Prólogo

Desde hacía muchos años deseaba escribir sobre los Finzi-Contini —Micòl y Alberto, el profesor Ermanno y la señora Olga— y sobre todos los que habitaban o, como yo, frecuentaban la casa de Corso Ercole I d’Este, en Ferrara, poco antes de que estallara la última guerra. Pero el impulso, la incitación para hacerlo de verdad, no los sentí hasta hace un año, un domingo de abril de 1957.

Fue durante una de las habituales excursiones de fin de semana. Una decena de amigos, repartidos en dos automóviles, nos habíamos dirigido por la Aurelia nada más comer, sin rumbo fijo. A unos kilómetros de Santa Marinella, atraídos por las torres de un castillo medieval que habían despuntado de improviso a la izquierda, habíamos doblado por un camino de tierra y habíamos acabado después paseando en orden disperso por el desolado arenal que se extendía al pie de la $fortaleza: mucho menos medieval, esta última, examinada de cerca, de lo que prometía desde lejos, cuando, desde la carretera general, la habíamos visto perfilarse a contraluz sobre el desierto azul y deslumbrante del Tirreno. Embestidos de lleno por el viento, con la arena en los ojos, ensordecidos por el fragor de la resaca y sin poder siquiera visitar el interior del castillo por no contar con el permiso escrito de no sé qué institución romana de crédito, nos sentíamos profundamente descontentos e irritados por haber tenido la ocurrencia de salir de Roma en un día como ése, que ahora, a orillas del mar, resultaba de una inclemencia poco menos que invernal.

Caminamos para arriba y para abajo durante unos veinte minutos, siguiendo el arco de la playa. La única persona alegre de la comitiva era una niña de nueve años, hija de la joven pareja que me había acogido en su coche. Electrizada precisamente por el viento, el mar, los locos remolinos de la arena, Giannina daba rienda suelta a su naturaleza alegre y expansiva. Aunque la madre había intentado prohibírselo, se había quitado los zapatos y calcetines. Se lanzaba hacia las oleadas que venían al asalto de la orilla, se dejaba empapar las piernas hasta más arriba de las rodillas. Parecía divertirse de lo lindo, en una palabra: tanto, que al cabo de poco, cuando volvimos a montar en el coche, vi pasar por sus negros y vívidos ojos, chispeantes sobre sus tiernas mejillitas encendidas, una sombra evidente de pena.

Tras entrar de nuevo en la Aurelia, al cabo de unos instantes avistamos la bifurcación de Cerveteri. Como habíamos decidido regresar de inmediato a Roma, yo estaba seguro de que seguiríamos recto. Pero, mira por dónde, al llegar a ese punto, nuestro coche aminoró la velocidad más de lo necesario y el padre de Giannina sacó el brazo por la ventanilla. Indicaba al segundo coche, que nos seguía a unos treinta metros de distancia, su intención de girar a la izquierda. Había cambiado de idea.

Nos encontramos así recorriendo la lisa carretera asfaltada que conduce en un momento a un grupito de casas, recientes la mayoría, y desde allí se interna serpenteando por las colinas de tierra adentro hasta la famosa necrópolis etrusca. Nadie pedía explicaciones y también yo permanecía callado.

Pasadas las casas, la carretera, en leve subida, obligó al coche a aminorar la velocidad. Ahora pasábamos cerca de los llamados montarozzi, que salpicaban hasta Tarquinia y más allá, pero más por la parte de las colinas que hacia el mar, todo ese trecho del territorio del Lazio al norte de Roma, que no es, por tanto, sino un cementerio inmenso, casi ininterrumpido. Allí la hierba es más verde, más tupida, más oscura que la de la llanura situada debajo, entre la Aurelia y el Tirreno: prueba de que el eterno siroco, que sopla al sesgo desde el mar, al llegar ahí arriba ya no es tan salobre y la humedad de las montañas no lejanas empieza a ejercer su benéfica influencia sobre la vegetación.

—¿Adónde vamos? —preguntó Giannina.

Marido y mujer iban sentados delante con la niña en el medio. El padre apartó la mano del volante y la puso sobre los morenos ricitos de su hija.

—Vamos a echar un vistazo a unas tumbas de hace más de cuatro o cinco mil años —respondió, con el tono de quien empieza a relatar un cuento y, por esa razón, no vacila en exagerar con las cifras—. Tumbas etruscas.

—¡Qué tristeza! —suspiró Giannina, al tiempo que apoyaba la nuca en el respaldo.

—¿Por qué tristeza? ¿No te han contado en el colegio quiénes eran los etruscos?

—En el libro de historia, los etruscos están al principio, cerca de los egipcios y los judíos. Pero oye, papá: en tu opinión, ¿cuáles eran más antiguos: los etruscos o los judíos?

Su padre se echó a reír.

—Pregúntaselo a ese señor —dijo, al tiempo que me señalaba con el pulgar.

Giannina se volvió. Con la boca oculta tras el borde del respaldo, me echó un vistazo rápido, severo, lleno de desconfianza. Esperé a que repitiese la pregunta. Pero nada: enseguida volvió a mirar hacia adelante.

Por la carretera, siempre en leve pendiente y bordeada por una doble fila de cipreses, bajaban hacia nosotros grupos de aldeanos, chicos y chicas. Era el paseo del domingo. Algunas muchachas, cogidas del brazo, formaban a veces cadenas, todas femeninas, de cinco o seis. Extrañas —me decía, al mirarlas—. En el instante en que nos cruzábamos, escrutaban a través de los cristales con sus risueños ojos, en los que la curiosidad se mezclaba con una especie de orgullo raro, de desprecio apenas disimulado. Extrañas de verdad. Bellas y libres.

—Papá —preguntó otra vez Giannina—, ¿por qué dan menos tristeza las tumbas antiguas que las más recientes?

Un grupo más numeroso que los otros, que ocupaba buena parte de la carretera, y cantaba en coro sin pensar en ceder el paso, había obligado al automóvil casi a detenerse. El interpelado metió la segunda.

—Es lógico —respondió—. Los muertos de hace poco están más cerca de nosotros y precisamente por eso los queremos más. Los etruscos, verdad, hace tanto tiempo que murieron —y de nuevo estaba relatando un cuento—, que es como si no hubieran vivido nunca, como si siempre hubiesen estado muertos.

Otra pausa, más larga, al término de la cual (estábamos ya muy cerca de la explanada contigua a la entrada de la necrópolis, llena de automóviles y autocares) fue Giannina quien dio su lección.

—Pero, ahora que dices eso —dijo con dulzura—, me recuerdas que también los etruscos vivieron y que los quiero también a ellos como a todos los demás.

La posterior visita a la necrópolis trascurrió precisamente bajo el signo de la extraordinaria ternura de esa frase. Había sido Giannina quien nos había colocado en disposición de comprender. Era ella, la más pequeña, quien en cierto modo nos llevaba de la mano.

Bajamos a la tumba más importante, la reservada a la noble familia Matuta: una baja sala subterránea que acogía unos veinte lechos fúnebres dispuestos dentro de otros tantos nichos en las paredes de toba y adornada con profusión de estucos policromados que representan los queridos y fieles objetos cotidianos: azadas, cuerdas, hachas, tijeras, layas, cuchillos, arcos, flechas, hasta perros de caza y aves acuáticas. Y, entretanto, tras abandonar de buen grado las últimas veleidades de escrúpulos filológicos, yo iba intentando imaginarme en concreto lo que podía significar para los últimos etruscos de Cerveteri, los de los tiempos posteriores a la conquista romana, la asidua frecuentación de su cementerio suburbano.

Así como aún hoy, en los pueblos de la provincia italiana, la verja del camposanto es la meta obligada de todos los paseos vespertinos, venían de la población próxima casi siempre a pie —me imaginaba—, reunidos en grupos de parientes y consanguíneos, de simples amigos, de pandas de jóvenes acaso, semejantes a las que nosotros habíamos encontrado antes por la carretera, o bien en pareja con la persona amada, e incluso solos, para después adentrarse entre las tumbas cónicas, sólidas y macizas como los búnkers con que los soldados alemanes sembraron en vano Europa durante esta última guerra, tumbas que desde luego se asemejaban, exterior no menos que interiormente, a las habitaciones fortificadas de los vivos. Todo estaba cambiando, sí —debían de decirse mientras caminaban a lo largo del sendero empedrado que atravesaba de un extremo a otro el cementerio, en el centro del cual las ruedas de hierro de los vehículos habían abierto poco a poco, a lo largo de siglos, dos profundos surcos paralelos—. El mundo ya no era el de un tiempo, cuando Etruria, con su federación de ciudades-estado libres y aristocráticas, dominaba casi por entero la península itálica. Nuevas civilizaciones, más toscas y populares, pero también más fuertes y aguerridas, eran ahora dueñas de la situación. Pero, ¿qué importaba, en el fondo?

Tras cruzar el umbral del cementerio, donde cada uno de ellos poseía una segunda casa, y dentro de ella el lecho ya preparado en que, al cabo de poco, sería acostado junto a los antepasados, la eternidad no debía de parecer ya una ilusión, una fábula, una promesa de sacerdotes. El futuro podía trastornar el mundo como quisiera. No obstante, allí, en el reducido recinto consagrado a los muertos familiares, en el corazón de aquellas tumbas a las que no olvidaban bajar, junto con los muertos, muchas de las cosas que hacían bella y deseable la vida, en aquel rincón de mundo defendido, resguardado, privilegiado: al menos allí (y su pensamiento, su locura, estaban presentes aún, veinticinco siglos después, en torno a los túmulos cónicos, cubiertos de hierbas silvestres) nada podía cambiar nunca.

Cuando nos marchamos, ya había oscurecido.

De Cerveteri a Roma no hay mucha distancia, suele bastar una hora para recorrerla en coche. Aquella tarde, sin embargo, el viaje no fue tan corto. A medio camino, la Aurelia empezó a quedar embotellada con coches procedentes de Ladispoli y de Fregene. Nos vimos obligados a avanzar casi a paso de hombre.

Pero, una vez más, con la tranquilidad y la somnolencia (también Giannina se había quedado dormida), volvía yo con la memoria a los años de mi primera juventud y a Ferrara, al cementerio judío situado al final de Via Montebello. Volvía a ver los grandes prados salpicados de árboles, las lápidas y los túmulos, más numerosos a lo largo de los muros exteriores y divisorios y, como si la tuviera ante los ojos, la monumental tumba de los Finzi-Contini: una tumba fea, de acuerdo —había oído decir siempre en casa, desde niño—, pero, aun así, imponente, e indicativa, aunque sólo fuera por eso, de la importancia de esa familia.

Y se me encogía el corazón más que nunca ante la idea de que en aquella tumba, edificada, al parecer, para garantizar el reposo perpetuo de quien la encargó —el suyo y el de su descendencia—, uno solo, de todos los Finzi-Contini que había conocido y amado yo, hubiera logrado reposar. En efecto, sólo Alberto, el hijo mayor, muerto en 1942 de un linfogranuloma, fue enterrado en ella, mientras que Micòl, la hija segundogénita, y el padre, el profesor Ermanno, y la madre, la señora Olga, y la señora Regina, la muy anciana madre paralítica de la señora Olga, deportados todos a Alemania en otoño de 1943, quién sabe si encontrarían sepultura alguna.