Infinitas veces durante el invierno, la primavera y el verano que siguieron volví a pensar en lo que entre Micòl y yo había sucedido (o, mejor dicho, no había sucedido) dentro del carruaje predilecto del viejo Perotti. Si aquella tarde de lluvia en que había acabado de repente el luminoso veranillo de San Martín de 1938 hubiera yo conseguido al menos declararme —pensaba con amargura—, tal vez lo sucedido entre nosotros habría sido distinto de lo que había sido. Hablarle, besarla; ¡entonces, cuando todo podía suceder aún —no cesaba de repetirme—, debía haberlo hecho! Y olvidaba preguntarme lo esencial: si en aquel momento supremo, único, irrevocable —un momento que tal vez hubiera decidido mi vida y la suya—, yo hubiese estado de verdad en condiciones de iniciar un gesto, una palabra cualquiera. ¿Lo sabía, entonces, por ejemplo, que me había enamorado de verdad? Pues, no; no lo sabía. No lo sabía entonces y no lo iba a saber durante otras dos largas semanas, cuando ya el mal tiempo, que no iba a cambiar, había dispersado sin remedio nuestra ocasional compañía.
Recuerdo: la lluvia insistente, sin interrupción por días y días —y después vendría el invierno, el rígido, sombrío invierno del valle del Po—, había vuelto improbable de pronto cualquier frecuentación ulterior del jardín. Y, sin embargo, pese al cambio de tiempo, todo lo que había ocurrido a continuación había contribuido a mantener mi ilusión de que nada había cambiado en sustancia.
A las dos y media del día siguiente al de nuestra última visita a la casa de los Finzi-Contini —la hora, aproximada, en que se nos veía aparecer uno tras otro por la galería de los rosales trepadores y gritar «¡hola!» o «¿qué tal?»—, el teléfono de mi casa había sonado para ponerme igualmente en contacto con la voz de Micòl. Aquella misma noche había telefoneado yo y ella a mí de nuevo la tarde siguiente. Habíamos podido seguir, en una palabra, hablándonos exactamente como en los últimos tiempos, contentos, ahora como antes, de que Bruno Lattes, Adriana Trentini, Giampiero Malnate y todos los demás nos dejaran tranquilos, no diesen muestras de acordarse de nosotros. Y, por lo demás, ¿cuándo habíamos pensado en ellos, Micòl y yo, durante nuestras largas escapadas por el jardín, tan largas, que con frecuencia, al regreso, ya no encontrábamos a nadie en el campo ni en la Hütte?
Seguido por las miradas preocupadas de mis padres, me encerraba en la cabina del teléfono. Marcaba el número. Y casi siempre era ella quien respondía: con tal prontitud, que me hacía sospechar que tenía siempre el auricular al alcance de la mano.
—¿Desde dónde hablas? —me aventuré a preguntarle.
Se echó a reír.
—Pues… desde mi casa, supongo.
—Gracias por la información. Sólo quería saber cómo consigues siempre responder al punto: quiero decir, con tanta rapidez. ¿Es que tienes el teléfono en el escritorio, como un hombre de negocios? ¿O te pasas de la mañana a la noche rondando cerca del aparato, paseándote como el tigre en la jaula del Nocturno de Machaty?
Me había parecido captar desde el otro extremo del hilo una ligera vacilación. Si ella llegaba antes que los otros —había respondido después—, se debía, además de a la legendaria eficacia de sus reflejos musculares, a la intuición que la caracterizaba y le permitía, todas las veces que a mí se me ocurría llamarla, encontrarse cerca del teléfono. Luego había cambiado de tema. ¿Cómo iba mi tesis sobre Panzacchi? Y, aunque sólo fuera por cambiar de aires un poco, ¿cuándo pensaba reanudar mis idas y venidas a Bolonia?
Sin embargo, a veces eran los otros: Alberto o el profesor Ermanno o una de las dos criadas o incluso la señora Regina, una vez, que en el teléfono demostró una sorprendente finura de oído. En esos casos no podía dejar de pronunciar mi nombre, como es lógico, ni de decir que era con la «señorita» Micòl con la que deseaba hablar. No obstante, al cabo de unos días (al principio, eso me ponía aún más violento, pero poco a poco fui acostumbrándome), bastó con que dijera «hola» para que en el otro extremo me pasaran solícitos a quien buscaba. El propio Alberto, cuando era él quien descolgaba, no se comportaba de modo distinto. Y Micòl acudía enseguida a quitar el aparato a quien lo tuviera: como si estuviesen siempre reunidos todos en una única habitación, living room, salón o biblioteca cada uno arrellanado en un gran sillón de cuero y con el teléfono a pocos metros de distancia. Era como para sospecharlo, en serio. Para avisar a Micòl, que, al sonar el timbre del teléfono (me parecía verla), alzaba los ojos de golpe, tal vez se limitaran a ofrecerle desde lejos el auricular, Alberto tal vez añadiendo, por su parte, un guiño entre sardónico y afectuoso.
Una mañana me decidí a pedirle la confirmación de mis suposiciones y ella estuvo escuchándome en silencio.
—¿No es así? —insistí.
Pero no era así. En vista de que me interesaba tanto conocer la verdad —dijo—, bueno, pues, era ésta: cada uno de ellos disponía en su habitación de un supletorio telefónico (después de que ella lo hubo conseguido, el resto de la familia había acabado adoptándolo), mecanismo utilísimo, de lo más recomendable, gracias al cual uno podía telefonear a cualquier hora del día o de la noche sin molestar ni verse molestado y, sobre todo de noche, sin dar un paso fuera de la cama. ¡Vaya una idea! —añadió después, riendo—. ¿Cómo se me había podido ocurrir que todos ellos estuvieran siempre juntos como en un hall del hotel? ¿Y por qué motivo, además? De todos modos, era extraño que cuando no era ella la que respondía directamente no hubiese advertido yo el clic del conmutador.
—No —repitió categórica—. Para defender la libertad propia no hay nada mejor que un buen supletorio telefónico. Lo digo en serio: deberías mandarte instalar uno tú también, en tu habitación. ¡Te obligaría a escucharme discursos kilométricos, sobre todo de noche!
—O sea, que ahora me estás hablando desde tu habitación.
—Claro. Y desde la cama, además.
Eran las once de la mañana.
—No es que seas muy madrugadora —observé.
—¡Oh, tú también! —se lamentó—. Que mi padre, a sus sesenta años cumplidos y con la que se está preparando, siga levantándose todas las mañanas a las seis y media para dar buen ejemplo, como él dice, e inducirnos a no holgazanear en muelles plumas, transeat; pero que también los mejores amigos se pongan ahora a hacer de pedagogos me parece francamente excesivo. ¿Tú sabes desde qué hora está en pie una servidora, muchacho? Desde las siete. ¡Y te atreves a maravillarte, a las once, de sorprenderme de nuevo en la cama! Además, apenas duermo: leo, garrapateo algunas líneas de la tesis, miro afuera. Hago siempre multitud de cosas, cuando estoy en la cama. El calor de las mantas me vuelve sin comparación más activa.
—Descríbeme tu habitación.
Chasqueó varias veces la lengua contra los dientes, en señal de negativa.
—Eso nunca. Verboten. Privat. Puedo, si quieres, describirte lo que veo por la ventana.
Veía por los cristales, en primer plano, las barbudas cimas de sus Washingtoniae graciles, que la lluvia y el viento estaban azotando «de modo indigno», y a saber si los cuidados de Titta y Bepi, que ya habían empezado a fajar sus troncos con las acostumbradas camisas de paja de todos los inviernos, bastarían para preservarlos los próximos meses de la muerte por entumecimiento que acompañaba a cada regreso del mal tiempo, hasta ahora, por fortuna, siempre evitada. Después, más allá, ocultadas a trechos por jirones de nieblas errantes, veía las cuatro torres del Castillo, que los aguaceros habían vuelto negras como tizones apagados. Y, detrás de las torres, los lejanos mármoles de la fachada y del campanario de la catedral, lívidos como para dar escalofríos y también ocultos de vez en cuando por la niebla… ¡Oh, la niebla! No le gustaba, cuando era así, porque le recordaba a trapos sucios. Pero tarde o temprano la lluvía cesaría y entonces la niebla, traspasada por los débiles rayos del sol, se transformaría, de mañana, en algo precioso, delicado y opalescente, con reflejos del todo semejantes en su mudar a los «làttimi» que llenaban su cuarto. El invierno era aburrido, de acuerdo, entre otras cosas porque impedía jugar al tenis. Pero tenía sus compensaciones.
—Pues no existe situación, por triste y fastidiosa que sea —concluyó—, que no ofrezca en el fondo alguna compensación, y con frecuencia sustanciosa.
—¿Làttimi? —pregunté—. ¿Qué es eso? ¿Algo de comer?
—Qué va, qué va —gimoteó, horrorizada, como de costumbre, ante mi ignorancia—. Son vidrios. Vasos, copas, frascos, frasquitos, cajitas: cositas, por lo general saldos de anticuario. En Venecia los llaman làttimi; fuera de Venecia, opalines y también flûtes. No puedes imaginarte cómo adoro estos chismes. Sé literalmente todo al respecto. Pregúntame y verás.
Había sido en Venecia —prosiguió—, tal vez por sugestión de las nieblas locales, tan distintas de nuestras sombrías y densas nieblas del valle del Po, infinitamente más luminosas y vagas (sólo un pintor en el mundo había sabido reproducirlas: más que el último Monet, «nuestro» De Pisis), donde había empezado a apasionarse por los làttimi. Pasaba horas y horas recorriendo las tiendas de anticuarios. Había algunas, sobre todo por San Samuele, en torno a Campo Santo Stefano, o en el gueto, allá abajo, hacia la estación, que no vendían otra cosa, se puede decir. Sus tíos Giulio y Federico vivían en Calle del Cristo, cerca de San Moisè. Al atardecer, no sabiendo qué otra cosa hacer, y con el aya, la señorita Blumenfeld (una distinguida «yodé» de Francfort del Main, que tenía sesenta y tantos años y llevaba más de treinta en Italia, «¡una verdadera lata!»), pegada a ella, naturalmente, salía a la Calle XXII Marzo en busca de làttimi. Campo Santo Stefano queda a pocos pasos de San Moisè. No así San Geremia, el barrio del gueto, adonde, si tomas por San Bartolomìo y la Lista di Spagna, tardas en llegar por lo menos media hora y, sin embargo, está muy cerca, basta con cruzar el Canal Grande a la altura de Palazzo Grassi y después bajar por I Frari… Pero volviendo a los làttimi, ¡qué escalofrío «rabdomántico» cada vez que conseguía uno nuevo, raro! ¿Quería saber cuántas piezas había conseguido juntar? Casi doscientas.
Me guardé muy mucho de hacerle notar que lo que me contaba poco condecía con su declarada aversión a cualquier intento de sustraer, siquiera por poco tiempo, las cosas, los objetos, a la muerte inevitable que les esperaba y a la manía conservadora de Perotti, en particular. Me urgía que me hablara de su habitación, que olvidase haber dicho poco antes «verboten», «privat».
Lo logré. Ella seguía hablando de sus làttimi (los había dispuesto en orden en tres estantes de caoba oscura que cubrían casi por entero la pared de enfrente de aquella a la que estaba pegada la cama) y, entretanto, la habitación, no sé con cuánta inadvertencia por su parte, iba adquiriendo forma, se definía poco a poco en todos los detalles.
Conque: las ventanas, para ser precisos, eran dos. Daban ambas a mediodía y estaban tan separadas del suelo, que, al asomarse, con la extensión del jardín, abajo, y los tejados que se extendían allende el límite del jardín hasta perderse de vista, parecía que lo hiciera desde el puente de un trasatlántico. Entre las dos ventanas había un cuarto estante: el de los libros ingleses y franceses. Contra la ventana de la izquierda, un escritorio de los de oficina, junto al que se encontraba la mesita de la máquina de escribir portátil, por una parte, y, por otra, un quinto estante, el de los libros de literatura italiana, clásicos y contemporáneos, y las traducciones: del ruso, la mayoría, Pushkin, Gogol, Tolstoi, Dostoievski, Chéjov. En el suelo una gran alfombra persa y, en el centro del cuarto, largo y bastante estrecho, tres sillones y un sofá estilo Récamier, para tumbarse a leer. Dos puertas: una de entrada, al fondo, junto a la ventana de la izquierda, que comunicaba directamente con la escalera y el ascensor, y otra, a pocos centímetros del ángulo opuesto del cuarto, que daba al baño. Por la noche dormía sin echar las persianas nunca, con una lamparita siempre encendida sobre la mesita de noche y siempre al alcance, también, el carrito con el termo del Skiwasser (¡y el teléfono!), de modo que para llegar hasta él le bastaba con extender el brazo. Si durante la noche se despertaba, le bastaba con tomar un trago de Skiwasser (era tan cómodo tener siempre a disposición un poco y bien caliente: ¿por qué no me conseguía también yo un termo?) y después, tras volver a acostarse, dejar errar las miradas entre las nieblas luminiscentes de sus queridos làttimi. Y entonces el sueño, insensible como una «marea alta» veneciana, volvía despacito a inundarla y aniquilarla.
Pero no eran ésos nuestros únicos temas de conversación. Como si también ella quisiese mantener mi ilusión de que nada había cambiado, de que todo continuaba, entre nosotros, del mismo modo que «antes», es decir, cuando podíamos vernos todas las tardes, Micòl no dejaba pasar ocasión de transportarme a aquella serie de días estupendos, «increíbles».
Siempre habíamos hablado de muchas cosas, entonces, mientras paseábamos por el jardín: de árboles, de plantas, de nuestras infancias, de nuestras familias. Y, entretanto, Bruno Lattes, Adriana Trentini, «el» Malnate, Carletto Sani, Tonino Collevatti y, con ello, los que habían venido después, no merecían sino una seña, una alusión de vez en cuando, no recibían otra gratificación acaso que un expeditivo y bastante desdeñoso «aquellos», referido a todos ellos juntos. Ahora, en cambio, por teléfono, nuestras conversaciones volvían de continuo sobre ellos y, en especial, sobre Bruno Lattes y Adriana Trentini, entre los cuales, según Micòl, había «algo», seguro. Pero ¡cómo! —no cesaba de decirme—. ¿Era posible que no me hubiese dado cuenta de sus relaciones? ¡Era tan evidente! Él no le quitaba los ojos de encima un momento y también ella, pese a maltratarlo como a un esclavo, al tiempo que coqueteaba un poco con todos, conmigo, con ese oso de Malnate e incluso con Alberto, también ella en el fondo le correspondía. ¡Ay, «ese» Bruno! Con su sensibilidad (un tanto morbosa, todo hay que decirlo: ¡bastaba para darse cuenta observar cómo veneraba a dos simpáticos tontines del calibre del pequeño Sani y ese otro, el pequeño Collevatti!), le esperaban meses nada fáciles, la verdad, dada la situación. Adriana le correspondía, sin duda (más aún, una noche, en la Hütte, ella los había visto medio echados en el diván besándose como locos), pero de eso a que fuera la clase de mujer capaz de mantener algo tan comprometido, pese a las leyes raciales y a las familias respectivas, había un buen trecho. No iba a tener un invierno fácil, Bruno; no, la verdad. Y no era que Adriana fuese mala chica, ¡ni mucho menos! Tan alta como Bruno, rubia, con esa espléndida piel a lo Carol Lombard que tenía, en otros momentos habría sido acaso la chica que le convenía, a Bruno, a quien, por lo visto, gustaban las de tipo «muy ario». Que, por otra parte, era un poco ligerita y vacía, e inconscientemente cruel, pues sí, también eso era innegable. ¿No recordaba yo la cara que le había puesto al pobre Bruno la vez que, jugando de pareja con él, habían perdido el famoso partido de revancha con el dúo Desirée Baggioli y Claudio Montemezzo? Había sido precisamente ella la que había perdido el encuentro, con la cantidad de faltas dobles que había cometido (al menos tres por game), ¡y no Bruno! En cambio, como una auténtica inconsciente, durante todo el partido no había hecho otra cosa que ponerlo de vuelta y media, como si él, ¡pobre!, no estuviera ya bastante humillado y deprimido. ¡Habría sido como para reírse, en serio, si no hubiese resultado, pensándolo bien, bastante desagradable! Pero daba igual. Como si lo hicieran a propósito, los moralistas como Bruno siempre iban a enamorarse de tipejas del estilo de Adriana, con las consiguientes escenas de celos, persecuciones, sorpresas, llantos, juramentos, bofetadas acaso y… cuernos, mira tú, cuernos hasta el infinito. No, no: al fin y al cabo, Bruno debía estar agradecido a las leyes raciales. Le esperaba un invierno difícil, desde luego. Pero no hay mal que por bien no venga; las leyes raciales le iban a impedir hacer la tontería mayor: prometerse con Adriana.
—¿No te parece? —añadió una vez—. Y, además, también él, como tú, es un literato, le tira la escritura. Creo haber visto hace dos o tres años versos suyos publicados en la tercera página del Padano con el título de conjunto de Poesías de un vanguardista.
—¡Huy, huy! —suspiré—. De todos modos, ¿qué quieres decir? No entiendo.
Se reía en silencio, lo sentí perfectamente.
—Sí, hombre —añadió—, a fin de cuentas, un poco de pena no le sentará mal. «Non mi lasciare ancora, sofferenza»,[15] dice Ungaretti. ¿Que quiere escribir? Pues que se cueza en su jugo, de momento; después veremos. Por lo demás, basta con mirarlo: se ve a la legua que en el fondo no aspira sino al dolor.
—Eres de un cinismo repugnante. Igualita a Adriana.
—En eso te equivocas. Me ofendes, incluso. Adriana es un ángel inocente. Caprichosa, acaso, pero inocente como tutte / le femmine di tutti / i sereni animali / che avvicinano a Dio[16]. En cambio, Micòl es buena, ya te lo he dicho y te lo repito, y siempre sabe lo que hace, recuérdalo.
Aunque con menos frecuencia, también citaba a Giampiero Malnate, hacia el cual siempre había mantenido una actitud curiosa, fundamentalmente crítica y sarcástica: como si estuviera celosa de la amistad que lo unía a Alberto (un poco exclusiva, a decir verdad), pero al mismo tiempo le fastidiara un poco reconocerlo y, precisamente por eso, se dedicase con ahínco a «derribar al ídolo».
Según ella, Malnate no era gran cosa ni siquiera en el físico. Demasiado alto, demasiado grueso, demasiado «padre», para poderlo tomar en consideración, en serio, desde ese punto de vista. Era uno de esos tipos excesivamente vellosos, que, por muchas veces que se afeiten en un día, siempre tienen aspecto un poco sucio, poco lavado: y eso a ella no le iba, la verdad. Eso sí, tal vez, por lo que se traslucía a través de las gafotas de un dedo de espesor tras las que se camuflaba (parecía que le hiciesen sudar y daban ganas de quitárselas), acaso los ojos no estuvieran mal: grises, «de acero», de hombre fuerte. Pero demasiado serios y severos, esos ojos. Demasiado constitucionalmente matrimoniales. Pese a su despectiva misoginia de superficie, amenazaban con sentimientos tan eternos como para hacer estremecer a cualquier muchacha, hasta la más tranquila y morigerada.
Era un huraño de cuidado, eso desde luego: y tampoco tan original como parecía creerse. ¿Qué me apostaba a que, si se le preguntaba oportunamente, en determinado momento acabaría declarando que él en traje de ciudad se sentía incómodo, pues en cualquier caso prefería el anorak, los pantalones bombachos, las botas de montaña de los infalibles week-ends en el Mottarone o en el Monte Rosa? En ese sentido, su fiel pipa era bastante reveladora: equivalía a todo un programa de austeridad masculina y subalpina, toda una bandera.
Su hermano y él eran grandísimos amigos, si bien Alberto, con su carácter más pasivo que un punching ball, era siempre amigo de todos y de ninguno. Habían vivido años enteros juntos en Milán y eso, desde luego, tenía su importancia. De todos modos, ¿no me parecía también a mí que exageraba un poco con su continua cháchara aparte? Venga cuchichear: apenas se encontraban, ya estaba, nadie podía impedirles apartarse a parlotear por los codos. ¡Y a saber de qué, además! ¿De mujeres? ¡Qué va! Conociendo a Alberto, que en ese terreno siempre había sido bastante reservado, por no decir misterioso, ella no se habría atrevido a apostar ni un céntimo, sinceramente.
—¿Seguís viéndolo? —me decidí a preguntar un día, con el tono más indiferente que pude.
—Pues sí… creo que de vez en cuando viene a ver a su Alberto… —respondió tranquila—. Se encierran en la habitación, a tomar el té, a fumar la pipa (también Alberto se ha puesto a fumar en pipa, de un tiempo a esta parte) y hablan y hablan, dichosos ellos, no paran de hablar.
Era demasiado inteligente, demasiado sensible, como para no haber adivinado lo que yo ocultaba tras la indiferencia: el deseo de repente vivísimo, y sintomático, de volver a verla. No obstante, se comportó como si no hubiese comprendido, sin aludir siquiera indirectamente a la posibilidad de que, tarde o temprano, fuese invitado también yo a su casa.