9

—¡No! —gritó ella—. ¡Stefan! ¡No!

Estaba de pie en el umbral y vio toda esa sangre; el pequeño cuerpo estaba tendido en el agua sanguinolenta, la cabeza sumergida y los ojos muy abiertos por el espanto. Quería acercarse a él, sacarlo de la bañera y cogerlo en brazos para que todo volviera a ser como antes. Pero no podía moverse, era como si hubiera echado raíces. Con mirada impotente contempló a su madre: estaba acurrucada en el suelo enlosado y gemía, con la mirada clavada en el cuerpo sin vida… Y entonces soltó un grito.

Como en cámara lenta, su madre volvió la cabeza y le lanzó una mirada llena de odio.

—¡Qué has hecho! —chilló—. ¡Qué has hecho…!

Charlotte despertó, sobresaltada, jadeando y empapada en sudor.

Bernd alzó la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó, restregándose los ojos.

—¡Nada! No pasa nada, sigue durmiendo —se apresuró a contestar Charlotte.

Él se puso de costado. Ella echó un vistazo al reloj: eran poco menos de las seis de la mañana. Aguardó a que Bernd volviera a dormirse y luego se levantó sin hacer ruido. Fue al baño, se lavó la cara con agua fría y se contempló en el espejo.

¿Por qué no quería contarle nada a Bernd? ¿Acaso temía revelar demasiadas cosas sobre sí misma? ¿O era su compasión lo que temía? Porque sabía que lo peor era la compasión.

Al ser la mayor de cuatro hermanos, ya de niña se vio obligada a hacerse responsable de los pequeños. Su padre había abandonado a la familia cuando Charlotte cumplió los siete; se había trasladado a España con su joven amante y Charlotte nunca más supo nada de él.

Pensó en su madre, que se había quedado sola, desesperada y desbordada por la presencia de cuatro niños pequeños, decepcionada de su marido, de la vida y del amor. Se volvió depresiva. Nunca se mostró afectuosa con Charlotte y como no podía trabajar debido a sus hijos pequeños, el dinero nunca alcanzaba.

Charlotte no tardó en adoptar el papel de madre suplente. Con solo siete años era ella quien acostaba a sus hermanos mientras su madre acudía a los supermercados en busca de alimentos baratos de los productos caducados que repartían entre los necesitados…

Pero no quería seguir pensando en el pasado, procuró quitarse esos recuerdos tenebrosos de la cabeza, los recuerdos de aquel 21 de junio de 1979, el peor día de su vida… Sus esfuerzos fueron en vano.

Su madre volvía a estar ausente, para no variar. Stefan estaba sentado en la bañera mientras ella acostaba a Ina y Philipp. Volvía a verlo con toda claridad: le cambiaba los pañales a Philipp al tiempo que procuraba consolar a Ina, que se había golpeado la cabeza y lloraba. Justo cuando logró acostar a Philipp y calmar a Ina, oyó los gritos que procedían del baño.

Charlotte jamás olvidaría esos gritos.

Cuando entró en el baño, descubrió a su madre —que por lo visto había regresado a casa— arrodillada junto a la bañera y gritando. Stefan yacía sin vida en el agua, el agua que la abundante sangre teñía de rojo. Debía de haber resbalado, tal vez se había golpeado la cabeza contra el borde de la bañera y se había ahogado mientras Charlotte permanecía en la habitación de al lado con sus hermanos…

Por fin su madre logró sacar el cadáver de Stefan de la bañera y acunarlo entre sus brazos, llorando.

—¡Stefan! ¡Cariño mío! —aulló entre sollozos. Luego le lanzó una mirada llena de odio a Charlotte—. ¡Tú lo has matado! ¿Por qué no lo vigilaste? ¿Por qué? —chilló.

Aún hoy las palabras de su madre resonaban en sus oídos, aún hoy oía sus gritos y su llanto. Y siempre veía el rostro pálido y sin vida de su hermano…

Había confiado en que, con el tiempo, la pesadilla no se repetiría con tanta frecuencia y últimamente así había sido, pero ahora volvía a torturarla con una regularidad implacable. Se preguntó si no se debería al secuestro y a la horripilante escena en la vieja granja.

Nerviosa, decidió tomar una ducha. Era la tercera vez que dormía en casa de Bernd. La noche anterior, cuando ambos se dirigieron a su apartamento tras cenar en el Papageno, Bernd le había dado un cepillo de dientes nuevo entre risas.

—Lo he comprado para ti, por si acaso —había dicho, y lo puso junto al suyo en el vaso.

Charlotte no sabía qué hacer. Le gustaba la sensación de estar enamorada y despertarse junto a Bernd por las mañanas, pero al mismo tiempo estaba segura de que la relación no tenía futuro; sabía que en algún momento el tiempo del sexo apasionado llegaría a su fin. Y entonces llegaba el momento de hacerse cargo de ciertas responsabilidades, de revelar secretos, de realizar planes de futuro, de irse juntos de vacaciones, de vivir juntos… y de hablar de formar una familia. Ella nunca había querido eso y su mayor temor era que en esta ocasión las cosas se desarrollaran de otra manera. Que esta vez quisiera precisamente eso: imaginar un futuro con Bernd. Con todo ese carácter definitivo que siempre le había resultado aterrador.

¿Por qué le ocurría? ¿Era por Bernd? ¿Por su modo despreocupado de cortejarla? ¿Quizá… por el niño desaparecido? En el pasado nunca se había dejado afectar por un caso, supo mantener una distancia profesional y nunca había sentido una especial compasión por los colegas que no lograban controlar sus emociones. Pero desde hacía un par de días notaba que esta vez las cosas eran distintas.

Desde el incidente en la vieja granja, desde que vio al niño pequeño en la bañera, tenía la sensación de que el muro de protección que había erigido con tanto esfuerzo estaba a punto de desmoronarse. Le había llevado muchos años levantar ese muro, piedra por piedra; había utilizado más cemento del necesario y por fin había logrado contener el terrible recuerdo y los sentimientos de dolor y de culpa vinculados a él. Pero ahora esa defensa empezaba a desmoronarse. Charlotte se sentía insegura y no sabía qué pasaría si daba rienda suelta a sus sentimientos.

Sus lúgubres pensamientos se disolvieron al entrar en la cocina, donde la esperaba la mesa puesta y el desayuno servido. El aroma a café recién hecho llenaba el ambiente y Bernd estaba de pie ante los fogones calentando la leche.

—Creía que aún dormías —dijo ella y tomó asiento.

—Pues te equivocabas.

Bernd tomó asiento frente a ella y le sirvió un café con leche.

—¿Qué te pasaba anoche? Casi dabas manotazos mientras dormías.

—Lo siento: solo era una estúpida pesadilla.

Bernd bebió un sorbo de café.

—¿Y qué soñabas?

—Nada especial, ni siquiera merece la pena mencionarlo —dijo Charlotte, que cogió una rebanada de pan y la untó de mantequilla.

—¿Y quién es Stefan?

Charlotte tragó saliva; hizo una pausa y luego cogió el frasco de mermelada.

—Gritaste «Stefan» un par de veces. ¿Quién es?

—Era mi hermano —respondió Charlotte en tono vacilante—. Murió, hace ya muchos años.

Comió un bocado de tostada con mermelada y dijo:

—¡La mermelada está deliciosa!

—La preparé yo mismo —dijo Bernd con el ceño fruncido y bebió otro sorbo de café—. ¿Piensas hablarme de tu hermano algún día?

—Sí, claro —contestó Charlotte.

Entonces sonó su móvil y Charlotte suspiró aliviada. Era Peter Käfer.

—Tu idea sobre el grupo de familiares ha dado en el blanco —dijo el comisario—. Hemos de ponernos en marcha de inmediato. Pasaré a recogerte dentro de diez minutos.

—No estoy en casa —dijo ella con un carraspeo.

—Ajá…

—¡Nada de «ajá»! —exclamó poniendo los ojos en blanco. Le dio la dirección de Bernd y colgó.

Charlotte se tomó el café y se levantó.

—En mi trabajo es bastante frecuente que se tengan pesadillas —dijo y le dio un beso en la mejilla a Bernd—. No tiene importancia.

—No te creo ni una palabra.

Al abandonar el apartamento, ella notó su mirada en la espalda.

—¡Anda, la señora colega ha pasado la noche fuera de casa! —dijo Peter con una sonrisa maliciosa cuando poco después Charlotte montó en el coche.

Ella alzó las cejas.

—La señora colega es una mujer adulta, por si no te habías dado cuenta, y a diferencia de ti, tiene una vida privada.

La expresión de Peter se endureció y clavó la vista al frente.

—Gracias por recordármelo.

—Lo siento. No pretendía ofenderte —dijo Charlotte, irritada consigo misma.

—No pasa nada —masculló Peter mientras arrancaba el coche.

Durante un rato ambos permanecieron en silencio.

—¿Todavía mantienes contacto con tu ex? —preguntó Charlotte por fin.

Él se limitó a negar con la cabeza.

—Lo siento, no quería ser indiscreta.

—¡Tira ya, imbécil! —exclamó el comisario. Puso el intermitente y adelantó una furgoneta negra y reluciente iluminada por el sol—. ¡Domingueros! —añadió y pisó el acelerador—. Lo he superado —dijo, esbozando una sonrisa—. Además, me gusta la soltería.

Entonces la que sonrió maliciosamente fue Charlotte.

Peter condujo en dirección a la autopista.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó.

—Hemos de estar en Osnabrück dentro de tres cuartos de hora —explicó Peter—. Para ser más exactos, en Lüstringen, un barrio de Osnabrück un tanto alejado del centro. Allí hay una reunión de un… ¿cómo se llama?… de un grupo de familiares… Mira… —Sacó un trozo de papel del bolsillo y procuró desdoblarlo con una mano mientras sujetaba el volante con la otra—. Tiene un nombre cómico… Aquí está: «Agridulce: vivir con un diabético». Ese es el nombre del grupo.

Peter volvió a guardar el papel en el bolsillo.

—¿Es el grupo en el que actuaba nuestra culpable?

—Es posible. En todo caso, el director del grupo cree haberla reconocido. Es verdad que solo participó como visitante, «para echar un vistazo», como dijo él. Seguramente es lo que suele hacer la gente para saber si un grupo concreto le conviene.

—Comprendo. ¿Tienes intención de interrogar a los participantes uno por uno o lo harás en grupo? —quiso saber Charlotte.

—En grupo.

—Vale.

Peter enfiló la autopista A1; pese a las interminables obras lograron avanzar con rapidez, tal vez porque no era hora punta. Treinta minutos más tarde abandonaron la autopista y siguieron en dirección a Hannover.

—¿Sabrás orientarte en Osnabrück? —preguntó ella.

—Comprobé la dirección en Google y la imprimí —dijo Peter, mostrándole un papel—. Algún día la policía dispondrá de dinero para comprar navegadores GPS…

Tuvieron que rodear medio Osnabrück hasta llegar a Lüstringen, una zona de casas unifamiliares donde los niños jugaban en las aceras y los adolescentes aburridos se reunían en torno a las paradas de autobús.

—Yo crecí en una zona como esta —murmuró Charlotte. Era un barrio parecido al de sus padres tutelares. Curiosamente, apenas guardaba recuerdos del lugar donde había vivido con su madre y sus hermanos: el apartamento, las habitaciones…, todo se había vuelto borroso.

Lo único que recordaba con exactitud era el baño, sus azulejos verdes con florecitas amarillas típicos de los años setenta, el armario con espejo colgado por encima de la pila cuya luz parpadeaba, la tapa del inodoro protegida por un forro de felpa verde y la bañera de color beige en cuyo borde reposaba un gel barato… y en la que había muerto Stefan.

—¿Te mantienes en contacto con tus padres? —preguntó Peter—. Nunca hablas de ellos.

Charlotte se sobresalto. ¿Acaso su colega le había leído los pensamientos?

—¡No! ¡Ni ganas! —soltó.

Peter la observó sorprendido.

—Perdona, chica. No quería molestarte.

Charlotte meneó la cabeza, enfadada consigo misma. Ese no era modo de tratar a Peter.

—No, no, no pasa nada. Lo siento. Es un tema un tanto espinoso, tú no tienes la culpa.

Por supuesto, muchas veces se había planteado la posibilidad de volver a contactar con su madre, pero nunca había sabido qué hacer al respecto. En determinado momento tomó la decisión de vivir sin una familia; solo veía a sus hermanos una vez al año como mucho, en general solían hablar por teléfono de forma cordial pero distante. ¿Y sus padres tutelares? Sin duda los apreciaba, pero nunca consideró que fueran sus padres, más bien unos tíos muy queridos.

Sus hermanos tampoco sabían qué había sido de su madre. Cuando la oficina de protección de menores le retiró la tutela y alojó a los niños en hogares de acogida, el contacto con ella se rompió.

En aquel entonces, para Charlotte y sus hermanos hubiese resultado imposible descubrir el paradero de su madre. Por una parte eran demasiado pequeños y por otra habría sido difícil obtener la información. En una época en la que aún no existía Internet, la Oficina de Protección de Menores era la única fuente de información, y el funcionario encargado de ellos había insistido en que primero los niños debían adaptarse a la vida con sus padres tutelares.

Su padre había abandonado a la familia mucho antes de la muerte de Stefan e iniciado una nueva vida en alguna parte de España; al parecer, había olvidado a sus hijos por completo. Ni siquiera pudieron informarle de la muerte de Stefan, porque nadie sabía dónde se encontraba.

¿Y su madre? Ella tampoco volvió a dar señales de vida. Al menos podría haber llamado por teléfono, ¿no?

Durante mucho tiempo, el recuerdo de sus padres solo le suscitó rabia e impotencia.

Con el paso del tiempo, sin embargo, sus sentimientos fueron cambiando. ¿Cómo se habría sentido su madre cuando su marido la abandonó a ella y a sus cuatro hijos pequeños por una mujer más joven? Seguro que en los años setenta aquello tuvo que ser un trago muy amargo. Charlotte recordaba vagamente que la mayoría de sus amigos se habían ido distanciando, seguramente debido a que culpaban a su madre de la situación. A lo mejor fue por eso que también empezó a beber.

—Ya no recuerdo a mi padre —dijo Charlotte por fin—. Y desde que empecé a vivir con mis padres de acogida perdí el contacto con mi madre —añadió, mirando por la ventana—. Tal vez debería intentar averiguar su dirección. No sé…

—Madre no hay más que una —dijo Käfer—. Lo siento: no sabía que era un tema tan delicado para ti.

Charlotte se limitó a asentir.

—Es allí delante —dijo el comisario, señalando el cartel indicador de la casa parroquial.

Poco después entraron en el edificio de ladrillo rojo. El suelo de linóleo recién limpiado brillaba y de las paredes colgaban fotos de fiestas parroquiales y ceremonias eclesiásticas. Junto a la habitación donde se impartía la catequesis descubrieron una puerta donde ponía AGRIDULCE.

—Pasen, por favor —dijo el director del grupo, un hombre risueño de más de sesenta años con una poblada barba blanca, que a Charlotte le recordó a Papá Noel.

Unas veinte personas de diversas edades estaban reunidas en la luminosa habitación. Junto a una cuarentona de aspecto cuidado, joyas caras y un bolso marca Louis Vuitton estaba sentada una mujer de unos veinte años que inmediatamente le evocó la región de los Kevin y las Mandy de la que había hablado la directora de la guardería. Se había recogido los cabellos rubios con mechas más claras en forma de coleta y su top rojo chillón dejaba ver los tatuajes que le cubrían ambos brazos.

Solo había tres hombres en el grupo.

«Por lo visto, participar en grupos de autoayuda es un rasgo femenino», pensó Charlotte.

El director del grupo, con el que Peter había hablado por teléfono, los presentó y les explicó el motivo de la visita de ambos policías.

—Si ninguno de ustedes tiene inconveniente, sugiero que la señora Schneidemann y el señor Käfer planteen las preguntas y que después hablemos de ellas, ¿de acuerdo? —preguntó.

La respuesta fue un murmullo afirmativo y todos asintieron. Mientras repartía las copias del retrato robot de Tanja, Käfer dijo:

—Buscamos a esta mujer en relación con un crimen importante, con un secuestro, para ser más precisos. Sospechamos que la víctima aún está en su poder, por eso cualquier indicio, por insignificante que parezca, puede resultar de utilidad. Es muy importante que nos digan todo lo que se les ocurra acerca de esa mujer, incluso los detalles que consideren secundarios. Todo puede resultar crucial.

—¿Alguno de ustedes conocía a esta mujer? —intervino Charlotte—. ¿Alguien recuerda su nombre, su coche o algún otro detalle relevante?

Una mujer joven alzó la mano con ademán dubitativo.

—¿A qué se refiere con «relevante»?

—Un tatuaje llamativo, por ejemplo, o un piercing. La mujer solía llevar pendientes, tal como se observa en el retrato robot —respondió Charlotte—. Todo lo relacionado con esta persona podría ser importante para nosotros.

—Examinen la imagen con toda tranquilidad —dijo Käfer cuando todos los miembros del grupo dispusieron de una copia.

Un murmullo recorrió la habitación al tiempo que los reunidos contemplaban el retrato. Charlotte y Peter Käfer los observaron y procuraron sacar conclusiones de la reacción de cada uno: no descartaban la posibilidad de que alguno de ellos conociera a Tanja pero se negara a admitirlo.

—Nunca la he visto —dijo uno de los hombres.

—Yo sí —dijo la cuarentona de aspecto cuidado—. Una vez vino a una reunión, la recuerdo.

—¿Le dijo cómo se llamaba? —preguntó Käfer.

—No. Además ha pasado muchísimo tiempo desde que estuvo aquí.

—¿Qué es lo que más recuerda de ella? —preguntó Charlotte.

—Nada, en realidad —dijo la mujer—. Me llamaron la atención los pendientes. Por otra parte, era reservada y parecía agradable.

—¿Le dijo quién de su familia sufría diabetes? ¿Los padres, los hijos, el marido? ¿Le proporcionó algún indicio? —preguntó Käfer.

—Ahora que lo dice, eso fue lo que me pareció curioso —respondió la joven del cabello rubio—. Siempre es lo primero que todos contamos. Casi todas las intervenciones empiezan con «mi padre tiene» o «mi hija tiene». Solo recuerdo que mencionó que la diabetes era el menor de sus problemas. Pero eso nos pasa a casi todos.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Käfer.

Antes de que la joven pudiera responder, el director del grupo tomó la palabra.

—Tal vez debería explicar brevemente el motivo de que se fundara este grupo —dijo—. Mucha gente se pregunta por qué han de reunirse los familiares de los diabéticos.

—Es verdad —admitió Charlotte—. Yo también hubiese creído que no ha de ser tan difícil para los familiares de un enfermo de diabetes convivir con la enfermedad.

El director asintió.

—Exactamente, pero ello supone un error. En su mayoría, estos participantes tienen familiares que, además de la diabetes, se enfrentan a dolencias bastante más graves, y eso supone un trabajo a tiempo completo. Porque en el caso de un paciente gravemente enfermo es muy importante no perder de vista el azúcar —dijo, señalando a la cuarentona de aspecto cuidado—. O el caso de la señora Rösler, por ejemplo. Su marido es alcohólico y por tanto es incapaz de administrarse la insulina. Y lo mismo ocurre con el padre del señor Schneider, ese señor de cabellos oscuros sentado más allá. Sufre Alzheimer y no puede ponerse las inyecciones. Y la señora Kirsch ha tenido un niño que ya sufre diabetes.

El director indicó a la joven que recordaba a Tanja.

—Todos estos familiares cargan con una gran responsabilidad frente a un paciente incapaz de ocuparse de su propio nivel de glucemia. Han de identificar los síntomas, prestar atención a la alimentación y la ingesta de líquidos, e incluso a veces han de idear trucos para cuidar de los enfermos. En ese caso, el intercambio con otras personas que se encuentran en su misma situación puede ser de gran ayuda.

El director hizo una breve pausa.

—Yo mismo me veo afectado. Mi mujer sufrió un infarto, y a excepción de estas reuniones estoy a su disposición las veinticuatro horas del día. Ella ya no es capaz de reaccionar, así que es casi imposible reconocer su nivel de azúcar a través de síntomas externos. Por eso es tan importante prestar atención a los más mínimos detalles. Y por supuesto que también hemos de pensar en nosotros mismos. También necesitamos que nos animen de vez en cuando, necesitamos a alguien que nos comprenda y que nos anime. Y quienes mejor pueden hacerlo son los afectados.

—Lo entiendo perfectamente —dijo Charlotte—. ¿Alguno de ustedes recuerda qué otras enfermedades sufrían el o la familiar de esa mujer?

—Era un hombre —dijo la mujer del cabello rubio llamativo—. Estoy bastante segura de que habló de «mi Klaus». Entonces le pregunté si era su marido, su hijo o su hermano, pero no me contestó.

Charlotte se puso alerta.

—¿Está segura de que dijo «Klaus»?

La mujer se encogió de hombros.

—Bastante segura. En todo caso, era un nombre masculino, y creo que era Klaus.

—Qué raro… —murmuró Charlotte.

—¿Cómo dices? —preguntó Peter, pero ella se limitó a sacudir la cabeza con expresión pensativa.

—¿Mencionó la mujer si ese tal Klaus sufría una enfermedad grave? ¿Si quizá necesitaba algo como una prótesis, por ejemplo, una silla de ruedas o un aparato de respiración?

Nadie lo recordaba.

—¿Con cuánta frecuencia participó la mujer en estas reuniones? —preguntó Käfer.

—No puedo decírselo con exactitud —contestó el director del grupo—. Calculo que vendría dos o tres veces. Recuerdo que la primera vez se limitó a escuchar; después también hizo unas preguntas; quería asistir al gran congreso en el que se reúnen grupos de toda Alemania. Después no he vuelto a verla.

—¿Alguno de ustedes vio qué coche conducía? —preguntó Charlotte.

Todos solo volvieron a negar con la cabeza.

—Una vez la vi en la parada del autobús —señaló la señora Rösler.

—¿Recuerda en cuál? —preguntó Käfer.

—La de aquí —contestó ella—. La parada que hay justo delante del edificio.

—Muy bien. Ahora quisiera volver al motivo principal por el cual ustedes se reúnen aquí, al intercambio de experiencias y de consejos para tratar a los enfermos —dijo Charlotte—. ¿Alguno de ustedes recuerda si le proporcionó esa clase de consejo a la mujer? ¿O a la inversa, si ella solicitó el consejo de alguno de ustedes?

Durante unos instantes reinó el silencio. Entonces la señora Rösler tomó la palabra.

—Sí, recuerdo algo que me dio mucho que pensar.

—¿De qué se trata?

—Me preguntó por qué me ocupaba tanto del borracho de mi marido, a quien consideraba el único responsable de sus males —expuso en tono amargo—. Me dijo que era un egoísta que debía cargar con las consecuencias de su conducta, y que no se merecía mis cuidados.

—Comprendo —asintió Charlotte y tomó unas notas—. Vino a decir que era un paciente de segunda clase, por así decir.

—En ese momento me enfadé mucho —prosiguió la señora Rösler—. ¿Cómo es posible que alguien considere que la enfermedad es un castigo? Recuerdo que le pregunté si por ejemplo creía que los enfermos de sida eran culpables de su dolencia. Ella se limitó a encogerse de hombros y se alejó. Muchos no comprenden que la adicción al alcohol que sufre mi marido también es una enfermedad grave. Pero, evidentemente, si se convirtió en adicto fue por algún motivo, las cosas no llegaron a ese punto porque sí.

«Como en el caso de mi madre», pensó Charlotte. De pronto sintió la necesidad de salir afuera, de abandonar esa habitación en la que se acumulaba tanto dolor y que de pronto le pareció estrecha y amenazadora.

Cuando Katrin enfiló su calle, al principio sintió cierta alegría: era como si regresara a casa. Pero en el acto una voz interior dijo: «No, ya no es tu casa, ni lo será mientras Leo no viva en ella».

La noche anterior, tras sentarse en silencio a la mesa con su madre y obligarse a comer unos bocados del pastel de patata, siguió examinando los historiales de los pacientes durante horas, pero no obtuvo resultado. Descifrar las numerosas abreviaturas médicas resultó más difícil de lo que había creído. Por suerte el Léxico de Conceptos Médicos reposaba encima del escritorio de su padre, aunque le resultó agotador abrirse paso a través de la selva de palabras desconocidas. Agotador, pero también saludable, porque la distraía. La sensación de estar haciendo algo era beneficiosa: por fin participaba de modo activo en la búsqueda de Leo.

Había montado en el coche para ir a su casa, donde quería recoger algunas cosas: un par de vestidos de verano y sus cosméticos, que había olvidado meter en la bolsa cuando abandonó la casa apresuradamente tras escuchar la confesión de Thomas. No pensaba reconciliarse con él, habían pasado demasiadas cosas, pero sí quería contarle lo que había averiguado en casa de Margarethe Brenner y también que estaba examinando los viejos historiales. Si es que Thomas estaba en casa y no en el despacho.

En todo caso, quería entrar en la habitación de Leo, percibir su olor y abrazar sus juguetes de peluche. Lo echaba tanto de menos que le dolía todo el cuerpo al pensar en él. Y no hacía otra cosa.

Un policía de tráfico recorría la calle y de inmediato se le encogió el estómago. ¿Iría a verla a ella? ¿Estaría a punto de darle la espantosa noticia de que Leo…?

—¡Solo es un guardia urbano! —se dijo en voz alta—. ¡Leo está vivo! ¡Nunca lo olvides!

Se controló, aparcó el coche ante la casa y se apeó.

«¡Qué raro! —pensó—. La ventana de la cocina está abierta. Y se oyen voces. ¿Será la televisión?».

Echó un vistazo al reloj: eran poco menos de las dos de la tarde. Rodeó la casa, abrió la puerta y entró en el vestíbulo.

—¿Thomas? —gritó y miró en torno, vacilando. La casa era un caos: la chaqueta de Thomas estaba en el suelo, sus zapatos en medio del pasillo, el portafolio se había caído y por debajo asomaba el móvil.

Katrin se dirigió a la sala de estar. Thomas estaba tendido en el sofá, durmiendo, con la mano dentro de un bote abierto de queso fresco. Un culebrón resonaba en el televisor. Katrin cogió el mando que reposaba en el sofá junto a Thomas y apagó el aparato.

En la mesa auxiliar había varias botellas de vino, bolsas de patatas fritas cubrían el suelo, el ambiente apestaba a alcohol y a cebolla. Katrin abrió la ventana que daba al jardín para ventilar la sala.

—¿Thomas?

Él no reaccionó.

Katrin se acercó, se arrodilló a su lado y le sacudió el hombro.

—¿Qué ha pasado, Thomas? ¡Thomas!

Medio dormido, él la apartó.

—¡No me toques! —gruñó con voz gangosa.

—¡Thomas! —repitió Katrin alzando la voz.

Entonces él abrió los ojos y la miró con expresión aterrada.

—Ah, eres tú… —dijo y se incorporó—. Lo siento.

Katrin frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir? ¿Esperabas a otra persona?

—¡No, no! —se apresuró a responder él—. Solo es que me has sorprendido… ¡Qué bien que hayas venido! —dijo. Se sentó, dejó el bote de queso en la mesa y se restregó la cara.

—Así que estás en casa y no en el trabajo —comentó Katrin, contemplándolo.

—No… no podía. Lo intenté, pero no pude. Y después debo de haber bebido un poco. Eso es todo.

Ella se sentó a su lado. De pronto sintió compasión por él. ¿Qué le había pasado? Thomas…, siempre dinámico, siempre controlado, siempre tan concentrado: una persona por la cual no había que preocuparse.

Eso era lo que Katrin había creído siempre.

Verlo así, impotente y deshecho, con la triste esperanza de ahogar sus penas en vino tinto casi le rompe el corazón. Le cogió la mano y la apretó.

—No sabes cuánto lo siento —dijo él y tragó saliva—. Ya no confiabas en mí… y quizá tuvieras razón.

Katrin sacudió la cabeza.

—Lo peor no ha sido el asunto de las otras mujeres… —murmuró ella.

—Lo sé. No debería haberte echado la culpa. Te hice mucho daño.

Katrin guardó silencio.

—No fue mi intención. Has de creerme, estaba tan desesperado…

—Da igual cómo lo expreses: creíste que yo estaba involucrada en el asunto y eso me afectó mucho —dijo Katrin, tomando aire—. Pero a pesar de todo, ahora hemos de permanecer unidos.

—Sí —fue lo único que dijo Thomas.

Se miraron fugazmente, pero desviaron la vista de inmediato.

—¿Vuelves a casa? —preguntó él en tono cauteloso.

Katrin vaciló y finalmente asintió.

—Quizá mañana —dijo—. Hoy aún no. Primero he de resolver una cosa. Anoche encontré los historiales de las pacientes de mi padre; quiero examinarlos, a lo mejor descubro un indicio.

—Yo podría ayudarte…

—No, déjalo. Prefiero hacerlo a solas.

—Te agradezco mucho que hayas vuelto —murmuró Thomas.

Durante unos minutos ambos permanecieron sentados en silencio. Katrin se alegró de haber perdonado a Thomas. Tal vez fuera una buena señal, una señal de que todo saldría bien, pero de pronto la asaltó una idea horrible. ¿Y si las cosas no salían bien? ¿Y si solo la aguardaban momentos tenebrosos? ¿Y si Leo…?

—Cuando pienso que nuestro hijo ya no está con vida me siento tan mal… —dijo entre sollozos.

Thomas la abrazó con fuerza.

—Tengo la sensación de que si doy paso a esa idea significa su sentencia de muerte. Que todo ha acabado —añadió Katrin llorando.

—No pienses eso —dijo Thomas—. Está vivo. Tiene que estar vivo. Tiene que vivir.

Katrin se desprendió de sus brazos y lo contempló con los ojos anegados en lágrimas.

—¡Siempre me parece que si no estuviera con vida yo lo sabría! ¡Soy su madre, lo sentiría!

Thomas asintió con labios temblorosos. Volvió a abrazarla y Katrin notó la humedad de sus lágrimas.

—Está vivo. ¡Tiene que estar vivo!

—¿Qué te ha pasado? ¿Por qué te fuiste tan de repente? —preguntó Käfer cuando se acercó a Charlotte, que estaba en la parada de autobuses examinando el horario.

—Necesitaba aire fresco —respondió ella sin despegar la vista del tablero—. Cada diez minutos pasa un autobús en dirección al centro —prosiguió—. La última parada es en Neumarkt, en el centro de la ciudad. Me pregunto si Tanja vive en Osnabrück.

Käfer se encogió de hombros y también examinó el horario.

—O se apeaba dos paradas antes, en la estación de ferrocarril, para coger el tren a Münster.

—En todo caso, cuando fue con Ben a visitar a Klaus se desplazó en coche —comentó Charlotte—. Ben dijo que Klausi vivía en un gran bosque…

—Eso no nos sirve de gran cosa. En los alrededores de la ciudad hay muchos bosques…

Charlotte asintió y se dirigió al coche.

—Revisemos todos los datos, a lo mejor encontramos un indicio que nos resulte útil.

Ambos montaron en el vehículo y se alejaron.

—Deberíamos partir de la base de que ese Klaus está gravemente enfermo —dijo Charlotte.

—Y que no es un paciente de segunda clase.

—Exacto. Está enfermo, pero no es el culpable de su dolencia. Quizá sufrió heridas en un accidente…

—¿Causado por Franz Wiesner?

—Es posible —asintió ella—. O por un miembro de la familia. O por cualquiera de ellos al que Tanja considera el causante.

—¿A qué te refieres?

—A la culpa proyectada. Por ejemplo, cuando un automovilista sufre heridas en un accidente provocado por una maniobra suya para esquivar otro coche. Un niño echa a correr por la calle, tú lo esquivas y chocas contra un árbol —le explicó Charlotte—. Entonces sería muy posible que culparas al niño por las heridas que tú hubieras sufrido, aunque desde un punto de vista objetivo el niño es completamente inocente.

—Entiendo —dijo Käfer—. Entonces imaginemos que dicho niño era Leo y que el marido de Tanja sufrió lesiones graves durante una maniobra para esquivarlo…

—Klaus no es su marido —lo interrumpió Charlotte.

—¿Y cómo lo sabes? —Käfer enfiló por la carretera comarcal que los conduciría hasta la autopista.

—Si tu propio marido está gravemente enfermo, no hablas del marido enfermo de otra con tanto desprecio —respondió Charlotte.

—¿Y si el matrimonio ha fracasado?

—Entonces no cuidas de tu marido enfermo —replicó ella—. Entonces te divorcias y dejas que se las arregle él solito. Pero ¿quién sería el último al que, como mujer, abandonarías, al menos desde un punto de vista estadístico?

—A tu hijo.

—Sí señor. Es algo que confirman casi todos los trabajos de investigación. En el caso de padres o de hermanos, las personas están mucho más dispuestas a desentenderse de cualquier responsabilidad que en el de un hijo carnal.

—Entonces, lo que tú sugieres es que quizá Tanja tenga un hijo muy enfermo y haya secuestrado a Leo porque así conseguía un segundo niño sano.

—Sí, más o menos.

Peter negó con la cabeza.

—Eso no encaja —dijo pensativo—. Porque en ese caso, ¿a qué se debe la obsesión con los Ortrup? ¿Por qué no secuestró al pequeño Ben? Eso le habría resultado mucho más fácil. ¿Y por qué asesinó a Franz Wiesner?

—Porque Tanja considera que Franz Wiesner o incluso el pequeño Leo son los responsables del sufrimiento de su hijo.

—¿Un niño de tres años? —señaló Peter en tono de duda.

—Sí, según Tanja. Has de verlo desde su punto de vista. Bien: sabemos que existe un tal Klaus y hemos de concluir que está gravemente enfermo. Yo parto de la base de que Klaus es su hijo, pero será mejor que incluyamos a su marido e incluso a su padre en nuestros cálculos.

—Vale.

—Puesto que Tanja hizo de niñera de Ben durante semanas y no pudo ocuparse de su familiar, ya sea hijo, marido o padre, hemos de concluir que ese Klaus vive en alguna clase de institución —dijo Charlotte—. Eso significa que hemos de comprobar todas las instituciones en las que pueda estar internado. Todas las de Münster, Osnabrück y alrededores.

Käfer asintió.

—Puede que sea un punto de partida. Y como ignoramos la edad de Klaus, eso supone todas las residencias de tercera edad, orfanatos, centros para discapacitados…

—… pisos compartidos, asilos y también hospitales, supongo —prosiguió ella.

—Y todo eso sin saber qué aspecto tiene Klaus ni si vive en su propio apartamento y recibe servicio asistencial… —añadió Käfer con un suspiro.

—Tienes razón, también hemos de investigar los servicios asistenciales.

—Dios mío, ¿sabes cuántos hay?

—No —replicó Charlotte—. Pero no te pongas nervioso, no tendrás que llamarlos por teléfono personalmente a todos.

—Vaya, nuestros colegas estarán contentos…

Enfilaron la autopista; por suerte había poco tráfico y avanzaron con rapidez.

—Primero deberíamos investigar todas las instituciones situadas en el bosque o en un gran parque —dijo Charlotte—. Quizás así logremos limitar la búsqueda.

En cuanto regresaron a la comisaría, Peter cogió el teléfono. Poco después le alcanzó un papel a Charlotte.

—¿Qué es? —preguntó ella: en el papel aparecía un número de muchas cifras.

—Un número de teléfono. De Astracán —contestó Käfer—. ¡Y ahora adivina de quién es!

—¿Astracán? ¿Dónde cae eso? ¿En Rusia?

—Sí. Junto al mar Caspio, ¿y quién vive allí? ¿Lo adivinas?

—Lo siento: solo sé de estaciones de ferrocarril.

—¡Elena y Boris Rustemovic!

—¿Los padres de…?

—¡De Fresita! ¡Correcto!

—Muy bien —le felicitó Charlotte.

—No ha sido muy difícil —dijo Peter, sonriendo—. Y todo gracias a la compañía telefónica. De vez en cuando nuestra burocracia sirve para algo.

—¿Sabes ruso?

—No.

—Entonces confiemos que esa gente no haya olvidado del todo nuestro idioma —dijo Charlotte y marcó el número. Conectó el altavoz para que su colega oyera la conversación.

La línea chasqueó un par de veces, luego resonó un zumbido y por fin se estableció la comunicación.

—¿Aló? —contestó una voz femenina.

—¿Hablo con la señora Elena Rustemovic?

—Sí —dijo la mujer en tono vacilante.

—Soy Charlotte Schneidemann, de la Brigada de Investigación Criminal de Münster. ¿Entiende lo que digo?

—Sí —dijo la mujer después de unos segundos—. ¿Qué quiere usted?

—Se trata de su hija Annabell…

—Annabell muerta.

—Lo sabemos —dijo Charlotte—. ¿Puede decirme por qué su hija se quitó la vida?

Entonces oyó unos sollozos.

—Señora Rustemovic —añadió con mucha suavidad—. Sé que esto es muy doloroso para usted…

—Solo una hija… —sollozó Rustemovic.

—Lo sé. Lo lamento mucho, pero es muy importante que nos diga qué sucedió.

El llanto cesó.

—¿Por qué se quitó la vida su hija? —insistió Charlotte—. ¿Dejó alguna carta de despedida?

—No. Estaba muy triste. Solo llora todo el día. Mi marido regaña ella, dice ella es mala persona… Él castiga porque trae vergüenza a toda la familia. Annabell siempre muy triste… Tristeza acaba con su vida…

—¿Por qué estaba tan triste Annabell?

La señora Rustemovic empezó a llorar otra vez.

—Ella cambia. Se hace en mala persona…

—¿Mala persona? ¿Es que cometió algún delito?

La señora Rustemovic no respondió.

—¿Sigue ahí? ¡Por favor, señora Rustemovic, debemos saberlo!

Charlotte miró a Käfer y arqueó las cejas.

—Un niño ha sido secuestrado y solo podremos encontrarlo si usted nos ayuda.

—Un niño…

La señora Rustemovic carraspeó.

—Annabell iba con hombres, con muchos hombres. Vergüenza para toda la familia… —tartamudeó y volvió a sollozar.

Charlotte suspiró. Al parecer, Annabell Rustemovic había llevado una vida que no encajaba con la mentalidad conservadora de sus padres, pero ¿se había suicidado por ese motivo? A Charlotte le pareció poco probable.

—Vergüenza a todos… —repitió la señora Rustemovic.

Charlotte le agradeció su ayuda y colgó.

—No le sonsacaremos nada más —dijo en tono desilusionado.

—¿Y ahora, qué? —dijo Peter, mirando por la ventana.

Charlotte reflexionó. «Vergüenza»… ¿Por qué la madre de Annabell había repetido esa palabra tantas veces?

De repente supo qué significaba: Annabell se había quedado embarazada; por eso se quitó la vida. Tal vez el padre del niño la había abandonado. ¿O es que Annabell fue violada? Pero ¿quién sería el padre: Thomas Ortrup, Franz Wiesner o ese tal Klaus?

No, no podía haber sido Klaus. Todo apuntaba a que estaba muy enfermo y era completamente incapaz de ejercer violencia física.

Bebió un trago de la botella de agua mineral que siempre tenía encima del escritorio.

Tanja, Annabell, Klaus… Algo vinculaba a esas tres personas. Tal vez los tres habían sufrido una experiencia terrible. Algo que los unió para siempre, algo que guardaba relación con Franz Wiesner y los Ortrup…

Charlotte suspiró. La imagen de Tanja y Annabell se volvía cada vez más nítida, pero Klaus permanecía en la oscuridad. Por más que se esforzaba, no lograba definirla. La búsqueda de huellas en la casa de los Wiesner no había proporcionado muestras de un ADN desconocido, así que era de suponer que Klaus jamás había estado allí. Sin embargo, estaba convencida de que él era la clave para resolver este caso.

—Hemos de volver a hablar con Thomas Ortrup; quizá sí hubo algo entre él y Annabell. Estoy segura de que se quedó embarazada y que se suicidó por vergüenza. No es casualidad que su madre repitiera esta palabra tantas veces…

Käfer asintió.

—De eso me encargaré yo. También tendremos que hablar con Luise Wiesner, porque no podemos descartar que su difunto marido tuviera algo con Annabell. Tal vez la viuda lo calla por temor a las habladurías…

—Tienes razón —asintió Charlotte—. Estoy segura de que existe alguna conexión entre Tanja, Annabell, la familia Ortrup y la familia Wiesner. Hablaré con Luise Wiesner.

La ropa estaba dispuesta en la cama, ordenada por colores.

¿No había olvidado nada? Junto al mar podía hacer frío, sobre todo debía protegerse del viento. No quería ir al médico: las primeras semanas debían transcurrir sin llamar la atención.

Esa mañana había puesto en orden las últimas cosas importantes. Había hablado con el simpático señor Lichter y le había contado todos los pormenores del inminente viaje. Por supuesto, él creía que solo se trataba de unas vacaciones de dos semanas en el soleado sur, no podía decirle que pensaba viajar al mar Caspio y quedarse allí para siempre.

Reunió los documentos que le había dado Annabell y que certificaban que era la propietaria de la pequeña dacha. También un mapa, las llaves y el diccionario. Además, disponía del dinero suficiente.

Echó un vistazo a las jeringas y las ampollas que reposaban junto a las prendas de vestir. Por desgracia los medicamentos que había solicitado aún no habían llegado y no podía partir sin ellos. Sin una provisión suficiente para tres meses no pensaba emprender el viaje, era demasiado arriesgado. A saber si allí los servicios médicos eran tan buenos como aseguraba la información que aparecía en Internet.

«Supongo que da lo mismo salir hoy o mañana», pensó. Menos mal que había comprado una cantidad suficiente de cinta adhesiva: era mucho más adecuado que la cuerda de colgar la ropa.

Se dirigió a la cocina, abrió la nevera y cogió nata, mantequilla y huevos. Prepararía una bonita tarta como despedida.

Katrin Ortrup informó a Charlotte de que su madre había ido a la iglesia y que después pensaba visitar la tumba de su difunto marido.

—Por cierto: también dijo que el nombre de Klaus le sonaba de algo, pero que no recordaba dónde lo había oído —le dijo Charlotte a Peter, que se disponía a volver a interrogar a Thomas Ortrup sobre Annabell.

—No será un amigo de la familia, ¿verdad? —dijo Käfer.

—Muy gracioso. Katrin Ortrup dijo que sus padres se dedicaban a las obras sociales. El padre trataba prostitutas sin cobrarles y la madre reunía ropa para la iglesia. Puede que allí exista un tal Klaus.

—Tal vez —dijo Käfer, encogiéndose de hombros—. Pero la verdad es que no me parece probable.

—Por cierto. Katrin Ortrup me dijo otra cosa que podría ser interesante —prosiguió Charlotte—. Encontró los viejos historiales de su padre y los está examinando. Después me pasaré por allí y me los llevaré.

—De acuerdo —dijo Peter y volvió a dedicarse a comprobar los informes de sus colegas sobre las instituciones de los alrededores.

De repente frunció el ceño.

—Tal vez sea una casualidad —murmuró.

—¿Qué pasa? —preguntó Charlotte, que ya se disponía a marcharse.

Käfer cogió un papel, apuntó unas palabras y se lo tendió.

—Acabo de encontrar esto.

Ella cogió el papel y se quedó de piedra.

Peter la observaba.

—¿No es…?

Charlotte asintió.

—¿Es un asilo?

—Haus Sonnenschein. Se encuentra a las afueras de la ciudad, en dirección a Hiltrup.

—Gracias.

En el papel también había un número de teléfono. Y un nombre: Agnes Schneidemann. Su madre.

Käfer contempló a Thomas Ortrup, de pie en el umbral: ya no tenía tan buen aspecto, era evidente que estaba borracho. En la mano sostenía una copa en la que aún quedaba un sorbo de vino tinto.

—Pase —murmuró.

Käfer echó un vistazo a la copa, asintió y entró en el vestíbulo.

—No lo entretendré mucho. Se trata de Annabell Rustemovic. Trabajaba en el club Alecto…

—Ya he hablado sobre Fresita con su colega…

—Es muy importante que recuerde el pasado, señor Ortrup —lo interrumpió Käfer—. ¿Es posible que ocurriera algo más entre usted y Annabell Rustemovic?

Ortrup se encogió de hombros.

—Ya no lo recuerdo.

—¿Annabell esperaba un hijo suyo?

Ortrup lo miró fijamente.

—¡No! ¡No, por amor de Dios! —exclamó. Se cubrió el rostro con las manos y empezó a sollozar.

—¿Y Carmen Gerber, su secretaria? ¿Está metida en el asunto?

Ortrup no reaccionó; solo siguió sollozando.

Käfer se puso de pie. Era evidente que ese día no lograría sonsacarle nada más.

—Pronto regresaré, señor Ortrup. A lo mejor entonces logra recordar.

La iglesia de Santa Isabel era un típico edificio de los años sesenta, sencillo y anguloso.

«No parece una iglesia —pensó Charlotte—, más bien un búnker».

La Iglesia y la religión le eran bastante indiferentes, pero si tuviera que elegir, quizás optaría por el catolicismo. Todo ese montaje de atavíos de colores, incienso y tesoros sacros le parecía mucho más divertido que el sobrio ascetismo de los protestantes.

El edificio pintado de amarillo era relativamente pequeño, así que la comunidad no debía de ser muy numerosa. A la derecha se encontraba la sacristía y, al lado de esta, el despacho del párroco.

Charlotte abrió la puerta de la iglesia, pero había llegado demasiado tarde: al parecer, la misa ya había acabado y solo el cura permanecía ante el altar.

A medida que se acercaba a él, Charlotte captó en el aire el aroma dulzón y resinoso del incienso.

—Buenos días. ¿Es usted el párroco de la comunidad?

El cura se volvió y la contempló con mirada amable.

—Sí. Soy el párroco Baumgarten. ¿Y usted es…?

Charlotte le mostró su identificación y se presentó.

—¿Conoce a Luise Wiesner?

—Sí, claro, acaba de asistir a la misa —contestó él—. Después quería ir al cementerio. La encontrará junto a la tumba de su marido, al lado del camino principal.

Su expresión se volvió grave.

—Ha encontrado la paz, con la ayuda de Dios.

—Tengo una idea y a lo mejor usted puede ayudarme. Estoy buscando a una persona sobre la cual, por desgracia, poseo muy escasa información —dijo Charlotte—. Su nombre de pila es Klaus. Quizá trabaje en el almacén de ropa de su parroquia.

—¿En el almacén de ropa? —preguntó el párroco en tono desconcertado—. Creo que se equivoca. Nuestra parroquia no dispone de nada de eso. La comunidad de Santa Isabel es pequeña y aunque quisiéramos, no podríamos instalar uno. ¿Quién se ocuparía de él? Casi no quedan ayudantes voluntarios. Una vida comunitaria que incluya el trabajo con jóvenes, el cuidado de las personas mayores y un compromiso social es cada vez más escasa.

Charlotte estaba irritada. ¿No le había dicho Katrin Ortrup que su madre llevaba años trabajando en el almacén de ropa? Aunque también había mencionado que, sorprendentemente, había descubierto numerosas prendas de vestir en el desván, ropa que su madre debería haber entregado a la parroquia. Desde luego, todo el asunto resultaba muy extraño. ¿No se habría referido a otra comunidad? No: el error era imposible.

—¿Sabe qué parroquias de Münster disponen de un almacén de ropa?

—Solo las más grandes —dijo el párroco—. San Pablo tiene uno y, que yo sepa, también la de San Lamberti. Las que sí disponen de almacén de ropa son las asociaciones benéficas, como Cáritas, por ejemplo. Pero ignoro si allí trabaja alguien llamado Klaus.

—¿Es posible que la señora Wiesner haya destinado las prendas viejas a otros fines? ¿A un hogar infantil o a una asociación de ayuda a los sin techo?

El párroco Baumgarten negó con la cabeza.

—La señora Wiesner nunca me entregó prendas de vestir.

—¿Conoce bien a los Wiesner? —preguntó Charlotte.

—Conozco mejor a la señora Wiesner que al difunto señor Wiesner —dijo el párroco—. A él apenas lo había tratado, la verdad, en cambio la señora Wiesner acude regularmente a misa, así que de vez en cuando hemos entablado una conversación, y además soy su confesor. Sin embargo, apenas participa en la vida social de la iglesia… Más bien tengo la impresión de que la misa… no sé cómo decirlo… supone una especie de escape para ella. Estoy convencido de que la fe le ha ayudado a soportar algunos aspectos del pasado.

Charlotte se puso alerta.

—¿A qué se refiere?

—Solo es una suposición —apostilló el párroco.

—No le creo. ¿Qué es lo que debía soportar?

—Dios siempre nos somete a pruebas a las que hemos de enfrentarnos…

—Le ruego que vaya al grano, reverendo Baumgarten —lo interrumpió Charlotte.

El cura se volvió hacia el altar, cogió la Biblia y la cerró.

—La fe puede proporcionar consuelo cuando uno se encuentra en una situación difícil —declaró por fin—. Y en cierto modo también le proporcionó consuelo a la señora Wiesner.

Charlotte volvió a suspirar. El discurso sobre la fe empezaba a impacientarla.

—¿Por qué necesitaba consuelo?

—Preferiría no hablar de ello —replicó el cura—. Son cosas que se cuentan en la comunidad.

—Reverendo —dijo Charlotte en tono severo—. Han secuestrado a un niño y al parecer existe algún tipo de relación entre la culpable y el difunto señor Wiesner.

—¡Dios mío, no lo sabía! —exclamó el párroco, que se había puesto muy pálido.

—Bien, ¿qué es eso que cuentan? —preguntó Charlotte con impaciencia.

Baumgarten carraspeó y bajó la voz.

—Hace muchos años, su marido se ocupó de las prostitutas y las atendió gratis.

—Lo sé. ¿Y?

—Al parecer, la señora Wiesner sospechaba que eso no era todo —dijo el cura en tono vacilante—. Decían que el asunto le causaba grandes sufrimientos.

—¿Qué cree que podía ocurrir en la consulta?

—No lo sé. Y la verdad es que no quiero imaginarlo…

—Juegos sexuales después del trabajo…

El párroco alzó las manos.

—¡Por favor! La señora Wiesner es una cristiana devota, respeta las tradiciones y los valores de nuestra sociedad marcada por la pérdida de las buenas costumbres —sentenció, plegando las manos—. He rezado por ella y por su marido.

—Pues no le sirvió de mucho —murmuró Charlotte.

—¿Qué ha dicho?

—Nada —replicó ella mientras le tendía su tarjeta—. Si se le ocurre algo más, llámeme, por favor.

Katrin se sentía frustrada. En vez de reducirse, la pila de los historiales de las mujeres en cuestión aumentaba de tamaño. No se había imaginado que habría tantas mujeres nacidas en 1947 y, lanzando un suspiro, cogió el siguiente historial.

Annabell Rustemovic, ponía en la primera página.

Katrin dio un respingo: ¡la muerta de la foto fue una paciente de su padre!

Nerviosa hasta lo indecible, Katrin leyó el historial. «No pierdas la calma —pensó— y presta atención: ¡de lo contrario pasarás por alto lo más importante!».

El 25 marzo de 1992 se comprobó que Annabell Rustemovic estaba embarazada. La joven estaba de ocho semanas, igual que Katrin en esos momentos. Había varias entradas relativas a los análisis de sangre y a otras medidas de prevención, pero eso era todo. Al final había una anotación que ponía: «Psicosis causada por aborto», con fecha del 14 de junio de 1992.

Katrin bebió un sorbo de té y reflexionó. Así que Annabell Rustemovic había perdido a su hijo no nacido, tal vez dos meses después de quedarse embarazada, quizás un poco después. Lo curioso era que la fecha del aborto involuntario no figuraba en el historial. Katrin repasó las fechas: Annabell debía de estar de veinte semanas cuando perdió al bebé. ¡Dios mío! A esas alturas un feto ya era un ser humano completo al que solo le faltaba crecer. En esa fase, un aborto involuntario equivalía a parir un niño muerto: con razón la joven no pudo superarlo psíquicamente. ¿Se habría quitado la vida por eso? ¿Y Tanja? ¿Qué relación guardaba con ello? ¿Acaso le echaba la culpa al médico?

Katrin sacudió la cabeza. No: en la consulta de un ginecólogo estaban acostumbrados a enfrentarse a abortos involuntarios, así que no podía suponer un motivo para asesinar a su padre.

Sin embargo, seguro que el hecho de que Annabell Rustemovic fuera una paciente de su padre no era una simple casualidad. En todo caso, Katrin decidió informar de ello a Charlotte Schneidemann cuando pasara a verla.

La siguiente carpeta era aún más gruesa que las anteriores.

«Extractos de cuentas de 1985 a 2010», ponía.

—Dios mío, papá, eras un auténtico fanático del orden —murmuró.

Primero pensó en dejar la carpeta a un lado y seguir examinando los historiales de las pacientes, pero luego optó por echar un vistazo a los extractos.

En los documentos de los años ochenta figuraban sobre todo retiradas de dinero en metálico junto a los ingresos de la consulta. Al principio eso la sorprendió, pero entonces recordó que en esa época la compra con tarjeta de crédito aún no se había extendido y que a principios de mes su padre siempre llevaba dinero en efectivo a casa: «Dinero para los gastos del hogar y la paga semanal», decía su padre.

«A principios de los años noventa la retirada de dinero en efectivo fue disminuyendo —pensó Katrin—. Claro, en esos años se impuso la compra con tarjeta».

De pronto frunció el ceño: aunque apenas figuraban retiradas en efectivo, apenas figuraban entradas de compras con tarjeta de crédito; al parecer, su madre nunca pagó nada con una tarjeta, pero entonces, ¿cómo lo hacía?

Katrin reflexionó. ¿Durante cuánto tiempo llevó su padre a casa el dinero de los gastos domésticos? En todo caso, mientras ella vivió allí eso fue una constante. Y si mal no recordaba, su padre siempre entregaba dinero en efectivo a su madre. Pero si no provenía de esa cuenta, ¿de dónde salía ese dinero? ¿Existiría una segunda cuenta de la que nadie sabía nada?

Katrin bebió otro sorbo de té y volvió a revisar todos los extractos.

Si existía una segunda cuenta, su padre tenía que haber ingresado dinero en ella, así que debían figurar depósitos en otra cuenta.

Katrin examinó minuciosamente cada uno de los extractos: solo aparecían unos pocos depósitos regulares, para pagar la luz, el teléfono y el alquiler de la consulta. Todo muy normal.

Justo entonces encontró unas entradas que no encajaban: a partir de 1993, su padre ingresaba mil marcos todos los meses, y más adelante mil euros, en la cuenta de un desconocido cuyo nombre no aparecía por ninguna parte, solo un código numérico: 093 741 000.

Katrin dejó la carpeta a un lado y rebuscó en el estante situado a un lado del escritorio. Por fin encontró una carpeta donde ponía «Extractos de cuentas actuales» y no tardó en comprobar que solo unos días antes de morir, su padre había ingresado más dinero en la cuenta que figuraba bajo el número 093 741 000: esa debía de ser la segunda cuenta, no existía otra posibilidad.

—O puede que 093 741 000 sea una persona… —se dijo en voz alta.

Pero ¿de quién podía tratarse? ¿De Tanja o de Klaus? ¿A quién le había pagado tanto dinero su padre, durante diecisiete años? ¿Y por qué? ¡Porque en total la suma ascendía a más de ciento sesenta mil euros!

Katrin empezó a sudar. Suponía que esos pagos guardaban algún vínculo con la muerte de su padre y se asustó, ¡porque en ese caso también estaban relacionados con la desaparición de Leo! Tenía que mostrar los extractos de cuenta a Charlotte Schneidemann lo antes posible.

Volvió a dejar la carpeta en el estante, cogió de nuevo la que contenía los viejos extractos y la hojeó: ¡en alguna parte tenía que haber un indicio!

Cuando volvió a dejarla a un lado algo se deslizó de la superficie del escritorio, cayó al suelo y Katrin se agachó para recogerlo. ¿Qué era eso? Entonces vio algo blanco que asomaba bajo la tapa de la carpeta y lo extrajo con cuidado: era una hoja de papel doblada. Leyó lo que ponía y sacudió la cabeza con expresión incrédula. Tenía que tratarse de un error. Volvió a leerlo antes de apartar la hoja.

—¡Dios mío…! —musitó, tragando saliva.

Después se puso en pie de un brinco y salió apresuradamente de la habitación.

¡Leo! Ahora sabía dónde se encontraba y quería llegar a su lado lo antes posible.

—¿Señora Wiesner?

Charlotte se acercó a la tumba de Franz Wiesner y vio que el sol había marchitado muchas de las coronas de flores. «¡Qué despilfarro!», pensó.

Luise Wiesner se sobresaltó y se volvió para mirarla con ojos llorosos.

—Lo siento, no quería asustarla.

—¿Qué desea? —dijo Luise Wiesner con voz ronca y volvió a dirigir la mirada a la montaña de coronas.

—Quiero que me diga quién es Klaus y por qué su hija cree que usted trabaja en un almacén de ropa que no existe —soltó la inspectora.

La señora Wiesner suspiró.

—Siempre esas viejas historias…

—¿Qué viejas historias? ¡Se trata de su nieto, señora Wiesner! Usted quiere que lo encontremos, ¿verdad?

—¡Claro que sí! —dijo. Se agachó y tironeó de un lazo—. Pero no creo que las viejas historias le resulten útiles. Ignoro quién es ese Klaus y tampoco quiero saberlo, nunca lo he visto. A lo mejor trabaja para esas mujeres… ya sabe, esas que por dinero…

—Pero ¿eso qué tiene que ver con el almacén de ropa?

La señora Wiesner tomó aire.

—Mi marido siempre entregó las prendas viejas de mi hija a un tal Klaus, al menos en parte. O eso creo. Nunca lo comentamos —explicó amargamente—. No quería que mi hija lo supiera, por eso le dije que las prendas iban a parar al almacén de ropa de la iglesia.

—Y entonces ¿por qué su marido las guardó en el desván?

—Supongo que solo entregaba las necesarias. Es de suponer que a esas damas los severos pantalones con pinzas no les servían —dijo apretando los labios. Charlotte se dio cuenta de lo mucho que le costaba referirse al asunto.

—¿Qué hacía su marido en la consulta después del trabajo?

La señora Wiesner se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizás ayudaba a algunas de esas damas —apuntó en tono irónico—. Y tal vez ellas se lo agradecían a su manera…

—¿Qué quiere decir? —preguntó Charlotte.

—Incluso cuando esas damas dejaron de trabajar en la calle, mi marido solía acudir a la consulta y desde entonces siempre hubo mucho dinero en efectivo en casa.

—¿Se refiere a que su marido no solo se dejaba pagar su ayuda como médico mediante relaciones sexuales, sino también con dinero?

—¿De dónde iba a sacarlo, si no? No era aficionado al juego —contestó, sacudiendo la cabeza—. No lo sé y, para serle sincera, de hecho no quiero saberlo. Todo eso me da asco. Me avergüenzo de mi marido y de su pecaminosa doble vida. Solo me consuela pensar que eso se acabó hace un par de años y que a partir de entonces él se comportó de un modo mucho más decente. De todas formas, lo que hizo fue y será un pecado. No puedo perdonarle, ni siquiera ahora.

Charlotte guardó silencio. ¿Qué podría haber dicho? Sentía lástima por Luise Wiesner, que tuvo que soportar tantas cosas. Pero ¿por qué se obstinaba en mostrarse tan implacable? ¿Es que era incapaz de perdonar, ni siquiera allí, junto a la tumba de su marido?

—Muchas gracias —dijo Charlotte por fin—. Hoy mismo pasaré por su casa para recoger los historiales médicos. A lo mejor Tanja era una de esas mujeres que acudía a la consulta de su marido en busca de ayuda…

«Este es el buzón de voz de Thomas Ortrup. En este momento no puedo atenderle. Puede dejar un mensaje y su nombre tras la señal».

—Soy yo, cariño. Sé dónde está Leo. Voy de camino hacia allí. ¡Llámame inmediatamente cuando oigas este mensaje, por favor!

Katrin arrojó el móvil sobre el asiento del acompañante, pisó el acelerador y se dirigió a toda velocidad a Osnabrück por la autopista A1. Tardaría unos veinte minutos en alcanzar la salida de Lengerich.

Por suerte el tráfico era escaso. El límite de velocidad le resultaba indiferente; por fin sabía dónde estaba Leo. Confiaba en que se encontrara bien, en que Tanja no le hubiera hecho daño.

El que había recibido de su padre mil marcos mensuales, que después fueron mil euros, era un tal Klaus. Tras el número 093 741 000 se ocultaba Klaus Meyerhof, de padre desconocido. La madre se llamaba Tanja Meyerhof.

Tanja Meyer.

Katrin se mordió las uñas con ademán nervioso. ¿Por qué su padre le había dado dinero a ese Klaus? Ahora debía de tener dieciséis o diecisiete años, así que Tanja aún era menor de edad cuando lo trajo al mundo.

De pronto una idea horrorosa se abrió paso en su cabeza. ¿Acaso Klaus era hijo de su propio padre? ¿Había dejado embarazada a Tanja, menor de edad, y después pagado durante años por su hijo ilegítimo? Un sabor amargo le inundó la boca: hacía diecisiete años, su padre tuvo una aventura con una adolescente, una que tenía la misma edad que ella, que su propia hija…

Porque, de lo contrario, ¿cómo explicar todo lo sucedido? ¿Acaso Tanja había sido una prostituta menor de edad a quien su padre trató? Pero si daba crédito a lo que figuraba en las carpetas y a las palabras de su madre, en esa época su padre ya no atendía a las prostitutas callejeras. Eso ocurrió a mediados de los ochenta, pero los pagos a Klaus no se iniciaron hasta 1993.

No obstante, su padre había ofrecido ayuda económica a Klaus, de eso no cabía duda. Y también quedaba claro que era el hijo de Tanja. Daba igual. Allí donde se encontrara Klaus, estaría Tanja, y por supuesto también Leo.

Leo… Katrin notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y parpadeó con rapidez.

Por fin alcanzó la salida, abandonó la autopista, se detuvo ante una gasolinera para orientarse y se apresuró a desplegar el mapa. ¿Y ahora, qué? Sabía que debía conducir en dirección a Tecklenburg. Miró a través del parabrisas: ¿es que no había ningún cartel indicador por allí? ¡Mierda! Ahora lamentaba haberse resistido a comprar un navegador. Cuando se disponía a bajar del coche y preguntar en la gasolinera vio un cartel. Tenía que pasar por debajo de la autopista y después seguir recto. Al cabo de un kilómetro aproximadamente debía girar a la derecha. El camino atravesaba un denso bosque y las verdes copas de los árboles formaban un dosel sobre el camino, de modo que a Katrin le dio la impresión de estar recorriendo un estrecho túnel.

De repente la invadió la duda. Si su padre había prestado ayuda económica a Klaus y con ello a Tanja, ¿por qué habría de asesinarlo esta? Tal vez había decidido dejar de ingresar dinero… y quizás había pagado dicha decisión con la vida…

Entretanto había llegado a Tecklenburg. Redujo la velocidad y trató de encontrar un cartel con información, de esos que a menudo se hallan a la entrada de las ciudades. Allí podría descubrir dónde estaba la calle Kastanienallee. Kastanienallee 25 era la dirección que debía encontrar. Allí aguardaba Leo…

Un tractor le salió al paso. Katrin detuvo el coche, bajó la ventanilla y saludó al conductor con la mano.

—Disculpe, busco el número 25 de Kastanienallee. ¿Sabe dónde es?

—¿Se refiere a la residencia para discapacitados? —preguntó el hombre.

—¿La residencia para discapacitados? —Katrin vaciló—. Sí, sí —se apresuró a contestar.

—Conduzca hasta el siguiente semáforo, gire a la izquierda y luego siga recto durante unos dos kilómetros. A la derecha hay un viejo convento y justo allí se encuentra el asilo. No tiene pérdida.

Katrin le dio las gracias y arrancó.

¿Una residencia para discapacitados? La policía había dicho algo sobre la diabetes, pero ¿podía un diabético estar tan enfermo como para verse obligado a vivir en una institución de este tipo?

¿Se habría equivocado de dirección? Giró a la izquierda y volvió a salir de Tecklenburg; poco después vio inmensos campos dorados que se extendían a ambos lados, brillando bajo el sol.

Pero si era la dirección correcta, ¿qué debía hacer a continuación?

«Antes que nada, llamar a la policía», se dijo.

Pocos minutos después, a la derecha apareció un conjunto de edificios de aspecto lúgubre y abandonado que debía de ser el convento. Justo detrás, a cierta distancia de la carretera, Katrin vio varios edificios modernos de techo plano que se elevaban en torno a un amplio parque.

¿Se encontraría en el lugar correcto? Katrin, súbitamente acobardada, condujo lentamente hasta el aparcamiento. Nunca encontraría a Leo en ese lugar. Era imposible que Tanja retuviera a un niño pequeño allí.

Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Cruzó los brazos encima del volante y apoyó la frente. ¿Qué podía hacer?

Desde que había logrado descifrar los extractos de cuenta mediante los documentos bancarios y había descubierto quién era la persona a la que su padre ingresaba el dinero, la había embargado la esperanza. Se había convencido de que la pesadilla pronto llegaría a su fin. Y de repente se encontraba ante un gran hogar para discapacitados. Enfermeros vestidos de blanco recorrían el patio, pacientes empujaban sus andadores o tomaban el sol sentados en un banco… Por todas partes bullía la vida y a Katrin no le quedó más remedio que reconocer que era el lugar menos indicado para ocultar a un niño pequeño.

Cuando sonó su móvil, Katrin se sobresaltó: era la inspectora Schneidemann.

—¿Adónde ha ido? ¿Por qué no está en casa de su madre? Estoy aquí, he venido a recoger los historiales.

—Entre los documentos de mi padre encontré unos pagos realizados a un tal Klaus Meyerhof —dijo Katrin.

—¿Y eso qué significa? ¿Dónde se encuentra usted ahora?

Katrin titubeó antes de contestar.

—He ido hasta la dirección que figuraba en el documento.

—¡Pero qué está diciendo! —exclamó la inspectora en tono agudo—. Usted no puede… ¡Es demasiado peligroso!

—No es una casa particular, es una residencia para discapacitados. Tanja jamás podría haber ocultado a Leo aquí. Lo descubrirían de inmediato…

—Vale. No haga nada de momento, ¿me ha entendido? Quédese en el coche y espérenos. Mi compañero y yo nos pondremos en marcha en el acto. ¿Cuál es la dirección?

—Kastanienallee 25, en Tecklenburg.

—En media hora estaremos allí, ¡y no se mueva hasta que lleguemos! —dijo Charlotte Schneidemann en tono severo.

—De acuerdo —respondió Katrin en voz baja y colgó.

Lanzando un suspiro, se apoyó en el respaldo y empezó a roerse las cutículas del pulgar derecho hasta que se hizo sangre. Entonces se envolvió el pulgar con un pañuelo de papel y volvió a suspirar. Tenía que salir del coche y moverse, de lo contrario se volvería loca.

Se apeó y miró en derredor. A un lado de la entrada del edificio había una pequeña recepción y decidió que iría a hablar con el empleado.

Un hombre entrado en años que llevaba un uniforme gris salió de la portería.

—Buenos días, quisiera ver a Klaus Meyerhof —dijo ella en tono amable, y echó un vistazo a la placa donde figuraba el nombre del portero—. ¿Podría decirme dónde se encuentra, señor Lichter?

El portero asintió.

—¿Ha venido a entregar el pedido? —preguntó.

Katrin reflexionó un instante y después se apresuró a contestar.

—Sí, eso es. Está todo en el coche.

—Ya, pero es que yo a usted no la conozco. Siempre es la señora Bredlich la que viene…

—Hoy no ha podido —dijo Katrin, reprimiendo un suspiro—. No se encontraba bien —añadió, confiando en que el portero no notara el temblor de su voz.

—Oh, espero que no sea nada grave…

—¡No, no se preocupe!

—Bien. ¿Tiene el albarán?

Katrin se asustó. ¿Albarán? Ahora tenía que jugárselo todo a una sola carta.

—Se me ha olvidado —dijo con un carraspeo—. Lo siento, pero no se me ocurrió. Como solo venía como suplente…

Katrin empezó a sudar.

El portero meditó unos momentos.

—De acuerdo, pero ha de enviarme el albarán. Le ruego que no lo olvide.

—¡No se preocupe! —dijo Katrin—. ¿Puedo entregarle las cosas a Klaus?

—Lo siento, eso es imposible.

Katrin frunció el ceño.

—Klaus no se encuentra aquí. Hace un par de días que está en casa de su madre.

—Comprendo —dijo Katrin, pensando con rapidez—. Espero que su estado no haya empeorado…

—No, no, al contario. Al parecer, ambos se irán de vacaciones junto con el hermanito pequeño. Solo aguardan la llegada de los medicamentos y los otros objetos. La señora Meyerhof quiere…

Katrin ya no le prestaba atención. «Con el hermanito pequeño»: Leo, ese tenía que ser Leo. ¡Así que todavía estaba vivo! ¡Era su oportunidad, tenía que reunirse con él, no podía seguir esperando!

Pese a los nervios que la atenazaban, procuró hablar en tono normal.

—También puedo llevarle las cosas a la señora Meyerhof, no es ningún problema…

El portero la contempló.

—De acuerdo —cedió por fin—. ¡Pero no olvide el albarán! ¡Debe traerlo! De lo contrario tendré problemas…

—Desde luego —aseguró Katrin—. Pero no conozco muy bien la zona, hace poco que vivo en Tecklenburg. ¿Podría indicarme el camino?

—Viven en un lugar bastante apartado. Le apuntaré la dirección y usted podrá meterla en el navegador —dijo el portero.

Katrin estaba a punto de decirle que no disponía de GPS, pero cambió de idea. Cogió el papel con la dirección, le dio las gracias y lo guardó en el bolso.

—Oiga, ya sé que usted debe guardar la confidencialidad —dijo Katrin como de pasada—, pero al ver todo lo que encargó la señora Meyerhof, me pregunté qué le pasa al pobre Klaus.

—Es una historia muy triste —dijo el señor Lichter con expresión apenada—. No conozco los detalles, solo sé que el muchacho necesita muchos cuidados, que algo salió mal durante el parto. Al parecer, el culpable es el médico. Pobre muchacho…

Katrin se limitó a asentir y luego se despidió.

—Y por favor, no olvide traer el albarán —gritó el portero a sus espaldas.

—Mañana por la mañana sin falta —contestó Katrin mientras se dirigía al coche. Al tomar asiento tras el volante el corazón le latía aceleradamente.

Ahora solo debía encontrar la dirección. Fuera lo que fuese lo que había hecho su padre, ahora no era momento de pensar en ello. En ese instante su único propósito era encontrar a Leo y, con dedos temblorosos, puso el coche en marcha.

Charlotte hablaba por teléfono mientras Käfer conducía el coche a toda velocidad por la autopista.

—¿Cuándo retiraron la última suma importante? —preguntó, escuchó la respuesta y asintió—. Muy bien, muchas gracias —dijo y desconectó el móvil.

»Un día después de que mataran a la gata Franz Wiesner retiró quince mil marcos de su cuenta.

—¡Qué te parece! Tanja mata a la gata y ejerce tal presión sobre el anciano que este le pagó en el acto —dijo Käfer.

—Lo del animal fue una advertencia —dijo Charlotte—. En el marco roto de la foto de Leo que Luise Wiesner encontró junto a su marido agonizante había huellas dactilares que no logramos identificar. Quizá sean las de Tanja…

—¿Crees que presionó al viejo amenazando con hacerle algo a su nieto?

—Es posible. Fue a su casa, le exigió el dinero, quizás él se negó a dárselo y se pelearon, y entonces tal vez lo amenazó con que algo le pasaría a su nieto si no le entregaba lo que le pedía. En ese punto él le dio la suma y ella lo asesinó.

—Podría haber ocurrido así. Pero una vez conseguido su propósito, ¿por qué iba a secuestrar a Leo? —preguntó el comisario—. Sabemos que trabó amistad con Katrin adrede… ¿Y por qué procuró que esta se enterara de las correrías de su marido?

—Si lo supiera…

Käfer señaló al frente.

—Es allí —dijo y aparcó. Ambos se apearon y miraron en torno.

—Ni rastro de Katrin Ortrup —añadió.

—¡Mierda! —masculló Charlotte y sacó el móvil del bolso—. Pero si le dije que… ¿Señora Ortrup? ¿Dónde está, por amor de Dios? ¿Cómo dice? Apenas la oigo. ¿Dónde está? ¿Oiga?

Charlotte contempló la pantalla meneando la cabeza.

—Ha susurrado no sé qué sobre Leo y ha colgado. Ni idea de dónde está —dijo—. Averigua si pueden localizar el móvil y mientras tanto iré a hablar con el portero; a lo mejor vio algo.

Käfer asintió y Charlotte se dirigió a la portería, se identificó y preguntó:

—¿Ha visto a una mujer joven curioseando por aquí?

El portero negó con la cabeza.

—Lo siento, no puedo ayudarle. La única joven a la que no conocía era una empleada de la farmacia que debía entregar el pedido de las medicinas para Klaus Meyerhof.

Charlotte prestó toda su atención.

—¿Qué aspecto tenía? ¿De estatura media, aspecto deportivo, rubia y con una coleta?

—Sí, de unos treinta años, calculo, quizás un poco más. Quería entregarle los medicamentos a Klaus Meyerhof en su casa, porque en este momento no se encuentra en el centro. Le di la dirección y se marchó en el coche —dijo, frunciendo el ceño—. ¿He hecho algo mal?

—¡No, no! No se preocupe —aseguró ella, procurando sonreír—. Deme la dirección, por favor.

El portero la apuntó en un papel y se lo dio.

—Tenga. ¿Puedo preguntarle por qué busca a Klaus Meyerhof? El pobre muchacho ya lo tiene bastante difícil…

—¿Qué quiere decir? —preguntó Charlotte.

El portero soltó una amarga carcajada.

—Sufre una discapacidad grave desde que nació. Está sentado en una silla de ruedas especial, casi no puede hablar, no puede hacer nada sin ayuda, ni siquiera beber…

—¡La tengo! —gritó Käfer desde el aparcamiento.

Charlotte dio las gracias al portero y echó a correr hacia el coche.

—Hemos localizado su móvil. Debe de encontrarse cerca de…

—De Buchenweg 12 —dijo Charlotte y montó en el coche—. Arranca.

—Ahora mismo —dijo el comisario, tomó asiento y le tendió un papel con una descripción apresurada del camino.

—Espero que no haga nada hasta que lleguemos —dijo Charlotte mientras Käfer abandonaba el aparcamiento y enfilaba la carretera.

—No podrá hacer gran cosa a solas —dijo el comisario.

—Ella no, pero Tanja, sí —replicó Charlotte—. No olvides que ya ha cometido un asesinato y si se siente acorralada…

Käfer se limitó a asentir y aceleró.

Por fin había alcanzado la meta.

Katrin se encontraba ante una gran puerta de hierro forjado. Tras la verja, un largo camino de entrada conducía hasta una casa de la cual solo se divisaba el techo entre los árboles. ¿Qué debía hacer? Acababa de hablar con Charlotte Schneidemann y le había comunicado dónde se hallaba, pero después apagó el móvil temiendo que Tanja la oyera. Confiaba en que la inspectora hubiera entendido sus indicaciones.

Inspiró profundamente varias veces para tranquilizarse; antes había tenido que preguntar el camino en dos ocasiones, y a pesar de ello estaba tan agitada que se había perdido.

La dirección figuraba en un pequeño cartel fijado a la puerta: Buchenweg 12, y por encima aparecían dos nombres: Horst y Anneliese Meyerhof.

¿Serían los padres de Tanja? En ese caso, ¿también estarían allí, tal vez para prestar ayuda a su hija?

Solo había un modo de averiguarlo.

Ni siquiera intentó abrir la puerta: podría chirriar y revelar su presencia.

Katrin dirigió la vista a derecha e izquierda: no se veía ningún coche en la calle. Sin pensárselo dos veces, se encaramó a la puerta de hierro. Entre las hierbas que cubrían el sendero brillaban guijarros lisos de color claro, los mismos que había visto en las imágenes del sitio de Facebook de Tanja.

Esta vez se encontraba en el lugar correcto.

Con mucha precaución, Katrin recorrió el camino de acceso y vio un destartalado cobertizo bajo el cual estaba aparcado un Polo VW de color verde oscuro. Tanja lo había llevado varias veces al parvulario, afirmando que era su segundo coche que solo utilizaba cuando su marido conducía el BMW. Otra de sus innumerables mentiras, tal como Katrin había descubierto.

Junto al Polo había una gran furgoneta amarilla de aspecto relativamente nuevo; en el parabrisas trasero había pegado un cartel de minusválido.

Katrin siguió adelante sin hacer ruido. El camino de entrada giraba ligeramente hacia la derecha y desde allí se veía la casa. Era de madera y parecía una cabaña de guardabosques o un refugio de cazadores.

De pronto Katrin recordó que Tanja había despellejado a Lizzie como una profesional. Si su padre era o había sido cazador, era de suponer que lo había aprendido de él.

Por encima de la puerta colgaba una cornamenta de ciervo a la que parecía faltarle un trozo. A diferencia del camino de acceso, la pequeña casa ofrecía un aspecto cuidado. En las ventanas había macetas repletas de geranios rojos iluminados por el sol. Cortinas almidonadas que bien podían proceder de la última colección de Ikea protegían los cristales de las ventanas y ante la puerta de entrada había un felpudo donde ponía HOTEL MAMÁ.

Katrin se enfadó. ¿Qué se había creído esa? ¿Es que pretendía ser graciosa?

«Contrólate», se dijo: ahora no podía dejarse arrastrar por la emoción, debía conservar la cabeza fría, de lo contrario no lograría su propósito.

Se ocultó tras un grueso tronco y reflexionó. ¿Qué se proponía? En ese momento fue consciente de que en realidad no tenía un plan y que por tanto sería mejor esperar a que llegara la policía. ¿Y si Tanja tenía un arma? Katrin no disponía de nada para defenderse.

Atisbó desde detrás del tronco. ¿Estaría abierta la puerta de entrada? Y en ese caso, ¿qué debía hacer? ¿Entrar y decirle a Tanja: «Devuélveme a Leo»? Katrin salió de su escondite y se deslizó junto a la pared derecha de la casa. En la parte posterior se topó con una gran terraza de suelo entarimado. Una puerta de madera daba a la casa, que tenía una ventana a la izquierda. En la terraza había dos grandes tiestos de girasoles y a un lado una tumbona a rayas blancas y rojas junto a una mesita redonda. En el ángulo derecho, justo en el borde, allí donde unos peldaños daban al jardín, había un gran tonel, quizá para recolectar el agua de la lluvia. Más allá de una pequeña extensión de césped empezaba el bosque.

Katrin se dio cuenta de que no podía huir en esa dirección, pues se perdería con toda seguridad. ¿Qué hacer, entonces? Lo mejor sería regresar a la carretera y aguardar la llegada de los policías en vez de poner a Leo en peligro inútilmente.

Cuando se disponía a echar a andar oyó una voz: era la de Tanja.

—Hemos de ir a la escuela de música. Hoy es el último día y quiero ser puntual.

Katrin se asustó. ¿Y ahora, qué? Avanzó a hurtadillas junto a la pared para poder atisbar el interior a través de la ventana y, temiendo que su respiración la delatara, contuvo el aliento.

—¿Quién quiere una taza de cacao? —oyó decir a Tanja. ¿Cómo sabía que a Leo le encantaba el cacao? Katrin sintió un gran alivio: ¡Por lo visto su hijo se encontraba bien, gracias a Dios!

Se acercó un poco más y, cuando por fin logró ver el interior de la casa el corazón le latía con fuerza y se mordió la mano para no soltar un grito de alegría.

¡Leo! Estaba sentado a una mesa de madera en una sillita y ante él tenía un plato con tarta que él escarbaba con un pequeño tenedor. Un esparadrapo le cubría la frente; quizá se había dado un golpe, pero por lo demás parecía estar sano.

«¡Tarta de cerezas y chocolate! —pensó Katrin—. Pero ¿a qué niño le apetece algo así?».

Durante un instante recordó la vez que tomaron café con Tanja y que ambas se habían burlado de las madres que siempre sabían exactamente qué alimentos podían tomar los niños y cuáles no.

Contemplar a su supuesta amiga en esas circunstancias le resultaba muy extraño. Por una parte era una imagen hogareña en una acogedora cocina…

Katrin cerró los ojos y sacudió la cabeza como si de este modo pudiera destruir esa armónica imagen. ¡Esa escena no tenía nada de hogareño ni de acogedor! ¡Lo que acababa de observar era la peor de las pesadillas!

«Esa mujer jamás fue tu amiga —pensó—. ¡Asesinó a tu padre, secuestró a tu hijo, es tu peor enemiga!».

Frente a Leo, un muchacho de unos diecisiete o dieciocho años estaba sentado en una silla de ruedas especial. Probablemente se trataba de Klaus. Al parecer, sufría una minusvalía grave, los calambres le agitaban el cuerpo, unas férulas le sostenían la cabeza y de su boca manaba la saliva.

Y a su lado estaba sentada Tanja.

Parecía muy normal, serena y relajada. Tal como Katrin la recordaba, ahora también su aspecto era cuidado: llevaba el pelo limpios, los llamativos pendientes y se había maquillado. O bien era una insensata o bien se sentía muy segura.

Tanja cortó un trozo de tarta con un gran cuchillo y procuró que Klaus lo comiera; al tiempo que le quitaba restos de tarta y saliva del mentón, hablaba con Leo.

—Cuando Klaus haya acabado la clase de música, podréis jugar un poco los dos juntos. A lo mejor puedes volver a armar una de esas bonitas figuras de piedra…

—Sí —contestó el niño en voz baja.

Al oír la débil voz de su hijo, Katrin tragó saliva.

—Sabes que no puedes asistir a la clase de música, pero mientras tanto puedes escuchar un CD, ¿vale? Así el tiempo se te pasará más rápidamente.

Leo se echó a llorar.

—En la habitación oscura no…

—Solo será un momento, Leo.

—Quiero ir con mi mamá…

El pequeño lloraba cada vez más.

Como si alguien hubiese pulsado un botón, esa frase acabó con todos los propósitos anteriores de Katrin ¡No, no podía aguardar a que llegara la policía! ¡Debía hacer algo! Lo único que quería era estrechar a Leo entre los brazos, quería recuperar a su hijito, eso era lo único que importaba.

—Ahora yo soy tu mamá —replicó Tanja en tono severo—. Lo sabes, ¿no?

—¡Quiero ir con mi mamá!

—¡Cállate de una vez, Leo! Ya sabes lo que ocurre si no eres obediente…

—¡Pincho no, pincho no!

Leo…

Katrin se agachó y corrió hasta la puerta de la terraza, se detuvo y tomó aliento. ¿Lograría abrirla? Tal vez estuviera cerrada con llave. Daba igual: debía intentarlo.

Se acercó a la hoja, bajó el picaporte y empujó con fuerza. La puerta se abrió y Katrin entró en la cocina trastabillando.

—¡Mamá! —gritó Leo tironeando de la correa que lo sujetaba a la sillita.

Tanja se levantó y la miró fijamente mientras agarraba el gran cuchillo de cocina que estaba encima de la mesa.

—¡Quédate sentado, Leo! —ordenó sin perder de vista a Katrin—. Así que nos has encontrado, quién lo hubiera pensado…

Katrin no le hizo caso. Contempló a Leo y sonrió.

—Todo irá bien, cielo. Mamá está aquí, todo saldrá bien —dijo, tratando de decidir qué hacer. Luego, procurando hablar con mucha tranquilidad, añadió—: Suelta a mi hijo.

La expresión compasiva de Tanja casi parecía auténtica.

—Querida Katrin: tienes que comprender que nunca lo haré. Ahora Leo me pertenece, ¿entiendes? A mí. Tú eres un obstáculo para nuestro futuro. Habría sido mejor que no nos hubieras encontrado, la verdad —dijo lentamente.

Leo no dejaba de tironear de la correa. Klaus también estaba inquieto y agitaba los brazos y las piernas con violencia cada vez mayor.

—Tranquilo, Klausi, no pasa nada —dijo Tanja y le acarició la cabeza—. No te excites, que esta señora se marchará ahora mismo. Para siempre.

Katrin debía ganar tiempo; sospechaba que esa era su única oportunidad. Tenía que conseguir que Tanja siguiera hablando, con la esperanza de que entretanto llegara la policía.

—Creí que eras mi amiga —dijo.

—Pues te equivocaste.

—Pero ¿a qué se debe todo esto? ¿Por qué asesinaste a mi padre? —preguntó Katrin con voz trémula.

Tanja le lanzó una mirada de perplejidad.

—Ah, ¿ya lo sabes? —dijo y soltó una carcajada—. Se lo merecía, créeme. Si alguien se lo merecía era él.

—¿Era el padre de él? —preguntó Katrin, dirigiendo la mirada hacia Klaus.

Tanja resopló.

—¿Estás de broma? ¿Crees que me acostaría con un viejo? ¡No, por amor de Dios!

—Él… ¿te violó?

—¡No!

—¡Entonces explícame por qué! ¡Explícame de una vez por qué has hecho todo esto! ¡Tengo derecho a saberlo! ¡Dime por qué! —gritó Katrin y las lágrimas se deslizaron por su rostro.

—¡Mamá, mamá! —gritaba Leo entre sollozos. Katrin sintió que se le rompía el corazón porque todavía no podía abrazarlo.

—¡Deja de llorar! —chilló Tanja y luego contempló a Katrin con expresión sosegada—. No tienes ningún derecho, tu familia ha perdido todo derecho.

—Quiero comprender. Explícamelo, te lo ruego.

Tanja dirigió la mirada a Klaus. De pronto pareció entristecerse, pero enseguida tomó aire.

—En esa época la consulta de tu padre era el único lugar al que podían acudir las chicas con problemas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Katrin con expresión irritada—. Sé que en el pasado ayudaba a las mujeres de la calle sin cobrar, pero eso fue hace mucho tiempo. ¿Qué relación guarda con todo esto?

—¡Dios mío, pero qué ingenua eres! —dijo Tanja, riendo con ironía—. Sin cobrar… Eso suena muy altruista. Sí, al principio solo acababa con los embarazos no deseados de las putas, pero después se dio cuenta de que los abortos ilegales suponían un magnífico negocio, en la época en la que aún estaba vigente el artículo 218. En aquel entonces, una situación como esa era un enorme problema…, y un gran negocio, sobre todo para tu padre. Entonces eso de atender a las putas llegó a su fin y cualquiera que dispusiera de la suficiente cantidad de dinero en efectivo podía pasar por su consulta después del horario de visita.

Era como si el suelo temblara bajo sus pies: así que de ahí provenía todo el dinero que entraba en su casa. Y por eso su padre acudía tan a menudo a la consulta por las noches: para realizar abortos ilegales.

—Con ello quizás ayudó a innumerables mujeres que se encontraban en un apuro —musitó Katrin y recordó los cuidados que su padre le prodigó cuando estaba embarazada, lo mucho que se ocupó de ella.

—Es posible —admitió Tanja en tono amargo—. Pero a mí me destruyó la vida. Yo solo tenía dieciséis años y no sabía qué me estaba ocurriendo. Acudí a su consulta para una revisión rutinaria y de pronto él me soltó que estaba de veinticuatro semanas, así, sin más.

—En ese caso, ya era demasiado tarde para practicarte un aborto.

—No si eres el doctor Franz Wiesner —replicó Tanja—. Dijo que mi hijo sería un discapacitado grave, a duras penas capaz de vivir. Que me lo quitaría, dijo, que solo había de darle cinco mil marcos y que entonces todas mis preocupaciones desaparecerían. Que nadie se enteraría… —añadió con los ojos llenos de lágrimas—. Así que una noche de mayo fui a su consulta. A pesar de la época hacía un frío que pelaba y él ni siquiera consideró necesario encender la calefacción. Creí que me lo quitaría… ¡y un cuerno! Lo que hizo fue recetarme un medicamento y a los pocos días sufrí unas contracciones muy dolorosas. No tenía ni idea de lo que me esperaba, jamás olvidaré esos dolores. Tu padre dijo que eso era normal, que el feto no lo soportaría, que saldría muerto y que entonces todo habría pasado…

Tanja se secó las lágrimas con además furibundo.

—Pero no fue así. Mi Klaus quería vivir, no quería morir, respiraba, incluso gritaba con voz débil. Así que tu padre lo dejó encima de la mesa. Morirá enseguida, dijo. Y allí se quedó durante horas, en esa habitación helada. Pero no murió, ¡sencillamente no murió! No despegué la vista de mi hijo, mi hijo al que yo quería matar pero que quería vivir a toda costa. Ya era mucho más de medianoche cuando por fin me llevó a una clínica con el niño. Se limitó a dejarme en la entrada y me advirtió que dijera que había sufrido un parto prematuro, así los de la clínica me ayudarían. Klaus permaneció en la unidad de cuidados intensivos durante semanas, pero lo logró. Sobrevivió al aborto.

Tanja, con el maquillaje corrido, volvió a acariciar la cabeza de su hijo.

—Graves daños posnatales, me dijeron en la clínica. Si tras el parto lo hubieran introducido en una incubadora de inmediato, no habría sufrido una minusvalía tan severa. Nunca. Y si no hubiese interrumpido el embarazo… —dijo Tanja, tragando saliva—. Esa es la obra de tu padre. ¡Míralo bien, para que jamás olvides la clase de demonio que era ese hombre! —dijo y depositó un beso en la frente de Klaus—. Lo siento mucho, cariño, muchísimo…

Katrin estaba como paralizada.

—¡Dios mío! —fue lo único que atinó a decir.

—No, esa noche Dios no estaba presente —replicó Tanja en tono amargo—. Quedé estéril debido al aborto; mi sueño de formar mi propia familia se había ido al garete y solo tenía diecisiete años.

—Pero él te prestó ayuda económica… —adujo Katrin con voz apagada.

—Estupendo, ¿verdad? Después de amenazarlo con denunciarlo por fin accedió a ayudarnos. Pero mil euros mensuales más la insignificante suma para los cuidados especiales… ¿hasta dónde crees que podía llegar con ello? ¿De verdad crees que podría haber pagado el cuidado de Klaus en una institución como esa? No. Las deudas se acumulaban, mi herencia, la casa de mis padres, incluso esta vieja cabaña de cazadores… Todo pertenece al banco. Y entonces tu padre cerró la consulta y con toda seriedad me dijo que en el futuro no podría seguir pagando. Que su pensión no era tan abundante y que Klaus ya era mayor. ¿Qué se había creído? ¡Ahora es cuando empiezan los auténticos problemas! ¿Cuánto crees que cuesta una silla de ruedas especial como esa? ¡He de negociar por cada artículo suplementario! Y la mayoría tampoco resultan aprobados…

—Tú lo asesinaste…

—¡Era el castigo que se merecía!

—¿Quién eres tú para juzgarlo? ¿Por qué no lo denunciaste? Habría sido sometido a un juicio y habría recibido un castigo justo.

Tanja rio.

—Una bonita fantasía. ¿Quién me habría creído, después de tantos años?

Katrin no contestó.

—Además, un juicio jamás habría proporcionado justicia a Annabell —añadió Tanja en voz baja.

—¿Annabell…?

—Era mi mejor amiga… ¿Y sabes dónde nos conocimos? ¡Precisamente en la sala de espera de tu padre…! —dijo Tanja soltando una carcajada irónica—. El cabrón de tu marido le había pasado el dato…, de lo contrario se hubiese ahorrado todo aquello…

Con el cuchillo en la mano, Tanja se dirigió a la estantería y cogió una caja.

—Tu padre le quitó el bebé. Estaba de cinco meses, y era una niña completamente sana. La pequeña no sobrevivió al aborto. Annabell se la llevó de la consulta; tu padre se alegró de no tener que encargarse de deshacerse del bebé muerto…

Las lágrimas volvieron a bañarle las mejillas, pero esta vez no las secó.

—Enterró a su hijita en el bosque y unos días después se ahorcó en el mismo lugar.

—¡Qué horror…! —murmuró Katrin, tragando saliva—. Ahora comprendo por qué odiabas a mi padre. Pero ¿por qué secuestraste a Leo? —añadió dirigiendo la mirada a su hijo, que había dejado de llorar y parecía escuchar con mucha atención.

Tanja se encogió de hombros.

—Eso forma parte del castigo.

—¿Qué quieres decir?

—Poco antes de caer en coma, él creyó que yo sería incapaz de apagar su vida, que seguiría viviendo a través de sus hijos, de ti, de Leo. Entonces solté una carcajada y le dije que eso nunca sucedería. Que me encargaría de que su nieto lo olvidara con rapidez y que su hija nunca más sentiría alegría. ¡Tendrías que haber visto su cara de espanto! —exclamó Tanja, riendo.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Esas fueron las últimas palabras que había oído su padre antes de perder el conocimiento. Murió sabiendo que había arrastrado a su familia al abismo.

—Querías destruir a mi familia… —dijo Katrin en tono apagado.

Tanja jugueteó con el cuchillo.

—Tu padre me lo arrebató todo… ¿y sabes qué me dio a cambio? ¡Tu ropa vieja! No, me negaba a que vosotros siguierais viviendo como si tal cosa. Como una familia feliz.

—¿Y ahora qué piensas hacer? —preguntó Katrin—. Porque supongo que no pasarás el resto de tu vida escondida en esta cabaña de cazadores, ¿verdad?

—¡Claro que no! —contestó Tanja riendo burlonamente—. Mañana por la mañana nos iremos y nadie podrá impedirlo. Ni siquiera tú.

Entonces su risa se apagó.

Katrin comprendió que el momento de las palabras había pasado.

—Bien. Ahora comprendo por qué lo has hecho —dijo, obligándose a hablar en tono sosegado—. Y siento mucho todo el sufrimiento que tuviste que soportar, de verdad. Pero ahora cogeré a Leo y me marcharé, y tú no lo impedirás.

Katrin dio un paso hacia Leo y este empezó a tironear de la correa en el acto.

Tanja alzó el cuchillo y negó con la cabeza.

—Nadie irá a ninguna parte —declaró fríamente.

En ese preciso instante, Leo logró soltarse.

—¡Mamá, mamá! —chilló, agitándose de un lado a otro en la sillita. Katrin quiso correr hacia él, pero Tanja se interpuso.

—¡Ni lo intentes! —aulló.

La sillita se agitaba cada vez más y por fin cayó al suelo. Leo se golpeó la cabeza, pero al parecer no se hizo daño, porque se puso de pie de inmediato, echó a correr, pasó junto a Tanja y alcanzó a su madre.

—¡Mamá, mamá!

—¡Leo!

Katrin lo alzó en brazos y lo estrechó contra su pecho.

—¡Ahora todo saldrá bien, cielo! —dijo, sollozando.

Entonces vio que Tanja se ponía en movimiento, alzaba el cuchillo y se acercaba lentamente.

Katrin se volvió con la rapidez de un rayo, echó a correr hacia la terraza y luego siguió en dirección al camino de entrada. Allí depositó a Leo en el suelo y lo cogió de la mano.

—¡Corre lo más rápido que puedas! —gritó.

Echó a correr a lo largo del sendero arrastrando a su hijo. ¡Nunca más volvería a separarse de él, nunca más! Llegarían al final del camino y se ocultarían en el bosque… ¿Y después? Quería pensar, pero un zumbido ocupaba su cabeza.

—¡No iréis a ninguna parte! —rugió Tanja.

Katrin echó un vistazo por encima del hombro: Tanja ganaba terreno. En su mano brillaba el cuchillo. Tenía que alcanzar el camino, de lo contrario estaban perdidos.

—¡Deteneos! ¡No lo lograréis!

La gran puerta de hierro forjado estaba cada vez más cerca. Por fin la alcanzó y agarró el picaporte… ¡Pero la puerta estaba cerrada con llave!

—¡Date prisa, te ayudaré a encaramarte! —dijo y alzó a Leo.

—¡Mamá, mamá!

Ella lo sostuvo al otro lado y después lo soltó.

—¡Corre, Leo! Te seguiré.

—¡Mamá! —la llamó Leo, quien se puso de pie y le lanzó una mirada asustada.

Katrin se encaramó a la puerta y alzó una pierna por encima del travesaño.

—¡Corre, cariño! —jadeó—. Haremos una carrera, ¿vale? ¡Allí, detrás de los árboles está el vendedor de helados! ¡Corre! El primero que llegue…

Con mirada brillante, Leo echó a correr.

De pronto la asaltó una idea: ¿y si pasaba un coche…? Contuvo el aliento. Leo… gracias a Dios: había alcanzado el otro lado del camino. Ella intentó pasar la otra pierna por encima de la puerta… pero no pudo: se le había enganchado la pernera.

—Mierda… —exclamó y miró hacia atrás. Tanja estaba a escasos metros y su rostro se había convertido en una máscara diabólica.

Katrin tironeó del pantalón pero no logró soltarse. Volvió a dirigir la mirada hacia su hijo y una cálida sensación de alivio y agradecimiento la invadió al ver que sus cabellos rubios desaparecían detrás de los arbustos.

De pronto se sintió completamente tranquila. Se había acabado. Leo estaba a salvo…

El dolor en la espalda era ardiente y punzante; después perdió el conocimiento.

—¿No acabamos de pasar por aquí? —preguntó Charlotte y señaló una casa situada a la izquierda del camino—. Creo que ya la he visto.

—Pues yo no —contestó Peter, que conducía a toda velocidad.

—¡Estamos tardando demasiado, maldita sea! Espero que no lleguemos demasiado tarde. Tengo un mal presentimiento.

—Lo principal es que no haga nada ella sola —dijo Käfer, pero no parecía muy convencido.

—Esperemos que no…

En ese instante Peter pisó el freno con violencia y el cinturón de seguridad se clavó en el vientre de Charlotte. El coche patinó, acabó atravesado en la carretera y se detuvo a pocos centímetros de un árbol.

—¿Qué pasa? —preguntó Charlotte, que se había puesto muy pálida.

—¡Allí delante! —gritó Käfer en tono agitado, indicando la carretera—. Allí hay algo. Un niño ha cruzado la carretera. ¡Podría ser Leo! ¡Se ha metido en el bosque allí, a la izquierda!

El comisario se apeó del coche, seguido de Charlotte.

—¿Estás seguro? A lo mejor era un cervatillo…

—¡No, no, era un niño! ¡Venga, vamos!

—¿Leo? ¡Leo! —gritó Charlotte—. Hemos venido a ayudarte, queremos llevarte a casa, no tengas miedo. ¿Dónde estás, Leo?

Charlotte se abrió paso entre los matorrales, sin reparar en las espinas que le arañaban los brazos.

«¿Dónde se habrá metido? —pensó—. ¿Habrá seguido corriendo o se habrá ocultado en alguna parte?».

—¡Sal, Leo! ¡Somos la policía, ya no has de esconderte! —gritó Käfer.

Pero el niño no dio señales de vida. Por lo visto estaba tan asustado que no se atrevía a salir. Pero lo más importante era que estaba en libertad, así que Katrin Ortrup había encontrado a Tanja y liberado a su hijo. Pero si el niño vagaba por el bosque, ¿dónde estaba la madre? Charlotte se temió lo peor.

—Pide refuerzos —le dijo a Käfer mientras seguía abriéndose paso a través del sotobosque—. Si realmente es Leo, entonces Katrin Ortrup se encuentra en un grave peligro.

Mientras Käfer llamaba a los colegas, Charlotte se preguntó qué podía hacer para que Leo saliera de su escondrijo.

—Siempre llevas algún dulce contigo, ¿verdad? —preguntó.

Käfer metió la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo un paquete de caramelos masticables.

—Toma. Son los últimos.

Charlotte cogió el paquete y avanzó unos pasos.

—Soy Charlotte, Leo. Tu mamá me enseñó tu osito de peluche, ese que lleva una corbata. Y el osito me dio unos caramelos para ti. Dijo que eran los que más te gustaban. ¿Es verdad?

Charlotte se llevó el índice a los labios para indicar a Käfer que se quedara quieto. Prestó atención y procuró vislumbrar algo entre la espesa vegetación. Al cabo de un rato oyó un rumor de ramas rotas.

—¿Mi osito? —preguntó de pronto la angustiada voz de un niño.

Leo debía de estar muy cerca, pero no lograba verlo.

—¿Qué pasa? ¿Quieres el caramelo ahora mismo, o un poco más tarde?

Durante un momento reinó el silencio en el bosque; solo se oía el gorjeo de las aves.

—Ahora —dijo la voz infantil.

Entonces un niño pequeño de cabellos rubios apareció desde detrás de un arbusto.

Leo.

—Verdes…, quiedo los vedes.

—A mí también me gustan los verdes —dijo Charlotte y se sentó en el suelo. Käfer permaneció de pie detrás de ella—. Espera, que busco uno.

Abrió el paquete, extrajo un caramelo verde y se lo tendió a Leo, que lo cogió y se lo metió en la boca.

—¿Te habías escondido? —preguntó ella.

Leo asintió.

—¿Dónde está tu mamá?

—Con Tanja —respondió Leo—. Mamá vendrá seguida. Quedemos id con vendedor de helados; mamá dijo que etaba aquí, en bosque.

—Con el vendedor de helados, muy bien —dijo Charlotte, sonriendo—. ¿Y dónde está Tanja?

—Allí delante —dijo Leo y señaló la carretera.

Charlotte le dio otro caramelo; luego se puso de pie, cogió al niño de la mano y ambos se dirigieron al coche.

—¡Mamá… allí! —dijo Leo, alzando el brazo e indicando el otro lado de la carretera.

—¿Te refieres a esa gran puerta? —preguntó Charlotte.

Leo asintió.

—¡Lo has recordado muy bien! ¡Como un auténtico policía! —dijo Charlotte y le acarició la cabeza.

Leo adoptó una expresión orgullosa.

—Ahora iremos a casa en el coche —dijo ella—. ¿Qué te parece?

—¿Y mamá…? —preguntó Leo.

—Vendrá con nosotros, ¿vale?

Leo sonrió de oreja a oreja.

—¿Dónde están los refuerzos? —murmuró la inspectora, dirigiéndose a Käfer.

—Vienen de camino.

—¿Por qué tardan tanto? —masculló y marcó el número de Thomas Ortrup; este contestó tras el primer timbrazo.

—¿Señor Ortrup? Vamos a buscar a su mujer. Todo está bien. Aquí hay alguien que quiere hablar con usted… —dijo y le pasó el móvil al niño.

—Papá…

—Ahora has de escucharme muy bien, Leo, ¿de acuerdo?

Charlotte se agachó y lo contempló con expresión seria. Esos ojos azules y resplandecientes… le recordaban a Stefan, su hermanito menor. Él también la había contemplado así, atento y curioso con sus grandes ojos redondos.

Estaban a unos cincuenta metros de distancia del camino de acceso, ocultos tras unos grandes arbustos. Entretanto, Käfer había dejado el coche en un sendero del bosque para que no se viera desde la carretera.

Los refuerzos aún no habían llegado, pero no podían seguir esperando: tenían que entrar en la casa y rescatar a Katrin Ortrup. Pero ¿qué harían con Leo mientras tanto?

—Escúchame bien, Leo. Mamá todavía está con Tanja. El señor alto y yo entraremos en la casa y buscaremos a mamá, porque ambos queréis ir a casa juntos, ¿no?

Leo asintió.

—¿Y Klausi? —preguntó.

—También nos lo llevaremos —dijo, y volvió a acariciarle la cabeza—. ¿Puedes describir a Klausi?

—Él no puede caminad. Siempre se mueve.

—¿Está en una silla de ruedas? —preguntó Charlotte.

—Sí.

—Vale. Ahora te daré el paquete de caramelos y puedes comértelos todos…, pero no de golpe, ¿vale? Iremos a buscar a mamá y mientras tanto tú esperarás en el coche.

—¿Mamá…? —dijo Leo, a punto de echarse a llorar.

—No tengas miedo, Leo, no tardaremos mucho. Seguro que cuando volvamos todavía no te habrás comido todos los caramelos. Vendremos con tu mamá. ¿De acuerdo?

Leo volvió a mirarla con sus grandes ojos.

Charlotte se esforzó en pensar algo y de repente se le ocurrió una idea.

—Ven, te enseñaré una cosa. —Lo cogió de la mano y echó a andar.

Käfer salió a su encuentro.

—¡Date prisa! Estamos perdiendo demasiado tiempo.

Ella asintió y regresó al coche. De pronto Leo se detuvo.

—No quiero entrar ahí…

Charlotte señaló la luz azul del techo del coche.

—¿Vigilarás la sirena mientras nosotros no estamos aquí?

Leo asintió. Charlotte abrió la puerta del acompañante, el niño montó en el coche y ella le tendió la sirena azul.

—Pero no te escapes, ¿me oyes? Has de prometérmelo —insistió ella.

Leo no reaccionó, solo clavó la mirada en la luz.

—¿No sería mejor que lo encerráramos? —susurró Käfer.

Charlotte reflexionó, pero luego negó con la cabeza.

—No. No quiero presionarlo más, ya ha sufrido demasiado.

—Los colegas están al tanto; se encargarán de él en cuanto lleguen —dijo Käfer.

—¿Y eso cuándo será?

Käfer se encogió de hombros, luego se volvió y se abrió paso entre los matorrales. Charlotte lo siguió y ambos cruzaron la carretera agazapados y se detuvieron junto al muro al lado de la puerta. Käfer se asomó y trató de abrirla: estaba cerrada con llave. Ella asintió y ambos se encaramaron a la verja.

Charlotte se detuvo al ver los guijarros. Metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó la piedra que había encontrado en la guardería y se la mostró al comisario.

—La encontré en la taquilla de Leo —susurró.

—Son iguales, así que Tanja debió de traerlos de aquí —dijo Käfer.

—No podría haber encontrado un regalo más anodino para granjearse su confianza. A los niños de la edad de Leo les encantan las piedras, las coleccionan y las cuidan como si fueran un tesoro.

—Tanja no dejó nada al azar.

Mientras avanzaban a lo largo del camino de entrada al amparo de los árboles ambos desenfundaron las armas.

De pronto Käfer la cogió del brazo y señaló el suelo. Un líquido rojo y espeso formaba un pequeño charco, era sangre.

Käfer aguzó la mirada: más allá había sangre en una piedra. La huella ascendía a lo largo del camino.

Entonces descubrieron rastros en la tierra. Al parecer, habían arrastrado a alguien y los talones habían dejado esa huella.

Charlotte se temió lo peor. ¿Habían llegado demasiado tarde? Unos metros más allá el rastro desaparecía.

—A partir de este punto cargaron con la víctima —dijo en voz baja.

Käfer asintió.

Se acercaron a la casa sin hacer ruido. A la izquierda, bajo un cobertizo, había dos vehículos aparcados: un pequeño Polo verde y una furgoneta amarilla con un cartel de minusválido pegado en el parabrisas posterior. Charlotte se preguntó si Tanja actuaba en solitario. ¿Y si tenía un cómplice? Daba igual, ya era demasiado tarde para aguardar la llegada de los refuerzos.

Käfer le hizo una señal y ambos se separaron: Charlotte se colocó a la izquierda de la puerta de entrada, Käfer a la derecha.

Todo estaba en silencio.

Antes de que pudieran pensar qué hacer, la puerta se abrió y una mujer salió.

Charlotte sostuvo el aliento. ¡Tanja! ¡Tenía que ser ella! Los pendientes…

El primero en reaccionar fue el comisario, quien dio un paso adelante y alzó la pistola.

—¡Alto, Brigada de Investigación Criminal de Münster! ¡Queda usted detenida!

La mujer dio un respingo, luego se volvió apresuradamente y volvió a entrar, pero antes de que pudiera cerrar la puerta Käfer lo impidió con el pie.

—¡Se ha acabado!

La mujer intentaba cerrar la puerta desde dentro, pero el comisario logró abrirla. Entonces ella dejó de empujar y la puerta golpeó contra la pared con gran estrépito. Tanja huyó por pasillo hasta una habitación, seguida de cerca por Käfer y Charlotte.

—¡Alto!

La mujer se detuvo y se volvió lentamente.

—¡Las manos en la nuca y póngase de rodillas!

La mujer jadeaba, pero no se movió. Por fin esbozó una sonrisa torcida.

—¿Es usted Tanja Meyerhof? —preguntó Charlotte.

—¿Por qué quiere saberlo?

—¡Responda!

—¿Y qué si lo fuera?

—¿Dónde está Katrin Ortrup? —preguntó Käfer.

—¿Cómo quiere que lo sepa? —contestó Tanja—. Hace tiempo que no la veo.

—No me diga. ¿Y qué hay de Alecto? ¿De la poesía? ¿Del SMS?

Tanja se mordió el labio inferior.

—No tengo ni idea de qué me habla.

—Por favor —dijo el comisario—, deje de hacerse la inocente. Sabemos que usted asesinó a Franz Wiesner y que secuestró a Leo Ortrup. —Hizo una pausa—. Por cierto: el niño está a salvo. ¿Es que se le escapó? ¿Quería ir a buscarlo?

Tanja apretó los labios.

—¡Hable de una vez! ¡Solo está empeorando su situación! —exclamó Charlotte en tono enérgico.

En ese instante oyeron unos sonidos confusos e ininteligibles que parecían surgir de la habitación de al lado. ¿Qué eran? ¿Se trataba de Katrin Ortrup? ¿Estaría maniatada y amordazada y por eso no podía hablar con claridad? Charlotte notó que Tanja se ponía nerviosa y que dirigía la mirada a una puerta situada a la derecha.

—¿Quién está ahí dentro? —preguntó Käfer.

Tanja tragó saliva.

—Mi hijo —respondió por fin—. Debo ocuparme de él inmediatamente.

Quiso dirigirse a la puerta, pero Charlotte le cerró el paso y la apuntó con la pistola.

—Usted no irá a ninguna parte antes de decirnos dónde se encuentra Katrin Ortrup —dijo en tono sereno.

Los sonidos apagados que surgían de la habitación contigua eran cada vez más perentorios.

—¡Mi hijo está enfermo! Sufre un ataque, por favor, déjeme ir con él.

Charlotte y Käfer intercambiaron una mirada. ¿Y si todo fuera un truco? ¿Y si tenía un arma oculta en la otra habitación?

—Ma-ma-ma…

Por fin Charlotte dio un paso a un lado, Tanja abrió la puerta y se dirigió a la otra habitación seguida de Charlotte y Käfer.

Una silla de ruedas especial ocupaba el centro del cuarto y un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años estaba tendido en ella. Su cuerpo se agitaba, las lágrimas manaban de sus ojos, la saliva goteaba de su boca y no dejaba de balbucear:

—Ma… ma… ma…

Tanja se inclinó sobre él, le apartó los cabellos empapados de sudor de la frente y procuró tranquilizarlo.

—Todo está bien, cariño. No te excites, todo vuelve a estar bien.

—Díganos dónde está Katrin Ortrup y entonces un médico podrá ocuparse de su hijo —dijo Charlotte.

Tanja se volvió y soltó una carcajada.

—¿Y qué podría hacer ese médico? Ningún médico del mundo puede ayudar a mi hijo.

Charlotte empezó a perder la paciencia.

—¡Díganos de una vez dónde está Katrin Ortrup! De lo contrario nos veremos obligados a…

—¿Qué hará si empujo la silla de mi hijo fuera, lo meto en el coche y me largo? ¿Acaso me disparará?

Charlotte dio un paso adelante.

—Usted no se llevará a su hijo a ninguna parte, señora Meyerhof. Lo dejaremos al cuidado de la Agencia de Protección de Menores y después lo ingresarán en una residencia, aunque me temo que no será una tan bonita como la que ocupó hasta ahora.

—¡No puede hacer eso! —chilló Tanja.

—A veces las residencia públicas no están en buen estado… —siguió Charlotte, suspirando—. Escasez de personal, en fin, ya sabe… Por eso de vez en cuando han de sujetar y administrar tranquilizantes a los enfermos, aunque eso no resulta agradable, desde luego…

La agitación de Klaus iba en aumento. Sus espasmos eran tan intensos que la silla de ruedas empezó a temblar y él dirigió una mirada asustada a su madre.

«Muy bien», pensó Charlotte, puesto que eso era exactamente lo que se había propuesto: ninguna madre podía soportar la mirada aterrada de un niño indefenso.

Tanja se puso muy pálida.

—Le haré una proposición —dijo Charlotte—. Usted nos dice dónde está Katrin Ortrup y yo me encargaré de que Klaus pueda permanecer en su entorno habitual, donde conoce a los cuidadores y se siente a gusto.

—¡Klaus se quedará conmigo! —espetó Tanja—. Nadie podrá separarnos, ¿comprende? ¡Nadie!

Charlotte negó con la cabeza.

—Por última vez: si nos dice dónde está Katrin Ortrup, su hijo podrá regresar a su residencia habitual. De lo contrario, lo ingresarán en una estatal. ¿Es eso lo que usted quiere? ¿Quiere despedirse de él? No es necesario que le diga que nunca volverá a ver a su hijo… Usted decide…

A Charlotte le disgustaba recurrir al muchacho enfermo para presionar a la madre, pero no le quedaba alternativa. Era posible que Katrin Ortrup estuviera gravemente herida y luchando por su vida. No había tiempo que perder.

—¿Es que no ve lo que le está haciendo al muchacho? —gritó Tanja—. ¡Lo está asustando! ¡Déjelo en paz, maldita sea!

—Lo haré, en cuanto me diga dónde está Katrin Ortrup.

—Ma… ma… ma…

—¡Nadie nos separará! —repitió Tanja con los ojos llenos de lágrimas, que se secó con gesto enérgico—. ¡Nadie! —chilló. Se abalanzó sobre Charlotte y trató de arrebatarle el arma.

Charlotte trastabilló hacia atrás, tropezó con una silla y perdió el equilibrio. Procuró apoyarse en la pared, pero el arma cayó de su mano.

Tanja la cogió y apuntó a la inspectora.

De pronto sonó un disparo.

Durante una fracción de segundo el tiempo pareció detenerse; el silencio era absoluto.

Entonces Tanja se desplomó.

Charlotte dirigió una mirada aterrorizada a Käfer, que en ese momento bajaba la pistola lentamente. Un segundo después la inspectora se abalanzó sobre Tanja, que yacía en el suelo.

—¡No! ¡Mierda, no! ¡No se muera! ¡Usted no puede morir!

Tanja tenía los ojos abiertos. La sangre manaba de su boca y su respiración se convirtió en un jadeo.

—¿Dónde está Katrin Ortrup? ¡Dígamelo! —gritó Charlotte.

Pero Tanja ya no reaccionaba, el estertor de la agonía se apoderó de ella y su cabeza cayó a un lado.

Tanja había muerto y se había llevado el secreto del paradero de Katrin a la tumba.

Lo primero que notó fue el sabor a tierra, fresco y mohoso. Tenía la pierna tensa, la recorría un picor y era como si estuviera cubierta de lodo.

Intentó abrir los ojos… ¿o quizá ya estaban abiertos? La oscuridad era tan absoluta que no lograba ver nada. ¿Dónde estaba?

Respirar suponía un esfuerzo, como si le faltara el oxígeno. «Me asfixiaré», pensó de pronto. Quiso gritar, pero no pudo.

Cualquier movimiento le producía un dolor insoportable en la espalda, como los pinchazos de miles de diminutas agujas; le dolían los pulmones como si inspirara fuego.

«No pierdas la calma, has de quedarte tranquila —se dijo—. Concéntrate».

¿Dónde estaba? Tanteó el suelo con los dedos: estaba tendida en unas estrechas tablas de madera; junto a su cuerpo estaban húmedas, pero más allá se volvían secas. Húmedas. Además percibía un olor metálico… y se asustó: solo podía ser la sangre que se derramaba de su cuerpo.

Siguió tanteando las tablas con mucho cuidado: entre una y otra palpó tierra y pequeños guijarros, y un poco más allá sus manos encontraron una resistencia: paredes de tierra apisonada que se elevaban verticalmente, atravesadas por maderas en posición vertical. Pese al tremendo dolor, procuró alzar la cabeza. Nada. Jadeando, volvió a bajarla y tanteó hacia arriba. De repente, a unos treinta centímetros por encima de su cabeza, sus manos chocaron contra algo duro: más tablas de madera, pero entre estas no había huecos como debajo de ella y a los costados… Por eso todo estaba tan oscuro… ¿Dónde estaba? ¿Encerrada en una caja de madera y enterrada? ¿Y ahora, qué?

Casi no pudo respirar al comprender dónde estaba.

Estaba tendida en un ataúd, enterrada viva.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. No, no podía ser, ahora no podía morir. Leo… ¡Leo la necesitaba! Se rozó el vientre con las manos. ¡Y su bebé! Tenía que vivir…

Katrin trató de reflexionar. Tanja solo le había causado una herida en la espalda, el cuchillo no le afectó el vientre, pero ¿durante cuánto tiempo resistiría el embrión la pérdida de sangre? ¿Y cuánto tiempo resistiría ella?

Si lloraba consumiría aún más oxígeno, así que procuró respirar lenta y regularmente. Pero solo lo logró durante unos segundos; luego se sintió invadida por el pánico y empezó a temblar.

—¡Auxilio! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Auxilio!

Pero su voz ya era demasiado débil. Aporreó las maderas con los puños, arañó las tablas con desesperación hasta romperse las uñas, pero sabía que el sonido era demasiado débil. Ya no le quedaban fuerzas. Nadie la oiría.

Se asfixiaría lentamente… ¿Estaría consciente? ¿Se daría cuenta de que se estaba muriendo? Quizás antes moriría desangrada. En cierta ocasión había leído que cuando una persona se desangraba sentía un cansancio cada vez mayor hasta que por fin se quedaba dormida.

Una profunda pena se apoderó de ella. Moriría, su hijo aún no nacido moriría. ¿Y Leo? Se obligó a albergar la esperanza de que había logrado escapar.

Lo vio correr a través del bosque, rápido como una gacela… Sí, él era así, era capaz de correr tan rápido que a menudo le costaba darle alcance. ¡Y cuánto le gustaba esconderse! Leo… ¡Era tan valiente! ¡No era un miedica, como había dicho Thomas! Thomas… A él tampoco volvería verlo… ¿Qué sería de su marido sin ella…?

Volvió a acariciarse el vientre por última vez y después sus manos se deslizaron a un lado. Entonces notó la presencia de algo duro en el bolsillo del pantalón. Tardó un rato en comprender qué era, pero de pronto su corazón dio un brinco: aún tenía el móvil.

Lo sacó del bolsillo y lo abrió. Funcionaba, no se había quedado sin batería, pero al contemplar la pantalla su última esperanza se derrumbó: no había cobertura. Ni siquiera el reloj seguía funcionando.

01.01.01, 00:00 horas. Era lo único que aparecía en pantalla.

Katrin reflexionó apresuradamente y de repente tuvo una idea. A lo mejor aún no había acabado todo, quizá le quedaba una última oportunidad y, presa de la excitación presionó las teclas.

Configuración… Tono teclado… Melodías… No, melodías no. Volumen: eso era lo que necesitaba.

Aumentó el volumen al máximo.

¡Te lo suplico, Señor, haz que el volumen sea lo bastante alto! ¡Haz que alguien lo oiga!

Después marcó Aceptar.

Charlotte salió a la terraza y miró alrededor. A la izquierda de la puerta de la terraza había una mesita y una tumbona; más atrás, a la derecha, allí donde se bajaba al jardín, había un tonel con agua de lluvia. A través de la ventana abierta de la habitación pequeña surgía una melodía. Había puesto un CD en el reproductor, confiando en que la música tranquilizaría a Klaus; al parecer tuvo éxito, puesto que sus gritos ahogados se volvieron menos sonoros.

¿Habría tenido tiempo Tanja de cavar una tumba? Difícilmente. Entre la última llamada de Katrin Ortrup y el encuentro con Leo no podían haber transcurrido más de cuarenta y cinco minutos.

Charlotte caminó de un lado a otro con pasos inquietos que resonaban en el suelo de madera. ¿Y si Katrin estaba tendida en alguna parte del bosque que empezaba justo detrás del terreno? Los árboles crecían tan juntos que parecían formar una pared impenetrable. En cuanto llegaran los refuerzos tendrían que iniciar la búsqueda: ella sola no lo lograría.

Cuando se disponía a abandonar la terraza se detuvo con expresión irritada. Algo había cambiado. Se volvió, regresó y luego volvió a acercarse al borde de la terraza: de pronto el sonido de sus pasos dejó de ser apagado…

—¡Peter! ¡Ven, date prisa! —gritó—. ¡Sé dónde está!

Su colega salió precipitadamente de la casa.

—¿Dónde?

Charlotte frunció el ceño y alzó la mano.

—¡Calla un momento! ¿Qué es esa musiquilla?

Oyó una débil melodía, algún ritmo moderno…

—¿Y yo qué sé de canciones infantiles? —dijo Käfer.

—¡No, no, no es el CD! ¿No lo oyes? —gritó Charlotte. Se puso de rodillas, se inclinó y apoyó la oreja contra las tablas—. ¡Procede de abajo! ¡Esa melodía…! No es la primera vez que la oigo… Es un móvil, Peter, ¡es el móvil de Katrin Ortrup!

—¡El tonel! —exclamó Peter, echando a correr. Por suerte estaba casi vacío, así que logró apartarlo de un tirón.

Por debajo había unas tablas sueltas. Ambos se pusieron de rodillas y las apartaron…

«Demasiado tarde. Es demasiado tarde», fue lo primero que pensó Charlotte.

Ante ellos yacía Katrin Ortrup, pálida como la muerte, con la boca muy abierta y los ojos cerrados.

Solo tras inspirar profundamente, la inspectora notó que temblaba como una hoja. Se inclinó hacia delante y apoyó los dedos en la arteria carótida de Katrin. Después cerró los ojos y aguardó.

De pronto una sonrisa le iluminó el rostro.