Sin embargo, una vez, en junio de 1929, el mismo día en que en el vestíbulo del Guarini se habían expuesto las calificaciones de los exámenes de reválida, había sucedido algo mucho más directo y particular.
Las orales no me habían salido demasiado bien.
Pese a que el profesor Meldolesi había intervenido bastante en mi favor y había conseguido incluso, contra las normas, ser él mismo quien me preguntara, en casi ningún momento había yo estado a la altura de los numerosos sietes y ochos que adornaban mi libreta de notas en las materias literarias. Preguntado, en latín, por la consecutio temporum, había cometido muchos errores. Tampoco en griego había estado brillante, sobre todo cuando me habían puesto ante las narices una página de la edición Teubner de la Anábasis para que tradujese unas líneas a primera vista. Después había mejorado un poco. En italiano, por ejemplo, además de conseguir exponer con discreta desenvoltura el contenido de Los novios y de las Ricordanze, había recitado de memoria las tres primeras octavas del Orlando furioso sin titubear ni una sola vez y Meldolesi se apresuró a premiarme al final con un «¡bravo!» tan estentóreo, que hizo sonreír a todo el tribunal e incluso a mí. Sin embargo, en conjunto, ni siquiera en el grupo de Letras había resultado mi rendimiento, repito, digno de la reputación de que gozaba.
Pero el auténtico fracaso había sido en matemáticas.
Desde el año anterior, el álgebra se había negado a entrarme en la cabeza. Más aún. Contando con el apoyo indefectible que recibiría en los escrutinios finales del profesor Meldolesi, con la profesora Fabiani me había portado siempre bastante mal: estudiaba el mínimo necesario para arrancar un cinco y muchas veces ni siquiera ese mínimo. ¿Qué importancia podían tener las matemáticas para quien iba a matricularse en Letras en la Universidad? —seguía diciéndome también aquella mañana, mientras subía por Corso Giovecca derecho al Guarini—. Tanto en álgebra como en geometría apenas había abierto la boca, por desgracia. Pero ¿y qué? La pobre Fabiani, que durante los dos últimos años nunca se había atrevido a ponerme menos de cinco, en la reunión de la junta de profesores no se atrevería, desde luego, a… Y evitaba pronunciar ni siquiera mentalmente la palabra «suspenderme», hasta tal punto la idea del suspenso, con las consiguientes clases particulares, tediosas y humillantes, a que tendría que someterme todo el verano en Riccione, me parecía absurda referida a mí. Yo, precisamente yo, que no había sufrido la humillación de quedarme para septiembre ni una sola vez, sino que, al contrario, en los tres primeros cursos había recibido «por aprovechamiento y buena conducta» el codiciado título de «Guardia de honor de los monumentos a los caídos y de los parques del recuerdo», ¡yo, suspendido, reducido a la mediocridad, obligado a formar en las filas de la masa anónima! ¿Y mi padre? Si por hipótesis la señora Fabiani me dejaba para septiembre (enseñaba matemáticas también en el instituto, la Fabiani: por ese motivo me había preguntado ella, ¡estaba en su derecho!), ¿de dónde sacaría yo valor, unas horas después, para volver a casa, sentarme a la mesa ante mi padre y ponerme a comer? Tal vez me pegara. Y sería mejor, a fin de cuentas. Cualquier castigo sería preferible al reproche procedente de sus mudos y terribles ojos celestes…
Entré en el vestíbulo del Guarini. Un grupo de chicos, entre los que descubrí al instante a varios compañeros, estaban tan tranquilos ante la tabla de los promedios. Tras apoyar la bicicleta en la pared, junto a la puerta de entrada, me acerqué temblando. Nadie parecía haber advertido mi llegada.
Miré desde detrás de una barrera de espaldas obstinadamente vueltas. La vista se me nubló. Volví a mirar: y el cuatro en rojo, único número en tinta roja de una larga fila de números en tinta negra, se me grabó en el alma con la violencia y quemazón de un hierro candente.
—Pero, bueno, ¿qué te pasa? —me preguntó Sergio Pavani, al tiempo que me daba una palmadita amable en el hombro—. ¡No irás a hacer una tragedia por un cuatro en matemáticas! Mira yo —y se rio—: latín y griego.
—Ánimo —añadió Otello Forti—. A mí también me ha quedado una asignatura: inglés.
Lo miré alelado. Habíamos sido compañeros de clase y de banco desde primaria, estábamos acostumbrados desde entonces a estudiar juntos, un día en su casa y otro en la mía, y convencidos los dos de mi superioridad. No pasaba año que yo no aprobara en junio, mientras que él, Otello, siempre tenía que examinarse en septiembre de alguna asignatura. Y ahora, de pronto, ¡oírme comparar con un Otello Forti y, encima, de sus propios labios! ¡Encontrarme arrojado de golpe a su nivel!
Lo que hice y pensé en las cuatro o cinco horas siguientes, empezando por el efecto que tuvo en mí, nada más salir del Guarini, en encuentro con el profesor Meldolesi (sonriente, el buen hombre, sin sombrero ni corbata, con el cuello de la camisa a rayas echado hacia atrás sobre el de la chaqueta, se apresuró a confirmarme la «terquedad» de la señora Fabiani en relación conmigo, su negativa categórica a «hacer la vista gorda una sola vez más»), para continuar con la descripción del largo y desesperado vagabundeo sin rumbo fijo a que me abandoné nada más recibir del profesor Meldolesi un papirotazo en la mejilla a título de despedida y aliento, no vale la pena contarlo por extenso. Baste decir que hacia las dos de la tarde seguía vagando en bicicleta a lo largo de Mura degli Angeli, por el lado de Corso Ercole I d’Este. Ni siquiera había telefoneado a casa. Con la cara surcada por las lágrimas, con el corazón henchido de una inmensa piedad por mí mismo, pedaleaba casi sin saber dónde me encontraba y meditando confusos proyectos suicidas.
Me detuve bajo un árbol: uno de aquellos antiguos árboles —tilos, olmos, plátanos, castaños— que una docena de años después, en el gélido invierno de Stalingrado, serían sacrificados a fin de hacer leña para estufas, pero que 1929 elevaban aún bien altas sus grandes sombrillas de hojas por encima de los bastiones de la ciudad.
Desierto absoluto, a mi alrededor. El caminito de tierra que, como un sonámbulo, había recorrido hasta allí desde Porta San Giovanni, continuaba serpenteando entre los troncos seculares hacia Porta San Benedetto y la estación ferroviaria. Me tumbé boca abajo en la hierba junto a la bicicleta, con el rostro ardiendo y escondido entre los brazos. Aire cálido y ventilado en torno al cuerpo tendido, deseo exclusivo de permanecer el mayor tiempo posible así, con los ojos cerrados. En el coro adormecedor de las cigarras, algún sonido no lejano se destacaba aislado: un grito de gallo, el restallido de telas producido, era de suponer, por una lavandera que se hubiese quedado a hacer la colada en el agua verdosa del canal Panfilio y, por último, muy cerca, a pocos centímetros del oído, el repiqueteo cada vez más lento de la rueda posterior de la bicicleta aún en busca del punto de inmovilidad.
En casa, ahora —pensaba—, seguro que se habrían enterado: por Otello Forti acaso. ¿Se habrían sentado a la mesa? Podía ser, si bien después, enseguida, habían tenido que dejar de comer. Tal vez estuvieran buscándome. Quizá hubiesen mandado al instante al propio Otello, el amigo bueno, el amigo inseparable, con el encargo de explorar en bicicleta toda la ciudad, incluidos el Montagnone y las murallas, por lo que no era nada improbable que de buenas a primeras me lo encontrase delante con triste cara de circunstancias, pero de lo más contento, él, lo advertiría al primer vistazo, por haber suspendido sólo en inglés. Pero no: tal vez, vencidos por la angustia, en determinado momento mis padres se habían decidido a recurrir directamente a la comisaría. Mi padre había ido a hablar con el comisario en el Castillo. Me parecía verlo: balbuceante, espantosamente envejecido, reducido a la sombra de sí mismo. Lloraba. Sí, sí, pero si hubiera podido observarme hacia la una, en Pontelagoscuro, mientras miraba fijamente la corriente del Po desde el puente de hierro (me había quedado un buen rato mirando hacia abajo. ¿Cuánto? ¡Por lo menos veinte minutos!), entonces sí que se habría espantado… entonces sí que habría comprendido… entonces sí que…
—¡Pss!
Me desperté sobresaltado.
—¡Pss!
Alcé la cabeza despacio, girándola hacia la izquierda, por el lado del sol. Parpadeé. ¿Quién me llamaba? Otello no podía ser. ¿Entonces?
Me encontraba más o menos en la mitad del trecho de las murallas de la ciudad, de unos tres kilómetros de largo, que comienza en el punto en que acaba Corso Ercole I d’Este para terminar en Porta San Benedetto, frente a la estación. El lugar ha sido siempre particularmente solitario. Lo era hace treinta años y lo es aún hoy, pese a que a la derecha, sobre todo, es decir, por el lado de la zona industrial, han surgido a partir de 1945 decenas y decenas de variopintas casitas de obreros, en comparación con las cuales, y con las chimeneas y los cobertizos que les hacen de fondo, el oscuro y tosco contrafuerte, cubierto de maleza y semiderruido, del baluarte del siglo XV resulta cada día más absurdo.
Miraba, buscaba, entornando los ojos a la luz. A mis pies (hasta entonces no me había dado cuenta), con las cabelleras de los nobles árboles hinchados de luz meridiana como las de una selva tropical, se extendía el Barchetto del Duca: enorme, inmenso de verdad, con las torrecillas y los pináculos de la magna domus en el centro, medio escondidos en el verde, y delimitado en todo su perímetro por un muro interrumpido a un cuarto de kilómetro más allá para dejar fluir el canal Panfilio.
—¡Eh! Pero, chico, ¡estás ciego, vamos! —dijo una voz alegre de niña.
Por los cabellos rubios, de ese rubio particular estriado con mechas nórdicas, de fille aux cheveaux de lin, que sólo podían ser de ella, reconocí al instante a Micòl Finzi-Contini. Estaba asomada al muro como a un alféizar, con los hombros fuera y apoyada en los brazos cruzados. Debía de estar a unos veinticinco metros de distancia (lo bastante cerca, por tanto, para que pudiese verle los ojos, que eran claros, grandes, tal vez demasiado grandes entonces, en su delgada carita de niña), y me observaba desde abajo.
—¿Qué haces ahí arriba? Llevo diez minutos mirándote. Si te he despertado, discúlpame… ¡Y te acompaño en el sentimiento!
—¿Cómo? ¿Por qué? —balbucí, sintiendo que el rostro se me cubría de rubor. Me había levantado—. ¿Qué hora es? —pregunté alzando la voz.
—Yo tengo las tres —dijo, con una graciosa mueca de los labios. Y después—: Me imagino que tendrás hambre.
Me quedé de piedra. Entonces, ¡también ellos lo sabían! Por un instante llegué a creer que hubieran sabido la noticia de mi desaparición por mi padre o por mi madre: por teléfono, como tanta otra gente, seguro. Pero fue la propia Micòl quien se apresuró a explicármelo.
—Esta mañana he ido al Guarini con Alberto. Queríamos ver las listas. No te ha hecho gracia, ¿eh?
—Y tú, ¿has aprobado?
—Aún no se sabe. Tal vez esperen, para publicar las calificaciones, a que también hayan acabado todos los libres. Pero ¿por qué no bajas? Acércate un poco, anda, así no tendré que desgañitarme.
Era la primera vez que me dirigía la palabra, la primera, de hecho, que yo la oía hablar. Y de inmediato advertí cuánto se parecía su pronunciación a la de Alberto. Hablaban los dos del mismo modo: recalcando las sílabas de ciertas palabras cuyos significados e importancia auténticos sólo ellos parecían conocer y dejando curiosamente sin acentuar, en cambio, las de otras, que uno habría considerado de mucha importancia. Tenían una especie de prurito de expresarse así. Esa particular deformación del italiano, inimitable y del todo privada, era su verdadera lengua. Incluso le habían puesto un nombre: el finzi-continico.
Dejándome deslizar por el declive cubierto de hierba, me acerqué a la base del muro. Aunque había sombra —una sombra con intenso olor a ortigas y a estiércol—, allí abajo hacía más calor. Y ahora ella me miraba desde arriba, con la rubia cabeza al sol, tranquila, como si nuestro encuentro no hubiese sido casual, absolutamente fortuito, sino que, a partir de la primera infancia acaso, las veces que nos habíamos dado cita en aquel sitio ya no pudiesen contarse siquiera.
—De todos modos, exageras —dijo—. ¿Qué importancia puede tener que te haya quedado una asignatura para septiembre?
Pero se burlaba de mí, estaba claro, y también me despreciaba un poco. Al fin y al cabo, era bastante normal que semejante desgracia hubiese ocurrido a un tipo como yo, traído al mundo por gente tan corriente, tan «asimilada»: a un casi-goy, en una palabra. ¿Qué derecho tenía a armar tanto alboroto?
—Me parece que te circulan por la cabeza ideas extrañas —respondí.
—¿Ah, sí? —dijo con sonrisa maliciosa—. Entonces, explícame, por favor, cómo es que hoy no has ido a casa a comer.
—¿Quién os lo ha dicho? —se me escapó.
—Lo sabemos, lo sabemos. También tenemos nuestros informadores.
Había sido Meldolesi —pensé—, sólo podía haber sido él (en efecto, no me equivocaba). Pero ¿qué importaba? De repente había comprendido que lo del suspenso se había convertido en algo secundario, un asunto pueril que se arreglaría solo.
—¿Cómo te las arreglas —le pregunté—, para estar ahí arriba? Pareces asomada a una ventana.
—Tengo bajo los pies mi querida escalera de mano —respondió acentuando las sílabas de «mi querida» con su orgulloso tono habitual.
Del otro lado del muro se elevó en ese momento un ladrido: fuerte y corto, un poco ronco. Micòl volvió la cabeza y echó tras el hombro izquierdo un vistazo cargado de hastío y afectado a un tiempo. Hizo una mueca al perro y después volvió a mirar hacia mí.
—¡Uf! —resopló con calma—. Es Jor.
—¿De qué raza es?
—Es un danés. Sólo tiene un año, pero pesa casi un quintal. Siempre me va detrás. Muchas veces intento confundir mis huellas, pero, al cabo de un poco, puedes estar seguro de que me encuentra. Es terrible —sonrió—. ¿Quieres entrar? —añadió, tras volver a ponerse seria—. Si quieres te enseño enseguida lo que debes hacer.