No había sido yo el único invitado.
Cuando aparecí, aquel sábado por la tarde, al final de Corso Ercole I (procedía de la cercana Piazza della Certosa, tras evitar la Giovecca y el centro), advertí de inmediato que ante el portalón de la casa de los Finzi-Contini había un grupo de tenistas parados a la sombra. Eran cinco, también ellos en bicicleta: cuatro chicos y una chica. Los labios se me torcieron en una mueca de contrariedad. ¿Quiénes eran? Salvo uno al que no conocía ni siquiera de vista, un tipo mayor, de unos veinticinco años, con pipa entre los dientes, pantalones largos de lino blanco y chaqueta de fustán marrón, los demás, todos con jerséis de colores y pantalones cortos, parecían enteramente frecuentadores habituales del Eleonora d’Este. Habían llegado hacía un momento y esperaban a poder entrar. Pero, como el portalón tardaba en abrirse, de vez en cuando, en señal de alegre protesta, cesaban de hablar en voz alta y de reír para ponerse a tocar rítmicamente los timbres de las bicicletas.
Estuve tentado de dar media vuelta. Demasiado tarde. Habían dejado de tocar los timbres y me miraban con curiosidad. Además, uno, en el que, al acercarme, reconocí de repente a Bruno Lattes, hacía señas incluso blandiendo la raqueta en lo alto de su largo y delgadísimo brazo. Era para que lo reconociese (nunca habíamos sido grandes amigos: era dos años más joven que yo y ni siquiera en Bolonia, en Letras, nos habíamos encontrado con frecuencia) y también para exhortarme a que me acercara.
Ahora estaba yo parado, justo enfrente de Bruno, con la mano izquierda apoyada en la lisa madera de encina del portalón.
—Buenos días —dije y sonreí con malicia—. ¿A qué se debe hoy tanta concurrencia por aquí? ¿Ha acabado acaso el torneo social? ¿O es que me encuentro ante un pelotón de eliminados?
Había hablado con voz y palabras cuidadosamente estudiadas. Entretanto, los observaba uno a uno. Miraba a Adriana Trentini: sus hermosos cabellos rubios, sus piernas largas y ahusadas, magníficas sin duda, pero de piel demasiado blanca, salpicada de extrañas manchas rojas, que siempre le aparecían cuando estaba acalorada; miraba al joven taciturno con pantalón de lino y chaqueta marrón (seguro que no era ferrarés, me decía); miraba a los otros dos muchachos, mucho más jóvenes que este último y que la propia Adriana, aún estudiantes de bachillerato los dos, tal vez, o del instituto técnico, y precisamente por eso, por haber «crecido» durante el último año, durante el cual yo me había ido apartando poco a poco de todos los ambientes de la ciudad, para mí semidesconocidos, y, por último, a Bruno, ahí delante, cada vez más alto y flaco, cada vez más parecido, por ser de tez tan oscura, a un joven negro vibrante y aprensivo y presa también aquel día de tal agitación nerviosa, que conseguía transmitírmela a través del ligero contacto de las gomas anteriores de nuestras dos bicicletas.
Intercambiamos, rápida, la inevitable mirada de connivencia judaica, que, entre anhelante y disgustado, ya preveía yo. Después añadí, sin dejar de mirarlos:
—Espero que, antes de atreveros a venir a jugar en un sitio distinto del habitual, hayáis pedido permiso al señor Barbicinti.
El desconocido forastero, bien porque estuviera asombrado ante mi sarcástico tono bien porque se sintiese a disgusto, hizo un pequeño movimiento a mi lado. En vez de moderarme, eso me excitó aún más.
—Sed buenos chicos y tranquilizadme —insistí—. ¿Se trata de una escapada consentida o de una evasión?
—Pero ¡cómo! —prorrumpió Adriana con su torpeza habitual: inocente, desde luego, pero no por ello menos ofensiva—. ¿No sabes lo que sucedió el miércoles pasado, durante la final del torneo de parejas mixtas? No digas que no estabas, anda, ¡y abandona tus eternos aires de Vittorio Alfieri! Mientras jugábamos, te vi entre el público. Te vi perfectamente.
—Pues no estaba —repliqué con sequedad—. Hace por lo menos un año que no voy por allí.
—¿Y por qué?
—Porque estaba seguro de que un día u otro me echarían igual. En efecto, no me equivocaba. Aquí tienes la carta de expulsión.
Saqué del bolsillo de la chaqueta el sobre.
—Supongo que tú también la habrás recibido —añadí dirigiéndome a Bruno.
Sólo entonces pareció recordar Adriana. Torció los labios. Pero la perspectiva de poder comunicarme un acontecimiento importante, ignorado por mí, evidentemente pudo más en ella que cualquier otro pensamiento.
Alzó una mano.
—Habrá que explicarle —dijo.
Resopló, alzó los ojos al cielo.
Había sucedido una cosa muy antipática —comenzó después a contar en tono de maestra, mientras uno de los muchachos más jóvenes volvía a apretar el pequeño y agudo botón de cuerno negro del timbre de la entrada—. De acuerdo, yo no lo sabía, pero, en el torneo social de clausura, iniciado precisamente a mediados de la semana anterior, Bruno y ella habían llegado a la final ni más ni menos: resultado, ése, al que nunca, pero es que nunca, habrías soñado con poder aspirar. En fin. El encuentro decisivo aún no había concluido e incluso las cosas habían empezado a adquirir el cariz más extraño (era como para desorbitar los ojos, palabra de honor: Desirée Baggioli y Claudio Montemezzo, dos ases, puestos en un aprieto por una pareja que no se había clasificado, hasta el punto de perder el primer set por diez a ocho y encontrarse en mala posición también en el segundo), cuando de pronto, por decisión exclusiva e imprevisible del marqués de Barbicinti, juez-árbitro del torneo como siempre y una vez más en actitud de ordeno y mando, en una palabra, el partido había tenido que interrumpirse de repente. Eran las seis, ya se veía bastante poco, de acuerdo. Pero no tan mal como para no poder continuar con otros dos games. ¿Cómo se puede hacer una cosa así, Dios santo? Con un tanteo de cuatro a dos en el segundo set de un partido importante, no hay derecho, mientras no se demuestre lo contrario, a ponerse a gritar «¡alto!», entrar en la pista con los brazos alzados y declarar suspendido el partido por «haberse hecho de noche» y aplazar la continuación y conclusión hasta la tarde del día siguiente. Además, no iba con buena fe, el señor marqués, ¡ni mucho menos! Que si ella no lo hubiera visto, ya hacia el final del primer set, hablando sin parar con un tipo tan siniestro como Gino Cariano, el secretario del GUF (se habían apartado un poco de la gente, junto al pabellón de los vestuarios), quien, tal vez para llamar menos la atención, daba la espalda al campo, a ella le habría bastado la cara que tenía el marqués en el momento de inclinarse a abrir la cancela de la entrada, tan pálida y descompuesta, que nunca se la había visto así, nunca («una cara de muerto de miedo, ¡en serio!»), para darse cuenta de que lo de la oscuridad era una simple excusa inane, «una trola». Por lo demás, ¿se podía poner en duda, acaso? Del match interrumpido no se había vuelto a hablar siquiera, ya que también Bruno había recibido, la mañana siguiente, una carta urgente e idéntica a la mía: «lo que se quería demostrar». Y ella, Adriana, había quedado tan disgustada e indignada por toda aquella historia, que había jurado no volver a pisar el Eleonora d’Este: al menos por un tiempo. ¿Que tenían algo contra Bruno? Si era así, podían perfectamente prohibirle inscribirse en el torneo. Decirle sinceramente: «Como las cosas están de tal y cual modo, lo lamentamos, pero no podemos aceptar tu inscripción». Pero con el torneo comenzado, mejor dicho, casi acabado, y estando él, además, a punto de ganar uno de los partidos, no debían comportarse en modo alguno como lo habían hecho. Cuatro a dos. ¡Qué guarrada! ¡Trato semejante era propio de zulúes, pero no de personas bien educadas y civilizadas!
Adriana Trentini hablaba, cada vez más acalorada, y también Bruno intervenía para añadir algún detalle.
Según él, la culpa de que hubieran interrumpido el partido había sido de Cariani, del que, bastaba con conocerlo, se podía haber esperado otra cosa. Era más que evidente: un «chichirivainas» como él, con pecho de tísico y huesos de jilguero, cuyo único pensamiento, desde el momento en que había ingresado en el GUF, había sido el de hacer carrera, motivo por el que no desperdiciaba ocasión, en público o en privado, de lamer los pies al federal (¿no lo había visto yo nunca, en el Café de la Bolsa, las raras veces que conseguía sentarse en el velador de los «viejos granujas de la Bombamano»? Se hinchaba, blasfemaba, lanzaba ostentosas palabrotas más gruesas que él, pero, en cuanto el cónsul Bolognesi o Sciagura o cualquier otro jerarca del grupo lo reprendían, metía al instante la cola entre las patas, capaz, acaso, con tal de hacerse perdonar y volver a caer en gracia, de los servicios más humildes, como correr al estanco a comprar la cajetilla de Giubek para el federal o telefonear a «casa de Sciagura» para anunciar la próxima vuelta a casa del gran hombre a su «esposa ex lavandera»…): ¡un «gusano de ese calibre» no habría dejado escapar, desde luego —se habría jugado el cuello Bruno—, la oportunidad de hacer méritos una vez más ante la Federación! El marqués Barbicinti era quien era: un señor distinguido, sin duda, pero bastante incapaz tocante a «autonomía de combustible» y cualquier cosa menos un héroe. Si lo mantenían de director del Eleonora d’Este, era por su buena presencia y por el nombre sobre todo, que a saber qué clase de señuelo se imaginaba aquella gente que era. Conque debía de haber sido cosa de coser y cantar para Cariani, infundir miedo al pobre Ene Hache. Acaso le hubiera dicho: «Y mañana, ¿qué? ¿Ha pensado, marqués, en que mañana por la tarde, cuando venga aquí el Federal, para el baile, y se encuentre con que tiene que premiar a un… Lattes con copa de plata y saludo romano y todo? Yo, por mi parte, preveo un gran escándalo. Y broncas, montones de broncas. Yo que usted, no lo pensaría dos veces y, dado que empieza a oscurecer, interrumpiría el partido». Había bastado con eso, «como dos y dos son cuatro», para inducirlo a la grotesca y penosa irrupción.
Antes de que Adriana y Bruno hubieran acabado de ponerme al corriente de los acontecimientos (en cierto momento Adriana encontró incluso modo de presentarme al joven forastero: un tal Malnate, Giampiero Malnate, milanés, químico recién contratado de una de las nuevas fábricas de goma sintética de la zona industrial), se había abierto por fin el portalón. En el umbral había aparecido un hombre de unos sesenta años, grueso, robusto, con cabellos grises y muy cortos, de los que el sol de las dos y media, al prorrumpir a raudales a través de la abertura vertical a sus espaldas, arrancaba reflejos de nitidez metálica, y bigotes, igualmente cortos y grises bajo su carnosa y violácea nariz: un poco del estilo de Hitler —se me ocurrió—, nariz y bigote. Era precisamente él, el viejo Perotti, jardinero, cochero, chauffeur, portero, todo, como había dicho Micòl: no había cambiado nada en conjunto desde los tiempos de Guarini, cuando, sentado en el pescante, esperaba impasible a que el antro oscuro y amenazador que se había tragado a sus «señoritos», impávidos y con la sonrisa en los labios, se decidiera de una vez a devolverlos, no menos serenos y seguros de sí mismos, al coche todo cristales, barnices, niquelados, telas afelpadas, maderas exquisitas —semejante de verdad a un estuche precioso—, de cuya conservación y guía él era el único encargado. Los ojillos, por ejemplo, grises y penetrantes, centelleantes con la dura y campesina astucia véneta, reían afables bajo sus pobladas cejas casi negras: idénticos a los de otro tiempo. Pero ¿de qué ahora? ¿De que nos hubieran dejado allí, esperando diez minutos por lo menos? ¿O bien de sí mismo, que se había presentado con chaqueta de rayadillo y guantes de hilo blanco: flamantes, éstos, tal vez estrenados para aquella ocasión?
Conque habíamos entrado y nos habían recibido, más allá del portalón, cerrado de pronto con gran portazo por el diligente Perotti, los pesados ladridos de Jor, el danés blanco y negro. Bajaba por la avenida de entrada el perrazo, hasta nosotros, trotando de mala gana y con aire nada amenazador. No obstante, Bruno y Adriana callaron de golpe.
—¿No morderá? —preguntó Adriana atemorizada.
—No se preocupe, señorita —respondió Perotti—. Con los tres o cuatro dientes que le quedan, ¿qué quiere usted que muerda, ya? Polenta, si acaso…
Y mientras el decrépito Jor, tras detenerse en medio de la avenida con calma escultural, nos miraba fijamente con sus ojos helados y sin expresión, uno oscuro y el otro azul claro, Perotti empezó a excusarse. Sentía habernos hecho esperar —dijo—. Pero no era culpa suya, sino de la corriente eléctrica, que de vez en cuando faltaba (menos mal que la señorita Micòl, al darse cuenta, lo había mandado enseguida a ver si por casualidad habíamos llegado), y también de la distancia de más de medio kilómetro, por desgracia. Él en bicicleta no sabía montar. Pero cuando a la señorita Micòl se le metía una cosa en la cabeza…
Suspiró, alzó los ojos al cielo, sonrió, a saber por qué, una vez más, descubriendo entre sus sutiles labios una dentadura mucho más compacta y fuerte que la del danés, y, entretanto, nos indicaba con el brazo alzado la avenida que, al cabo de un centenar de metros, se internaba por una espesura de cañas de Indias. Aun cuando hubiera podido utilizar la bicicleta —advirtió—, tan sólo para llegar al «palacio» se tardaban tres o cuatro minutos.