5

Micòl quiso enseñarme personalmente el jardín. A toda costa. «Me parece que tengo cierto derecho», había dicho mirándome y sonriendo con malicia.

El primer día, no. Había jugado al tenis hasta tarde y había sido Alberto, cuando había dejado de enfrentarse en el juego a su hermana, quien me había acompañado hasta una especie de refugio alpino en miniatura, semioculto en medio de un bosque de abetos y que distaba del campo un centenar de metros (Hütte, lo llamaban Micòl y él), refugio, convertido en vestuario, en el que había podido cambiarme y más tarde, al oscurecer, darme una ducha caliente y volver a vestirme.

Pero el día siguiente había sido distinto. Un partido de dobles que oponía a Adriana Trentini y Bruno Lattes con los dos quinceañeros (mientras Malnate, encaramado en la silla arbitral, contaba paciente los tantos) había cobrado enseguida el cariz de los partidos que no acaban nunca.

—¿Qué hacemos? —me había dicho en determinado momento Micòl, al tiempo que se ponía en pie—. Para llegar a ocupar el sitio de éstos, tengo la impresión de que tú, Alberto, el amigo milanés y yo vamos a tener que esperar una buena hora. Oye: ¿por qué no nos vamos entretanto, nosotros dos, a ver plantas? En cuanto el campo quedara libre —había añadido—, Alberto no dejaría, desde luego, de llamarnos. Se metería tres dedos en la boca, ¡y lanzaría su célebre silbido!

Se había vuelto sonriendo hacia Alberto, que dormitaba echado al sol en una tumbona contigua y con la cara oculta bajo un sombrero de paja de segador.

—¿No es así, señor pachá?

Por debajo del sombrero, el señor pachá había asentido con una seña de la cabeza y nosotros nos habíamos puesto en marcha. Sí, su hermano era formidable —seguía, entretanto, explicándome Micòl—. En caso necesario, sabía lanzar unos silbidos tan potentes, que, en comparación, los de los pastores eran cosa de risa. Extraño, ¿eh?, en un tipo como él. A simple vista, nadie lo hubiera dicho. Y, sin embargo… ¡A saber de dónde sacaba todo ese aliento!

Así empezaron, casi siempre para engañar la espera entre partido y partido, nuestras largas escapadas en pareja. Las primeras veces cogíamos las bicicletas. Como el jardín tenía «unas» diez hectáreas de extensión y las avenidas, entre mayores y menores, sumaban en conjunto una docena de kilómetros, la bicicleta era indispensable, desde luego —se había apresurado a declarar mi acompañante—. Hoy, cierto —había admitido—, íbamos a limitarnos a hacer un simple «reconocimiento» allí, al final, por la parte de poniente, donde Alberto y ella iban muchas veces de niños a mirar los trenes que hacían maniobras en la estación. Pero, si hubiéramos ido a pie, ¿cómo nos las habríamos arreglado, aun hoy? Nos arriesgábamos a que el «olifante» de Alberto nos sorprendiera sin que pudiésemos regresar con la necesaria prontitud.

Así, pues, aquel primer día habíamos ido a ver los trenes que hacían maniobras en la estación. ¿Y después? Después habíamos vuelto atrás, habíamos pasado junto al campo de tenis, habíamos atravesado la explanada situada delante de la magna domus (desierta, como de costumbre, más triste que nunca), recorriendo en sentido contrario, más allá del oscuro puente de tablas que atravesaba el canal Panfilio, la avenida de entrada: hasta el túnel de las cañas de Indias y el portalón de Corso Ercole I. Llegados allí, Micòl había insistido para que nos internáramos por el sinuoso sendero que corría junto al muro: primero a la izquierda, por el lado de Mura degli Angeli, hasta el punto de que en un cuarto de hora habíamos alcanzado de nuevo la zona del jardín desde la que se veía la estación, y después por el lado opuesto, bastante más tupido, bastante sombrío y melancólico, que lindaba con la desierta Via Arianuova. Nos encontrábamos precisamente allí, abriéndonos paso con dificultad por entre matorrales de helechos, ortigas y espinosas zarzas, cuando, de pronto, desde detrás de la tupida valla de troncos, se había elevado lejanísimo el silbido de pastor de Alberto para llamarnos con urgencia a la «dura tarea».

Con pocas variaciones en el recorrido, las tardes siguientes repetimos aquellas exploraciones de amplio radio. Cuando el espacio lo permitía, pedaleábamos uno junto al otro. Y, entretanto, hablábamos: de árboles, sobre todo, al menos al principio.

Yo de eso no sabía nada, o casi nada, lo que no cesaba de sorprender a Micòl. Me miraba como si fuera un monstruo.

—¿Es posible que seas tan ignorante? —exclamaba—. ¡En el instituto habrás estudiado algo de botánica!

—Veamos —preguntaba después, ya preparada para arquear las cejas ante algún nuevo desatino—. ¿Podría decirme, por favor, de que especie de árbol cree usted que es ese de ahí?

Podía referirse ya a honrados olmos y tilos locales, ya a rarísimas plantas africanas, asiáticas, americanas, que sólo un especialista habría podido identificar: pues había de todo, en el Barchetto del Duca, lo que se dice de todo. Por mi parte, yo respondía siempre a la buena de Dios: en parte porque no sabía de verdad distinguir un olmo de un tilo y en parte porque me había dado cuenta de que nada le daba mayor placer que oírme decir disparates.

Le parecía absurdo, a ella, que existiera en el mundo un tipo como yo, que no abrigara por los árboles, «los grandes, los quietos, los fuertes, los pensativos», los mismos sentimientos de apasionada admiración que ella. ¿Cómo podía ser que no comprendiera, Dios mío, que no sintiese? Había, al final del claro del tenis, por ejemplo, al oeste del campo, un grupo de siete esbeltas y altísimas Washingtoniae graciles, o palmeras del desierto, separadas del resto de la vegetación situada detrás (árboles normales de tronco grueso propios del bosque europeo: encinas, acebos, plátanos, castaños de Indias, etcétera) y con un buen trecho de prado alrededor. Pues bien, cada vea que pasábamos por allí, Micòl tenía para el grupo solitario de las Washingtoniae nuevas palabras tiernas.

—Ahí están mis siete viejecitos —podía decir—. ¡Mira qué venerables barbas tienen!

En serio —insistía—: ¿No me parecían también a mí siete eremitas de la Tebaida, resecos por el sol y los ayunos? ¡Cuánta elegancia, cuánta santidad en sus pardos, secos, curvados, escamosos troncos! Parecían otros tantos San Juan Bautistas, ¿no es verdad?, alimentados sólo con saltamontes.

Pero sus simpatías no se limitaban, en absoluto, ya lo he dicho, a los árboles exóticos.

Por un plátano enorme, de tronco blanquecino y nudoso, más grueso que el de cualquier otro árbol del jardín y —me parecía— de toda la provincia, su admiración rayaba en la reverencia. Naturalmente, no había sido su «abuela Josette» quien lo había plantado, sino Ercole I d’Este en persona, acaso, o Lucrecia Borgia.

—Tiene casi quinientos años, ¿comprendes? —susuraba, desorbitando los ojos—. ¡Imagínate la de cosas que ha de haber visto desde que vino al mundo!

Y parecía que también él, el plátano gigantesco, tuviera ojos y oídos: ojos para vernos y oídos para escucharnos.

Por los árboles frutales, a los que estaba reservada una larga faja de terreno al abrigo de los viento del norte y expuesto al sol justo al lado de Mura degli Angeli, Micòl sentía un afecto muy semejante —había yo notado— al que mostraba hacia Perotti y todos los miembros de su familia. Me hablaba de aquellas humildes plantas domésticas con la misma afabilidad, la misma paciencia y pasando muchas veces al dialecto, que utilizaba sólo para hablar con Perotti, precisamente, o con Titta y Bepi, cuando nos los encontrábamos por casualidad y nos deteníamos a cambiar unas palabras. Un auténtico rito era todas las veces el alto ante un gran ciruelo de tronco poderoso como el de una encina: su predilecto. «Il brogn sèrbi», las ciruelas ácidas, que daba aquel ciruelo —me contaba—, le parecían extraordinarias, de niña. Las prefería, entonces, a cualquier chocolatina Lindt. Después, hacia los dieciséis años, habían dejado de repente de apetecerle, de gustarle, y hoy prefería las chocolatinas Lindt y de otras marcas (las amargas, eso sí, ¡exclusivamente las amargas!) a las «brogne». Así, las manzanas eran «i pum»; los higos, «i fighi»; los albaricoques, «il mugnàgh»; los melocotones, «il bèrsagh». De esas cosas sólo se podía hablar en dialecto. Sólo el habla dialectal permitía, al nombrar árboles y fruta, torcer los labios en la mueca entre enternecida y desdeñosa que el corazón sugería.

Más adelante, acabados los reconocimientos, se iniciaron «los píos peregrinajes». Y como todos los peregrinajes debían hacerse, según Micòl, a pie (de lo contrario, ¿qué clase de peregrinajes eran?), dejamos de usar la bicicleta. Íbamos a pie, pues, casi siempre acompañados paso a paso por Jor.

Para empezar, me llevó a ver un pequeño y apartado embarcadero sobre el canal Panfilio, oculto entre una tupida vegetación de sauces, álamos blancos y calas. Desde aquel minúsculo puertecito, delimitado alrededor por un musgoso poyete de ladrillo rojo, era probable que en la antigüedad se zarpara para llegar ora hasta el Po ora hasta el Foso del Castillo. Y zarpaban también ellos, Alberto y ella, cuando eran niños —me contó Micòl—, para largos paseos en una piragua con pagaya doble. A los pies de las torres del Castillo, en pleno centro urbano, nunca habían llegado en barca (como bien sabía yo, en la actualidad el Panfilio comunicaba con el Foso del Castillo sólo por vía subterránea). Pero hasta el Po, justo frente a la Isola Bianca, ¡vaya si habían llegado! Actualmente, «ça va sans dire», no había ni que pensar, desde luego, en coger la piragua: medio desfondada, cubierta de polvo, reducida a una especie de «espectro de piragua», alguna vez podría yo ver su armazón en la cochera, si se acordaba de llevarme. Pero hasta el poyete del embarcadero había seguido viniendo: siempre, siempre. Tal vez porque lo utilizaba para preparar en él los exámenes en santa paz, cuando empezaba a hacer calor y tal vez porque… El caso es que aquel lugar había seguido siendo en cierto modo suyo, exclusivamente: su refugio personal y secreto.

En otra ocasión acabamos en casa de Perotti, que habitaba en una auténtica alquería, con henil y establo anexos, a medio camino entre la casa de los amos y la zona de los frutales.

Fuimos recibidos por la mujer del viejo Perotti, Vittorina, pálida arzdóra[13] de edad indefinible, triste, muy flaca, y por Italia, la mujer del hijo mayor, Titta, una treintañera de Codigoro, gruesa y robusta, con ojos de un celeste acuoso y cabellos rojos. Sentada en el umbral de la casa, sobre una silla de paja, y rodeada por una multitud de gallinas, la esposa estaba amamantando y Micòl se inclinó a acariciar al niño.

—Bueno, ¿qué? ¿Cuándo vuelves a invitarme a comer la menestra de alubias? —preguntaba a Vittorina en dialecto.

—Cuando usted quiera, sgnurina. Siempre que se conforme…

—Tenemos que quedar un día de éstos —respondió Micòl seria—. Has de saber —añadió, dirigiéndose a mí—, que Vittorina hace unas menestras de alubias fenomenales. Con tocino, naturalmente…

Se rio y después dijo:

—¿Quieres echar un vistazo al establo? Tenemos nada menos que seis vacas.

Precedidos por Vittorina, nos dirigimos hacia el establo. La arzdóra nos abrió la puerta con una gran llave que llevaba en el bolsillo del delantal negro y después se hizo a un lado para dejarnos pasar. Mientras cruzábamos el umbral del establo, advertí que nos miraba a hurtadillas: con preocupación, me pareció, pero también con complacencia secreta.

Un tercer peregrinaje lo dedicamos a los lugares consagrados al «vert paradis des amours enfantines».

Por allí habíamos pasado los días anteriores varias veces: pero en bicicleta y sin detenernos nunca. Ahí tenía el punto exacto del muro —me decía ahora Micòl, indicándomelo con el dedo— en el que ella solía apoyar la escalera y ésas eran las «muescas» («¡muescas, sí, señor!») que utilizaba cuando, como ocurría a veces, la escalera no estaba disponible.

—¿No crees que sería oportuno colocar una placa conmemorativa en este lugar? —me preguntó.

—Supongo que ya habrás pensado en la inscripción.

—Más o menos. Por aquí… eludiendo la vigilancia de dos enormes perrazos…

—Un momento. Hablabas de una placa, pero a este paso temo que necesitarás una gran losa del tipo de las del Boletín de la Victoria. El segundo renglón es demasiado largo.

Aquello provocó una discusión. Yo hacía el papel de interruptor testarudo y ella, alzando la voz y haciéndose la niña, me acusaba de la «pedantería habitual». Era evidente —gritaba—, yo debía de haberme olido su intención de no citarme siquiera, en su inscripción, y, por pura envidia, me negaba a escucharla.

Después nos calmamos. Se puso a hablarme una vez más de cuando Alberto y ella eran niños. Si quería saber la pura verdad, tanto Alberto como ella habían sentido siempre una gran envidia de quien, como yo, tenía la fortuna de estudiar en una escuela pública. ¿Me lo creía? Llegaban hasta el extremo de esperar todos los años con impaciencia la época de los exámenes sólo por el gusto de ir también ellos a la escuela.

—Pero, entonces, ¿por qué, si os gustaba tanto ir a la escuela, estudiabais en casa? —pregunté.

—Mi padre y mi madre, sobre todo mi madre, se oponían en redondo. Mi madre siempre ha tenido la obsesión de los microbios. Decía que las escuelas están hechas a propósito para difundir las enfermedades más horribles y de nada sirvió nunca que el tío Giulio, siempre que venía aquí, intentara hacerle entender que no era cierto. El tío Giulio se burlaba de ella, pero él, pese a ser médico, no cree ni mucho menos en la medicina; al contrario: cree en la inevitabilidad y utilidad de las enfermedades. Imagínate si iba a hacerle caso mi madre que, después de la desgracia de Guido, nuestro hermanito mayor muerto antes de que Alberto y yo naciéramos, en 1914, ¡se puede decir que no ha vuelto a sacar la nariz fuera de casa! Más adelante nos rebelamos un poco, como es lógico: conseguimos ir los dos a la universidad e incluso a Austria, a esquiar, un invierno, como creo haberte contado ya.

»Pero de niños, ¿qué podíamos hacer? Yo muchas veces me escapaba (Alberto, no; él siempre ha sido con mucha diferencia más tranquilo que yo, mucho más obediente). Por otra parte, un día que me quedé demasiado tiempo por ahí, por la Mura, dejándome llevar en las barras de las bicicletas por una banda de chicos con los que había hecho amistad, cuando volví a casa los vi tan desesperados, a mi madre y a mi padre, que en adelante (porque Micòl es de buena pasta, ¡un auténtico corazón de oro!) me decidí a portarme bien y no volví a escapar. La única reincidencia, la de junio de 1929, ¡fue en honor suyo, egregio señor!

—¡Y yo que pensaba haber sido el único! —suspiré.

—Bah, si no el único, el último seguro. Y, además, ¡a entrar en el jardín nunca invité a nadie más!

—¿Será verdad?

—Ya lo creo que sí. Miraba siempre a donde tú estabas, en el templo… Cuando te volvías a hablar con mi padre y con Alberto ¡tenías unos ojos tan celestes! Hasta te había puesto un apodo en secreto.

—¿Un apodo? ¿Cuál?

—Celestino.

Che fece per viltade il gran rifiuto[14] —farfullé.

—¡Exacto! —exclamó riendo—. No obstante, creo que por un tiempo estuve un poco chiflada por ti.

—¿Y después?

—Después la vida nos separó.

—¡Qué idea, de todos modos, restaurar un templo exclusivamente para vosotros! ¿Qué ha sido? ¿Miedo a los microbios también?

Hizo un gesto con la mano.

—Pues… casi… —dijo.

—¿Cómo que casi?

Pero no hubo modo de inducirla a confesar la verdad. Bien sabía yo el motivo por el que el profesor Ermanno había pedido permiso, en 1933, para restaurar él y los suyos la sinagoga española: había sido la vergonzosa «hornada del Decenario», vergonzosa y grotesca, la que lo había decidido. No obstante, ella sostenía que lo determinante, una vez más, había sido la voluntad de su madre. Los Herrera, en Venecia pertenecían a la sinagoga española. Y como su madre, su abuela Regina y sus tíos Giulio y Federico habían estado siempre muy apegados a las tradiciones familiares, pues su padre para contentar a su madre…

—Pero ahora, perdona, ¿por qué habéis vuelto a la sinagoga italiana? —objeté—. Yo no estaba en el templo, la noche de Roshashaná; no piso el templo desde hace por lo menos tres años. Pero mi padre, que estaba, me ha contado la escena con todo detalle.

—Oh, no tema. ¡Su ausencia no pasó inadvertida, señor librepensador! —respondió—. Ni siquiera a mí.

Volvió a ponerse seria y después dijo:

—¿Qué quieres…? Ahora estamos todos en la misma barca. En el punto en que nos encontramos, también a mí me parece que habría sido bastante ridículo seguir haciendo tantas distinciones.

Otro día, el último, se había puesto a llover y, mientras los otros se refugiaban en la Hütte y jugaban a las cartas y al ping-pong, nosotros dos, sin temor a empaparnos, atravesamos corriendo medio jardín para ir a refugiarnos en la cochera. Ahora ésta sólo servía de cochera —me había dicho Micòl—. Sin embargo, en otro tiempo por lo menos la mitad del espacio interior había estado ocupada por un gimnasio, con pértigas, cuerdas, barras de equilibrio, anillas, espaldera sueca, etcétera. Y eso con el exclusivo fin de que Alberto y ella pudiesen presentarse bien preparados también al examen anual de educación física. No eran, desde luego, clases demasiado serias las que el profesor Anacleto Zaccarini, jubilado desde hacía tiempo y con más de ochenta años (¡había que ver!), les daba una vez a la semana. Ahora, divertidas, sí, tal vez las más divertidas de todas. Ella nunca se olvidaba de llegar al gimnasio una botella de vino de Bosco. Y el viejo Zaccarini, cuya nariz y mejillas, de encarnadas que eran normalmente, se volvían cada vez más violáceas, se la soplaba poco a poco hasta la última gota. Ciertas tardes de invierno, cuando se marchaba, parecía incluso que irradiara luz propia.

Se trataba de una construcción de ladrilos pardos, baja y larga, con dos ventanas laterales protegidas por fuertes rejas, el techo en pendiente cubierto de tejas y las paredes exteriores cubiertas casi por completo de yedra. Estaba cerca del henil de los Perotti y del vítreo paralelepípedo de un invernadero y se accedía a ella a través de un ancho portalón pintado de verde que daba a la parte opuesta de Mura degli Angeli, hacia la casa.

Nos quedamos unos instantes en el umbral, pegados al portalón. Llovía a cántaros, con chorros de agua oblicuos y larguísimos, sobre los prados, sobre las grandes masas negras de los árboles, sobre todo. Hacía frío. Castañeteando los dientes, mirábamos los dos hacia delante. El hechizo en que hasta entonces había estado suspendida la estación se había roto irreparablemente.

—¿Entramos? —propuse al final—. Dentro no hará tanto frío.

En el interior de la vasta estancia, en cuyo extremo, en penumbra, se traslucían las puntas de dos brillantes pértigas amarillas, de gimnasio, que llegaban hasta el techo, había un olor extraño, mezcla de gasolina, aceite lubricante, polvo viejo, cítricos. El olor era muy bueno —dijo enseguida Micòl, al advertir que yo olfateaba—. También a ella le gustaba mucho. Y me indicó una especie de alta estantería de madera oscura, pegada a una de las paredes laterales y atestada de grandes frutos amarillos y redondos, más gruesos que las naranjas y los limones, que yo no había visto nunca. Se trataba de pomelos puestos allí a madurar —me explicó—, productos de invernadero. ¿No los había probado yo nunca? —preguntó después, al tiempo que cogía uno y me lo ofrecía para que lo oliera—. Qué lástima que no tuviese allí un cuchillo para cortarlo en dos «hemisferios». El sabor del zumo era híbrido: se parecía al de la naranja y el limón, con un asomo de amargor, además, muy particular.

El centro estaba ocupado por dos coches, uno al lado del otro: un largo Dilambda gris y una carroza azul, cuyas limoneras, levantadas, eran casi tan altas como las pértigas situadas detrás.

—La carroza ya no la utilizamos —decía entretanto Micòl—. Las pocas veces que mi padre tiene que ir al campo se hace acompañar en el coche. Y lo mismo hacemos Alberto y yo, cuando tenemos que partir: él para Milán, yo para Venecia. El eterno Perotti es quien nos lleva a la estación. En casa, los únicos que saben conducir son él (lo hace muy mal) y Alberto. Yo, no; aún no he sacado el carnet y la primavera próxima tengo que decidirme… siempre que… ¡Lo malo es también que traga tanto, ese armatoste!

Se acercó a la carroza, que tenía un aspecto no menos lustroso y eficaz que el automóvil.

—¿La reconoces?

Abrió una portezuela, montó y se sentó. Por último, dando un golpecito con la mano en el tejido del asiento contiguo, me invitó a hacer lo mismo.

Subí y me senté, a mi vez, a su izquierda. Y apenas me había acomodado, cuando, girando despacio sobre los goznes por pura inercia, la portezuela se cerró sola con un chasquido seco y preciso, propio de un cepo.

Ahora el crepitar de la lluvia sobre el techo de la cochera había dejado de oírse. Parecía, realmente, que nos encontráramos en un saloncito: un saloncito sofocante.

—Qué bien la conserváis —dije, sin conseguir dominar una emoción repentina que se manifestó en un ligero temblor de la voz—. Parece aún nueva. Sólo faltan las flores en el jarrón.

—Oh, Perotti pone hasta flores, cuando sale con la abuela.

—Entonces, ¡aún la utilizáis!

—No más de dos o tres veces al año y sólo para dar unas vueltas por el jardín.

—¿Y el caballo? ¿Es aún el mismo?

—Aún el mismo Star de siempre. Tiene veintidós años. ¿No lo viste el otro día, al fondo del establo? Ya está casi ciego, pero enganchado aquí hace… pésimo papel.

Se echó a reír, sacudiendo la cabeza.

—Perotti tiene una auténtica chifladura con esta carroza —prosiguió con amargura—, y sobre todo por darle gusto a él (detesta y desprecia los automóviles: ¡no te puedes imaginar hasta qué punto!) es por lo que de vez en cuando le dejamos que lleve de paseo a la abuela por las avenidas del jardín. Cada diez o quince días viene aquí con cubos de agua, esponjas, gamuzas, batidores: y ahí tienes explicado el milagro, ya ves por qué la carroza, sobre todo si se la ve entre dos luces, consigue aún engañar bastante.

—¿Bastante? —protesté—. ¡Si parece nueva!

Resopló fastidiada.

—¡No digas estupideces, por favor!

Movida por un impulso imprevisible, se había apartado bruscamente y se había acurrucado en su rincón. Con las cejas fruncidas, las facciones afiladas por la misma expresión de extraña perversidad que le aparecía ciertas veces, cuando, jugando al tenis, se concentraba enteramente para vencer, miraba hacia adelante. Parecía de pronto haber envejecido diez años.

Nos quedamos unos instantes así, en silencio. Después, sin cambiar de posición, con los brazos cruzados en torno a las rodillas bronceadas, como si sintiera mucho frío (llevaba pantalón corto, camiseta de hilo y un jersey anudado al cuello por las mangas), Micòl empezó a hablar de nuevo.

—¡Buena gana tiene Perotti! —decía—, de perder por esta penosa ruina tanto tiempo y tanta energía! No, créeme: aquí, en esta semioscuridad, puedes incluso gritar que es un milagro, pero fuera, a la luz natural, no hay nada que hacer, saltan a la vista al instante infinitos achaques: le falta pintura aquí y allá, todos los radios y cubos de la rueda son pura carcoma, el tejido de este asiento (ahora no puedes darte cuenta, pero te lo garantizo yo) en ciertos puntos es una pura telaraña. Por eso, me pregunto: ¿para qué sirve toda la struma (esfuerzo) de Perotti? ¿Vale la pena? A él, pobrecillo, le gustaría conseguir permiso de mi padre para volver a pintarla entera, restaurarla y arreglarla a su gusto. Pero mi padre duda, como de costumbre, y no se decide…

Calló. Se movió apenas.

—Mira, en cambio, la piragua —prosiguió, al tiempo que me indicaba, a través del cristal de la portezuela, que nuestro aliento empezaba a empañar, una silueta gris, oblonga y esquelética, pegada a la pared opuesta a la ocupada por la estantería de los pomelos—. Mira ahí, en cambio, la piragua y admira, te lo ruego, el decoro, la dignidad y el valor moral con que ha sabido sacar todas las consecuencias que debía de su absoluta pérdida de función. También las cosas mueren, muchacho. Conque, si también ellas han de morir, qué se le va a hacer, lo mejor es dejarlas. Tiene mucho más estilo, sobre todo, ¿no te parece?