En 1914, cuando murió el pequeño Guido, el profesor Ermanno tenía cuarenta y nueve años y la señora Olga veinticuatro. El niño se sintió mal, lo metieron en la cama con fiebre altísima y enseguida se sumió en un profundo sopor.
Llamaron con urgencia al doctor Corcos. Tras un interminable examen en silencio y con las cejas fruncidas, Corcos volvió a alzar la cabeza de improviso y miró fijamente y con gravedad primero al padre y luego a la madre. Las dos miradas del médico de la familia fueron largas, severas, extrañamente despectivas. Entretanto, bajo sus gruesos bigotes de estilo rey Umberto, ya canosos, los labios adoptaban el rictus amargo, casi vituperioso, de los casos desesperados.
«No hay nada que hacer», quería decir el doctor Corcos con esas miradas y esa mueca. Pero tal vez algo más. Es decir, que también él, diez años antes (y quién sabe si hablaría de ello ese mismo día antes de despedirse o bien, como así fue, sólo cinco días después dirigiéndose al abuelo Raffaello, mientras los dos seguían despacio el imponente cortejo fúnebre), había perdido a un niño, a su Ruben.
—También yo conocí esta congoja, también yo sé muy bien lo que es ver morir a un hijo de cinco años —dijo de repente Elia Corcos.
Con la cabeza baja y las manos apoyadas en el manillar de la bicicleta, el abuelo Raffaello caminaba a su lado. Parecía que fuera contando uno por uno los guijarros de Corso Ercole I d’Este. Al oír aquellas palabras de verdad insólitas en boca de su escéptico amigo, se volvió, estupefacto, a mirarlo.
Y, de hecho, ¿qué sabía el propio Elia Corcos? Había examinado largo rato el cuerpo inerte del niño, había formulado para sus adentros un pronóstico fatal y después, tras alzar los ojos, los había clavado en los de los padres, petrificados: un viejo, el padre; la madre, aún una muchacha. ¿Por qué medios habría podido llegar a leer en sus corazones? ¿Y qué otra persona nunca, en el futuro? La inscripción dedicada al pequeño muerto en la tumba-monumento del cementerio israelita (siete líneas grabadas y coloreadas con poco relieve sobre un humilde rectángulo vertical de mármol blanco…) sólo iba a decir:
Ay
GUIDO FINZI-CONTINI
(1908-1914)
perfecto en forma y espíritu
tus padres se aprestaban
a amarte cada vez más
no a llorarte
Cada vez más. Un sollozo sofocado y nada más. Un peso en el corazón imposible de compartir con ninguna otra persona en el mundo.
Alberto había nacido en 1915, Micòl en 1916: casi coetáneos míos. No los enviaron ni a la escuela elemental judía de Via Vignatagliata, en la que Guido había seguido, sin acabarlo, el primer curso preparatorio, ni, más adelante, al instituto público G.B. Guarini, precoz crisol de la mejor sociedad de la ciudad, judía y no judía, y, por esa razón, igualmente de rigor. Recibían, en cambio, clases particulares, tanto Alberto como Micòl, y el profesor Ermanno interrumpía de vez en cuando sus solitarios estudios de agronomía, física e historia de las comunidades israelitas de Italia para seguir de cerca sus progresos. Eran los años locos, pero a su modo generosos, del primer fascismo emiliano. Cualquier acción, cualquier comportamiento se juzgaba —aun por parte de quien, como mi padre, citaba de buen grado a Horacio y su aurea mediocritas— con el tosco criterio del patriotismo y el derrotismo. Enviar a los hijos a las escuelas públicas estaba considerado en general patriótico; no hacerlo, derrotista y, por tanto, para todos aquellos que lo hacían, ofensivo en cierto modo.
Ahora bien, pese a estar así segregados, Alberto y Micòl Finzi-Contini no habían dejado nunca de mantener una relación tenue con el ambiente exterior, con los niños que, como nosotros, iban a las escuelas públicas.
Dos profesores del Guarini hacían de enlace.
El profesor Meldolesi, por ejemplo, que enseñaba italiano, latín, griego, historia y geografía en cuarto curso, cogía la bicicleta una tarde sí y otra no y desde el barrio de hotelitos surgido por aquellos años fuera de Porta San Benedetto, en el que vivía, solo, en una habitación amueblada de cuya vista y situación solía jactarse, se llegaba hasta el Barchetto del Duca, donde permanecía tres horas seguidas. Otro tanto hacía la señora Fabiani, profesora de matemáticas.
La señora Fabiani, a decir verdad, nunca había contado nada. Era de origen boloñés, viuda sin hijos y muy religiosa y tenía más de cincuenta años; cuando nos preguntaba, la veíamos siempre a punto de caer en éxtasis. Ponía sin cesar en blanco sus ojos garzos, flamencos, susurraba para sus adentros. Rezaba. Rezaba, desde luego, por nosotros, pobrecillos, incapaces para el álgebra casi todos, pero acaso también para acelerar la conversión al catolicismo de los señores israelitas a cuya casa acudía dos veces por semana. La conversión del profesor Ermanno y la señora Olga, pero de los dos niños, sobre todo —Alberto, tan inteligente, y Micòl, tan viva y mona—, debía de parecerle un asunto demasiado importante, demasiado urgente, como para arriesgarse a comprometer sus probabilidades de éxito con una trivial indiscreción escolar.
El profesor Meldolesi, al contrario, no callaba nada. Había nacido en Comacchio de familia campesina y había estudiado el bachillerato en el seminario (tenía mucho de cura, del pequeño e ingenioso, casi femenino, cura rural); después había pasado a estudiar letras en Bolonia a tiempo para asistir a las últimas clases de Giosuè Carducci, de quien había sido —según se jactaba «humilde alumno»: las tardes pasadas en el Barchetto del Duca en un ambiente cargado de recuerdos renacentistas, con el té de las cinco tomado en compañía de la familia entera —y muchas veces la señora Olga volvía del parque a esa hora, con los brazos llenos de flores— y más tarde, acaso arriba, en la biblioteca, gozando hasta la caída de la noche de la docta conversación del profesor Ermanno, esas tardes extraordinarias representaban, evidentemente, para él algo demasiado precioso como para que no constituyera tema de continuos discursos y divagaciones hasta con nosotros.
Además, a partir de la tarde en que el profesor Ermanno le había revelado que Giosuè había sido, en 1875, huésped de sus padres por unos diez días, le había enseñado después la alcoba que había ocupado, le había dejado tocar la cama en que había dormido y, por último, le había dado, para que se lo llevara a casa y lo examinase con toda comodidad, un «manojo» de cartas autógrafas enviadas por el poeta a su madre, su agitación, su entusiasmo, no habían conocido límites. Hasta el punto de convencerse, e intentar convencernos también a nosotros, de que ese famoso verso de la Canzone di Legnano:
O bionda, o bella imperatrice, o fida
en que se anunciaban claramente los aún más famosos:
Onde venisti? Quali a noi secoli
si mite e bella ti tramandarono…[4]
y, también, la clamorosa conversión del genio de la Maremma al «eterno femenino real» y saboyano habían sido inspirados precisamente por la abuela paterna de sus alumnos particulares Alberto y Micòl Finzi-Contini. ¡Oh, qué magnífico tema habría sido, ése —había suspirado una vez en clase el profesor Meldolesi—, para un artículo destinado a esa misma Nova Antologia, en la que Alfredo Grilli, su amigo y colega Grilli, iba publicando desde hacía tiempo sus agudas apostillas «serrianas»! Algún día estudiaría el modo de insinuárselo —con toda la delicadeza, claro está, que el caso requería— al propietario de las cartas. ¡Y quisiera el cielo que éste, en vista de los años trasnscurridos y dada la importancia y, obviamente, la perfecta corrección de un epistolario en que Carducci se dirigía a la dama sólo en términos de «amable baronesa», «huésped gentilísima» y otros semejantes, no dijese que no! En la feliz hipótesis de un sí, él, Giulio Meldolesi —siempre y cuando recibiera permiso expreso para ello de quien tenía todo el derecho para concederlo o negarlo—, se encargaría de copiar una por una las cartas, acompañando esas santas esquirlas, esas venerables centellas del gran mazo, de un comentario mínimo. ¿Qué necesitaba, en realidad, el texto del epistolario? Una simple introducción de carácter general, completada, si acaso, con una sobria nota histórico-filológica a pie de página…
Pero, además de los profesores que teníamos en común, también los exámenes reservados a los alumnos libres —exámenes que se celebraban, en junio, al mismo tiempo que los demás exámenes, los estatales y los internos— nos ponían una vez al año en contacto directo con Alberto y Micòl.
Para nosotros, los alumnos internos, sobre todo si aprobábamos, tal vez no hubiera días más felices. Como si de pronto añoráramos los tiempos recién acabados de las clases y los deberes, no encontrábamos por lo general sitio mejor para citarnos que el vestíbulo del instituto. Nos entreteníamos en el vasto zaguán, fresco y en penumbra como una cripta, agolpándonos ante las grandes hojas blancas de las calificaciones finales, fascinados ante nuestros nombres y los de nuestros compañeros, que, al leerlos así, transcritos en bella caligrafía y expuestos bajo cristales más allá de una ligera rejilla de alambre, no cesaban de asombrarnos nunca. Era hermoso no tener ya nada que temer de la escuela, hermoso poder salir al cabo de poco a la límpida y azul luz de las diez de la mañana, que nos hacía guiños allá, a través de la puerta de entrada, hermoso tener ante sí largas horas de ocio y libertad que pasar como nos gustara. Todo hermoso, todo estupendo, en aquellos primeros días de vacaciones. ¡Y qué felicidad al pensar, de continuo, en la próxima partida para el mar o la montaña, donde se perdería casi el recuerdo del estudio, que aún fatigaba y angustiaba a tantos otros!
Y entre esos otros (toscos mocetones de campo, la mayoría, hijos de campesinos, preparados para los exámenes por el párroco del pueblo, que antes de cruzar el umbral del Guarini miraban a su alrededor desorientados como corderos conducidos al matadero), ahí aparecían, mira por dónde, Alberto y Micòl Finzi-Contini, precisamente: nada desorientados, ellos, habituados como estaban, desde hacía años, a presentarse y triunfar. Tal vez ligeramente irónicos, en especial hacia mí, cuando, al atravesar el vestíbulo, me descubrían entre mis compañeros y me saludaban desde lejos con un gesto y una sonrisa. Pero educados siempre, acaso demasiado, y amables: exactamente como unos huéspedes.
Nunca acudían a pie y menos en bicicleta, sino en coche: un brougham azul oscuro de grandes ruedas de goma y limoneras rojas y todo él brillante de barnices, cristales y niquelados.
El coche esperaba ante la puerta del Guarini horas y horas y sólo se movía para buscar la sombra. Y conviene decir que examinar el carruaje de cerca en todos los detalles, desde el gran caballo poderoso que de vez en cuando coceaba tranquilo, con la cola mocha y las crines cortadas a cepillo, hasta la minúscula corona nobiliaria que resaltaba argéntea sobre el fondo de las portezuelas, y conseguir a veces del indulgente cochero vestido con traje de diario, pero sentado en el pescante como en un trono, el permiso para subir a uno de los estribos laterales, y ello para que pudiéramos contemplar a gusto, con la nariz pegada al cristal, el interior, todo él gris, acolchado y en penumbra (parecía un salón: en un rincón había flores incluso dentro de un grácil jarrón oblongo, en forma de cáliz…), podía ser, también eso, un placer, lo era, de hecho: uno de los tantos y venturosos placeres de que sabían ser pródigas aquellas maravillosas mañanas adolescentes de los últimos días de la primavera.