6

¿Cuántos años han pasado desde aquella remota tarde de junio? Más de treinta. Y, sin embargo, si cierro los ojos, Micòl Finzi-Contini sigue ahí, asomada al muro de su jardín, mirándome y hablándome. En 1929, Micòl era poco más que una niña, una muchachita de trece años, delgada y con grandes ojos claros, magnéticos; yo, un chaval con pantalón corto, muy burgués y vanidoso, a quien un pequeño contratiempo escolar bastaba para sumir en la desesperación más infantil. Los dos nos mirábamos fijamente. Por encima de su cabeza, el cielo estaba azul y compacto, un cálido cielo ya estival sin la menor nube. Nada habría podido cambiarlo, parecía, y, en efecto, nada lo ha cambiado, al menos en la memoria.

—Entonces, ¿quieres o no? —insistió Micòl.

—Pues… es que no sé… —empecé a decir, al tiempo que señalaba el muro—. Me parece muy alto.

—Porque no lo has visto bien —replicó impaciente—. Mira ahí… y ahí… y ahí —y apuntaba con el dedo para que me fijara—. Hay infinidad de muescas y hasta un clavo, aquí arriba. Lo he puesto yo.

—No, si puntos de apoyo hay —murmuré indeciso—, pero…

—¡¿Puntos de apoyo?! —me interrumpió, al tiempo que se echaba a reír—. Yo los llamo muescas.

—Mal dicho, porque se llaman puntos de apoyo —insistí, testarudo y hosco—. Se ve que nunca has hecho montañismo.

Desde niño he sufrido siempre vértigo y, pese a ser cosa de poco, la escalada me inquietaba. De niño, cuando mi madre, con Ernesto en brazos (Fanny no había nacido aún), me llevaba al Montagnone y ella se sentaba en la hierba de la vasta explanada situada frente a Via Scandiana, desde lo alto de la cual se podía divisar el techo de nuestra casa apenas distinguible en el mar de tejados en torno a la gran mole de la iglesia de Santa Maria in Vado, no era sino con gran temor, recuerdo, como iba a asomarme al pretil que delimitaba la explanada por la parte del campo y miraba abajo, a la sima de treinta metros de profundidad. A lo largo de la pared cortada a pico había casi siempre alguien subiendo o bajando: campesinos, peones, jóvenes albañiles, todos con bicicleta en bandolera, y viejos también, bigotudos pescadores de ranas y anguilas, cargados de cañas y cestas: todos de Quacchio, de Ponte della Gradella, de Coccomaro, de Coccomarino, de Focomorto, que tenían prisa y, en lugar de pasar por Porta San Giorgio o Porta San Giovanni (porque por ese lado los bastiones estaban intactos, en aquella época, sin brechas practicables a lo largo de por lo menos cinco kilómetros), preferían coger, como decían, «el camino de la Mura». Salían de la ciudad: en ese caso, tras cruzar la explanada, pasaban a mi lado sin mirarme, salvaban de una zancada el pretil y se dejaban caer hasta apoyar la punta del pie sobre el primer saliente o entrante de la decrépita muralla, para después alcanzar en pocos instantes el prado de abajo. Llegaban del campo: entonces subían con ojos desorbitados, fijos, me parecía, en los míos, que asomaban tímidos por el borde del pretil, pero me equivocaba, claro, sólo estaban atentos a escoger el punto de apoyo mejor. En cualquier caso, siempre durante todo el tiempo que estaban así, suspendidos sobre el abismo —por parejas, en general, uno tras otro—, los oía charlar tranquilos en dialecto, exactamente como si se encontraran caminando por un sendero en el campo. ¡Qué tranquilos, fuertes y valientes eran! —me decía—. Tras haberse acercado hasta pocas decenas de centímetros de mi cara, tanto, que muchas veces, además de reflejarme en sus escleróticas, me acometía el tufo a vino de su aliento, se aferraban con sus gruesos dedos callosos a la arista interna del pretil, emergían del vacío con todo el cuerpo y, ¡aúpa!, ya estaban a salvo. Yo no habría sido nunca capaz de hacer eso —me repetía siempre, al tiempo que los miraba alejarse, lleno de admiración pero también de horror—. Nunca, pero es que nunca.

Bueno, pues algo semejante sentía también ahora, ante el muro a cuya cima Micòl Finzi-Contini me invitaba a subir. Desde luego, la pared no parecía tan alta como la de los bastiones del Montagnone. Sin embargo, estaba más lisa, bastante menos corroída por los años y la intemperie. ¿Y si, al trepar hasta allá arriba —pensaba, con los ojos fijos en las muescas apenas marcadas que Micòl me había indicado—, me daba un vahído y perdía el equilibrio? Podía perfectamente matarme, igual.

No obstante, no era tanto por ese motivo por lo que vacilaba aún. Lo que me retenía era una repugnancia distinta de la puramente física del vértigo: análoga, pero distinta y más fuerte. Por un instante llegué a añorar mi desesperación de poco antes, mi bobo y pueril llanto de niño suspendido.

—Y, además, no veo por qué —continué—, he de ponerme a hacer alpinismo precisamente aquí. Si debo entrar en vuestra casa, mil gracias, con mucho gusto, pero, francamente, me parece mucho más cómodo pasar por ahí —y, al decir eso, alzaba el brazo en dirección de Corso Ercole I d’Este—, por el portalón de entrada. No se tarda nada. Cojo la bicicleta y en un momento doy la vuelta.

Advertí al instante que esa propuesta no le gustaba.

—No, no… —dijo, deformando el rostro, con una expresión de intenso fastidio—, si pasas por ahí, te verá por fuerza Perotti y entonces adiós, se acabó, ya no tiene gracia.

—¿Perotti? ¿Quién es?

—El portero… quizá lo hayas visto, el que hace también de cocinero y chauffeur… Si él te ve (y no puede dejar de verte porque, aparte de las veces que sale con la berlina o con el coche, está siempre ahí de guardia, ¡el maldito!) después yo tendría sin remedio que llevarte a tu casa… Y dime tú si… ¿No te parece?

Me miraba fijo a los ojos: seria, ahora, aunque muy tranquila.

—De acuerdo —respondí, al tiempo que volvía la cabeza y señalaba el terraplén—, pero ¿dónde dejo la bicicleta? ¡No puede dejarla ahí, abandonada! Es una Wolsit nueva, con el faro eléctrico, la bolsita de las herramientas, la bomba, figúrate… Si encima me roban la bicicleta…

Y no añadí nada más, presa de nuevo de la angustia ante el inevitable encuentro con mi padre. Aquella misma tarde, a más tardar, tendría que volver a casa. No tenía otra opción.

Volví a dirigir los ojos hacia Micòl. Mientras yo hablaba, se había sentado, en el muro, dándome la espalda, y ahora alzaba decidida una pierna y se ponía a horcajadas.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté, sorprendido.

—Se me ha ocurrido una idea para la bicicleta y al mismo tiempo te enseño los puntos donde es mejor poner los pies. Fíjate bien en dónde los pongo yo. Mira.

Se volvió muy desenvuelta allí arriba y después, tras aferrarse al grueso clavo oxidado que me había indicado poco antes, empezó a bajar. Lo hacía despacio, pero segura, buscando los apoyos con las puntas de las zapatillas de tenis, ora con una ora con otra, y encontrándolos siempre sin demasiado esfuerzo. Bajaba bien. No obstante, antes de tocar tierra, le faltó un apoyo y resbaló. Cayó de pie. Pero se había hecho daño en los dedos de una mano. Además, al rozar contra el muro, el vestidito de tela rosa, de playa, se le había rasgado ligeramente bajo la axila.

—¡Qué tonta! —masculló, al tiempo que se llevaba la mano a la boca y soplaba—. Es la primera vez que me ocurre.

También se había desollado una rodilla. Se alzó un borde del vestido hasta descubrir el muslo extrañamente blanco y fuerte, ya de mujer, y se agachó a examinar el rasguño. Dos largos mechones, de los más claros, se salieron del arillo que usaba para sujetarse los cabellos, cayeron y le taparon la frente y los ojos.

—¡Qué tonta! —repitió.

—Tienes que ponerte alcohol. —Dije yo maquinalmente y sin acercarme, con el tono un poco lastimero que poníamos todos, en mi familia, en circunstancias semejantes.

—Nada de alcohol.

Dio un rápido lametón a la herida, una especie de besito afectuoso, y al instante se enderezó.

—Ven —dijo, muy roja y desmelenada.

Se volvió y se puso a trepar en diagonal por la pendiente del terraplén. Se ayudaba con la mano derecha, agarrándose a los matojos de hierbas; al tiempo, con la izquierda, alzada a la altura de la cabeza, se quitaba y se ponía el arillo de sujetar el pelo. Repitió la maniobra varias veces, con rapidez, como si estuviera peinándose.

—¿Ves ese agujero de ahí? —me dijo después, tan pronto como llegamos a la cima—. La bicicleta puedes esconderla dentro y ya está.

Me indicaba, a unos cincuenta metros de distancia, uno de esos montículos cónicos, de no más de dos metros de alto y con la abertura de la entrada casi siempre enterrada, con los que es bastante frecuente tropezarse al dar la vuelta a los muros de Ferrara. Al verlos, se parecen un poco a los montarozzi etruscos del campo romano: en escala mucho menor, claro está. Ahora bien, la cámara subterránea, muchas veces enorme, a que algunas de ellas dan entrada, nunca ha servido de casa para muerto alguno. Los antiguos defensores de los muros guardaban allí las armas: culebrinas, arcabuces, pólvora, etcétera. Y tal vez aquellos extraños proyectiles de cañón, de mármol fino, que en los siglos XV y XVI habían vuelto tan temible en Europa la artillería ferraresa y de los que aún se puede ver algún ejemplar en el Castillo, colocado de adorno en el patio central y en las terrazas.

—¿A quién quieres que se le ocurra que haya una Wolsit nueva, ahí abajo? Habría que saberlo. ¿Has estado alguna vez dentro?

Dije que no con la cabeza.

—¿No? Yo sí, infinidad de veces. Es magnífico.

Se movió decidida y yo, tras coger la Wolsit del suelo, la seguí en silencio.

La alcancé en el umbral del agujero. Era una especie de grieta vertical, cortada directamente en el manto de hierba que cubría compacto el montículo: tan estrecha, que no permitía el paso a más de una persona a la vez. Justo después del umbral comenzaba el descenso y se veía a lo largo de ocho, diez metros, no más. Más allá, no había sino tinieblas. Como si la galería acabase contra una cortina negra.

Se asomó a mirar, luego se volvió de repente.

—Baja tú —susurró y sonreía débilmente y con embarazo—. Prefiero esperar aquí arriba.

Se hizo a un lado, al tiempo que juntaba las manos a la espalda y se pegaba a la pared de hierba, junto a la entrada.

—No te impresionará, ¿verdad? —me preguntó, también en voz baja.

—No, no —mentí y me incliné para alzar la bicicleta y cargarla al hombro.

Sin añadir nada más, pasé ante ella y me interné en la galería.

Debía avanzar despacio, también por la bicicleta, cuyo pedal derecho no cesaba de chocar contra la pared, y, al principio, durante tres o cuatro metros al menos, estuve como ciego, no veía absolutamente nada, pero a unos diez metros de la boca de entrada («Estate atento», gritó en ese momento la voz ya lejana de Micòl, a mi espalda, «¡que hay escalones!») empecé a distinguir algo. La galería acababa un poco más adelante: sólo quedaban unos pocos metros más de bajada. Y era precisamente allí, a partir de una especie de rellano en torno al cual adivinaba, ya antes de llegar, un espacio totalmente distinto, donde empezaban los escalones anunciados por Micòl.

Una vez que llegué al rellano, me detuve un momento.

Al infantil miedo a la oscuridad y lo desconocido que había sentido en el instante en que me había separado de Micòl había ido sustituyendo en mí, a medida que me internaba en el intestino subterráneo, una sensación no menos infantil de alivio: como si, al haberme sustraído a tiempo a la compañía de Micòl, hubiera escapado a un gran peligro, al peligro mayor a que un muchacho de mi edad («Un muchacho de tu edad», era una de las expresiones favoritas de mi padre) podía exponerse. Pues sí —pensaba—: Esa noche, al volver a casa, tal vez me pegara mi padre. Pero ahora ya podía afrontar sus golpes tranquilo. Una asignatura para septiembre: tenía razón Micòl al reírse. ¿Qué era una asignatura para septiembre en comparación con lo demás —y temblaba— que allí abajo, en la oscuridad, habría podido suceder entre nosotros? Tal vez habría encontrado valor para darle un beso, a Micòl: un beso en los labios. Pero ¿y después? ¿Qué habría sucedido después? En las películas que había visto y en las novelas, ¡los besos siempre eran largos y apasionados! En realidad, en comparación con el resto, los besos no representaban sino un instante en el fondo insignificante, si, después de que los labios se habían unido y las bocas compenetrado una dentro de la otra, el hilo del relato no podía la mayoría de las veces reanudarse antes de la mañana siguiente o incluso antes de que hubieran transcurrido varios días. Si Micòl y yo hubiésemos llegado a besarnos de ese modo —y la oscuridad lo habría favorecido, desde luego—, después del beso el tiempo habría seguido transcurriendo tranquilo, sin que ninguna intervención extraña y providencial pudiera ayudarnos a llegar hasta la mañana siguiente. ¿Qué habría debido hacer, en tal caso, para llenar los minutos y las horas? Oh, pero eso no había sucedido, por fortuna. Menos mal que me había salvado.

Comencé a descender los escalones. Algún rayo de luz llegaba de detrás —ahora me daba cuenta— filtrándose a través de la galería. Y un poco con la vista, un poco con el oído (bastaba con que chocara la bicicleta contra la pared o que el talón se me escurriera escalón abajo y al instante el eco aumentaba y multiplicaba el sonido, con lo que medía espacios y distancias), muy pronto me di cuenta de las enormes dimensiones del recinto. Debía de tratarse de una sala de unos cuarenta metros de diámetro, circular, con la bóveda de cúpula de otros tantos metros de altura por lo menos. Quién sabe, tal vez comunicara mediante un sistema de corredores secretos con otras salas subterráneas del mismo tipo, que se escondieran por decenas en el cuerpo de los bastiones. Nada más fácil.

El fondo de la sala era de tierra batida, liso, compacto, húmedo. Mientras seguía a tientas la curva de la pared, tropecé con un ladrillo, pisé paja. Por fin, me senté y me quedé con una mano aferrada a la llanta de la bicicleta, que había apoyado en la pared, y un brazo en torno a las rodillas. Sólo rompía el silencio algún crujido, algún gañido: ratones, probablemente, murciélagos…

¿Y si hubiese sucedido? —pensaba—. ¿De verdad habría sido tan terrible, si hubiera sucedido?

Casi seguro que no habría vuelto a casa, ¡y en vano me habrían buscado mis padres y Otello Forti y Sergio Pisani y todos los demás, incluida la policía! Los primeros días se habrían apresurado a hacer batidas por todas partes. Hasta los periódicos habrían hablado del asunto, emitiendo las hipótesis de costumbre: rapto, desgracia, suicidio, expatriación clandestina, etcétera. Sin embargo, poco a poco, las aguas habrían ido calmándose. Mis padres se habrían resignado (en el fondo, quedaban Ernesto y Fanny), se habría abandonado la búsqueda. Y, al final, la que habría pagado el pato habría sido ella, esa estúpida beata de la señora Fabiani, a la que habrían sancionado y trasladado «a otro destino». ¿Adónde? A Sicilia o a Cerdeña, naturalmente. Y le habría estado bien empleado. Así habría aprendido, a su costa, a ser menos pérfida y asquerosa.

En cuanto a mí, en vista de que los demás se resignaban, me lo tomaría con calma también yo. Podía contar con Micòl, fuera: ella se ocuparía de suministrarme comida y todo lo que necesitaba. Y vendría a reunirse conmigo todos los días, bajando por el muro de su jardín, en verano y en invierno. Y todos los días nos besaríamos en la oscuridad: porque yo era su hombre y ella mi mujer.

Pero después, ¡no había que descartar para siempre la posibilidad de salir al exterior! Durante el día dormía, como es lógico, y sólo interrumpía el sueño cuando sentía el roce en mis labios de los de Micòl y luego volvía a dormirme con ella entre los brazos. De noche, sin embargo, podía perfectamente hacer largas salidas, sobre todo a partir de la una, las dos, cuando todos están durmiendo y por las calles de la ciudad no queda casi nadie. Extraño y terrible, pero, al fin y al cabo, divertido, pasar por Via Scandiana, volver a ver nuestra casa, la ventana de mi alcoba, que ahora habían convertido en sala de estar, divisar desde lejos, oculto en la sombra, a mi padre, que en ese preciso momento vuelve del Círculo de Comercio y no se le ocurre siquiera que estoy vivo y observándolo. En efecto, saca del bolsillo la llave, abre, entra y después vuelve a cerrar tranquilo —como si yo, su hijo mayor, nunca hubiera existido— el portal de un golpe.

¿Y mamá? ¿No podría intentar un día u otro hacer saber al menos a ella, por mediación de Micòl acaso, que no estaba muerto? ¿Y volver a verla, incluso, antes de que, cansado de mi vida subterránea, me marchara de Ferrara y desapareciese definitivamente? ¿Por qué no? ¡Claro que podía!

No sé cuánto tiempo me quedé. Tal vez diez minutos, tal vez menos. Recuerdo con precisión que, mientras volvía a subir las escaleras y atravesaba la galería (sin el peso de la bicicleta iba rápido, ahora), seguía pensando e imaginando. ¿Y mamá? —me preguntaba—. ¿Se olvidaría también ella de mí, como todos?

Al final me volví a ver en el exterior y Micòl ya no estaba esperándome donde la había dejado poco antes sino —como vi casi al instante protegiéndome los ojos con la mano de la luz del sol— allá abajo otra vez, sentada a horcajadas en el muro del Barchetto del Duca.

Estaba discutiendo y parlamentando con alguien al otro lado del muro: el cochero Perotti, probablemente, o incluso el profesor Ermanno en persona. Estaba claro: al ver la escalera apoyada en el muro, habían advertido enseguida su breve evasión. Ahora la invitaban a bajar. Y ella no se decidía a obedecer.

En determinado momento se volvió y me divisó en la cima del terraplén. Entonces hinchó las mejillas como diciendo:

—¡Uff! ¡Por fin!

Y su última mirada, antes de desaparecer al otro lado del muro (una mirada acompañada de un guiño sonriente, justo como cuando, en el templo, me espiaba desde debajo del taled de su padre), había sido para mí.