicho:
—Ánimo. Ya han pasado más de tres años, nos encontramos a casi trescientos kilómetros de distancia del lugar del delito. ¿Ponemos, por fin, las cartas sobre la mesa?
Pero Alberto había escurrido el bulto, ruborizado, y nunca más se habló de Gladys.
Le gustaba el trabajo que lo había traído por allí —repetía con frecuencia—; también Ferrara le gustaba, como ciudad, y le parecía absurdo, por no decir algo peor, que Alberto y yo pudiéramos considerarla una especie de tumba o de cárcel. Nuestra situación podía calificarse de particular sin duda. Pero nuestro error consistía en considerarnos miembros de la única minoría perseguida en Italia. ¡Vamos, hombre! Los obreros de la empresa donde él trabajaba, ¿qué creíamos que eran? ¿Brutos sin sensibilidad? Él habría podido nombrarnos a bastantes que no sólo no habían aceptado nunca el carnet, sino que, además, por ser socialistas o comunistas, habían sido apaleados y obligados a tomar aceite de ricino varias veces, pero seguían impertérritos y apegados a sus ideas. Había asistido a algunas de sus reuniones clandestinas, con la agradable sorpresa de encontrarse, además de obreros y campesinos que habían acudido a propósito, en bicicleta acaso, hasta de Mesola y Goro, también a tres o cuatro abogados de los más conocidos de la ciudad: prueba de que tampoco aquí, en Ferrara, estaba toda la burguesía a favor del fascismo, no todos sus sectores habían traicionado. ¿Habíamos oído por casualidad hablar alguna vez de Clelia Trotti? ¿No? Bueno, pues, se trataba de una ex maestra de escuela, una viejecita que de joven, según le habían contado, había sido el alma del socialismo ferrarés, y seguía siéndolo, ¡ya lo creo!, pues a sus setenta años cumplidos no había reunión en la que no participara, alegre y vivaz. Él la había conocido precisamente así. Sobre su socialismo de tipo humanitario, estilo Andrea Costa, mejor era no hablar, no podía conducir a nada, claro está. Y, sin embargo, ¡cuánto ardor, en ella, cuánta fe, cuánta esperanza! Le había recordado incluso en el físico, sobre todo por sus azules ojos de antigua rubia, a la señora Anna, la compañera de Filippo Turati, a quien él había conocido de niño en Milán hacia 1922. Su padre, que era abogado, había pasado en 1898 con los Turati casi un año de cárcel. Íntimo amigo de los dos, había sido de los pocos que habían seguido atreviéndose a visitarlos los domingos por la tarde en su modesto piso de la Galleria. Y él lo acompañaba con frecuencia.
No, por favor, Ferrara no era en absoluto esa cárcel que dábamos a entender nosotros. Desde luego, observándola desde la zona industrial, encerrada como aparecía en el recinto de sus viejas murallas, sobre todo los días de mal tiempo, la ciudad era fácil que diese una impresión de soledad, de aislamiento. No obstante, alrededor de Ferrara estaba el campo, rico, vivo, laborioso y, detrás del campo, a cuarenta kilómetros apenas, el mar, con playas desiertas ribeteadas de espléndidos bosques de acebos y pinos: el mar, sí, que siempre es un gran recurso. Pero aparte de eso, la propia ciudad, si se entraba en ella como él había decidido hacerlo, si se la observaba desde cerca sin prejuicios, albergaba en su seno, como cualquier otra, tales tesoros de rectitud, inteligencia, bondad y también valor, que sólo personas ciegas y sordas o, si no, duras de corazón podían dejar de conocerlos y valorarlos.