Por lo que a mí se refiere, personalmente, en mis relaciones con Alberto y Micòl siempre había habido algo más íntimo. Las miradas de entendimiento, los gestos confidenciales que uno y otra me dirigían siempre que nos encontrábamos en las cercanías del Guarini, no aludían, bien lo sabía yo, sino a eso, que sólo nos concernía a nosotros.
Algo más íntimo. ¿Qué exactamente?
Era lógico: en primer lugar, éramos judíos y eso, en cualquier caso, habría sido más que suficiente. Entre nosotros podía, en realidad, no haber sucedido nada nunca, ni siquiera lo poco resultante de haber intercambiado algunas palabras de vez en cuando. Pero, para nosotros, los niños, la circunstancia de que fuésemos quienes éramos, de que al menos dos veces al año, por Pascua y por el Kippur, nos presentáramos con nuestros respectivos padres y parientes próximos ante determinado portal de Via Mazzini —y muchas veces sucedía que, tras haber cruzado el umbral todos juntos, el zaguán contiguo, angosto y medio en penumbra, obligaba a los mayores a saludarse descubriéndose, estrecharse la mano, inclinarse corteses, lo que durante el resto del año nunca tenían ocasión de hacer— bastaba para que, al volver a encontrarnos en otro sitio, y sobre todo delante de extraños, pasara al instante ante nuestros ojos la sombra o la sonrisa de cierta complicidad y connivencia especial.
No obstante, que fuéramos judíos y estuviésemos inscritos en los registros de la misma Comunidad israelita en nuestro caso contaba aún bastante poco. Ya que, ¿qué significaba la palabra «judío», en el fondo? ¿Qué sentido podían tener, para nosotros, expresiones como «Comunidad israelita» o «Universidad israelita», en vista de que prescindían completamente de la existencia de esa intimidad ulterior, secreta, apreciable en su valor sólo por quien participara de ella, debida a que nuestras dos familias, no por su voluntad, sino en virtud de una tradición más antigua que recuerdo posible alguno, pertenecieran al mismo rito religioso o, mejor dicho, a la misma sinagoga? Cuando nos encontrábamos en el portal del templo, por lo general al anochecer, tras los laboriosos cumplidos intercambiados en la penumbra del pórtico, casi siempre acabábamos subiendo también en grupo las empinadas escaleras que conducían al segundo piso, donde se encontraba, amplia, atestada de gente de todas clases, resonante con sonidos de órgano y de cantos como una iglesia —y tan alta, sobre los tejados, que ciertas tardes de mayo, con los ventanales laterales abiertos de par en par por el lado del sol en el ocaso, en determinado momento nos encontrábamos inmersos en una especie de niebla de oro—, la sinagoga italiana. Bueno, pues, sólo nosotros, judíos, de acuerdo, pero criados en la observancia de un mismo rito, podíamos darnos cuenta de verdad de lo que quería decir tener un banco familiar propio en la sinagoga italiana, allá arriba, en el segundo piso, y no en el primero, en la alemana, tan distinta en su severa concurrencia, casi luterana, de lujosos sombreros burgueses.
Y había algo más: porque, aun dando por sabida, fuera del ambiente estrictamente judaico, la diferencia entre una sinagoga italiana y una alemana, con todo lo que de particular entrañaba semejante distinción en los planos social y psicológico, ¿quién, aparte de nosotros, habría estado en condiciones de aportar datos precisos acerca de «los de Via Vittoria», por poner un simple ejemplo? Con esta expresión solíamos referirnos a los miembros de las cuatro o cinco familias que tenían derecho a frecuentar la pequeña e independiente sinagoga levantina, también llamada fanese, situada en el tercer piso de una antigua casa de vecindad de Via Vittoria, a los Da Fano de Via Scienze, a los Cohen de Via Gioco del Pallone, a los Levi de Piazza Ariostea, a los Levi-Minzi de Viale Cavour y no recuerdo a cuál otro núcleo familiar aislado: gente, todos ellos, un poco extraña, en cualquier caso, tipos siempre un poquito ambiguos y huidizos, para quienes la religión —que en la sinagoga italiana había adquirido formas de popularidad y teatralidad casi católicas, con reflejos evidentes hasta en el carácter de las personas, la mayoría extrovertidas y optimistas, muy propias de la región del Po— había seguido siendo esencialmente un culto que practicar entre pocos, en oratorios semiclandestinos a los que era conveniente acudir de noche y deslizándose en pequeños grupos por las callejuelas más oscuras y de peor fama del gueto. No, no, solo nosotros, nacidos y crecidos intra muros, podíamos saber, comprender de verdad esas cosas: sutilísimas, insignificantes, pero no por ello menos reales. A los demás, a todos los demás, y en primer lugar a mis muy queridos compañeros cotidianos de estudios y juegos, no había ni que pensar en informarlos sobre asunto tan privado. ¡Pobrecillos! En ese sentido, había que considerarlos seres simples y rudos condenados a permanecer toda la vida en abismos insondables de ignorancia o bien —como decía incluso mi padre, sonriendo benévolo— «negri goyim».
Conque, llegado el caso, subíamos juntos las escaleras, juntos entrábamos en la sinagoga.
Y como nuestros bancos estaban contiguos, próximos, allá abajo, al fondo del recinto semicircular delimitado alrededor por una barandilla de mármol en cuyo centro se alzaba la tevá, o atril, del oficiante, y desde los dos se veía perfectamente el monumental armario de madera negra esculpida que custodiaba los rollos de la Ley, los llamados sefarim, juntos cruzábamos también el sonoro pavimento de rombos blancos y rosas de la gran sala. Madres, esposas, abuelas, tías, hermanas, etcétera, se habían separado de nosotros, los hombres, en el vestíbulo. Tras desaparecer en fila india por una puertecita en el muro que daba a un tabuco, desde ahí, por una escalerita de caracol, habían subido aún más arriba, al matroneo[5], y al cabo de poco las veríamos mirar desde lo alto de la jaula a ellas reservada, y situada justo bajo el techo, por las celosías. Pero aun así, estando solos los varones —es decir, mi hermano Ernesto, mi padre, el profesor Ermanno, Alberto y, a veces, los dos hermanos solteros de la señora Olga, el ingeniero y el doctor Herrera, llegados de Venecia ex profeso, y yo—, constituíamos un grupo bastante numeroso. Significativo e importante, en cualquier caso: tanto es así, que nunca, en cualquier momento de la función en que apareciéramos en el umbral, teníamos ocasión de llegar hasta nuestros puestos sin suscitar en derredor la más viva curiosidad.
Como ya he dicho, nuestros bancos estaban contiguos, uno tras otro. Nosotros ocupábamos el de delante, en la primera fila, y los Finzi-Contini el de detrás. Aun queriendo, habría sido muy difícil hacer como si no nos conociéramos.
Por mi parte, atraído por la diversidad en la misma medida en que ésta repelía a mi padre, estaba siempre muy atento a cualquier gesto o susurro procedente del banco posterior. Nunca estaba quieto un momento. Ya fuera que charlase en voz baja con Alberto, quien tenía dos años más que yo, cierto es, pero aún no había entrado en «minián»[6] y, aun así, se apresuraba, nada más llegar, a envolverse en el gran taled de lana blanca con franjas negras que en tiempos había pertenecido al «abuelo Moisè»; ya fuese que el profesor Ermanno, sonriéndome amable a través de sus gruesos lentes, me invitara con una señal del dedo a observar los grabados en cobre de una antigua Biblia que había sacado del cajón a propósito para enseñármela; ya fuera que escuchase fascinado, con la boca abierta, a los hermanos de la señora Olga, el ingeniero ferroviario y el tisiólogo, cuchichear entre sí a medias en véneto y en español (Cosa xé que stás meldando? Su, Giulio, alevantate ajde! E procura de far star in pie anca il chico…)[7], y después callar, de pronto, y unirse con voz altísima, en hebreo, a las letanías del rabino: por un motivo o por otro estaba casi siempre con la cabeza vuelta hacia atrás. Ahí estaban, en fila en su asiento, los dos Finzi-Contini, y los dos Herrera, a poco más de un metro de distancia, y, sin embargo, lejanísimos, intangibles: como si los protegiera a su alrededor una pared de cristal. No se parecían entre sí. Altos, delgados, calvos, con sus largas caras pálidas sombreadas por la barba, vestidos siempre de azul o de negro y habituados, además, a poner en su devoción una intensidad, un ardor fanático de los que su cuñado y sobrino, bastaba mirarlos, no iban a ser nunca capaces, los parientes venecianos parecían pertenecer a una civilización completamente extraña a las chaquetas de punto y los pantalones color tabaco de Alberto, a las lanas inglesas y las telas pajizas, propias de un estudioso y de un noble del campo, del profesor Ermanno. Y, aun así, aun siendo tan distintos, yo los sentía entre sí profundamente solidarios. ¿Qué había en común —parecían decirse los cuatro— entre ellos y la platea distraída, cuchicheante, italiana, que hasta en el templo, ante el Arca abierta del Señor, seguía ocupándose de todas las mezquindades de la vida social, los negocios, política, deporte incluso, pero nunca del alma ni de Dios? Yo era un niño entonces: entre diez y doce años. Una intuición confusa, cierto es, pero sustancialmente exacta, acompañaba en mí el despecho y la humillación, igualmente confusos pero punzantes, de formar parte de la platea, de la gente vulgar con la que se habían de guardar las distancias. ¿Y mi padre? Ante la pared de cristal al otro lado de la cual los Finzi-Contini y los Herrera, amables siempre pero distantes, seguían sin prestarle la menor atención en el fondo, se comportaba de modo opuesto al mío. En lugar de intentar acercamientos, yo lo veía exagerar por reacción —doctor en medicina y librepensador, él, voluntario de guerra, fascista con carnet de 1919, apasionado por el deporte, judío moderno, en una palabra— su sana intransigencia ante cualquier exhibición de fe demasiado servil o excesiva.
Cuando a lo largo de los bancos pasaba la alegre procesión de los sefarim (envueltos en las ricas manteletas de seda bordada, con sus coronas de plata ladeadas y las campanillas tintineantes, los sagrados rollos de la Torá parecían una procesión de lactantes regios exhibidos al pueblo en apoyo de una monarquía en peligro…), el doctor y el ingeniero Herrera se apresuraban a asomarse impetuosos fuera del banco, al tiempo que besaban cuantos picos de manteleta podían con una avidez, una glotonería casi indecentes. ¿Qué importaba que el profesor Ermanno, imitado por su hijo, se limitara a taparse los ojos con un borde del taled y a susurrar a flor de labios una oración?
«¡Cuántas zalamerías, cuánto haltud!», comentaría más tarde mi padre en la mesa con desagrado, sin que eso le impidiera, acaso, volver inmediatamente después a hablar una vez más de la soberbia hereditaria de los Finzi-Contini, del absurdo aislamiento en que vivían o incluso de su antisemitismo, subterráneo y persistente, propio de aristócratas. Pero de momento, no teniendo a mano a nadie más con quien desahogarse, la tomaba conmigo.
Como de costumbre, yo me había vuelto a mirar.
—¿Quieres hacerme el grandísimo favor de estarte quieto? —mascullaba entre dientes, al tiempo que me miraba con sus azules y coléricos ojos—. Ni siquiera en el templo sabes comportarte como es debido. Mira a tu hermano: ¡tiene cuatro años menos que tú y podría darte lecciones de educación!
Pero yo no oía. Poco después estaba dando la espalda de nuevo al salmodiante doctor Levi, sin recordar las prohibiciones.
Ahora, si quería tenerme por unos momentos bajo su dominio —físico, se entiende, ¡sólo físico!—, a mi padre no le quedaba más remedio que esperar a la bendición solemne, cuando todos los hijos quedarían recogidos bajo los taletod paternos como bajo cortinas. Y de pronto y por fin (el sacristán Carpanetti ya había ido encendiendo con su vara uno a uno los treinta candelabros de plata y de bronce dorado de la sinagoga: la sala resplandecía de luces) la voz, ansiosamente esperada, del doctor Levi, por lo general tan incolora, adquiría el tono profético apropiado para el momento supremo y final de la berahá[8].
—Yevarejejá Adonai veishmerejá[9]… —comenzaba solemne el rabino, inclinado, casi postrado, sobre la tevá, tras haber cubierto su alto gorro blanco con el taled.
—Vamos, chicos —decía entonces mi padre, alegre y expeditivo, chasqueando los dedos—. ¡Venid aquí debajo!
Cierto es que hasta en esa circunstancia la evasión era siempre posible. Ya podía papá apretar sus duras manos deportivas sobre nuestros cogotes, sobre el mío en particular. Pese a ser enorme como un mantel, el taled del abuelo Raffaello, que utilizaba, estaba demasiado raído y agujereado para garantizarle la clausura hermética con que él soñaba. Y, de hecho, a través de los agujeros y los desgarros producidos por los años en la fragilísima tela, que olía a viejo y a cerrado, no era difícil, al menos para mí, observar al profesor Ermanno, mientras ahí al lado, con las manos sobre los morenos cabellos de Alberto y los finos, rubios y ligeros de Micòl, que había bajado a todo correr del matroneo, pronunciaba también él una tras otra, siguiendo al doctor Levi, las palabras de la berahá.
Sobre nuestras cabezas, mi padre, que no sabía más de unos veinte vocablos hebreos, los habituales de la conversación familiar —por lo demás, nunca se habría doblegado—, callaba. Yo imaginaba la expresión de repente embarazada de su rostro, sus ojos, entre sardónicos e intimidados, alzados hacia los modestos estucos del techo o hacia el matroneo. Pero entretanto, desde donde me encontraba, miraba de abajo arriba, con estupor y envidia siempre renovados, el arrugado y vivo rostro del profesor Ermanno en ese momento como transfigurado, miraba sus ojos, que tras los lentes me parecían llenos de lágrimas. Su voz era suave y cantarina, muy entonada; su pronunciación hebrea, que con frecuencia duplicaba las consonantes, y con zetas, eses y haches más toscanas que ferraresas, se oía filtrada a través de la doble distinción de la cultura y la clase social…
Yo lo miraba. Debajo de él, todo el tiempo que duraba la bendición, Alberto y Micòl no dejaban de explorar también ellos entre los intersticios de su tienda. Y me sonreían y me guiñaban el ojo, los dos curiosamente invitadores: sobre todo Micòl.