Si de la tumba familiar de los Finzi-Contini podía decirse que era un «horror» y sonreír, de su casa, aislada allá arriba entre los mosquitos y las ranas del canal Panfilio y los sumideros, y apodada con admiración la magna domus, de ésa, no, ni siquiera cincuenta años después se podía sonreír. ¡Oh, bastaba bien poco para sentirse aún ofendido! Bastaba, qué sé yo, con pasar a lo largo del interminable muro que delimitaba el jardín por el lado de Corso Ercole I d’Este, muro interrumpido, hacia la mitad, por un solemne portalón de encina oscura, carente de picaportes, o bien, por el otro lado, por la cima de Mura degli Angeli que daba al parque, penetrar con la mirada a través de la intrincada selva de troncos, ramas y follaje situada debajo, hasta vislumbrar el extraño y agudo perfil de la morada solariega, con la mancha gris, detrás, mucho más allá del campo de tenis, al margen de un claro: y al instante el antiguo desaire resultante del desconocimiento y la separación volvía a herir, a quemar casi como al principio.
¡Qué idea de nuevos ricos, qué idea estrambótica! —solía repetir mi propio padre, con una especie de rencor apasionado, siempre que salía a relucir ese tema. Desde luego —reconocía—, por las venas de los ex propietarios del lugar, los marqueses Avogli, corría sangre «azulísima»; huerto y ruinas enarbolaban ab antiquo el muy decorativo nombre de Barchetto del Duca: cosas todas excelentes, ¡cómo no!, tanto más cuando que Moisè Finzi-Contini, a quien se debía reconocer el indudable mérito de haber «visto» el negocio, en su conclusión no debía de haber desembolsado sino los cuatro cuartos proverbiales. Pero ¿y qué? —añadía de inmediato—. ¿Acaso era necesario, sólo por eso, que ya el hijo de Moisè, Menotti, llamado no sin razón, por el color de su excéntrico chaquetón forrado de piel de marta, al matt mugnàga, «el albaricoque loco», adoptara la decisión de trasladarse con su esposa, Josette, a una parte de la ciudad tan lejana, insalubre hoy, conque, ¡no digamos entonces!, y, además, tan desierta, triste y, sobre todo, inadecuada?
Y aún ellos, los padres, que pertenecían a una época distinta y, en el fondo, podían perfectamente permitirse el lujo de invertir todos los cuartos que quisieran en piedras antiguas, se comprende. Se comprende en particular en el caso de ella, Josette Artom, hija de los barones de Artom de la rama de Treviso (mujer magnífica, en sus tiempos: cabello rubio, pecho opulento, ojos celestes; de hecho, su madre era de Berlín, una Olschky), que, además de desvivirse por la casa de Saboya hasta el extremo de que en mayo de 1898, poco antes de morir, había tomado la iniciativa de enviar un telegrama de aprobación al general Bava Beccaris, quien había cañoneado a esos pobres diablos de socialistas y anarquistas milaneses, además de admiradora fanática de la Alemania del casco en punta de Bismarck, no se había preocupado nunca, desde que su marido, Menotti, eternamente a sus pies, la había instalado en su Walhalla, de disimular su aversión hacia el ambiente judío ferrarés, demasiado estrecho para ella —según decía—, ni, en substancia, aunque resultara bastante grotesco, su antisemitismo fundamental. El profesor Ermanno y la señora Olga, sin embargo (hombre de estudios él, ella una Herrera de Venecia, es decir, de familia sefardita occidental excelente, sin duda, pero bastante venida a menos y, por cierto, de lo más practicante), ¿qué clase de personas se imaginaban haber llegado a ser? ¿Auténticos nobles? Es comprensible, sí, muy comprensible: la pérdida de su hijo Guido, el primogénito muerto en 1914, cuando sólo contaba seis años, a consecuencia de un ataque de parálisis infantil de tipo americano, fulminante, contra el que ni siquiera Corcos había podido hacer nada, debía de haber representado para ellos un golpe durísimo: sobre todo para ella, la señora Olga, que desde entonces no se había quitado el luto. Pero, aparte de eso, ¿no era como para pensar que, dale que dale, a fuerza de vivir separados, se les hubiera subido a la cabeza, a su vez, y hubiesen caído en las mismas quimeras absurdas que Menotti Finzi-Contini y su digna consorte? ¡Qué aristocracia ni qué niño muerto! En lugar de darse tantos aires, más les hubiese valido, al menos a ellos, no olvidar quiénes eran, de dónde venían, puesto que los judíos —sefarditas y askenazíes occidentales y levantinos, tunecinos, bereberes, yemenitas e incluso etíopes—, en cualquier parte de la tierra, bajo cualquier cielo donde la Historia los haya dispersado, son y serán siempre judíos, es decir, parientes próximos. ¡El viejo Moisè no se daba la menor importancia! ¡No tenía la menor vanidad nobiliaria! Cuando vivía en el gueto —en el número 24 de Via Vignatagliata, en la casa en la que, resistiéndose a las presiones de su arrogante nuera trevisana, impaciente por trasladarse cuando antes al Barchetto del Duca, había querido a toda costa morir—, iba en persona a hacer las compras todas las mañanas en Piazza delle Erbe con su capacho bajo el brazo: precisamente él, que, apodado por eso mismo al gatt (el gato), había sacado de la nada a su familia. Porque sí: si era indudable que «la» Josette había bajado hasta Ferrara acompañada de una gran dote, consistente en una villa en Treviso con frescos de Tiepolo, una cuantiosa renta y joyas, claro está, muchas joyas, que en los estrenos del Teatro Municipal, sobre el fondo de terciopelo rojo del palco en propiedad, atraían sobre su fulgurante escote las miradas de todo el auditorio, no menos indudable era que había sido al gatt, sólo él, quien había juntado en la parte baja de la comarca ferraresa, entre Codigoro, Massa Fiscaglia y Jolanda di Savoia, los millares de hectáreas en que se basaba aún hoy el grueso del patrimonio familiar. La tumba monumental en el cementerio: ése era el único error, el único pecado (de gusto sobre todo), de que se podía acusar a Moisè Finzi-Contini. Pero, aparte de eso, nada.
Así decía mi padre: por Pascua, en particular, durante las largas cenas que habían seguido celebrándose en nuestra casa aun después de la muerte del abuelo Raffaello y a las que acudían una veintena de parientes y amigos, pero también por el Yom Kippur, cuando los mismos parientes y amigos volvían a nuestra casa para poner fin al ayuno.
Recuerdo, sin embargo, una cena de Pascua durante la cual a las críticas habituales —amargas, genéricas, siempre las mismas, y expresadas sobre todo por el gusto de evocar de nuevo las antiguas historias de la Comunidad— mi padre añadió otras nuevas y sorprendentes.
Fue en 1933, el año de la llamada «hornada del Decenio». Gracias a la «clemencia» del Duce, que de pronto, casi inspirado, había decidido abrir los brazos a cualquier «agnóstico o adversario de ayer», hasta el ámbito de nuestra Comunidad el número de los inscritos en el Fascio había podido subir de golpe al noventa por ciento. Y mi padre, que estaba sentado allá, presidiendo la mesa como de costumbre, en el mismo sitio desde el que el abuelo Raffaello había pontificado por largos decenios con autoridad y severidad muy distintas, no había dejado de felicitarse por el acontecimiento. El rabino doctor Levi había hecho muy bien —decía— en aludir a ello en el discurso que había pronunciado hacía poco en la sinagoga italiana, cuando en presencia de las mayores autoridades de la ciudad —el prefecto, el secretario federal, el podestà[1], el general de brigada comandante de la guarnición—; ¡había conmemorado el Estatuto!
Y, sin embargo, no estaba del todo contento con mi padre. En sus azules ojos de niño, llenos de ardor patriótico, leía yo una sombra de decepción. Debía de haber descubierto una dificultad, un pequeño obstáculo imprevisto y desagradable.
Y, en efecto, tras haber empezado en determinado momento a contar con los dedos cuántos de nosotros, de nosotros «yudim ferrareses», quedaban aún «fuera» y llegar a Ermanno Finzi-Contini, que nunca había pedido el carnet, cierto es, pero, en el fondo, teniendo en cuenta también el importante patrimonio agrícola de que era propietario, nunca se había entendido bien por qué, de improviso, como cansado de sí mismo y de su discreción, se decidió a comunicar dos acontecimientos curiosos: sin relación mutua acaso —advirtió—, pero no por ello menos significativos.
Primero: que el abogado Geremia Tabet, cuando, en su calidad de sansepolcrista[2] y amigo íntimo del secretario federal, se había dirigido a propósito al Barchetto del Duca para ofrecer al profesor el carnet ya extendido a su nombre, no sólo se lo habían devuelto, sino que, además, al poco rato lo habían acompañado muy amablemente, sin duda, pero no por ello con menor firmeza, hasta la puerta.
«¿Y con qué excusa?», preguntó alguien, con voz débil y quejumbrosa. «Nunca se había oído decir que Ermanno Finzi-Contini fuera un jabato.»
—¿Qué con qué excusa se ha negado? —se echó a reír mi padre—. Pues con alguna de las habituales: es decir que él es un estudioso (¡me gustaría saber de qué materia!), que es demasiado viejo, que en su vida se ha ocupado de política, etcétera. Por lo demás, ha estado astuto, el hombre. Debe de haber notado la cara de pocos amigos de Tabet y entonces, ¡zas!, le ha metido en el bolsillo cinco billetes de mil.
—¡Cinco mil liras!
—Exacto. Con destino a las colonias de playa y de montaña de la Opera Nazionale Balilla[3]. Eso es lo que se dice estar al quite, ¿eh? Pero escuchen la segunda novedad.
Y pasó a informar a los comensales de que el profesor, en carta enviada unos días antes al consejo de la Comunidad por mediación del abogado Renzo Galassi-Tarabini (¿podía elegirse un letrado más santurrón, más mojigato, más halto —beato— que ése?), había pedido permiso oficialmente para restaurar a sus expensas, «para uso de la familia y de los posibles interesados», la antigua y pequeña sinagoga española de Via Mazzini, que desde hacía por lo menos tres siglos no se dedicaba al culto, sino que servía de trastero.