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Tuvimos de verdad mucha suerte, con el tiempo. Durante diez o doce días se mantuvo perfecto, inmóvil en esa especie de suspensión mágica, de inmovilidad dulcemente vítrea y luminosa, propia de algunos de nuestros otoños. En el jardín hacía calor: apenas menos que en verano. Quien lo deseara podía continuar con el tenis hasta las cinco y media y más tarde, sin miedo a que la humedad de la tarde, ya tan intensa hacia noviembre, dañase las cuerdas de las raquetas. A aquella hora, naturalmente, en la pista ya casi no se veía. Pero la luz que continuaba dorando allí abajo, al final, los declives herbosos de Mura degli Angeli, llenos, sobre todo los domingos, de una tranquila muchedumbre multicolor (muchachos que corrían tras el balón, niñeras sentadas haciendo punto junto a los cochecitos, soldados de paseo, parejas de enamorados en busca de lugares donde abrazarse), esa última luz invitaba a insistir, a dar a la pelota, aunque ya casi a ciegas. El día no había acabado, valía la pena jugar un poco más.

Volvíamos todas las tardes, al principio avisando antes por teléfono, después sin avisar siquiera, y siempre los mismos, a excepción tan vez de Giampiero Malnate, que en 1933 había conocido a Alberto en Milán y, a diferencia de lo que había creído yo el primer día, al encontrarlo ante el portalón de la casa de los Finzi-Contini, no sólo no había visto nunca antes a los cuatro chicos que lo acompañaban, sino que, además, no había tenido relación alguna ni con el Eleonora d’Este ni con su vicepresidente y secretario, marqués Ippolito Barbicinti. Los días se presentaban demasiado bellos y, al tiempo, demasiado acechados por el invierno inminente. Perderse uno solo parecía en verdad un delito. Llegábamos, sin habernos dado cita, siempre hacia las dos, justo después de comer. Al principio, volvía a suceder muchas veces que nos encontrásemos todos en grupo ante el portalón, en espera de que Perotti viniese a abrir. Pero, gracias a la instalación, una semana después más o menos, de un interfono y una cerradura con mando a distancia, con lo que la entrada al jardín ya no representaba un problema, con frecuencia aparecíamos de improviso y en pequeños grupos, según íbamos llegando.

Por lo que a mí respecta, no falté ni una sola tarde, ni siquiera para hacer una de mis habituales escapadas a Bolonia. Y tampoco los otros, si no recuerdo mal: ni Bruno Lattes, ni Adriana Trentini, ni Carletto Sani, ni Tonino Collevatti, a quienes sucesivamente se sumaron, aparte de mi hermano Ernesto, otros tres o cuatro muchachos y muchachas. El único que, como he dicho, acudía con menor regularidad era «el» Giampiero Malnate (así empezó Micòl a llamarlo y pronto se generalizó ese uso). Tenía que respetar los horarios de la fábrica —explicó una vez—: No es que fueran muy severos, desde luego, ya que la empresa Montecatini, donde trabajaba, no había producido hasta entonces ni un kilo de goma sintética, pero no dejaban de ser horarios. Fuera como fuese, sus ausencias nunca duraban más de dos días seguidos. Y, además, era también el único, él, junto conmigo, que no daba muestras de excesivo interés por jugar al tenis (a decir verdad, jugaba bastante mal) y a veces, cuando aparecía en bicicleta hacia las cinco, tras salir del laboratorio, se contentaba con hacer de árbitro en un partido o sentarse aparte con Alberto a fumar la pipa y conversar.

Nuestros huéspedes eran más asiduos incluso que nosotros. Ya podíamos presentarnos cuando aún no habían sonado las dos en el lejano reloj de la plaza: por temprano que llegáramos, podíamos estar seguros de encontrarlos ya en la pista, y ni siquiera jugando entre ellos, ahora, como aquel sábado que habíamos aparecido en el claro de detrás de la casa en el que se encontraba la pista, sino dedicados a comprobar que todo se encontraba en orden —la red en su sitio, el terreno bien allanado y regado, las pelotas en buenas condiciones— o, si no, sentados en dos tumbonas con grandes sombreros de paja a la cabeza, inmóviles tomando el sol. No podían haber sido mejores anfitriones. Si bien estaba claro que el tenis, entendido como puro ejercicio físico, como deporte, a ellos les interesaba sólo hasta cierto punto, se quedaban, no obstante, allí hasta después del último partido (uno u otro siempre, pero a veces los dos), sin despedirse nunca por adelantado con el pretexto de una obligación, cosas que hacer, una indisposición. Alguna tarde incluso eran ellos, en la oscuridad casi total, quienes insistían para que jugáramos «un partidito más, ¡el último!» e instaban a volver a la pista a quienes ya salían de ella.

Como habían declarado enseguida, sin siquiera bajar la voz, Carletto Sani y Tonino Collevatti, no se podía decir, desde luego, que la pista fuera gran cosa.

Como expertos de quince años que eran, demasiado jóvenes para haber frecuentado terrenos de juego distintos de los que llenaban de legítimo orgullo al marqués de Barbicinti, se habían puesto de inmediato a confeccionar la lista de los defectos de aquella especie de «campo de patatas» (así se había expresado uno de ellos, al tiempo que torcía los labios en una mueca de desprecio). Es decir: casi nada de outs, sobre todo tras las líneas de fondo; terreno blando y, además, mal avenado, que por poco que lloviera se transformaría en un pantano; ningún seto de plantas de hoja perenne en contacto con las redes metálicas que rodeaban el recinto.

Ahora bien, en cuanto hubieron acabado su «desafío a muerte» (Micòl no había logrado impedir que su hermano la alcanzase a los cinco tantos y entonces habían dejado el juego), se habían apresurado a denunciar los mismos defectos sin sombra de reticencia, con una especie de extraño entusiasmo, incluso, los propios Alberto y Micòl, a porfía.

Pues sí —había dicho Micòl, mientras aún estaba pasándose una toalla de felpa por su sudado rostro—: Para gente como nosotros, «enviciada» con los rojos terrenos del Eleonora d’Este, ¡habría sido muy difícil sentirse a gusto en aquel polvoriento campo de patatas! ¿Y los outs? ¿Cómo íbamos a poder jugar con tan poco espacio, sobre todo a la espalda? ¡En qué abismos de decadencia nos veíamos precipitados, pobres de nosotros! Ahora bien, ella tenía la conciencia tranquila. Había repetido infinitas veces a su padre que había que decidirse a retirar todas las redes metálicas por lo menos tres metros. Pero ¡sí, sí! Él, su padre, revelando siempre el típico modo de ver de los agricultores, a quienes la tierra, si no sirve para plantar algo, les parece desperdiciada (aludía, claro está, a que Alberto y ella habían jugado desde niños en un campo como ése, por lo que podían perfectamente seguir jugando también de mayores), nunca se había decidido. ¡Ay, señor, qué paciencia! Sin embargo, ahora era distinto. Ahora tenía huéspedes, «huéspedes ilustres». Razón por la cual iba a volver a la carga con energía, fastidiando y atormentando tanto a su «anciano progenitor», que para la primavera próxima, creía poder garantizarlo, Alberto y ella estarían en condiciones de ofrecernos «algo digno».

Hablaba más que nunca con su estilo habitual y sonreía con malicia. Y a nosotros no nos había quedado más remedio que protestar, asegurando en coro que, al contrario, todo, incluida la pista, estaba perfecto, y alabar, además, el verde marco del jardín, en comparación con el cual los demás jardines privados de la ciudad, incluido el del duque Massari (había sido Bruno Lattes quien lo había dicho: en el preciso momento en que Micòl y Alberto habían salido juntos de la pista, cogidos de la mano), quedaban reducidos a la categoría de atildados jardincillos burgueses.

Pero el campo de tenis no era «digno», en realidad, y además, al no haber más que uno, había que hacer turnos de descanso demasiado largos. Conque, todas las tardes, a las cuatro en punto —sobre todo con el fin, tal vez, de que los dos quinceañeros de nuestra heterogénea compañía no echaran demasiado de menos las horas mucho más intensas por el lado deportivo que habrían podido pasar bajo las alas del marqués Barbicinti—, aparecía Perotti sin falta, con su taurino cuello tenso y rojo por el esfuerzo de sostener en sus manos una gran bandeja de plata.

Estaba rebosante, la bandeja: de bocadillos con mantequilla y lechuga, salmón ahumado, caviar, foie-gras, jamón; de pequeños vol-au-vents rellenos de picadillo de pollo con bechamel; de minúsculos buricchi procedentes, desde luego, de la prestigiosa tienda kosher que la señora Betsabea, la célebre señora Betsabea (Da Fano), regentaba desde hacía decenios en Via Mazzini para delicia y placer de toda la ciudadanía. Y no acababa ahí la cosa. El bueno de Perotti debía aún colocar el contenido de la bandeja en la mesita de mimbre preparada a tal fin, ante la entrada lateral del campo, bajo una ancha sombrilla a rayas rojas y azules, hasta donde llegaba una de sus hijas, o Dirce o Gina, ambas de la misma edad que Micòl más o menos y al servicio ambas «de la casa», Dirce de doncella, Gina de cocinera (los dos hijos, Titta y Bepi, el primero de unos treinta años, el segundo de dieciocho, se ocupaban, en cambio, del jardín en la doble condición de jardineros y hortelanos: y tan sólo habíamos conseguido divisarlos a veces a lo lejos, mientras trabajaban curvados y volvían rápidos hacia nosotros, que pasábamos en bicicleta, el brillo de sus azules e irónicos ojos). Ella, la hija, había bajado arrastrando, a su vez, por el sendero que conducía de la magna domus al campo de tenis, un carrito con ruedas de goma, cargado también de jarras, cafeteras, vasos y tazas. Y dentro de las cafeteras de porcelana y peltre, había té, leche, café; dentro de las aljofaradas jarras de cristal de Bohemia, limonada, zumo de frutas, Skiwasser: bebida para la sed, esta última, compuesta de agua y jarabe de frambuesa a partes iguales, con una rodaja de limón y algunos granos de uva, que Micòl prefería a cualquier otra y de la que se mostraba particularmente orgullosa.

¡Ah, el Skiwasser! En las pausas del juego, además de morder algún bocadillo, que siempre, no sin ostentación de anticonformismo religioso, escogía entre los de jamón, muchas veces Micòl se soplaba de un trago un vaso entero de su querido «brebaje», al tiempo que nos incitaba sin cesar a tomar nosotros también «en homenaje» —decía riendo— «al difunto Imperio austrohúngaro». La receta —había contado— se la habían dado en la propia Austria, en Offgastein, en el invierno de 1934: el único invierno que Alberto y ella, «coaligados», habían conseguido ir allí por quince días solos, a esquiar. Y, si bien el Skiwasser, como lo indicaba su propio nombre, era una bebida invernal, razón por la que debería haberse servido hirviendo, también en Austria había, no obstante, quien en verano, para seguir bebiéndolo, lo tomaba así, en «versión» helada y sin rodaja de limón y en ese caso lo llamaban Himbeerwasser.

En cualquier caso, debíamos darnos cuenta —había añadido con cómico énfasis, alzando un dedo—: Había sido ella quien, por iniciativa propia, había introducido los granos de uva, «¡importantísimos!», en la receta clásica tirolesa. Había sido idea suya y estaba orgullosa de ello, no era para tomarlo a risa. Representaban, las uvas, la contribución particular de Italia a la santa y noble causa del Skiwasser o, para ser más exactos, su particular «variante italiana, por no decir ferraresa, por no decir… etcétera, etcétera».