La vez que conseguí pasar de verdad al otro lado del muro del Barchetto del Duca, y adentrarme entre los árboles y los claros del gran bosque privado hasta llegar a la magna domus y el campo de tenis, fue unos diez años después.
Estábamos en 1938, a unos dos meses de la promulgación de las leyes raciales. Recuerdo bien. Una tarde hacia finales de octubre, pocos minutos después de habernos levantado de la mesa, había recibido una llamada telefónica de Alberto Finzi-Contini. ¿Era cierto o no —me había preguntado al instante, sin apenas preámbulos (téngase en cuenta que no habíamos tenido ocasión de cambiar una sola palabra desde hacía más de cinco años)— que yo y «todos los demás» habíamos sido expulsados en bloque del club con cartas firmadas por el vicepresidente y secretario del Círculo de Tenis Eleonora d’Este, marqués Barbicinti: que nos habían puesto «de patitas en la calle», vamos?
Lo negué rotundamente: no era cierto, no había recibido ninguna carta de esa clase; al menos, yo no.
Pero él, de inmediato, como si considerara mi desmentido sin valor o como si ni siquiera hubiese escuchado, me propuso, sin más ni más, ir a jugar a su casa. Si me contentaba con un campo de tierra batida blanca —continuó—, con pocos outs, y sobre todo si me «dignaba echar un partidito», pues seguro que yo jugaba mucho mejor, con Micòl y con él, ellos, los dos, se alegrarían mucho y se sentirían muy «honrados». Y cualquier tarde les iría bien, si me interesaba —había añadido—. Hoy, mañana, pasado mañana: podía ir cuando quisiera, acompañado de quien me pareciese, y también el sábado, por supuesto. Aparte de que él se iba a quedar en Ferrara otro mesecito por lo menos, ya que los cursos del Instituto Politécnico de Milán no comenzarían antes del 20 de noviembre (Micòl se lo tomaba siempre con calma y ese año, con el cuento de que era alumna libre y no necesitaba ponerse a mendigar firmas, a saber si pondría los pies una sola vez en Ca’ Foscari), ¿es que no veía los espléndidos días que estaban haciendo? Mientras el tiempo lo permitiera, habría sido un auténtico crimen no aprovecharlo.
Pronunció estas últimas palabras con menor convicción. Parecía como si de repente se le hubiera ocurrido una idea poco alegre o como si una sensación de hastío, tan repentina como inmotivada, le hiciera desear que yo no fuese, que no tuviera en cuenta su invitación.
Le di las gracias, sin prometer nada preciso. ¿Por qué aquella llamada? —me preguntaba, no sin estupor, al colgar—. En el fondo, desde que su hermana y él se habían ido a estudiar fuera de Ferrara (Alberto en 1933, Micòl en 1934: por los mismos años en que el profesor Ermanno había conseguido que la Comunidad le permitiera restaurar «para uso de la familia y de los posibles interesados» la antigua sinagoga española incorporada al edificio del templo de Via Mazzini, con lo que en adelante el banco de detrás del nuestro, en la sinagoga italiana, había permanecido vacío) no nos habíamos visto sino rarísimas veces y de soslayo y a distancia. Durante todo ese tiempo habíamos llegado a ser tan extraños mutuamente, en una palabra, que una mañana de 1935, en la estación de Bolonia (yo estaba ya en segundo de Letras e iba y venía en en tren, se puede decir, todos los días), al chocar violentamente en el andén junto a la vía primera con un muchacho alto, moreno, pálido, con un plaid bajo el brazo y un mozo cargado de maletas tras él, que se dirigía a grandes pasos hacia el rápido de Milán, a punto de partir, en el momento no había reconocido a Alberto Finzi-Contini. Tras llegar a la cola del tren, se había vuelto a meter prisa al mozo y después había desaparecido dentro del vagón. Esa vez —seguía yo pensando— ni siquiera había sentido necesidad de saludarme. Cuando yo me había vuelto a protestar por el empujón, él me había dirigido una mirada distraída. Y ahora, en cambio, ¿por qué tanta cortesía?
—¿Quién era? —preguntó mi padre, en cuanto volví a entrar en el comedor.
Se había quedado solo en la habitación. Estaba sentado en un sillón junto al mueblecito de la radio, en la ansiosa espera habitual de las noticias de las dos.
—Alberto Finzi-Contini.
—¿Quién? ¿El muchacho? ¡Qué gran honor! ¿Y qué quiere?
Me escrutaba con sus ojos azules, asustados, que desde hacía mucho habían perdido la esperanza de imponerme nada, de conseguir adivinar lo que me pasaba por la cabeza. Bien lo sabía —me decía con los ojos— que sus preguntas me fastidiaban, que su continua pretensión de inmiscuirse en mi vida era indiscreta, injustificada. Pero, por Dios santo, ¿es que no era mi padre? ¿Y no veía yo cómo había envejecido, en aquel último año? A mi madre y a Fanny no era cosa de hacerles confidencias: eran mujeres. A Ernesto tampoco: demasiado putín (niño). ¿Con quién debía hablar entonces? ¿Era posible que yo no comprendiese que me necesitaba precisamente a mí?
Le conté apretando los dientes de qué se trataba.
—¿Y vas a ir?
No me dio tiempo a responderle. Enseguida, con el calor con que lo veía animarse siempre que se le presentaba la oportunidad de arrastrarme a una conversación cualquiera —y si era de tema político, mejor—, ya se había lanzado de cabeza a «recapitular la situación».
Por desgracia, era cierto —había empezado incansable—: El 22 de septiembre pasado, después del primer anuncio oficial del 9, todos los periódicos habían publicado la circular complementaria del secretario del Partido que hablaba de varias «medidas prácticas» de cuya aplicación inmediata debían encargarse las federaciones provinciales respecto de nosotros. En el futuro, «además de seguir en vigor la prohibición de matrimonios mixtos, la exclusión de todos los jóvenes con pertenencia reconocida a la raza judía de todas las escuelas estatales de cualquier orden y grado», así como su dispensa de la obligación, «profundamente honrosa», del servicio militar, nosotros, «los judíos», no íbamos a poder insertar esquelas en los diarios, figurar en la guía de teléfonos, tener servicio doméstico de raza aria, frecuentar «círculos recreativos» de ningún género. Y, sin embargo y a pesar de ello…
—¿No irás a repetirme la historia de siempre? —lo interrumpí en ese punto, al tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Qué historia?
—La de que Mussolini es mejor que Hitler.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo él—. Pero debes reconocerlo. Hitler es un loco sanguinario, mientras que Mussolini será lo que sea, maquiavélico y chaquetero como nadie, pero…
Volví a interrumpirlo. ¿Estaba o no de acuerdo —pregunté, al tiempo que lo miraba a la cara— con la tesis del ensayo de León Trotski que le había «pasado» unos días antes?
Me refería a un artículo publicado en un número atrasado de la Nouvelle Revue Française, revista de la que guardaba con amor varios años completos en mi habitación. Había sucedido lo siguiente: no recuerdo por qué motivo, había tratado a mi padre con descortesía. Él se había ofendido, se había puesto de morros, con que yo, deseoso de restablecer relaciones normales, en determinado momento no había encontrado cosa mejor que hacerlo partícipe de la más reciente de mis lecturas. Halagado por ese gesto de estima, mi padre no se había hecho de rogar, había leído, mejor dicho, devorado, el artículo enseguida, subrayando con lápiz muchas líneas y cubriendo los márgenes de las páginas con apretadas notas. En sustancia, y me lo había declarado explícitamente, el escrito de «ese buenapieza del antiguo amigote de Lenin» había sido también para él una auténtica revelación.
—Pero ¡claro que estoy de acuerdo! —exclamó, contento de verme dispuesto a iniciar una discusión y, al tiempo, desconcertado—. No hay duda, Trotski es un polemista magnífico. ¡Qué vivacidad, qué lenguaje! Capaz de haber redactado el artículo directamente en francés. Sí —y sonrió con orgullo—, los judíos rusos y polacos serán poco simpáticos acaso, pero siempre han tenido auténtico genio para las lenguas. Lo llevan en la sangre.
—Déjate de lenguas y ocupémonos de las ideas —lo interrumpí, con un asomo de acritud profesoral de la que al instante me arrepentí.
El artículo hablaba claro —proseguí en tono más sosegado—. En la fase de expansión imperialista, el capitalismo no puede por menos de mostrarse intolerante con todas las minorías nacionales y con los judíos en particular, que son la minoría por antonomasia. Ahora bien, a la luz de esa teoría general (el ensayo de Trotski era de 1931, convenía no olvidarlo, es decir, el año en que había comenzado el auténtico ascenso de Hitler), ¿qué importaba que Mussolini como persona fuese mejor que Hitler? Y, además, ¿es que de verdad era mejor, Mussolini, incluso como persona?
—De acuerdo, de acuerdo… —seguía repitiendo sumiso mi padre, mientras yo hablaba.
Tenía los párpados bajados, el rostros contraído en una mueca de resignación dolorosa. Por último, cuando estuvo seguro de que yo no tenía nada más que añadir, me puso la mano sobre una rodilla.
De acuerdo —repitió una vez más, al tiempo que volvía a abrir los párpados despacio—. No obstante, tenía que permitirle decírmelo: en su opinión, yo lo veía todo demasiado negro, era demasiado catastrofista. ¿Por qué no reconocía que, después del comunicado del 9 de septiembre e incluso después de la circular complementaria del 22, las cosas, al menos en Ferrara, habían seguido casi como antes? Sí, sí, desde luego —reconoció, sonriendo con melancolía—: Durante aquel mes, entre los setecientos cincuenta miembros de la Comunidad no había habido fallecimientos de importancia como para que valiera la pena comunicarlos en el Padano (si no andaba equivocado, sólo habían muerto dos viejecitas del asilo de Via Vittoria: una Saralvo y una Rietti, y esta última ni siquiera era ferraresa, sino que procedía de un pueblo de la provincia de Mantua: Sabbioneta, Viadana, Pomponesco o algo semejante). Pero debíamos ser justos: no habían retirado la guía de teléfonos para sustituirla por una reimpresión expurgada; no había habido aún havertà, doncella, cocinera, niñera o vieja aya al servicio de alguna de nuestras familias que, al descubrirse de improviso una «conciencia racial», hubiese pensado de verdad en liar los bártulos; en el Círculo Mercantil, cuya vicepresidencia ocupaba, desde hacía más de diez años, el abogado Lattes —Círculo que él mismo, como debía de saber yo, continuaba frecuentando casi todos los días, sin que nadie lo molestara—, no habían exigido hasta la fecha dimisión alguna. Y a Bruno Lattes, el hijo de Leone Lattes, ¿lo habían expulsado acaso del Eleonora d’Este? Yo, sin la menor consideración para mi hermano Ernesto, que seguía mirándome, pobrecito, con la boca abierta, imitándome como si fuera Dios sabe qué gran jajam (sabio), había dejado de ir al tenis y hacía mal, debía permitirle decírmelo, hacía muy mal encerrándome, segregándome, sin ver a nadie, para después, con la excusa de la Universidad y del abono ferroviario, largarme de continuo a Bolonia (ni siquiera con Nino Bottecchiari, Sergio Pavani y Otello Forti, hasta el año pasado amigos míos, inseparables, quería estar ya, en Ferrara, ¡y eso que ellos, ora uno ora el otro, no dejaban pasar mes, se podía decir, sin telefonearme, los pobres!). Debía, en cambio, fijarme, por favor, en Lattes hijo. A juzgar por lo que decía el Padano, no sólo había podido participar con regularidad en el torneo social, sino que, además, en el de dobles mixto, emparejado con esa muchacha tan guapa, Adriana Trentini, la hija del ingeniero jefe de la provincia, estaba quedando muy bien: habían pasado tres eliminatorias y ahora se preparaban para jugar la seminifal. Ah, no: del bueno de Barbicinti podía decirse cualquier cosa, a saber, que se ocupaba demasiado de sus modestos cuarteles de nobleza y demasiado poco de la gramática de los artículos de propaganda del tenis que el Federal le mandaba escribir de vez en cuando para el Padano. Pero que era un hombre de bien, nada hostil a los judíos, fascista bastante moderado —y, al decir «fascista bastante moderado», la voz de mi padre tuvo un temblor, un leve temblor de timidez—, no había que ponerlo en duda ni discutirlo.
En cuanto a la invitación de Alberto, y al comportamiento de los Finzi-Cotini en general, ¿a qué venía ahora, de buenas a primeras, toda esa agitación, toda esa necesidad casi espasmódica de contactos?
Ya había sido bastante curioso lo que había sucedido la semana pasada en el templo, por Roshashaná (yo no había querido ir, como de costumbre, y una vez más había hecho mal). Sí, ya había sido bastante curioso ver, en el momento culminante de la ceremonia y con casi todos los bancos ya ocupados, a Ermanno Finzi-Contini, a su esposa e incluso a su suegra, seguidos de los dos hijos y los inevitables tíos Herrera de Venecia —la tribu entera, en una palabra, sin distinción entre hombres y mujeres—, presentarse de nuevo con toda solemnidad en la sinagoga italiana, tras sus buenos cinco años de aislamiento desdeñoso en la española, y con unas caras, además, satisfechas y afables, exactamente como si con su presencia pretendieran premiar y perdonar no sólo a los presentes, sino también a la Comunidad entera. Eso, no obstante, no había bastado, evidentemente. Ahora llegaban al colmo de invitar a gente a su casa: al Barchetto del Duca, nada menos, donde ningún conciudadano ni forastero había puesto los pies desde la época de Josette Artom, salvo en ocasiones de extrema emergencia. ¿Y quería saberlo yo, por qué? Pues ¡porque se alegraban de lo que estaba pasando! Porque a ellos, con lo halti que habían sido siempre (contrarios al fascismo, de acuerdo, pero sobre todo halti), ¡las leyes raciales les daban placer en el fondo! ¡Y si al menos hubieran sido buenos sionistas! Si —ya que se habían encontrado siempre tan a disgusto, tan de prestado, en Italia y en Ferrara— al menos hubiesen aprovechado la situación para trasladarse de una vez por todas a Erez! Pero no. Aparte de dar de vez en cuando un poco de dinero para Erez (nada extraordinario, en cualquier caso), nunca habían querido hacer nada más. Ellos las sumas de verdad siempre habían preferido gastarlas en aristocráticas futilidades: como cuando, en 1933, para encontrar un hejal y un parojet[10] dignos de figurar en su sinagoga personal (¡auténticos muebles sefarditas, qué caramba, pero no portugueses, ni catalanes, ni provenzales, sino españoles, y de las medidas adecuadas!), se habían desplazado en coche, con un camión detrás, hasta Cherasco, en la provincia de Cuneo, un pueblo que hasta 1910 o un poco después había sido sede de una pequeña Comunidad ya extinta y donde sólo el cementerio había seguido abierto, porque algunas familias de Turín originarias del lugar —Debenedetti, Momigliano, Terracini, etcétera— continuaban enterrando en él a sus muertos. También, en sus tiempos, Josette Artom, la abuela de Alberto y Micòl, importaba sin cesar palmas y eucaliptos del Jardín Botánico de Roma, el que está al pie del Gianicolo, y por eso, pero también por razones de prestigio, no hace falta decirlo, había obligado a su marido, aquel pobre Menotti, a hacer ensanchar por lo menos el doble el gran portalón de la casa que daba a Corso Ercole I d’Este a fin de que los carros pasaran con toda comodidad. La verdad es que a fuerza de hacer colecciones —de cosas, de plantas, de todo— se acaba poco a poco queriendo hacerlas también de personas. Ahora, que, si ellos, los Finzi-Contini, añoraban el gueto (soñaban, estaba claro, con ver encerrados en el gueto a todos y acaso estuvieran dispuestos, con vistas a ese hermoso ideal, a parcelar el Barchetto del Duca para convertirlo en una especie de kibbutz sometido a su alto patronazgo), eran muy dueños, que lo hicieran. Él, en cualquier caso, siempre preferiría Palestina, Alaska, Tierra del Fuego o Madagascar…
Era un martes. No sabría decir cómo fue que al cabo de pocos días, el sábado de aquella misma semana, me decidí a hacer lo contrario de lo que mi padre deseaba. No creo que se debiera al mecanismo habitual de contradicción y desobediencia típico de los hijos. Lo que me animó, de repente, a sacar la raqueta y la ropa de tenis, que descansaba en un cajón desde hacía más de un año, tal vez fuese simplemente el día luminoso, el aire ligero y suave de una primera tarde otoñal extraordinariamente soleada.
Pero entretanto habían sucedido varias cosas.
Ante todo, dos días después, me parece, de la llamada de Alberto, el jueves, por tanto, me había llegado, en efecto, la carta que «aceptaba» mi dimisión de socio del Círculo de Tenis Eleonora d’Este. La carta, certificada y urgente, escrita a máquina, pero con la firma y todo, al pie, del marqués Barbicinti, no se detenía en consideraciones personales ni particulares. En pocas líneas muy secas, torpe remedo del estilo burocrático, iba derecha al grano, al declarar sencillamente «inazmisible» (sic) toda futura presencia de mi distinguida persona. (¿Podía el marqués de Barbicinti dejar de sazonar su prosa con alguna falta de ortografía? Al parecer, no. Pero aquella vez me había resultado un poco más difícil que las anteriores observarlo y reírme.)
En segundo lugar, había recibido el día siguiente una nueva llamada por teléfono procedente de la magna domus y no de Alberto, esa vez, sino de Micòl.
El resultado había sido una larga o, mejor dicho, larguísima conversación, cuyo tono se había mantenido, gracias sobre todo a Micòl, en el nivel de una charla normal, irónica y vaga, de dos estudiantes universitarios maduros entre los cuales puede que, de niños, hubiera algo de cariño, pero que ahora, tras diez años más o menos, no tienen otra intención que la de hacer un reencuentro discreto.
—¿Cuánto hará que no nos vemos?
—Cinco años, por lo menos.
—Y ahora, ¿cómo eres?
—Fea. Una solterona con la nariz roja. ¿Y tú? A propósito: leí, leí…
—¿Qué?
—Sí, hombre, hará dos años, en el Padano, en la tercera página, me parece, que participaste en los Littoriali[11] de la Cultura y del Arte en Venecia… Nos lucimos, ¿eh? ¡Te felicito! Claro, que tú siempre fuiste muy bueno en italiano, desde los tiempos del Guarini. Meldolesi estaba de verdad encantado con algunas redacciones tuyas. Creo incluso que nos trajo algunas para que las leyésemos.
—No es para tomarlo a risa. Y tú, ¿qué haces?
—Nada. El pasado junio debería haberme doctorado en inglés en Ca’ Foscari. Pero ¡qué va! Esperemos que lo consiga este año, si la pereza lo permite. ¿Crees que dejarán acabar igual a los libres?
—Comprendo que te voy a dar un disgusto, pero no me cabe la menor duda. ¿Has elegido ya tema para la tesis?
—Elegirlo, lo he elegido: Emily Dickinson, ya sabes, esa poetisa americana del siglo XIX, esa especie de mujer terrible… Pero ¿cómo la voy a hacer? Tendría que estar dando la lata continuamente al profesor, pasar en Venecia quincenas enteras, cuando, en realidad, a mí la Perla de la Laguna, al cabo de poco… En todos estos años, sólo me he quedado el mínimo necesario. Además, francamente, estudiar no ha sido nunca mi fuerte.
—Mentirosa. Mentirosa y snob.
—Que no, te lo juro. Y este otoño me siento aún menos capaz de ponerme a la tarea como una buena estudiante. Mira, chico, ¿sabes lo que me gustaría hacer, en lugar de sepultarme en una biblioteca?
—No, dime.
—Jugar al tenis, bailar y coquetear, ¡tú fíjate!
—Diversiones honestas, incluidos el tenis y el baile, a las que, si quisieras, podrías dedicarte perfectamente en Venecia también.
—Sí, sí. ¡Con el aya del tío Giulio y del tío Federico siempre detrás de mí!
—En fin, al tenis no me dirás que no ibas a poder jugar. Yo, por ejemplo, en cuanto puedo cojo el tren y salgo pitando para Bolonia a…
—A pelar la pava, anda, confiésalo: con tu novia.
—No, no. Tengo que doctorarme también yo el año próximo, aún no sé si en historia del arte o en italiano (pero ahora creo que en italiano…), y, cuando me apetece, me concedo una hora de tenis. Alquilo una pista excelente en Via del Cestello o en el Littoriale y nadie puede decir nada. ¿Por qué no haces tú lo mismo, en Venecia?
—La cuestión es que para jugar al tenis y bailar hay que tener partner y yo en Venecia no conozco a nadie que valga la pena. Y, además, te digo: Venecia será bellísima, no lo discuto, pero a mí no me va. Me siento provisional, desarraigada… un poco como en el extranjero.
—¿Vas a dormir a casa de tus tíos?
—Claro que sí: a dormir y a comer.
—Comprendo. De todos modos, te agradezco que no vinieras a los Littoriali que se celebraron, hace dos años, en Ca’ Foscari. Sinceramente. La considero la página más negra de mi vida.
—Pero ¿por qué? Al fin y al cabo… Te diré incluso que en determinado momento, al saber que te presentabas, acaricié la idea de acudir a hacer un poco de claque por… el honor del pabellón. Pero, oye, una cosa: ¿recuerdas aquella vez en Mura degli Angeli, aquí fuera, el año que te suspendieron en matemáticas? Debías de haber llorado como un ternero, pobrecito, ¡tenías unos ojos! Yo quería consolarte. Se me había ocurrido incluso hacerte saltar el muro, entrar en el jardín. ¿Y por qué razón no entraste, después? Sé que no entraste, pero no recuerdo por qué.
—Porque alguien nos sorprendió en lo mejor.
—Ah, sí, Perotti, el maldito Perotti, el jardinero.
—¿Jardinero? Pensaba que era el cochero.
—El jardinero, el cochero, el chauffeur, el portero, todo.
—¿Aún vive?
—¡Ya lo creo!
—¿Y el perro, el perro de verdad, el que ladraba?
—¿Quién? ¿Jor?
—Sí, el danés.
—También él está vivito y coleando.
Había repetido la invitación de su hermano («No sé si te habrá telefoneado Alberto, pero ¿por qué no vienes a casa a echar un partido?»), pero sin insistir y sin referirse en ningún momento, al contrario que él, a la carta del marqués Barbicinti. No se refirió sino al puro placer de volver a vernos después de tanto tiempo y de gozar juntos, pese a todas las prohibiciones, de toda la belleza que aún podía ofrecer la estación.