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Los demás miembros de la casa tardaron un tiempo en dejarse ver.

En ese sentido, incluso, el primer día había sucedido algo curioso, tal que, al recordarlo hacia la mitad de la semana siguiente, cuando ni el profesor Ermanno ni la señora Olga habían aparecido aún, me había inducido a sospechar en todos aquellos que Adriana Trentini llamaba, en bloque, el «côté-viejos», la decisión unánime de mantenerse alejados del tenis: tal vez por no estorbar, quién sabe, para no desnaturalizar con su presencia recepciones que en el fondo no eran tales, sino simples reuniones de muchachos en el jardín.

El hecho curioso había sucedido al comienzo, poco después de que nos hubiéramos separado de Perotti y de Jor, que se había quedado mirándonos mientras nos alejábamos en bicicleta a lo largo de la avenida de entrada. Tras haber cruzado el canal Panfilio, a través de un extraño puente macizo de vigas negras, nuestra panda ciclista había llegado a un centenar de metros de distancia de la solitaria mole neogótica de la magna domus o, para ser más exactos, de la triste explanada, cubierta de grava y enteramente a la sombra, que se extendía ante ella, cuando la atención de todos se había visto atraída por dos personas situadas en el centro de la explanada: una señora anciana sentada en un sillón con una pila de cojines a la espalda y, de pie tras ella, una joven rubia y lozana, con aspecto de doncella. Apenas nos había divisado avanzando, la señora se había visto sacudida por una especie de sobresalto. Tras lo cual se había puesto al instante a hacer señas aparatosamente con los brazos para indicar que no, no debíamos seguir adelante, avanzar hasta la explanada donde ella se encontraba, pues allí, detrás, no había más que la casa, sino dirigirnos a la izquierda, por el sendero cubierto con una galería de rosales trepadores que nos indicaba, al final del cual (Micòl y Alberto estaban ya jugando: ¿no se oían desde donde estábamos los golpes regulares que daban a las raquetas, al enviarse la pelota?) encontraríamos automáticamente el campo de tenis. Era la señora Regina Herrera, la madre de la señora Olga. Yo la había reconocido al instante por la particular e intensa blancura de sus tupidos cabellos recogidos en un moño en la nuca, por mí siempre admirados, cuando, en el templo, de niño, tenía la oportunidad de divisarlos a través de la rejilla del matroneo. Agitaba brazos y manos con iracunda energía, al tiempo que hacía señas a la muchacha, que era Dirce, para que la ayudara a ponerse en pie. Estaba cansada de estar allí, quería volver a la casa. Y la doncella había obedecido la orden con instantánea solicitud.

No obstante, una tarde, contra lo que era de esperar, fueron el profesor Ermanno y la señora Olga los que se presentaron. Parecían haber pasado por el tenis por pura casualidad, de vuelta de un largo paseo por el jardín. Iban del brazo. El profesor, más bajo que su esposa y mucho más curvado que diez años antes, en la época de nuestros coloquios susurrados de un banco a otro en la sinagoga italiana, llevaba uno de sus habituales trajes ligeros de tela clara, con panamá de cinta negra calado sobre los gruesos lentes de pince-nez y apoyándose para caminar en un bastón de bambú. La señora, vestida de luto, llevaba en los brazos un grueso manojo de crisantemos cogidos en cualquier rincón remoto del jardín durante el paseo. Los apretaba contra el pecho a través, rodeándolos con el brazo derecho en actitud tiernamente posesiva, casi maternal. Si bien se mantenía derecha y sacaba a su marido toda la cabeza, también ella aparecía muy aviejada. Los cabellos se le habían vuelto uniformemente grises: de un gris feo, tétrico. Bajo la frente huesuda y saliente, sus negrísimos ojos brillaban con el ardor fanático y sufrido de siempre.

Aquellos de nosotros que estaban sentados bajo la sombrilla se levantaron, los que jugaban se interrumpieron.

—Sigan, sigan —dijo el profesor con su amable voz musical—. No se molesten, por favor. Sigan jugando.

No le obedecimos. Micòl y Alberto se apresuraron a presentarnos: sobre todo, Micòl. Además de decir nombres y apellidos, se detenía a ilustrar lo que de cada uno había de suscitar —suponía ella— el interés de su padre: estudios y ocupación en primer lugar. Había empezado conmigo y con Bruno Lattes, hablando ora de uno ora del otro en tono desapasionado, marcadamente objetivo: como para no inspirar a su padre en aquella circunstancia particular idea alguna de reconocimiento y preferencia. Éramos «los dos literatos de la panda», «tipos estupendos». Después pasó a Malnate. ¡Ahí tenía un hermoso ejemplo de devoción científica! —exclamó con énfasis irónico—. Sólo la química, por la que sentía una pasión evidentemente irresistible, había podido inducirlo a dejar atrás una metrópoli tan llena de recursos como Milán («Milàn l’è ori grand Milàn!») para venir a enterrarse en una «ciudad de mala muerte» como la nuestra.

—Trabaja en la zona industrial —explicó Alberto, sencillo y serio—. En una empresa de la Montecatini.

—Deberían producir goma sintética —rio burlona Micòl—, pero no parece que lo hayan conseguido hasta ahora.

El profesor Ermanno tosió. Apuntó un dedo hacia Malnate.

—Usted ha sido compañero de universidad de Alberto —inquirió con amabilidad—. ¿No es así?

—Hombre, en cierto sentido —respondió el otro, al tiempo que asentía con una señal de la cabeza—. Aparte de que íbamos a facultades diferentes, yo había empezado tres años antes. Pero igual nos hicimos muy buena compañía.

—Lo sé, lo sé. Mi hijo nos ha hablado mucho de usted. También nos ha contado que estuvo varias veces en su casa y que sus padres, en diversas ocasiones, lo colmaron de amables atenciones. ¿Quiere usted darles las gracias en nuestro nombre, cuando los vuelva a ver? Entretanto, nos alegramos mucho de tenerlo aquí, en nuestra casa. Y vuelva, eh… vuelva todas las veces que lo desee.

Se volvió hacia Micòl y le preguntó, indicando a Adriana:

—Y esta señorita, ¿quién es? Si no me equivoco, debería ser una Zanardi…

La conversación continuó en este tono hasta el fin de las presentaciones, incluidas las de Carletto Sani y Tonino Collevatti, calificados por Micòl de «las dos esperanzas» del tenis ferrarés. Por último, el profesor Ermanno y la señora Olga, que había permanecido todo el tiempo junto a su marido sin decir palabra y limitándose a sonreír de vez en cuando con aspecto bonachón, se alejaron sin dejar de darse el brazo hacia la casa.

Si bien el profesor se había despedido con un «¡hasta la vista!» más que cordial, a nadie se le había ocurrido tener demasiado en cuenta su promesa.

Y, sin embargo, el domingo siguiente, mientras, en el campo, Adriana Trentini y Bruno Lattes, por un lado, y Desirée Baggioli y Claudio Montemezzo, por otro, estaban jugando con extraordinario empeño un partido cuyo éxito, según los declarados propósitos de Adriana, quien lo había propuesto y organizado, debía resarcir a Bruno y a ella, «al menos moralmente», de la mala pasada que les había jugado el marqués Barbicinti (pero esa vez las cosas no parecían ir por el mismo camino: Adriana y Bruno estaban perdiendo, y con bastante diferencia): hacia el final del encuentro, aparecieron, mira por dónde, uno a uno por el sendero de los rosales trepadores el côté-viejos en pleno.

Formaban un pequeño cortejo. En cabeza, el profesor Ermanno y su esposa. Seguían, a poca distancia, los tíos Herrera de Venecia: el primero, con el pitillo entre sus gruesos labios prominentes y las manos cruzadas a la espalda, mirando a su alrededor con el aspecto un poco violento del ciudadano de la capital que se encuentra en el campo contra su voluntad; el segundo, unos metros más atrás, llevando del brazo a la señora Regina y caminando al paso, lentísimo, de su madre. Si el tisiólogo y el ingeniero estaban en Ferrara —me decía yo—, debía de ser para alguna solemnidad religiosa. Pero ¿cuál? Después de Roshashaná, que había caído en octubre, yo no recordaba qué otra fiesta había en otoño. ¿Sucot, tal vez? Era probable. A menos que el despido del ingeniero Federico, igualmente probable, de los Ferrocarriles del Estado hubiera sugerido la convocatoria de un consejo de familia extraordinario…

Se sentaron circunspectos, sin hacer apenas ruido. La única excepción, la señora Regina. En el momento en que la hacían arrellanarse en una tumbona, pronunció en voz alta, de sorda, dos o tres palabras en la jerga de su casa (español). Se lamentaba de la «mucha» humedad del jardín a aquella hora. Pero a su lado estaba vigilante su hijo Federico, que, con voz no menos alta (si bien neutra: un tono de voz que también mi padre ponía siempre que en ambiente «mixto» pretendía comunicar con alguien de la familia y exclusivamente con él), se apresuró a hacerla callar.

Que estuviera «callada». Que estaba el «musafir».

Acerqué los labios al oído de Micòl.

—Eso de «callada» lo entiendo. Pero «musafir», ¿qué significa?

—Huésped —me respondió ella con una sonrisa—. Pero goy.

Y se rio, al tiempo que se tapaba, infantil, la boca, con una mano y guiñaba un ojo: estilo Micòl 1929.

Más adelante, al final del partido, y después de que las «nuevas adquisiciones», Desirée Baggioli y Claudio Montemezzo, fueran presentados, a su vez, me encontré aparte con el profesor Ermanno. En el jardín el día estaba extinguiéndose, como de costumbre, en sombra difusa, color leche. Me había alejado unas docenas de metros de la cancela de entrada. Con los ojos fijos en la lejana Mura degli Angeli, iluminada por el sol, oía a mis espaldas la aguda voz de Micòl que dominaba todas las demás. A saber con quién se las había y por qué.

Era già l’ora che volge il disìo[12] —declamó una voz irónica y queda, cercanísima.

Me volví, asombrado. Era el profesor Ermanno, precisamente, que, muy contento de haberme hecho estremecer, sonreía bonachón. Me cogió con delicadeza de un brazo y después, muy despacio, manteniéndonos siempre bien alejados de la red metálica que delimitaba el recinto y deteniéndonos de vez en cuando, comenzamos a caminar en torno al campo de tenis. Dimos una vuelta casi completa, para después, al final, volver sobre nuestros pasos. Hacia adelante y hacia atrás. En la oscuridad que aumentaba por momentos, repetimos la maniobra varias veces. Entretanto, hablábamos: o, mejor dicho, hablaba sobre todo él, el profesor.

Comenzó preguntándome qué opinión me merecía el campo de tenis, si me parecía de verdad tan impresentable. A Micòl no le cabía duda: de hacerle caso, habría que renovarlo de arriba abajo, con criterios modernos. Él, en cambio, no acababa de decidirse. Tal vez, como de costumbre, su «querido terremoto» exagerara, tal vez no fuera indispensable tirar por los aires todo, como creía ella.

—En cualquier caso —añadió—, dentro de unos días empezará a llover, es inútil hacerse ilusiones. Es mejor dejar cualquier posible iniciativa para el año próximo, ¿no te parece también a ti?

Dicho eso, pasó a preguntarme qué hacía, qué tenía intención de hacer en el futuro inmediato. Y cómo estaban mis padres.

Mientras me preguntaba por mi padre, noté dos cosas. Ante todo, que le costaba tutearme, hasta el punto de que, al cabo de poco, deteniéndome de improviso, me lo dijo explícitamente y yo me apresuré a pedirle con calor y sinceridad que me hiciera el favor de no hablarme de usted, que, si no, me ofendería. En segundo lugar, que el interés y el respeto que había en su voz y en su rostro, mientras se informaba sobre la salud de mi padre (sobre todo en sus ojos: los cristales de los lentes, al agrandarlos, acentuaban la gravedad y la afabilidad de su expresión), no parecían nada forzados, nada hipócritas. Me pidió que le diera recuerdos. Y su «aplauso», también: por los muchos árboles que se habían plantado en nuestro cementerio desde que él había empezado a cuidarlo. Más aún: ¿servirían pinos? ¿Cedros del Líbano? ¿Abetos? ¿Sauces llorones? Que se lo preguntase a mi padre, si por casualidad servían (en la actualidad, con los medios de que disponía la agricultura moderna, trasplantar árboles de tallo grueso había llegado a ser cosa de nada), a él le encantaría poner a su disposición los que necesitara. Estupenda idea, ¡no se podía negar! Poblado con grandes y bellas plantas, también nuestro cementerio iba a estar, con el tiempo, en condiciones de rivalizar con el de San Nicolò del Lido, en Venecia.

—¿No lo conoces?

Respondí que no.

—Ah, ¡pues tienes, tienes que procurar visitarlo cuanto antes! —dijo con viva animación—. ¡Es monumento nacional! Además, tú que eres literato recordarás, seguro, cómo comienza la Edmenegarda de Giovanni Prati.

Me vi obligado a reconocer una vez más mi ignorancia.

—Bueno, pues —prosiguió el profesor Ermanno—, Prati comienza su Edmenegarda precisamente allí, en el cementerio israelita del Lido, considerado en el siglo XIX uno de los lugares más románticos de Italia. Pero cuidado: cuando vayas no olvides decir enseguida al guarda del cementerio (él es quien tiene la llave de la cancela) que deseas visitar el antiguo, fíjate bien, el cementerio antiguo, donde no entierran a nadie desde el siglo XVIII, y no el otro, el moderno, contiguo a él pero separado. Yo lo descubrí en 1905, imagínate. Aunque tenía casi el doble de edad que tú ahora, aún estaba soltero. Vivía en Venecia (estuve allí dos años) y, cuando no estaba en el Archivo del Estado, en Campo dei Frari, hojeando los manuscritos relativos a las diversas «naciones», como las llamaban, en que estaba dividida la Comunidad veneciana en los siglos XVI y XVII —la levantina, la ponentina, la alemana, la italiana—, estaba allá abajo, a veces también en invierno. Cierto es que casi nunca iba solo —y en ese momento sonrió— y que en cierto modo, al descifrar una a una las lápidas del cementerio, muchas de las cuales se remontan a comienzos del siglo XVI y están escritas en español y portugués, continuaba mi labor de archivo al aire libre. Ah, eran tardes deliciosas, aquéllas… Qué paz, qué serenidad… ¡con la cancelita, frente a la laguna, que se abría sólo para nosotros! Nos hicimos novios precisamente allí dentro, Olga y yo.

Guardó silencio por unos instantes. Aproveché para preguntarle cuál era el objeto preciso de sus investigaciones de archivo.

—Al principio, mi idea era escribir una historia de los judíos de Venecia —respondió—, tema que me sugirió precisamente Olga y que Roth, el inglés Cecil Roth (judío), desarrolló una decena de años después con tanta brillantez. Después, como con frecuencia sucede a los historiadores demasiado… apasionados, ciertos documentos del siglo XVI con los que me tropecé por casualidad absorbieron mi interés y acabaron desviándome de mi camino. Ya te contaré, si vuelves… Una auténtica novela, desde cualquier punto de vista… En cualquier caso, en lugar del grueso tomo de historia a que aspiraba, al cabo de dos años sólo conseguí (aparte de una esposa, claro está) preparar dos opúsculos: uno, que aún considero útil, en que recogí todas las inscripciones del cementerio, y otro en que di noticia de esos documentos del siglo XVI de que te hablaba, pero exponiendo los hechos simplemente y sin aventurar interpretación alguna de ellos. ¿Te interesa verlos? ¿Sí? Un día de éstos me permitiré regalártelos. Pero, aparte de eso, no dejes de ir al cementerio israelita del Lido (¡el antiguo, repito!). Vale la pena, ya verás. Lo encontrarás tal como era hace treinta y cinco años: exactamente igual.

Volvimos despacio hacia el campo de tenis. No había quedado nadie mirando. Y, sin embargo, en las tinieblas casi completas, Micòl y Carletto Sani jugaban aún, Micòl se lamentaba: que si «Cochet» la hacía correr demasiado, que si se mostraba muy poco «caballero», y de la oscuridad, también, «francamente excesiva».

—He sabido por Micòl que dudabas entre doctorarte en Historia del Arte o en Italiano —me decía, entretanto, el profesor Ermanno—. ¿Te has decidido ya?

Respondí que sí, que había optado por una tesis de italiano. Mi vacilación —expliqué— se había debido sobre todo a que hasta pocos días antes había esperado poder doctorarme con el profesor Longhi, catedrático de Historia del Arte, pero, en el último momento, el profesor Longhi había pedido la excedencia por dos años. La tesis que me habría gustado redactar bajo su guía se refería a un grupo de pintores ferrareses de la segunda mitad del siglo XVI y comienzos del XVII: Scarsellino, Bastianino, Bastarolo, Bonone, Caletti, Calzolaretto y otros. Sólo guiado por Longhi habría podido hacer algo que valiera la pena en relación con semejante tema. Y, en vista de que Longhi había conseguido del Ministerio dos años de excedencia, me había parecido más oportuno dedicarme a una tesis cualquiera de Italiano.

Me había escuchado meditabundo.

—Longhi —me preguntó al final, torciendo los labios con gesto de perplejidad—. ¿Cómo? ¿Ya han nombrado al nuevo titular de la cátedra de Historia del Arte?

Yo no comprendía.

—Sí, sí —insistió—. Siempre he oído decir que el profesor de Historia del Arte en Bolonia es Igino Benvenuto Supino, una de las mayores glorias del judaísmo italiano. Conque…

Lo había sido —lo interrumpí—, lo había sido: hasta 1933. Pero desde 1934, para el puesto de Supino, tras la jubilación de éste, habían llamado a Roberto Longhi. ¿No conocía él —proseguí, contento de sorprender una laguna en su erudición—, los fundamentales ensayos de Roberto Longhi sobre Piero della Francesca y sobre Caravaggio y su escuela? ¿No conocía la Officina ferrarese, obra que había tenido tanta resonancia en 1933, en la época de la Exposición del Renacimiento ferrarés celebrada ese año en el Palazzo dei Diamanti? Para redactar mi tesis, yo me iba a basar en las últimas páginas de la Officina, que trataban el tema sólo de pasada: de modo marginal, pero sin profundizar.

Yo hablaba y el profesor Ermanno, más encorvado que nunca, me escuchaba en silencio. ¿En qué pensaba? ¿En el número de «glorias» universitarias que habían sido ornato del judaísmo italiano desde la Unidad hasta nuestros días? Era probable.

Cuando, mira por dónde, lo vi animarse de repente. Mirando a su alrededor y bajando la voz hasta reducirla a un susurro ahogado, como si fuera a comunicarme un secreto de estado, me dio la gran nueva: que él poseía algunas cartas inéditas de Carducci, cartas escritas por el poeta a su madre en 1875. Si me interesaba verlas y si las consideraba objeto válido para una tesis de doctorado en italiano, estaba dispuesto a cedérmelas.

Pensando en Meldolesi, no pude por menos de sonreír. ¿Y el ensayo que había de enviar a la Nuova Antologia? Así, después de tanto hablar, ¿no había llegado a hacer nada? Pobre Meldolesi. Hacía varios años que lo habían trasladado al Minghetti de Bolonia: ¡con gran satisfacción suya, por supuesto! Un día de aquellos tenía yo que ir a verlo…

Pese a la oscuridad, el profesor Ermanno advirtió mi sonrisa.

—¡Ya sé, ya sé! —dijo—, que vosotros, los jóvenes, de un tiempo a esta parte subestimáis a Giosuè Carducci. Ya sé que preferís a un Pascoli y a un D’Annunzio.

No me fue difícil convencerlo de que había sonreído por una razón muy distinta: por una contrariedad. ¡Si hubiera sabido que existían en Ferrara cartas inéditas de Carducci! En lugar de proponer al profesor Calcaterra, como, por desgracia, había hecho ya, una tesis sobre Panzacchi, habría podido perfectamente proponerle un «Carducci en Ferrara», de interés sin duda mayor. Pero quién sabe: tal vez hablando con franqueza del asunto al profesor Calcaterra, que era una persona excelente, consiguiese pasar aún de Panzacchi a Carducci sin perder la cara.

—¿Cuándo piensas doctorarte? —me preguntó por último el profesor Ermanno.

—Pues… el año que viene en junio, espero. No olvide que también yo soy alumno libre.

Asintió varias veces, en silencio.

—¿Libre? —suspiró por último—. En fin, poco importa.

E hizo un gesto vago con la mano, como diciendo que, con lo que estaba sucediendo, tanto yo como sus hijos teníamos tiempo por delante, demasiado incluso.

Pero tenía razón mi padre. En el fondo, apenas parecía afligido por ello. Todo lo contrario.