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Pasé la noche siguiente presa de gran agitación. Me dormía, me despertaba, volvía a dormirme. Y no dejaba de soñar con ella.

Soñaba, por ejemplo, que estaba, exactamente como el día que había pisado el jardín por primera vez, mirándola mientras jugaba al tenis con Alberto. Ni siquiera en sueños le quitaba los ojos de encima un solo instante. Volvía a decirme que estaba espléndida, tan sudorosa y arrebolada, con esa arruga de terquedad y decisión tan feroz que le dividía la frente en vertical, de tan alerta como estaba en el esfuerzo por derrotar a su sonriente hermano mayor, un poco flojo y aburrido. Ahora, sin embargo, me sentía oprimido por un malestar, una amargura, un dolor casi insoportables. De la niña de diez años antes —me preguntaba desesperado—, ¿qué había quedado en esa Micòl de veintidós años, en shorts y camiseta de algodón, en esa Micòl de aspecto tan libre, deportivo, moderno (¡sobre todo, libre!), como para hacer pensar que había pasado los últimos años recorriendo las mecas del tenis internacional, Londres, París, la Costa Azul, Forest Hills? Sí —comparaba—: Ahí quedaban de la niña los cabellos rubios y ligeros, estriados con mechones casi canos, los iris celestes, casi escandinavos, la piel color miel y, en el pecho, centelleando de vez en cuando fuera del escote de la camiseta, el disquito de oro del sciaddài. Pero ¿qué más?

Después, nos encontrábamos encerrados en la carroza, en aquella penumbra gris y rancia: con Perotti sentado en el asiento delantero, inmóvil, mudo, amenazador. Si Perotti estaba ahí arriba —razonaba yo—, dándonos la espalda obstinado, lo hacía, desde luego, para no tener que ver lo que sucedía o podría suceder en el interior de la carroza, por discreción de criado, en una palabra. Y, sin embargo, estaba igualmente informado de todo, el viejo palurdo, ¡vaya si lo estaba! Su mujer, la pálida Vittorina, estaba ahí, de facción, espiando a través de los postigos entornados del portalón de la cochera (de vez en cuando atisbaba yo su cabecita, como de reptil, con sus lisos, negros cabellos brillantes, que asomaba cauta junto al postigo) con sus tristes ojos descontentos, preocupados, clavados en él, haciéndole a hurtadillas gestos y muecas convenidos.

Y estábamos incluso en su habitación, Micòl y yo, pero ni siquiera entonces solos, sino «estorbados» (había sido ella quien lo había susurrado) por la inevitable presencia extraña, que esta vez era la de Jor, que nos miraba fijamente con sus dos ojos de hielo, uno negro y otro azul. El cuarto era largo y estrecho y estaba, como la cochera, lleno de cosas de comer, pomelos, naranjas, mandarinas, y làttimi, sobre todo, ordenados en fila como libros sobre los tableros de grandes estantes negros, austeros, eclesiásticos, que llegaban hasta el techo: ya que los làttimi no eran en absoluto los objetos de vidrio de que Micòl me había hablado, sino, precisamente como yo había supuesto, quesos, pequeñas y goteantes formas de queso blanquecino, como botellas.

Micòl insistía riendo para que yo probara uno de sus quesos. Y entonces iba y se alzaba sobre las puntas de los pies, ya estaba a punto de tocar con la punta del índice de la mano derecha uno de los colocados más arriba (los de ahí arriba eran los mejores —me explicaba—, los más frescos), pero yo no, no aceptaba en absoluto, angustiado, además de por la presencia del perro, porque sabía que fuera, mientras así discutíamos, la marea de la laguna estaba subiendo con rapidez. Si tardaba un poco más, la marea alta me dejaría sitiado, me impediría salir de su habitación sin ser visto. En efecto, había entrado de noche y a escondidas, en la alcoba de Micòl: a escondidas de Alberto, del profesor Ermanno, de la señora Olga, de la abuela Regina, de los tíos Giulio y Federico, de la cándida señorita Blumenfeld. Y Jor, el único que sabía, el único testigo de lo que había también entre nosotros, no podía contarlo.

Soñaba también con que nos hablábamos y por fin sin fingir ya, con las cartas boca arriba.

Reñíamos un poco, como de costumbre. Micòl sostenía que lo que había entre nosotros había comenzado el primer día, es decir, cuando ella y yo, aún sorprendidos de volver a encontrarnos y reconocernos, habíamos escapado para ver el parque, y yo, en cambio, aducía que ni hablar, que, en mi opinión, había comenzado antes, al teléfono, desde el momento en que ella me había anunciado que se había vuelto «fea», una «solterona de nariz roja». Yo no la había creído, como es lógico. No obstante, ella no podía imaginar siquiera —añadía yo, con un nudo en la garganta— cómo me habían hecho sufrir aquellas palabras suyas. En los días siguientes, antes de que volviera a verla, no había dejado de pensar en eso, sin conseguir resignarme.

—Bah, tal vez sea así —convenía entonces Micòl, colocando una mano sobre la mía—. Si la idea de que yo me hubiera vuelto fea y con la nariz roja te preocupó al instante, entonces me rindo, quiere decir que tienes razón tú. Pero ahora ¿qué hacemos? La excusa del tenis ya no sirve y en casa, por otra parte, con el peligro de quedar sitiados por la marea alta (¿ves cómo es Venecia?), no es oportuno ni adecuado que te deje entrar.

—¿Qué necesidad hay de eso? —replicaba yo—. Al fin y al cabo, podrías salir tú.

—¡¿Salir yo?! —exclamaba ella, con ojos desencajados—. Pero vamos a ver, dear friend: ¿para ir adónde?

—No… no sé… —respondía yo balbuceando—. Al Montagnone, por ejemplo, o a Piazza d’Armi, por el lado del Acueducto, o, si no deseas comprometerte, a Piazza della Certosa, por el lado de Via Borso. Allí es donde todo el mundo ha ido siempre a pelar la pava (tus padres no sé, pero los míos en sus tiempos también iban a hacerlo allí). Y si pelamos la pava un poco, perdona, ¿qué hay de malo en eso? No es lo mismo que hacer el amor, ¡ni mucho menos! Es estar en el primer escalón, al borde del abismo. Pero de eso a tocar el fondo del abismo, ¡falta aún pero que mucho por bajar!

Y estaba a punto de añadir que, si, como parecía, ni siquiera Piazza della Certosa le hacía gracia, podríamos incluso coger dos trenes distintos y darnos cita en Bolonia. Pero callaba yo, falto del valor aun en sueños. Y, por lo demás, ella, sacudiendo la cabeza y sonriendo, ya me declaraba que era inútil, imposible, «verboten»: conmigo no iría nunca fuera del jardín ni de su casa. ¿Qué andaba tramando? —decía guiñando un ojo divertida—. ¿Llevarla a Bolonia, por casualidad —después de que se hubiera dejado conducir una y otra vez de paseo por los sitios habituales «al aire libre», gratos al «eros de la salvaje villa natal»—, a algún «hotelazo» acaso de los preferidos también por su abuela Josette, tipo Brun y Baglioni (y, en cualquier caso, tras enseñar en la réception nuestros bonitos certificados raciales perfectamente en regla)?

La noche siguiente, nada más regresar de un repentino viaje a Bolonia, a la universidad, probé a telefonear.

Respondió Alberto.

—¿Cómo te va? —dijo con voz cantarina, demostrando al instante, una vez más, que reconocía mi voz—. Hace una eternidad que no nos vemos. ¿Cómo estás? ¿Qué haces?

Desconcertado, con el corazón presa de gran desasosiego, me puse a hablar atropelladamente. Acumulé muchas cosas: di noticias sobre la tesis de doctorado, que se erguía ante mí como un muro infranqueable; hice consideraciones sobre el tiempo, que, después de esos quince últimos días de borrascas, parecía ofrecer algún respiro (pero no había que fiarse demasiado: el aire frío no dejaba lugar a dudas, ya estábamos sumergidos en el invierno y debíamos olvidar los hermosos días del pasado octubre) y, sobre todo, me explayé acerca de mi rápido viaje a Bolonia.

Por la mañana —conté— había pasado por Via Zamboni, donde, tras haber resuelto algunos asuntos en secretaría, había podido comprobar una serie de fichas de la bibliografía de Panzacchi que estaba preparando. Después, hacia la una, había ido a comer al Pappagallo: pero no al llamado asciutto, al pie de Gli Asinelli, que, además de ser carísimo, me parecía de cocina muy inferior a su fama, sino al otro, el Pappagallo in brodo, que se encontraba en una callejuela lateral de Via Galliera y se distinguía precisamente por sus cocidos y sus sopas y por los precios, incluso, módicos de verdad. Luego, por la tarde, había visto a algún amigo, había dado una vuelta por las librerías del centro, había tomado un té en el Zanarini, el de Piazza Galvani, al final del Pavaglione: en una palabra, me lo había pasado bastante bien —concluí—, «más o menos como cuando asistía con regularidad».

—Imagínate —añadí en ese momento, y a saber qué genio maligno me había sugerido de repente que contara semejante historia, inventada del principio al fin—, que antes de volver a la estación he tenido tiempo incluso para echar un vistazo en Via dell’Oca.

—¿En Via dell’Oca? —preguntó Alberto de golpe, animándose y, aun así, como intimidado. No necesité más para sentirme presa del mismo impulso mordaz que animaba a veces a mi padre a mostrarse para con los Finzi-Contini mucho más grosero y «asimilado» de lo que era en realidad.

—¿Cómo? —exclamé—. ¡No me irás a decir que no sabes que en Via dell’Oca, en Bolonia, existe una de las… casas de huéspedes más célebres de Italia!

Tosió.

—No, no la conocía —dijo.

Añadió después, con tono de voz distinto, que de allí a unos días también él debería salir para Milán. Se iba a quedar una semana por lo menos. A fin de cuentas, no faltaba tanto para junio como parecía y aún no había encontrado un profesor que le permitiese redactar «una tesis cualquiera», ni lo había buscado tampoco, a decir verdad.

Tras lo cual, cambiando de tema de nuevo, me preguntó si por casualidad había pasado yo un poco antes en bicicleta a lo largo de Mura degli Angeli. En en ese momento se encontraba en el jardín, pues había salido a ver en qué estado había dejado la lluvia el campo de tenis. Pero en parte por la distancia y en parte por la poca luz no había conseguido cerciorarse de si de verdad era yo el tipo que sin bajar de la bicicleta y apoyándose con una mano en el tronco de un árbol estaba allí arriba, parado, mirando. ¿Ah, sí? ¿Era yo, entonces? —continuó, tras haber yo reconocido, no sin titubeos, que, para volver a casa desde la estación, había tomado precisamente por el camino de Mura degli Angeli: y ello, expliqué, por la íntima repugnancia que experimentaba siempre que me tropezaba con ciertas «jetas desagradables» reunidas ante el Café de la Bolsa, en Corso Roma, o desperdigadas a lo largo de la Giovecca—. ¿Ah, sí? ¿Era yo? —repitió—. ¡Ya le había parecido a él! En cualquier caso, si era yo, ¿por qué no había respondido a sus gritos y silbidos? ¿No los había oído?

No los había oído —volví a mentir—; más aún: ni siquiera había advertido que él estuviese en el jardín. Y ahora ya no teníamos de verdad nada más que decirnos, nada con que llenar el repentino silencio que se había abierto entre nosotros.

—Pero tú… tú buscabas a Micòl, ¿no es cierto? —dijo por fin él, como recordándolo.

—Pues sí —respondí—. ¿Te molestaría pasármela?

Con mucho gusto me la habría pasado —contestó—. Pero es que (y era muy extraño que, por lo que parecía, «ese ángel» no me hubiese avisado) Micòl se había marchado a primera hora de la tarde a Venecia, con la idea de dar también ella el empujón definitivo a la tesis. Había bajado a comer ya vestida para el viaje, con maletas y todo, y había anunciado a la «pasmada familia» su propósito. Había llegado a estar harta, según había declarado, de cargar con esa tarea sin acabarla. En lugar de doctorarse en junio, lo haría en febrero, cosa que en Venecia, con la Marciana y la Querini-Stampalia a mano, le resultaría muy fácil, mientras que en Ferrara no, por un montón de razones su tesis sobre la Dickinson nunca podría avanzar con la necesaria rapidez. Eso había dicho la jovencita. Pero a saber si podría resistir la atmósfera depresiva de Venecia y de una casa, la de los tíos, que no le gustaba. Lo más fácil era que al cabo de una o dos semanas la viésemos volver a la base con el rabo entre las piernas. Tendría que verlo él para creerlo que por primera vez Micòl consiguiese resistir lejos de Ferrara más de veinte días seguidos…

—En fin —concluyó—. En cualquier caso, ¿qué te parecería, a ti, si organizáramos (esta semana no es posible, la próxima tampoco, pero la siguiente sí, me parece que sí que sería posible) una excursión en automóvil hasta Venecia? Sería divertido presentarnos a ver a mi hermanita. ¡Tú, el Giampi Malnate y yo, por ejemplo!

—No es mala idea —dije—. ¿Por qué no? Podríamos hablarlo.

—Entretanto —proseguía, con un esfuerzo en el que yo notaba un gran deseo de ofrecerme enseguida un consuelo por lo que me había revelado—, permíteme la sugerencia, ¿por qué no vienes, siempre que no tengas nada mejor que hacer, a verme aquí, a casa, mañana, por ejemplo, hacia las cinco de la tarde? Creo que también estará el Malnate. Tomamos el té… escuchamos algún disco… charlamos… No sé si te apetecerá, a ti que eres un literato, estar con un ingeniero (ése sería yo) y con un químico industrial. Pero si te dignas, nada de cumplidos: ven, a nosotros nos encantará.

Seguimos hablando un poco más, Alberto cada vez más entusiasta y animado con su proyecto, que parecía acabar de ocurrírsele, de tenerme en su casa y yo atraído pero también repelido. Era cierto —recordaba—: Poco antes, desde Mura degli Angeli, me había quedado casi media hora mirando al jardín y la casa, sobre todo, que, desde el lugar donde me encontraba y a través de las ramas casi desnudas de los árboles, veía recortarse en el cielo de la tarde, erguida y esbelta como un emblema heráldico. Dos ventanas del entresuelo, al nivel de la terraza desde la que se bajaba al jardín, estaban ya iluminadas y también se filtraba luz eléctrica de arriba, de la única ventanita altísima que se abría apenas bajo la cima del puntiagudo techo. Había permanecido largo rato, con los globos de los ojos doloridos en las órbitas, mirando fijamente la lucecilla de la ventanita superior (un quieto y trémulo centelleo, suspendido en el aire cada vez más oscuro, como el de una estrella) y sólo los lejanos silbidos y los gritos tiroleses de Alberto, que suscitaron en mí, junto con el temor de haber sido reconocido, la impaciencia por volver a oír enseguida la voz de Micòl al teléfono, habían podido en determinado momento alejarme de allí…

Pero ¿ahora, en cambio? —me preguntaba desconsolado—. ¿Qué me importaba ir a casa de ellos, ahora, si ya no iba a ver a Micòl?

Ahora bien, la noticia que me dio mi madre mientras salía de la cabina de teléfono, a saber, que hacia mediodía Micòl Finzi-Contini había telefoneado para preguntar por mí («Me ha rogado que te dijera que ha tenido que marcharse a Venecia y que te escribirá y me ha encargado darte recuerdos», añadió mi madre, sin mirarme), fue suficiente para hacerme cambiar de opinión. Desde aquel momento el tiempo que me separaba de las cinco de la tarde del día siguiente se puso a transcurrir con extraordinaria lentitud.