La tumba era grande, maciza, imponente de verdad: una especie de templo entre antiguo y oriental, como los que se veían en las escenografías de Aida y Nabucco, en boga en nuestros teatros de ópera hasta hace pocos años. En cualquier otro cementerio, incluso en el antiguo camposanto municipal, un sepulcro de tales pretensiones no habría sorprendido en absoluto; al contrario, confundido entre tantos otros, tal vez habría pasado inadvertido. Pero en el nuestro era el único. Y así, si bien se alzaba bastante lejos de la verja de entrada, al final de un campo abandonado en el que desde hacía más de medio siglo ya no se enterraba a nadie, destacaba, saltaba a la vista al instante.
Quien había confiado su construcción a un distinguido profesor de arquitectura, responsable de muchos otros estragos contemporáneos en la ciudad, había sido Moisè Finzi-Contini, bisabuelo paterno de Alberto y Micòl, muerto en 1863, poco después de la anexión de los territorios de las Legaciones Pontificias al Reino de Italia y la consiguiente y definitiva abolición también en Ferrara del gueto para los judíos. Gran terrateniente, «reformador de la agricultura ferraresa» —como se leía en la lápida que la Comunidad, para perpetuar los méritos «de italiano y de judío», había mandado fijar en la escalera del templo de Via Mazzini, en el tercer rellano—, pero de gusto artístico, evidentemente, no demasiado cultivado, una vez adoptada la decisión de edificar una tumba sibi et suis, debía de haber dejado libertad al arquitecto. La época parecía bella, próspera: todo invitaba a la esperanza, al atrevimiento sin trabas. Arrebatado por la euforia ante la obtención de la igualdad social, la misma que de joven, en la época de la República Cisalpina, le había permitido comprar las primeras mil hectáreas de terreno pantanoso desecado, era comprensible que el rígido patriarca se hubiese sentido animado, en aquella circunstancia solemne, a no reparar en gastos. Es muy probable que diera carta blanca al distinguido profesor de arquitectura. Y con tanto y tal mármol a disposición, cándido de Carrara, rosa carne de Verona, gris con manchas negras, mármol amarillo, mármol azul, mármol verdoso, aquél, a su vez, era evidente, había perdido la cabeza.
El resultado había sido un pastel increíble, en el que confluían los ecos arquitectónicos del mausoleo de Teodorico de Rávena, de los templos egipcios de Luxor, del barroco romano e incluso, como revelaban las rechonchas columnas del peristilo, de la Grecia arcaica de Cnosos. Pero qué más da. Poco a poco, año tras año, el tiempo, que, a su modo, repara siempre todo, se había encargado de armonizar aquella mezcolanza inverosímil de estilos arquitectónicos. Moisè Finzi-Contini, calificado aquí de «temple austero de trabajador infatigable», había desaparecido en 1863; su esposa, Allegrina Camaioli, «ángel de la casa», en 1875; en 1877, aún joven, su único hijo, doctor en ingeniería, Menotti, seguido a veinte años de distancia, en 1898, por su consorte, Josette, perteneciente a la rama de Treviso de los barones Artom. Tras lo cual la conservación de la capilla, que había acogido en 1914 sólo a otro miembro de la familia, Guido, un niño de seis años, había ido pasando claramente a manos cada vez menos activas a la hora de limpiar, arreglar y reparar los daños siempre que hiciera falta y, sobre todo, de oponerse al tenaz asedio de la vegetación circundante. Las matas de hierba, una hierba oscura, casi negra, de naturaleza poco menos que metálica, y los helechos, las ortigas, los cardos, las amapolas, habían podido avanzar e invadir con libertad cada vez mayor. De modo que en 1924, en 1925, a unos sesenta años de su inauguración, cuando yo, de niño, tuve ocasión de verla por primera vez, la capilla fúnebre de los Finzi-Contini («Un auténtico horror», no dejaba nunca de calificarla mi madre, a cuya mano iba yo cogido) ya aparecía casi como está ahora, después de que desaparecieran todas las personas directamente interesadas en cuidarla. Medio hundida en el verde selvático, con las superficies de sus mármoles polícromos, originariamente lisas y brillantes, empañadas por grises pátinas de polvo, deteriorada en el techo y en los peldaños exteriores por canículas y heladas, ya entonces aparecía transformada en ese no sé qué de rico y maravilloso en que se trasmuta cualquier objeto sumergido durante largo tiempo.
A saber cómo nace y por qué una vocación por la soledad. El caso es que el propio aislamiento, la propia separación con que los Finzi-Contini habían rodeado a sus difuntos, circundaba también la otra casa que poseían, la del final de Corso Ercole I d’Este. Inmortalizada por Giosuè Carducci y Gabriele D’Annunzio, esa calle de Ferrara es tan conocida de los enamorados del arte y la poesía del mundo entero, que cualquier descripción que de ella se hiciese resultaría por fuerza superflua. Estamos, como es sabido,en el corazón mismo de esa parte norte de la ciudad que se añadió durante el Renacimiento al angosto burgo medieval y que precisamente por eso se llama Addizione Erculea. Ancho, recto como una espada desde el castillo a Mura degli Angeli, bordeado en todo su recorrido por oscuras moles de moradas solariegas, con su lejano y sublime fondo de rojo ladrillo, verde vegetal y cielo, que parece conducirte al infinito en realidad: Corso Ercole I d’Este es tan bello, es tal su atractivo turístico, que la administración socialcomunista, que gobierna en el Ayuntamiento de Ferrara desde hace más de quince años, ha comprendido la necesidad de no tocarlo, de defenderlo con el mayor rigor de cualquier especulación inmobiliaria o comercial, de conservar, en una palabra, su carácter aristocrático originario.
Es una calle célebre y, además, está en gran medida intacta.
Y, sin embargo, por lo que se refiere en particular a la casa de los Finzi-Contini, si bien tiene su entrada aún hoy por Corso Ercole I —salvo que para llegar a ella se ha de recorrer, sin embargo, más de medio kilómetro suplementario a través de un inmenso descampado poco o nada cultivado—, si bien se conservan en ella aún las históricas ruinas de un edificio del siglo XVI, en tiempos residencia o «casa de recreo» de los Este, adquiridas por el mismo Moisè en 1850 y, más adelante, transformadas, a fuerza de adaptaciones y restauraciones sucesivas, por los herederos en una especie de quinta neogótica, al estilo inglés, ¿quién sabe, pese a tantos motivos de interés conservados, algo de ella?, me pregunto. ¿Quién la recuerda? La guía del Touring no la cita y eso justifica a los turistas de paso. Pero, en la propia Ferrara, ni siquiera los propios judíos que siguen formando parte de la languideciente comunidad israelita parecen recordarla.
La guía del Touring no la menciona y eso está mal, sin duda. Pero seamos justos: el jardín o, para ser más precisos, el parque inmenso que circundaba la casa de los Finzi-Contini antes de la guerra, y que se extendía por casi diez hectáreas hasta debajo de Mura degli Angeli, por un lado, y hasta la Barriera di Porta San Benedetto, por otro, y representaba por sí solo algo raro, excepcional (las guías del Touring de comienzos del siglo XX no dejaban de describirlo nunca con tono curioso, entre lírico y mundano), hoy ya no existe, literalmente. Todos los árboles de tronco grueso —tilos, olmos, hayas, álamos, plátanos, castaños de Indias, pinos, abetos, alerces, cedros del Líbano, cipreses, encinas, acebos e incluso palmeras y eucaliptos—, mandados plantar a centenares por Josette Artom, fueron talados para leña durante los dos últimos años de la guerra y el terreno ha vuelto a ser desde hace años lo que era en tiempos, cuando Moisè Finzi-Contini lo compró a los marqueses Avogli: uno de los numerosos huertos situados dentro de las murallas de la ciudad.
Quedaría la casa propiamente dicha. Ahora bien, el gran edificio singular, bastante dañado por un bombardeo de 1944, está ocupado aún hoy por unas cincuenta familias de refugiados, pertenecientes al mismo y miserable subproletariado ciudadano, semejante a la plebe de las aldeas romanas, que sigue hacinándose sobre todo en los pasillos del caserón de Via Mortara: gentes malcaradas, rudas, exasperadas (hace unos meses, según he sabido, recibieron a pedradas al inspector municipal de Higiene, que había acudido en bicicleta a hacer un reconocimiento), que, con el fin de hacer abandonar cualquier posible proyecto de desahucio a la Dirección de Monumentos de Emilia y Romaña, parecen haber tenido la bonita ocurrencia de raspar las paredes para acabar hasta con los últimos restos de pinturas antiguas.
Ahora bien, ¿para qué hacer pasar apuros a los pobres turistas? —imagino que se habrán preguntado los compiladores de la última edición de la guía del Touring—. Al fin y al cabo, ¿qué iban a ver?