Fue, pues, desde entonces cuando empecé a ser recibido, se puede decir diariamente, en el apartamentito particular de Alberto (él lo llamaba estudio y estudio era, de hecho, pues la alcoba y el baño estaban contiguos): en aquella famosa «habitación» tras cuya puerta, al pasar por el pasillo vecino, oía Micòl resonar las voces confusas de su hermano y el amigo de éste, Malnate, y en la que, aparte de las criadas, cuando llevaban el carrito del té, durante el invierno nunca tuve oportunidad de encontrar a miembro alguno de la familia. ¡Oh, el invierno de 1938-1939! Recuerdo aquellos largos meses inmóviles, como suspendidos por encima del tiempo y la desesperación (en febrero nevó, Micòl tardaba en regresar de Venecia), y aún ahora, a más de veinte años de distancia, las cuatro paredes del estudio de Alberto Finzi-Contini vuelven a ser para mí el vicio, la droga tan necesaria como inconsciente de todos los días de entonces…
Cierto es que no estaba desesperado en absoluto aquella primera tarde de diciembre en que volví a cruzar en bicicleta el Barchetto del Duca. Micòl se había marchado. Y, sin embargo, yo pedaleaba por la avenida de entrada, en la oscuridad y la niebla, como si al cabo de poco esperara volver a verla a ella y sólo a ella. Iba emocionado, alegre y casi feliz. Miraba hacia adelante, buscando con el faro los lugares de un pasado que me parecía remoto pero aún recuperable, aún no perdido. Y ahí tenía el bosquecillo de las cañas de India; ahí veía más allá, a la derecha, la vaga silueta de la alquería de los Perotti, por una de cuyas ventanas, en el primer piso, se filtraba un poco de luz amarillenta; ahí, un poco más allá, me venía al encuentro el espectral armazón del puente sobre el Panfilio y ahí estaba, por fin, anunciada de antemano durante un corto trecho por el crujido de los neumáticos sobre la grava de la explanada, la gigantesca mole de la magna domus, inaccesible como una roca aislada, sumergida toda ella en las tinieblas, a no ser por la luz blanca, vivísima, que salía a raudales de una puertecita de la planta baja, abierta, evidentemente, para acogerme.
Desmonté de la bicicleta y me quedé mirando por un instante el umbral desierto. Vislumbraba, cortada al sesgo por el negro bastidor del batiente de la izquierda, que seguía cerrado, una escalerita empinada y cubierta de una alfombra roja; de un rojo encendido, escarlata, sanguíneo. En cada escalón había una varilla de latón, bruñida y centelleante como si fuera de oro.
Tras haber pegado la bicicleta a la pared, me agaché a cerrarla con el candado. Y estaba aún ahí, en la sombra, agachado junto a la puerta, por la cual, además de la luz, salía intenso calor de radiadores (en la oscuridad no conseguía hacer funcionar el candado, hasta el punto de que ya estaba pensando en encender un fósforo), cuando la conocida voz del profesor Ermanno resonó muy cerca.
—¿Qué haces? ¿La cierras con llave? —decía el profesor, parado en el umbral—. Pero haces bien. Nunca se sabe, toda precaución es poca.
Sin comprender, como de costumbre, si con su cortesía un poco quejumbrosa se burlaba de mí solapadamente, al instante volví a ponerme en pie.
—Buenas tardes —dije, al tiempo que me quitaba el sombrero y le tendía la mano.
—Buenas tardes, muchacho —respondió—. Pero ¡no te descubras, no te descubras!
Sentí una pequeña y gordezuela mano que entraba casi inerte en la mía y de inmediato se retiraba. Iba sin sombrero, con una vieja gorra deportiva calada sobre las gafas y una bufanda de lana envuelta en torno al cuello.
Miró desconfiado hacia la bicicleta.
—La has cerrado, ¿verdad?
Respondí que no. Y entonces él, contrariado, insistió en que volviera atrás e hiciese el favor de cerrarla con llave, porque —repitió— nunca se sabe. Un hurto no era probable —seguía diciendo desde el umbral, mientras yo estaba intentando de nuevo introducir entre los radios de la rueda posterior el gancho del candado—. No obstante, del muro del jardín podía uno fiarse sólo hasta cierto punto. A lo largo de su perímetro, sobre todo por el lado de Mura degli Angeli, existían por lo menos una decena de puntos cuya escalada no entrañaría ninguna dificultad para un muchacho, por poco ágil que fuera. Largarse, después, aun con el peso de una bicicleta en bandolera, sería para el mismo muchacho una operación igualmente fácil.
Conseguí, por fin, disparar el candado. Alcé la vista, pero el umbral volvía a estar desierto.
El profesor me esperaba en el pequeño vestíbulo, a los pies de la escalera. Entré, cerré la puerta y sólo entonces advertí que él me miraba perplejo, arrepentido.
—Me pregunto —dijo—, si no habrías hecho mejor metiendo la bicicleta dentro incluso… Es más, hazme caso, y, la próxima vez que vengas, entra con la bicicleta. Si la colocas ahí, bajo la escalera, no molestará lo más mínimo a nadie.
Se volvió y empezó a subir. Más encorvado que nunca, sin quitarse la gorra ni la bufanda, subía despacio, sujetándose a la barandilla. Al tiempo, hablaba o, mejor dicho, falfullaba: como si, más que a mí, que iba tras él, se dirigiera a sí mismo.
Había sido Alberto quien le había dicho que ese día iba a ir yo a verlo. De modo que, como Perotti por la mañana había tenido un poco de fiebre (se trataba sólo de una ligera bronquitis: que se debía curar, sin embargo, entre otras cosas para evitar posibles contagios) y como precisamente con Alberto, siempre desmemoriado, distraído, en las nubes, no había que contar, había tenido que asumir él la tarea de «estar vigilante». Desde luego, si hubiera estado Micòl, él no habría tenido ningún motivo de inquietud, ya que Micòl, a saber cómo lo conseguía, encontraba siempre tiempo para ocuparse de todo, no sólo de sus estudios, sino también de la marcha general de la casa e incluso de los «hornillos», ya lo creo, por los que, al contrario, sentía una pasión poco inferior a la que le inspiraban novelas y poesías (ella era la que hacía las cuentas de fin de semana con Gina y Vittorina, ella la que, cuando era necesario, se encargaba de schiachtare con sus propias manos los pollos: y ello a pesar de lo mucho que amaba los animales, ¡pobrecilla!). Sólo que Micòl no estaba en casa (¿me había advertido Alberto que Micòl no estaba?), pues había tenido, por desgracia, que marcharse el día antes por la tarde a Venecia. Y con eso quedaban explicadas todas las razones por las que él, al no poder recurrir ni a Alberto ni a su «ángel tutelar» y, por si fuera poco, no estar disponible Perotti, se había visto obligado a hacer por una vez de portero.
Dijo también otras cosas que no recuerdo. Recuerdo, no obstante, que al final volvió a hablar de nuevo de Micòl y esa vez para lamentarse de cierta «inquietud suya reciente», debida, como es lógico, a «tantos factores», si bien… Entonces calló, de golpe. Y durante todo ese tiempo no sólo habíamos subido hasta el final de la escalera; además, habíamos entrado por dos pasillos y los habíamos recorrido, habíamos cruzado varias habitaciones, sin dejar el profesor Ermanno de precederme y permitiéndome adelantarlo sólo cuando se ocupaba de ir apagando las luces.
Yo, absorto como estaba en lo que oía sobre Micòl (el detalle de que fuera ella, con sus manos, la que degollaba los pollos en la cocina me había fascinado de modo extraño), miraba, pero casi sin ver. Por lo demás, pasábamos por ambientes bastante semejantes a los de otras casas de la buena sociedad ferraresa, judaica y no judaica, también éstos invadidos por el mobiliario habitual: armarios monumentales, pesados arquibancos del siglo XVII con patas en forma de garras de león, mesas tipo refectorio, sillas de cuero con tachuelas de bronce, butacas frau, complicadas arañas de vidrio o hierro forjado colgadas del centro de techos artesonados, gruesas alfombras de color tabaco, zanahoria y sangre de buey, extendidas por todos lados sobre los parqués de brillos oscuros. Allí, tal vez, había una cantidad mayor de cuadros del siglo XIX, paisajes y retratos, y de libros, la mayoría encuadernados, en filas tras los cristales de grandes librerías de caoba oscura. Los grandes radiadores de termosifón soltaban un calor que en mi casa mi padre habría considerado (¡me parecía oírlo!) demencial: un calor, más que de casa privada, de gran hotel, y tal, de hecho, que casi al instante, por haber empezado a sudar, había tenido que quitarme el abrigo.
Él delante y yo detrás, atravesamos al menos una docena de aposentos de distintas dimensiones, unos vastos como auténticas salas, otros pequeños, mínimos incluso, y unidos a veces por pasillos no siempre rectos ni al mismo nivel. Por último, al llegar a la mitad de uno de dichos pasillos, el profesor Ermanno se detuvo ante una puerta.
—Ya hemos llegado —dijo.
Señaló la puerta con el pulgar y me guiñó un ojo.
Se disculpó por no poder entrar también él, porque —explicó— tenía que revisar ciertas cuentas de las fincas; prometió enviar al cabo de un rato a «una de las chicas con algo caliente», tras lo cual, después de haberme hecho prometer que volvería (seguía guardando para mí las copias de sus trabajillos históricos venecianos, ¡que no lo olvidara!), me estrechó la mano y desapareció rápido al final del pasillo.
Entré.
—¡Ah, ya estás aquí! —me saludó Alberto.
Estaba arrellanado en una butaca. Se alzó apoyando las dos manos en los brazos de la butaca, se puso en pie, dejó abierto y boca abajo el libro que estaba leyendo, sobre una mesita baja contigua y, por último, vino a mi encuentro.
Llevaba pantalones de franela grises, uno de sus hermosos jerséis de color de hoja seca, zapatos ingleses marrones (eran Dawson auténticos —me dijo después—: Los encontraba en Milán en una tiendecita cercana a San Babila), camisa de franela con cuello abierto y sin corbata y entre los dientes la pipa. Me estrechó la mano sin excesiva cordialidad. Entretanto, miraba fijamente un punto situado detrás de mí. ¿Qué era lo que atraía su atención? Yo no comprendía.
—Perdona —murmuró.
Me esquivó, ladeando su larga espalda, y en el instante en que pasaba ante mí advertí que había dejado entornada la doble puerta. No obstante, ya estaba allí Alberto y se ocupaba personalmente de cerrarla. Cogió el pomo de la puerta exterior, pero, antes de tirar de él, se asomó a mirar fuera, en el pasillo.
—¿Y Malnate? —pregunté—. ¿No ha llegado aún?
—No, aún no —respondió, mientras volvía.
Me hizo entregarle sombrero, bufanda y abrigo, tras lo cual desapareció en el cuartito contiguo. Así, a través de la puerta de comunicación, tuve la oportunidad de conocer ya desde entonces algo de dicha habitación: parte de la cama con una colcha de lana a cuadros rojos y azules, de tipo deportivo, a los pies de la cama un pouf de piel y un pequeño desnudo masculino de De Pisis enmarcado en un sencillo listón de color claro y colgado de la pared junto a la puertecita que daba al baño, también entornada.
—Siéntate —decía, entretanto, Alberto—. Vuelvo enseguida.
En efecto, reapareció enseguida y ahora, sentado ante mí, en la butaca de la que lo había visto levantarse poco antes con ligerísima expresión de simpatía distante, objetiva, que en él, ya lo sabía yo, era señal del máximo interés por los demás de que era capaz. Me sonreía descubriendo sus grandes incisivos, heredados de la familia de su madre: demasiado grandes y fuertes para su largo y pálido rostro y para las propias encías, no menos exangües que el rostro.
—¿Quieres oír un poco de música? —propuso, al tiempo que señalaba un radiogramófono colocado en un ángulo del estudio junto a la entrada—. Es un Philips, excelente de verdad.
Hizo ademán de alzarse de nuevo de la butaca, pero lo detuve.
—No, espera —dije—. Si acaso luego.
Miré a mi alrededor.
—¿Qué discos tienes?
—Oh, un poco de todo: Monteverdi, Scarlatti, Bach, Mozart, Beethoven. Pero no temas, también dispongo de bastante jazz: Armstrong, Duke Ellington, Fats Waller, Benny Goodman, Charlie Kunz…
Siguió enumerando nombres y títulos, cortés y ecuánime como de costumbre, pero con indiferencia: ni más ni menos que si me diera a escoger en una lista de manjares que él, por su parte, se abstendría de probar. Sólo se animó, moderadamente, para explicarme las virtudes de su Philips. Era —dijo— un aparato bastante excepcional y ello gracias a ciertos «mecanismos» ideados por él y que había introducido un excelente técnico milanés. Esas modificaciones se referían sobre todo a la calidad del sonido, emitido, no ya por un altavoz único, sino por cuatro fuentes sonoras distintas. En efecto, había un altavoz reservado a los sonidos bajos, otro a los medios, otro a los altos y otro a los muy altos; de modo que, por el altavoz destinado, pongamos por caso, a los sonidos muy altos, hasta los silbidos —y se echó a reír con ganas— «salían» a la perfección. Y, por favor, no fuera yo a creer que los cuatro altavoces estaban juntos. Dentro del mueblecito del radiogramófono sólo había dos: el de los sonidos medios y el de los altos. El de los muy altos se le había ocurrido ocultarlo ahí, al fondo, junto a la ventana, mientras que el cuarto, el de los bajos, lo había colocado precisamente bajo el diván en que estaba yo sentado. Y todo ello con el fin de conseguir cierto efecto estereofónico.
En aquel momento entró Dirce, en bata de tela azul y delantal blanco, ceñido a la cintura, y arrastrando tras de sí el carrito del té. Vi aparecer en el rostro de Alberto una expresión de ligera contrariedad. También la muchacha debió de advertirlo.
—Ha sido el profesor quien me ha ordenado que lo trajera enseguida —dijo.
—No tiene importancia. Mientras, tomaremos una taza nosotros.
La hija de Perotti, de cabellos rubios y rizados y mejillas arreboladas propias de las mujeres vénetas de las estribaciones de los Alpes, preparó en silencio y con los ojos bajos las tazas, las colocó sobre la mesita y, por último, se retiró. En el aire del cuarto quedó un agradable olor a jabón y borotalco. También el té, a lo que me pareció, tenía ligeramente ese sabor.
Mientras bebía, seguía yo mirando a mi alrededor. Admiraba la decoración del cuarto, tan racional, funcional, moderna, tan diferente de la del resto de la casa, y, sin embargo, no comprendía por qué me invadía una sensación cada vez mayor de incomodidad, de opresión.
—¿Te gusta cómo he arreglado el estudio? —me preguntó Alberto.
Parecía de pronto deseoso de obtener mi aprobación, que yo no le negué, naturalmente: me deshice en elogios de la sencillez del mobiliario (tras ponerme en pie, había ido a examinar de cerca una gran mesa de dibujo, colocada de través junto a la ventana, encima de la cual había una perfecta lámpara articulada, de metal) y, sobre todo, de las luces indirectas que —dije— me parecían no sólo muy sedantes, sino también de lo más adecuadas para trabajar.
Me dejaba hablar y parecía contento.
—¿Has diseñado tú los muebles?
—Pues no. Los he copiado un poco de Domus y de Casabella y un poco de Studio, ya sabes, esa revista inglesa… Me los ha hecho un ebanista de Via Coperta.
Oírme aprobar sus muebles —añadió— no podía sino llenarlo de satisfacción. En realidad, para estar o para trabajar, ¿qué necesidad había de rodearse de cosas feas o de antiguallas acaso? En cuanto a Giampi Malnate (se incorporó un poco, al nombrarlo), ya podía insinuar que el estudio así decorado se parecía más a una garçonnière que a un estudio y sostener, además, como buen comunista, que las cosas pueden ofrecer como máximo paliativos, sucedáneos, ya que él era contrario por principios a sucedáneos y paliativos de cualquier clase e incluso a la técnica, también, siempre que la técnica parece confiar a un cajón de cierre perfecto, por poner un ejemplo, la resolución de todos los problemas del individuo, incluidos los morales y políticos. De todos modos, él —y se tocó el pecho con un dedo— era de parecer diferente. Aun respetando las opiniones del Giampi (era comunista, ya lo creo: ¿no lo sabía yo?), la vida le parecía ya bastante confusa y aburrida como para que también lo fueran muebles y objetos cotidianos, nuestros mudos y fieles compañeros de habitación.
Fue la primera y última vez que lo vi acalorarse, tomar partido por unas ideas frente a otras. Tomamos otra taza de té, pero ahora la conversación languidecía, hasta el punto de que hubo que recurrir a la música.
Escuchamos un par de discos. Volvió Dirce con una bandeja de pastas. Por fin, hacia las siete, sonó el teléfono, situado sobre una escribanía junto a la mesa de dibujo.
—¿Qué te apuestas a que es el Giampi? —farfulló Alberto, al tiempo que acudía a cogerlo.
Antes de descolgar, vaciló un instante: como el jugador que, tras recibir las cartas, retrasa el momento de mirar cara a cara la suerte.
Pero era Malnate, efectivamente, como comprendí enseguida.
—Entonces, ¿qué haces? ¿No vienes? —decía Alberto, decepcionado, con tono de queja casi infantil.
El otro habló un buen rato (pegado a la oreja de Alberto, el auricular vibraba bajo el embate de su grueso y tranquilo acento lombardo). Por último, distinguí un «adiós» y se interrumpió la comunicación.
—No viene —dijo Alberto.
Volvió despacio hacia la butaca, se dejó caer en ella, se estiró y bostezó.
—Parece que ha debido quedarse en la fábrica —añadió—, y que tiene aún para dos o tres horas. Se ha disculpado y me ha dicho que te diera recuerdos.