8
Leo estaba sentado en el cajón de arena jugando tranquilamente, muy concentrado mientras trataba de formar y decorar una tarta con sus pequeños moldes. Volvía a llevar su camiseta de Barrio Sésamo. Estaba muy sucia, era urgente que ella la lavara.
—¡Ven, Leo, hemos de ir a casa! —gritó, pero él no reaccionó—. ¡Leo!
El niño cortó un trozo de su tarta y lo depositó en un platito de plástico. De pronto una mujer se acercó y se arrodilló a su lado. Leo le ofreció el platito con una sonrisa y la mujer fingió que probaba un bocado. El pequeño sonreía de oreja a oreja.
—¡Leo, Leo! —Ella quería acercarse a él para abrazarlo y echó a correr tan rápido como pudo, pero no lograba avanzar.
La mujer cogió a Leo en brazos y lo estrechó contra su pecho. Después se volvió lentamente y sonrió.
Era Tanja…
Katrin despertó sobresaltada y, confundida, miró en torno. ¿Dónde estaba? Ah, sí: en su habitación de niña. En casa, con sus padres… con su madre. Estaba bañada en sudor, el camisón estaba empapado. Inspiró hondo. No pasaba nada, solo se trataba de una pesadilla, una maldita pesadilla.
Volvió a tenderse en la cama; de repente sintió frío y se cubrió con la manta hasta el cuello, clavó la mirada en la oscuridad e intentó volver a conciliar el sueño, pero los pensamientos que rondaban por su cabeza se lo impidieron.
Cuando el comisario y la inspectora se hubieron marchado le dijo a Thomas que regresara a casa: aunque estaba dispuesta a perdonarle, ello no significaba que quisiese volver a vivir con él bajo el mismo techo, por no hablar de compartir la cama. Además, no quería dejar sola a su madre, sumida en la más absoluta confusión tras la llegada del mail y la noticia de la futura exhumación. Por suerte su madre había tomado un somnífero, porque de lo contrario lo más probable era que ella tampoco lograra dormirse.
Tanja… ¿Qué clase de mujer era? ¿Qué estaba haciendo con Leo? ¿Lo maltrataba? ¿Pagaba su rabia con él? ¿Era posible que incluso lo hubiera…? No quería seguir esa línea de pensamiento. Tanja, esa mujer con la que había pasado tantas horas en el parque infantil, esa mujer con la que había tomado café y que la había abrazado para consolarla por la muerte de su padre, no podía ser una asesina. No. Le parecía inimaginable y tampoco quería imaginárselo. ¿Y si trataba a Leo con afecto? ¿Y si Leo confiaba en ella? ¿Y si ahora la consideraba su madre? ¿Y si ya no la echaba de menos? No: tampoco quería pensar en eso, porque en ese caso también habría perdido a Leo para siempre.
Katrin suspiró, se giró en la cama y echó un vistazo al reloj: eran las cuatro y cuarto. Lo mejor sería seguir durmiendo un poco más, pero ¿cómo lograrlo? En ese preciso instante oyó un ruido que provenía de la puerta principal, muy suave pero inequívoco, como si alguien manipulara el buzón. ¿Se trataría de su madre recogiendo el periódico? Pero a esas horas de la madrugada aún no lo habrían traído, ¿verdad? Además, su madre debía de estar profundamente dormida.
Katrin se incorporó, aguzó el oído en medio de la oscuridad y volvió a oír el mismo tintineo.
Se levantó sin hacer ruido y se asustó cuando el suelo de madera crujió bajo sus pies. Abrió la puerta y se deslizó al pasillo iluminado por la luna.
—¿Mamá? —llamó en voz baja, pero no obtuvo respuesta.
Se acercó a la ventana de puntillas y miró al exterior. Desde allí se veía el tramo de calle situado delante de la casa. De pronto vio que una figura recorría el camino de losas y contuvo el aliento, presa del pánico. ¿Quién sería? Era una persona que llevaba un largo abrigo con capucha; no cabía duda: alguien se había acercado a la puerta principal. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Telefonear a la policía? ¿Llamar al móvil de Charlotte Schneidemann? Descartó ambas opciones: el intruso habría desaparecido mucho antes de que la policía se presentara.
Entonces una esperanza se abrió paso en su cabeza. ¿Y si era Tanja? ¿Y si esa mujer había comprendido que actuaba injustamente y había llevado a Leo a casa? ¿Y si su hijo aguardaba ante la puerta…?
Entonces oyó el motor de un coche que se ponía en marcha y arrancaba.
—¡Leo! —gritó, echó a correr a lo largo del pasillo y tropezó escaleras abajo.
Abrió la puerta y se estremeció cuando notó que una brisa suave le acariciaba el rostro.
—¿Leo?
Katrin parpadeó, salió a la calle y a la luz de la luna miró alrededor.
—Leo —susurró en tono ahogado—. ¿Dónde estás?
Cuando se disponía a volver a entrar, su mirada se posó en el buzón. Un sobre acolchado sobresalía de la abertura; Katrin lo cogió y lo examinó. En la cara anterior había una pequeña etiqueta mecanografiada donde ponía: «Saludos de Leo». Katrin abrió el sobre con manos temblorosas y examinó el interior.
—¿Qué es esto…? —musitó mientras examinaba el contenido. Era algo blando y de color celeste… Una camiseta estampada con los personajes de Barrio Sésamo… Leo tenía una igual… Era su favorita…, y estaba manchada de sangre…
Cansada y muerta de frío, Charlotte Schneidemann permanecía junto a la tumba observando la excavadora, que quitaba la tierra y la depositaba a un lado formando un montículo que aumentaba de tamaño.
—Por desgracia no podemos hacerlo más tarde, porque los primeros visitantes llegan a partir de las siete de la mañana —dijo en tono amable el joven empleado del cementerio, que la había acompañado hasta la tumba—. Imagínese qué ocurriría si sacáramos el féretro junto a una viuda que llora la muerte de su marido…
Charlotte se esforzó por sonreír, aunque no podía quitarse de la cabeza la llamada de Katrin Ortrup, quien, entre sollozos, le informó de que alguien había dejado la camiseta de Barrio Sésamo de Leo en el buzón de su madre.
—Está cubierto de manchas de sangre…
Después lo único que oyó Charlotte fue un llanto asfixiado.
No quiso molestar a Bernd, pero él se despertó de todas formas y, con expresión preocupada, la observó mientras ella se aseaba y se vestía. Pero no le hizo preguntas, gracias a Dios. Charlotte fue directamente a la casa de la madre de Katrin Ortrup y se hizo cargo de la camiseta con el fin de que la examinaran…
Un golpe sordo la sacó de su ensimismamiento: la pala de la excavadora había alcanzado el féretro. El conductor retrocedió unos metros, saltó al interior de la fosa y siguió excavando con una pala.
Charlotte lo miró con expresión distraída. ¿Por qué la secuestradora de Leo había dejado su camiseta en el buzón? ¿Qué pretendía con eso? Aún no había pedido un rescate, así que la camiseta no suponía una medida de presión para conseguir el dinero con mayor rapidez. Al parecer, quería que los padres comprendieran que eran completamente impotentes.
El único interés de esa tal Tanja parecía consistir únicamente en torturar a Katrin y Thomas Ortrup, aunque Charlotte todavía ignoraba el motivo. Tenía que haber uno, puesto que se había atrevido a salir de su escondrijo para depositar el paquete con la camiseta en el buzón. Aun cuando el peligro de ser descubierta a las cuatro de la mañana no era muy grande, había supuesto un acto arriesgado, teniendo en cuenta que la casa podría haber estado bajo vigilancia. ¿O acaso Tanja sabía que la policía no custodiaba la casa? ¿Y por qué había optado por dejar el paquete en el buzón de Luise Wiesner en lugar de acudir al de los Ortrup? ¿Es que Tanja había observado los movimientos de Katrin y Thomas Ortrup en secreto, incluso con satisfacción? ¿O es que alguien le informó de que Katrin Ortrup se había trasladado a la casa de su madre? Pero en ese caso, ¿quién? ¿Thomas Ortrup? ¿Tenía él algo que ver con la desaparición de su hijo?
Charlotte se restregó los ojos. Al menos ahora sabía que Tanja no se había marchado al extranjero. ¿Y la sangre de la camiseta? Si efectivamente era de Leo, debía partir de la base de que el niño estaba herido… o incluso tal vez muerto.
No, pensó Charlotte moviendo la cabeza: eso no encajaba con el perfil de Tanja. Había dedicado semanas en granjearse la confianza de Katrin Ortrup y finalmente había secuestrado a su hijo. Si lo único que quería era matar a Leo habría actuado de otra manera.
Era como si sobre ese caso planease una maldición, como si Tanja nunca dejase una huella. A excepción del representante, nadie había informado de haber visto al niño de la foto que se publicó en los diarios. Y ello pese a que habían depositado grandes esperanzas en que alguien hubiese visto por casualidad al pequeño de rizos rubios apeándose de un coche en compañía de una mujer que llevaba pendientes llamativos y desaparecía en el interior de una casa, o cualquier otra cosa por el estilo…
Charlotte sabía que para unos padres no había nada peor que ignorar el destino que había corrido su hijo. Si un niño era encontrado muerto tenían la oportunidad de despedirse de él y llorarlo, y en algún momento aprender a vivir con su dolor. Pero cuando un niño desaparecía y los padres jamás averiguaban qué le había ocurrido… Eso debía de ser como una tortura eterna. Durante su vida profesional, Charlotte se había topado con una situación semejante en dos ocasiones y en ambas le resultó muy difícil admitir ante sí misma que no podía prestar ayuda a esos padres.
—Ya está —dijo el empleado del cementerio.
Charlotte asintió con un gesto y se quedó observando mientras el conductor de la excavadora pasaba unas gruesas cuerdas a través de las asas del féretro, se aseguraba de que las cuerdas estuvieran bien sujetas y salía de la tumba. Luego el hombre volvió a sentarse en la excavadora, que dirigió hacia la fosa, y sin apagar el motor bajó de nuevo de la máquina para sujetar el otro extremo de la cuerda a una argolla de metal fijada a la pala. Tomó de nuevo los mandos, izó el féretro y lo depositó en un remolque unido a un pequeño tractor. Finalmente montó en el tractor y se alejó con bastante lentitud.
Charlotte y el empleado lo siguieron en silencio. No cabía duda de que la imagen del féretro manchado de arcilla recorriendo el cementerio —por encima del cual empezaba a salir el sol— resultaba extraña. En general, solo se veían féretros limpios y cubiertos de flores seguidos de un número variable de deudos. Charlotte tenía la sensación de estar haciendo algo prohibido.
El empleado se despidió de ella ante el depósito de cadáveres. Allí ya aguardaba un vehículo de los forenses que trasladaría los restos mortales de Franz Wiesner hasta el Departamento de Patología. Charlotte le mostró los documentos necesarios al conductor y después montó en su vehículo para seguir al coche fúnebre.
Nunca lograría acostumbrarse al olor que la envolvió al entrar en el laboratorio de medicina forense. No se trataba tanto de la nauseabunda mezcla de desinfectantes y formol: lo que resultaba difícil de soportar era el extraño hedor de la muerte, dulzón y putrefacto al mismo tiempo. Era lo único que quedaba de un ser humano: una hediondez insoportable.
Charlotte entregó los documentos al patólogo, aguardó a que abrieran el féretro y se despidió con rapidez.
—Después la llamaré, ¿de acuerdo? —dijo él.
—Gracias.
Charlotte se alegró de abandonar el laboratorio forense. La aguardaba una reunión con los informáticos y tuvo que confesarse a sí misma que el mundo muerto de la técnica le resultaba mucho más agradable que el mundo muerto de los seres humanos.
Al llegar a la comisaría de policía se topó con Peter Käfer.
—Estaba a punto de llamarte por teléfono; se trata de la sangre encontrada en la camiseta.
—¿Y? ¡No me tengas en vilo!
—Es sangre de gato.
—¡¿Qué?!
—Has oído bien. Puede que pertenezca a la gata despellejada descubierta en el jardín de los Wiesner.
—Entonces también hemos de comprobar las denuncias por maltrato a los animales. Muchos criminales primero dan vida a sus fantasías torturando animales antes de atacar a seres humanos —dijo Charlotte.
Ambos se dirigieron a su despacho.
—Sí, aunque nunca he entendido a qué se debe —dijo Käfer, tomando asiento en su silla. Encima del escritorio reposaba una bolsa de papel llena de bollos.
—Está relacionado con el poder —explicó Charlotte—. Mediante este tipo de actos, el culpable siente que quien está al mando es él, no la víctima.
—Entonces, si esa Tanja es una maltratadora de animales, ¿significa eso que ella también sufrió malos tratos en el pasado?
Charlotte asintió.
—Es así en casi todos los casos. La única pregunta es la siguiente: ¿qué tipo de maltrato sufrió? ¿La golpearon? ¿Abusaron sexualmente de ella? Quizá quien cometió el abuso fue Franz Wiesner, o tal vez Thomas Ortrup. Incluso puede que fuera una mujer…
—Primer punto: el ordenador de Carmen Gerber estaba absolutamente limpio. Ninguna búsqueda sospechosa, ninguna foto, nada —informó el especialista del departamento de informática—. Y el mail fue enviado desde un móvil, que después probablemente fue destruido.
—¿Cómo sabéis que fue destruido? —preguntó Käfer.
—Probablemente destruido —lo corrigió su colega—. En general, un móvil con acceso a Internet dispone de una función GPS, pero como resulta imposible localizar ese móvil es de suponer que ha sido destruido, quemado o arrojado a un río. Es lo que suele ocurrir en el crimen organizado: compran un móvil en un mercadillo, mejor si viene con una tarjeta de prepago, llevan a cabo sus asuntos y luego lo destruyen. Es casi una medida estándar entre los delincuentes.
—Habría sido demasiado bonito si hubiésemos obtenido una dirección IP —dijo Charlotte, suspirando.
—Sí, claro, y también el nombre y la dirección… —replicó el informático, sacudiendo la cabeza—. A veces tenéis unas pretensiones…
Entonces sonó el móvil de Charlotte.
—Lo siento —dijo y salió al pasillo seguida de Peter.
—¿Y cuál podría ser el origen de las punciones? —preguntó la inspectora mientras se dirigía a su despacho, asintiendo de vez en cuando con la cabeza—. Comprendo. Le ruego que me llame en cuanto sepa algo más. Gracias.
»Era el forense —dijo, poniendo punto final a la conversación—. Hay indicios de una intervención externa.
—Me lo temía —murmuró Peter, quien abrió la puerta y se dirigió a su escritorio—. ¿Cómo ocurrió?
—Aún no lo saben con exactitud, pero han descubierto una punción entre los omóplatos. De momento es seguro que alguien inyectó algo a Franz Wiesner.
—¿Qué le inyectaron? —preguntó él.
—Por desgracia en este punto las cosas se complican —explicó Charlotte—. Los primeros test no arrojaron ningún resultado, excepto que no se trata de un veneno común. No recibiremos los resultados de un examen toxicológico más detallado hasta dentro de unos días, pero nuestro doctor no se habría convertido en jefe del departamento forense si no fuera capaz de pensar por sí mismo. Resulta que los pinchazos son casi imperceptibles a simple vista e incluso difíciles de ver con una lupa.
—¿Y eso qué significa?
—Que fueron realizados con una aguja muy delgada, de esas que normalmente sirven para poner inyecciones subcutáneas.
Peter se encogió de hombros, pero después se golpeó la frente con la palma de la mano.
—¡Diabéticos! —exclamó.
—Exactamente. Eso también encajaría con los calambres y el coma en el que cayó Franz Wiesner. Claro que resultará muy difícil demostrar que le inyectaron insulina, porque tras la muerte se ponen en marcha procesos de descomposición que alteran el nivel de glucosa en sangre. Pero por suerte el cadáver todavía está tan bien conservado que lograron encontrar fluido ocular y analizarlo.
Käfer expresó su repugnancia con un gesto.
—Por favor, ahórrame los detalles de la autopsia, a menos que sean imprescindibles. Me apetece comer algo dulce…
—Sin embargo, no podremos demostrar que Franz Wiesner fue asesinado mediante una inyección de insulina. Es muy improbable que el examen toxicológico proporcione pruebas científicas que puedan sostenerse en un juicio.
—¿Y eso qué significa?
—Que quizás haya sido insulina, pero que no podremos demostrarlo al cien por cien.
Peter se rascó la nuca con aire pensativo.
—Pero todo encaja bastante bien —murmuró—. ¿Cuánto tarda en morir una persona sana tras recibir semejante inyección?
—Ese tipo de coma hipoglucémico se produce con bastante rapidez, sobre todo si antes la víctima ha ingerido una comida abundante. Según los forenses, no tarda ni diez minutos.
—Insulina… —dijo Peter, reflexionando—. Si Tanja es diabética no tendría ningún problema para conseguirla.
—En efecto.
—¿Hemos recibido alguna respuesta de los grupos de autoayuda?
—Aún faltan algunos, pero estamos en ello día y noche —contestó Charlotte—. Entre los que han llamado hasta ahora, ninguno ha reconocido a la mujer de la foto. Todavía faltan un par de respuestas, pero de momento no parece que Tanja asistiera a esa reunión de los grupos de autoayuda como paciente.
—Si fuera médica o enfermera también podría conseguir fácilmente la insulina —dijo él—. Pero ¿dónde y cuándo se la inyectó a Franz Wiesner? Y sobre todo, ¿por qué?
Charlotte se dirigió al rotafolio y escribió «Franz Wiesner».
—Según las declaraciones, se quedó solo durante un par de horas. Su mujer estaba ausente. Poco después de que ella regresara se presentaron Katrin Ortrup y Leo.
—Sí, eso fue lo que nos dijo.
—Y también nos dijo que su padre estaba muy pálido y parecía enfermo, incluso antes de que encontraran el cadáver de la gata —dijo Charlotte.
—¿Quieres decir que…?
—Que sabía que algo terrible había ocurrido.
Charlotte trazó un círculo en torno al nombre y lo golpeó con el rotulador.
—Creo que Franz Wiesner es el eje de todo el caso. Él era el principal objetivo de Tanja —dijo y junto a las palabras «Franz Wiesner» escribió «venganza» en mayúsculas.
—Ahora solo hemos de averiguar por qué Tanja quiere vengarse —dijo Käfer.
—Puede que haya sido una víctima de Franz Wiesner. Violación, abuso…
—Eso explicaría el ataque al gato y posteriormente a él mismo, pero ¿por qué secuestrar a Leo? ¿Y por qué intentar destruir el matrimonio de los Ortrup?
—A lo mejor guarda una relación con la foto del cadáver. Quizás exista un oscuro secreto de familia —dijo Charlotte en tono pensativo—. Supongo que tendremos que mantener otra exhaustiva conversación con Luise Wiesner y Katrin Ortrup.
—Pero primero comeré algo —dijo Käfer.
Charlotte puso los ojos en blanco y en ese preciso instante sonó el móvil de su compañero.
—¿Qué pasa? —preguntó él en tono malhumorado. Luego escuchó y asintió con la cabeza.
—Bien. ¿Y la dirección? —preguntó. Apuntó algo en un papel y se lo tendió a Charlotte mientras colgaba—. Los informáticos han encontrado al antiguo propietario del club Alecto. Esa es su dirección.
Menos de diez minutos después ambos detuvieron el coche ante la casa de Henry Lanz. Era un chalet adosado venido a menos y bastante necesitado de una reforma.
—Ese no parece haber ganado mucho dinero con su local —murmuró Käfer mientras se acercaban a la puerta.
Después de llamar dos veces al timbre un hombre robusto de aspecto desaliñado y de unos cincuenta años abrió la puerta. Tenía el cabello grasiento y su albornoz de color claro estaba mugriento.
—¿Henry Lanz? —preguntó Käfer.
—Herbert Lanz. Hace años que he dejado de llamarme Henry.
—Soy el comisario Käfer, de la Brigada de Investigación Criminal, y esta es mi compañera Charlotte Schneidemann.
—¿Qué desean? —preguntó Lanz en tono de pocos amigos.
—Queríamos hacerle unas preguntas.
—¿Por qué?
—Se trata de la época en la que usted aún era el propietario del club Alecto.
—Ha pasado mucho tiempo desde entonces —replicó Lanz con un deje amargo.
El hombre se volvió y avanzó por un estrecho pasillo. Charlotte y Käfer intercambiaron una breve mirada, luego lo siguieron y cerraron la puerta detrás de ellos. Una densa nube de humo de cigarrillos y aire viciado los envolvió.
—Tal como ya le dije por teléfono, investigamos el caso de un niño desaparecido —empezó Käfer cuando se encontraron en la sala de estar. Lanz no los invitó a tomar asiento.
«¿Dónde habríamos de sentarnos?», pensó Charlotte: el sofá y los sillones estaban ocupados por periódicos y prendas de vestir, mientras que la mesa estaba cubierta de botellas de cerveza vacías.
—En el pasado el padre del niño frecuentaba su local —dijo Käfer.
—Pero si hace quince años que lo cerramos… —alegó Lanz.
—Sin embargo, puede que usted recuerde algo —intervino Charlotte, quien le mostró el retrato robot de Tanja—. ¿Conoce a esta mujer? ¿Le suena de algo? Tal vez ella también era una cliente.
Herbert Lanz contempló la imagen y se hurgó la nariz.
—Ni idea —dijo por fin, devolviéndole el retrato a Charlotte—. Pero los pendientes sí que los conozco. Annabell tenía unos así.
—¿Annabell? —Charlotte se puso alerta—. ¿Quién es?
—Era una de mis camareras.
—¿Está seguro?
—Completamente. Los llevaba todos los días, mejor dicho, todas las noches. Por eso los clientes solían llamarla «Fresita». Eran rojos y brillantes, parecían fresas.
—¿Aún mantiene contacto con esa Annabell? —preguntó Käfer—. ¿Dónde podemos encontrarla? ¿Cuál es su nombre completo?
—Se apellidaba Rustemovic. Annabell Rustemovic, y podrá encontrarla en el cementerio de Mauritz. Se ahorcó a principios de los años noventa, pobrecilla. En el bosque; permaneció colgada de un árbol durante casi dos meses antes de que la encontraran. Era verano, así que ya se imaginará cuánto quedaba de ella.
—La muerta de la foto —dijo Charlotte en tono meditabundo.
—Sí, es muy posible —convino Käfer y volvió a dirigirse a Lanz—. ¿Sabe por qué se quitó la vida?
—No. No notamos nada. De todos modos, era muy reservada y poco comunicativa. Tal vez tuvo algún desengaño amoroso…
—¿Sabe si tenía parientes? —preguntó Charlotte.
Lanz negó con la cabeza.
—Los padres eran muy devotos y jamás aceptaron que su hija se suicidara, por eso regresaron a Rusia; eran alemanes oriundos de Rusia, ¿sabe? No tengo ni idea de qué se hizo de ellos.
—¿No tendrá por casualidad una foto de Annabell?
—Es posible. Un momento…
Herbert Lanz abrió la puerta de un armario y rebuscó entre un montón de papeles. De pronto sostuvo una foto amarillenta en la mano donde aparecía rodeado de sus empleados ante la barra del club Alecto. La joven de los pendientes en forma de fresa ocupaba el centro. Llevaba el cabello oscuro severamente recogido, lo cual realzaba la delgadez de su rostro. Llevaba los labios pintados de un rojo intenso, a juego con el color de los pendientes. Entre sus colegas masculinos la mujer parecía menuda y grácil. Sonreía a la cámara con expresión alegre.
—¿Le dice algo el nombre Thomas Ortrup? —preguntó el comisario.
—Nunca lo he oído —respondió Lanz y cuando Charlotte le mostró una foto, también negó con la cabeza—. El local se llenaba de estudiantes todas las noches, así que por más que quisiera no podría recordar a un cliente en particular.
Charlotte asintió. Le pidió la antigua dirección de Annabell Rustemovic y luego se despidió de Lanz.
El comisario y la inspectora permanecieron ante la casa, sumidos en sus pensamientos. Ella inspiró profundamente. «¿Cómo es posible que alguien viva en medio de tanta porquería?», se preguntó.
—El asunto de los pendientes no es una casualidad —dijo Käfer—. Annabell y Tanja… Ha de existir algún vínculo entre las dos.
—Vale, iré adonde vivía esa mujer. A lo mejor logro averiguar algo más. ¿Me dejas en la comisaría?
—Sí. Y yo iré a ver a Luise Wiesner. De paso, le preguntaré por esa misteriosa Annabell.
Ambos montaron en el coche.
—Pero primero tengo que comer un bocado…
Muy pálida, Luise Wiesner escuchó las palabras de Käfer sobre las sospechas del forense. Su hija estaba sentada a su lado y le cogía la mano.
—Los calambres y el coma son un resultado directo de la inyección de insulina —dijo el policía finalmente—. Para nosotros es de suma importancia reconstruir los diez minutos previos a que su marido sufriese el colapso, porque en ese intervalo es cuando sin duda se produjo el ataque. Por favor, intente describir qué sucedió aquel último día. ¿Dónde se encontraba usted?
Luise Wiesner soltó un sollozo. Aunque se esforzó por hablar con claridad, Käfer apenas comprendía lo que decía.
—Yo… solo fui un momento a la panadería —dijo—. Y cuando regresé Franz yacía en el suelo temblando y ya era incapaz de hablar.
—Bien. Así que el ataque se produjo mientras usted estaba fuera. ¿Sabe si su marido esperaba una visita, si debía encontrarse con alguien?
La señora Wiesner hizo un movimiento negativo.
—Solo con una colega de ustedes, pero no sé si estuvo aquí. En todo caso yo no la vi.
Käfer le lanzó una mirada sorprendida.
—¿Una colega? No comprendo.
—He olvidado su nombre, pero sí recuerdo que llamó por teléfono para anunciar su visita. Dijo que se ocupaba de los casos de maltrato a los animales y quería hablar con Franz acerca de lo que le había sucedido a Lizzie. Afirmó que pertenecía al Departamento de Protección de Animales o algo por el estilo.
De pronto el comisario se puso alerta.
—La policía de Münster no dispone de ningún departamento de protección de animales.
Durante unos instantes reinó el silencio.
—Entonces seguro que fue Tanja —intervino Katrin y se cubrió la boca con la mano—. ¿Esa mujer asesinó a mi padre? ¿La misma que ha secuestrado a Leo?
Luise Wiesner se echó a llorar.
—¡Dios mío, cuando llamó por teléfono le dije a qué hora solía despertarse Franz de la siesta y le comenté que yo no estaría en casa, pero que si venía podría hablar con él…! —exclamó, sollozando—. Dejé entrar a una asesina, cuando ella… ¡Dios mío!
Käfer esperó hasta que ella se tranquilizó un poco.
—¿Dónde encontró a su marido?
—En la sala de estar. Estaba tendido en el suelo…
—Así que él le abrió la puerta porque creyó que era una agente de policía —dijo el comisario, pensando en voz alta—. Si hubiese sospechado que podía ser peligrosa, quizá no lo hubiera hecho. Puede que ella empezara por entablar una conversación con él y en algún momento le revelara su verdadera identidad. Entonces su marido debió de comprender que corría peligro. Los pinchazos en la espalda indican que él se volvió. Tal vez pretendía huir o al menos abandonar la habitación con rapidez.
—¿Cree que mi padre sabía el peligro que corría? —preguntó Katrin Ortrup, horrorizada.
—No lo sé, pero todo indica que su padre quería alejarse. En tal caso podemos llegar a la conclusión de que se dio cuenta del peligro que suponía esa mujer.
—¿Te dijo algo cuando regresaste, mamá? —preguntó la señora Ortrup.
Pero su madre negó con la cabeza.
—Ya no era capaz de reaccionar.
—Pero a lo mejor aún era capaz de escribir algo.
—Enviaré a un colega para examinar las huellas —dijo Käfer—. Por desgracia, ya ha pasado bastante tiempo desde la muerte de su marido, así que probablemente las huellas hayan desaparecido; de todos modos lo intentaremos.
Käfer dirigió la mirada a una vitrina sobre la que reposaban diversas fotos de la familia, todas con marco de plata. En una de ellas aparecía Leo en brazos de su abuelo. El niño lo abrazaba y reía.
Käfer se puso de pie para coger la foto y en ese momento reparó en que el cristal estaba roto.
—Una bonita imagen… —comentó—. ¿Cómo se rompió el cristal?
—El marco estaba en el suelo, junto al cuerpo de mi marido —dijo Luise Wiesner—. Debió de arrastrarlo al caer.
Käfer sacó una bolsa de plástico del bolsillo y guardó la foto.
—Haré examinar el marco en busca de huellas dactilares.
—Está claro que mi padre conocía a Tanja —dijo Katrin, volviendo a tomar la palabra—. No existe otra posibilidad.
—¿Cómo iba a conocer a una mujer como esa? —preguntó Luise Wiesner—. ¡Es absurdo! Solo se vio involucrado en el asunto por casualidad.
—¡No es absurdo, mamá! —replicó su hija en tono mordaz—. ¡Piensa, por favor! —añadió en tono más conciliador—. Primero Tanja mata a Lizzie y después aparece por aquí. ¡Tenían que conocerse! La cuestión es: ¿dónde? Tal vez mantenían una relación.
Al contemplar a su madre Katrin se mordió el labio inferior. Luise Wiesner dejó de llorar y su rostro enrojeció de ira, o tal vez de vergüenza.
Käfer se inclinó ligeramente hacia atrás.
«Interesante», pensó, observando atentamente a ambas mujeres. Una amante no habría logrado presentarse ante la señora Wiesner como policía; debía de existir otra clase de conexión. Sin embargo, la hija no tardó ni un segundo en creer que su padre había sido infiel. ¿Se debería a lo que sabía de su propio marido? ¿O es que hacía tiempo que sospechaba que su padre no era trigo limpio?
—¿Cómo puedes hablar así de tu padre? —le recriminó Luise Wiesner en tono severo—. ¡Que tu marido sea un mujeriego no significa que tu padre también lo fuera!
Katrin le sostuvo la mirada.
—Papá a menudo asistía a congresos y sabes tan bien como yo que le encantaban las fiestas —dijo en tono firme—. Era un hombre muy alegre…
—¡Pero eso no significa que tuviera una amante! ¡Y encima una tan joven, de la misma edad que su hija! Eso es totalmente absurdo —exclamó Luise Wiesner en tono airado—. Nuestro matrimonio era muy feliz.
Su hija le lanzó una mirada pensativa.
—Hasta hace unos días, yo también habría puesto la mano en el fuego por Thomas, habría jurado que nunca me engañaría.
La joven se dirigió a Käfer.
—A decir verdad, me parece imposible que mi padre tuviera algo que ver con Tanja, no era su tipo, era demasiado joven. A menudo decía que le resultaba vergonzoso que un famoso entrado en años apareciera en público con una muchacha joven. Le parecía repugnante.
—Me temo que muy pocos hombres reconocerían haber tenido una aventura —replicó el comisario.
«Así que ahora retrocede», pensó.
—Es posible. No es que descarte que tuviera un lío, pero no con Tanja… Después de cenar, mi padre regresaba al consultorio con bastante frecuencia…
De pronto se le ocurrió una idea.
—¿Y si se tratara de la madre de Tanja? —apuntó Katrin en voz baja y sin mirar a nadie.
—¿Quiere decir que Tanja podría ser su hermanastra? —insistió Käfer.
—Sí.
—¡No digas tonterías! —exclamó Luise Wiesner, quien se puso de pie y se alisó la falda.
—¡Se trata de Leo, mamá! —gritó Katrin Ortrup con desesperación—. ¡Hemos de tener en cuenta todas las posibilidades!
—Tu padre se revolvería en la tumba si te oyera —dijo su madre—. ¿Cómo te atreves a pensar eso?
—¿Qué hacía en la consulta por las noches? ¡No creerás que solo se dedicaba a revisar cuentas…!
—¿Tiene alguna pregunta más, señor comisario? —replicó Luise Wiesner en tono digno—. De lo contrario me gustaría retirarme. Quisiera descansar un poco.
—Por supuesto —asintió Käfer—. Solo una pregunta más: ¿conocen a esta mujer? —preguntó y les mostró la foto del club Alecto—. Se trata de la mujer del centro, la que lleva esos pendientes poco corrientes. Se llama Annabell Rustemovic. ¿Les dice algo ese nombre?
Luise Wiesner negó con la cabeza.
—¿Quién es? —preguntó Katrin—. Tanja llevaba unos pendientes como esos.
—Todavía ignoramos el vínculo entre Rustemovic y la secuestradora —contestó Käfer.
—Si eso es todo, me retiro —dijo Luise Wiesner. Se puso de pie y abandonó la sala con la cabeza gacha.
El comisario aguardó hasta quedarse a solas con Katrin Ortrup.
—Comprobaremos el ADN; entonces sabremos con bastante rapidez si su padre también era el padre de Tanja.
—Si realmente es mi hermanastra… —dijo Katrin tras reflexionar un instante—… ¿de qué nos sirve ese dato en cuanto al asunto de Leo?
—De mucho. Porque entonces tendremos una buena oportunidad de descubrir a un pariente de la secuestradora. Tal vez a su madre o a otros hermanos.
Katrin Ortrup se limitó a asentir con la cabeza.
Cuando el comisario jefe Käfer se hubo ido, ella se acercó a la ventana y, mientras lo observaba alejarse en su coche, pensó:
«Si Tanja es hija de mi padre y él sabía de su existencia e incluso quizá la conocía personalmente, entonces puede que alguien estuviera al tanto del asunto. Tal vez no fuera un miembro de la familia, sino alguien muy próximo a mi padre, alguien que pasaba mucho tiempo con él. Una persona que posiblemente lo conocía mucho mejor que su mujer o que yo, su hija».
En ese caso, solo podía tratarse de una persona.
Katrin decidió ir a visitar a Margarethe Brenner, la auxiliar que había trabajado en la consulta de su padre durante más de treinta años.
Tal como se temía, Charlotte no encontró a nadie. En la dirección que les había proporcionado Herbert Lanz se elevaba un edificio bastante nuevo con tiendas y una oficina de correos.
Decidió dirigirse a casa de Thomas Ortrup para interrogarlo acerca de la misteriosa Annabell.
Charlotte condujo a lo largo de la Ratsstrasse y desde lejos vio a Ben jugando en la acera con un perro. Se acercó y detuvo el coche.
—¡Kinski, Kinski! —gritó el niño alegremente y le arrojó una pelota a un perro peludo.
—¡Hola, Ben!
—¡Hola! —dijo el niño y volvió a arrojar la pelota—. ¡Busca, Kinski!
—Oye, Ben, no debes hacer eso. La pelota puede ir a la calle y es demasiado peligroso.
—¡Pero Kinski siempre la atrapa! La pelota no va a la calle. Kinski tiene cuidado.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó Charlotte con una sonrisa.
—En el jardín.
—Ven, iremos a buscarla. Entonces podrás seguir jugando con el perro en el jardín, ¿vale?
Aparcó el coche y se apeó. Entró en el jardín con Ben mientras Kinski correteaba entre ambos, ladrando.
La señora Weiler estaba sentada en la terraza detrás de la casa, un ordenador portátil reposaba en la mesa ante ella.
—Hola, señora Weiler —dijo Charlotte—. Ben estaba jugando con el perro en la calle y pensé que…
La señora Weiler alzó la vista y frunció el ceño.
—¿Cuántas veces te he dicho que no juegues con Kinski en la calle, Ben?
—Pero Kinski…
—¡No protestes! ¡Os quedáis en el jardín!
Ben se puso de morros y desapareció con el perro entre los arbustos.
—Gracias —dijo la señora Weiler—. A veces este diablillo hace lo que le viene en gana. ¿Quiere tomar asiento? —añadió, indicando una silla.
Charlotte aceptó la invitación.
—¿Hoy se queda en casa?
La señora Weiler arqueó las cejas.
—En realidad debería estar en el bufete, pero esta tarde la nueva niñera tuvo que ausentarse —dijo con un suspiro—, así que he tenido que quedarme.
Charlotte no le hizo caso; no sentía una especial simpatía por las madres trabajadoras que aprovechaban cualquier oportunidad para lamentarse de lo mal que las trataba la vida.
—Creí que Ben llamaba Klausi al perro.
—¿Cómo dice? Ah, comprendo. No, el chucho se llama Kinski, por Klaus Kinski, claro está, pero Ben siempre lo llama Kinski. ¿Es importante?
—Tal vez —dijo Charlotte—. ¡Ben! —gritó—, ven aquí un momento, por favor.
Poco después Ben apareció.
—Dime, ese Klausi del que me hablaste hace unos días, no es el perro de los vecinos, ¿verdad?
—¡No! Ese es Kinski.
—Y Klausi quién es, ¿un niño de la guardería?
—No, Klausi no va a la guardería: ¡es demasiado mayor! ¡Los chicos tan mayores ya no van a la guardería! —replicó en tono de reproche.
Charlotte sonrió.
—Tienes razón, desde luego. ¿Klausi va a la escuela?
—No lo sé.
—¿Alguna vez visitaste a Klausi? ¿Con Tanja?
Ben le lanzó una mirada a su madre.
—No puedo decirlo, porque es un secreto.
—Comprendo, es importante guardar los secretos. Es una cuestión de honor. ¿Cuántas veces visitasteis a Klausi?
Ben se encogió de hombros.
—No sé. No muchas.
—¿Ibais andando?
—¡Nooo!
Charlotte se dirigió a la señora Weiler.
—¿Sabe algo de una excursión en coche o en bicicleta?
La señora Weiler se había puesto pálida.
—No. Y la verdad es que me preocupa mucho —dijo—. Nunca hablamos de hacer una salida de este tipo.
—¿Tanja disponía de un coche propio?
—Sí. Un Polo. Claro que también podía usar el mío; de hecho es el que cogía siempre para acompañar a Ben a la guardería. A mí no me gusta conducir, prefiero coger un taxi, así puedo seguir trabajando de camino…
—Entonces, ¿Ben nunca le dijo nada sobre esas excursiones?
—No, nunca. Como ya sabe, trabajo en un gran bufete —dijo—. Por desgracia, los horarios de trabajo no siempre son los que uno desearía. En general procuro pasar la tarde con mi hijo un par de veces por semana, pero de vez en cuando me resulta imposible. Cuando vuelvo tarde a casa él ya está en la cama y a la mañana siguiente la niñera ya vuelve a estar aquí. Claro que los fines de semana siempre le pregunto qué ha sucedido, pero en general no me cuenta gran cosa.
Charlotte tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su desaprobación. ¿Cómo era capaz de preguntarle a su hijo de tres años lo que había ocurrido durante la semana? ¡Y seguramente consideraba que con eso lo arreglaba todo! Charlotte detestaba que los padres se escudaran en el trabajo como excusa por no pasar suficiente tiempo con sus hijos… Así que se limitó a asentir y volvió a dirigirle la palabra a Ben.
—¡Te enseño una cosa! —gritó el niño de pronto y desapareció en el interior de la casa seguido de Kinski. Unos instantes después regresó con una hoja de papel en la mano y se la dio a Charlotte.
—¿Lo has pintado tú? —preguntó ella. La hoja estaba cubierta de garabatos verdes.
Ben asintió.
—¡Es muy bonito! ¿Qué es?
—Allí vive Klausi —dijo.
—¿Es un bosque?
—Sí —dijo Ben—. ¡El bosque de Klausi!
—¿Así que Klausi vive en un bosque?
—¡Sí! —exclamó el pequeño con una gran sonrisa.
—¿Y cómo es Klausi? ¿Es mucho mayor que tú?
Ben se encogió de hombros.
—¿Es tan mayor como tu papá?
El pequeño sacudió la cabeza.
—Entonces, ¿es un niño?
El niño volvió a negar con la cabeza. Charlotte le lanzó una mirada de extrañeza.
—No es un niño, pero tampoco es un papá. Es diferente —explicó Ben finalmente.
—¿Qué quieres decir?
—Es divertido, muy raro.
Charlotte despegó el dedo del timbre y aguardó mientras Thomas Ortrup acudía a abrirle la puerta, cosa que le llevó un buen rato. A juzgar por sus cabellos húmedos acababa de lavarse la cara, pero de todas formas tenía los ojos enrojecidos y el aliento le olía a alcohol. La inspectora le mostró la foto del club Alecto y fue directamente al grano.
—¿Conoce a la mujer que aparece en el centro de la foto? —preguntó—. Me refiero a la que lleva los pendientes llamativos. Se llama Annabell Rustemovic y trabajaba de camarera en el club Alecto.
—Alecto… Es el nombre que…
Charlotte asintió.
—Sí, la llamaban Fresita —prosiguió Thomas—. Todos conocían a Fresita.
—¿Mantuvo alguna clase de relación con esa mujer? Por favor, intente recordar. ¿Alguna vez discutió con ella? ¿Tal vez alguna aventura?
Thomas Ortrup se rascó la cabeza y esbozó una sonrisa ambigua.
—Bueno, cuando estudiaba en la universidad… —contestó con voz entrecortada—… todos bebíamos mucho y también flirteábamos, desde luego. A decir verdad, no recuerdo si hubo algo entre Fresita y yo…, aunque diría que no. Entonces ya conocía a Katrin. Pero nunca nos peleamos, al contrario.
—¿Qué significa al contrario?
—Pues que nos llevábamos muy bien, sin que la cosa llegara a mayores. Fresita acababa de llegar a la ciudad y le dimos algunos consejos: restaurantes baratos, buenos médicos, las mejores tiendas de discos y cosas por el estilo. Pero eso fue todo.
—Si se le ocurre algo más acerca de esa mujer llámeme, por favor, ¿de acuerdo?
Thomas Ortrup asintió con gesto cansado y cerró la puerta.
Charlotte regresó al coche con expresión meditabunda. Era evidente que Thomas Ortrup había estado bebiendo, y además de buena mañana. ¿Y si tuviera problemas con el alcohol? Eso podría explicar los estallidos de violencia. En el caso de Carmen Gerber llegaron a las manos…, ¿habría ocurrido algo parecido con Annabell? Él mismo había admitido que en el pasado se había ido de juerga con ella con mucha frecuencia. A lo mejor estaba bebido y la violó, una violación que ahora ya no recordaba…
Charlotte montó en el coche y se alejó lentamente de la casa de los Ortrup, pero vio a Thomas a través de la ventana de la cocina. ¿Estaba descorchando una botella de vino? Eso parecía. Charlotte sacudió la cabeza: el hombre se encontraba en una situación extrema; muchas personas intentaban ahogar sus penas en alcohol, ella lo sabía por propia experiencia, pero eso no significaba que Ortrup fuera un delincuente.
«Sin embargo, es curioso que precisamente él conociera a Annabell», pensó al enfilar la avenida que conducía al centro de la ciudad.
—¡Cuánto me alegro de verte, hija! —dijo Margarethe Brenner—. Pasa.
Katrin conocía a la que fuera la auxiliar de su padre desde niña. Margarethe Brenner siempre había sido mucho más que una empleada, había sido el hada buena de la consulta, la que manejaba todos los hilos. Siempre estaba dispuesta a escuchar a los empleados y pacientes. Daba igual quién necesitaba un hombro para desahogarse, Margarethe Brenner siempre le ofrecía comprensión y apoyo.
Katrin consideraba que la mujer habría sido una madre perfecta y no se explicaba por qué había decidido quedarse soltera y no formar una familia.
Margarethe la abrazó.
—El entierro de tu padre fue conmovedor —dijo con lágrimas en los ojos—. He oído lo que ocurrió después del funeral. Un horror. ¿Hay alguna novedad?
Katrin se limitó a negar con la cabeza.
Margarethe le rodeó los hombros con el brazo para consolarla y la condujo a la sala de estar, que conservaba el mismo aspecto que Katrin recordaba: muy ordenado y repleto de chucherías multicolores. En un estante reposaban docenas de cigüeñas de porcelana, cristal o plástico.
«Cigüeñas, precisamente», pensó Katrin: muy adecuado para una mujer que había pasado media vida en la consulta de un ginecólogo.
—He preparado tarta de zarzamora —dijo Margarethe—. ¿Te apetece?
—Desde luego.
—El café también está listo —añadió. Dispuso tazas de aspecto anticuado en la mesa y fue a la cocina en busca del café. Mientras la seguía con la mirada, de pronto Katrin se preguntó si Margarethe no habría tenido una aventura con su padre. Era una mujer muy distinta de su madre, no tan elegante y culta, pero afectuosa y divertida. Y atractiva: menuda y delgada, de caderas estrechas y grandes pechos. Su madre siempre había ocultado su cuerpo, como si fuera pecado mostrarlo. Puede que a su padre le agradara precisamente el contraste.
Margarethe regresó con el café, lo sirvió y sirvió la tarta en los platos. Después tomó asiento.
—Es exquisita —dijo Katrin tras probar un trozo de tarta.
—¡Gracias!
—¿Cómo has preparado la masa?
Margarethe le lanzó una mirada interrogante.
—Seguro que no has venido a verme para intercambiar recetas de cocina, ¿verdad? —comentó con una sonrisa—. Dada la situación, sin duda tienes otras cosas en la cabeza. ¿Qué puedo hacer por ti, hija mía?
Katrin se alegró de no tener que andarse con rodeos y, en breves palabras, le contó sus sospechas a Margarethe.
—¿Una hija ilegítima? ¿Tu padre? Pero ¿con quién se supone que había de tenerla, por el amor de Dios?
—No lo sé —replicó Katrin—. ¿Quizá contigo? —soltó, y enseguida se llevó la mano a la boca—. Lo siento —murmuró.
Por un instante Margarethe la contempló con expresión de incredulidad, que enseguida dio paso a una sonora carcajada.
—Pero ¿cómo se te ha ocurrido semejante disparate? No, Katrin, estás totalmente equivocada.
—¿Por qué? Eres una mujer atractiva y trabajaste junto a él durante muchísimos años. Quizás eres la persona que más tiempo ha pasado con él. Y nunca tuviste un novio, que yo sepa, así que la idea no me parece tan disparatada.
Margarethe dejó de reír y la contempló con afecto.
—Nunca he tenido una aventura con tu padre, créeme.
—Lo siento —dijo Katrin—, no quería ofenderte.
Margarethe bebió un sorbo de café.
—En realidad nunca he sentido mucho interés por los hombres —añadió al cabo de un rato.
—¿Eres…?
Katrin se sorprendió, porque jamás se le había ocurrido esa posibilidad. En su imaginación, las lesbianas eran básicamente jóvenes y poco convencionales.
—Discúlpame —dijo.
—No tienes por qué disculparte. Espero que no suponga un problema para ti.
—No, no, claro que no —se apresuró a contestar Katrin.
Ambas guardaron silencio. Katrin no sabía qué decir y a Margarethe parecía pasarle lo mismo. Intercambiaron un par de miradas y cada vez sonrieron.
—¿Puedo preguntarte por qué vives sola? —preguntó la joven por fin—. ¿Aún no has encontrado a la mujer ideal?
Margarethe tardó en contestar.
—¡Ah! Es una larga historia —dijo y carraspeó—. Mi vida no siempre ha sido fácil. La época…, las convenciones… Da igual: eso es agua pasada —añadió con una sonrisa un tanto dolida—. Estoy conforme con mi vida actual.
Katrin se limitó a asentir y hubo otra pausa.
—No obstante, nadie lo conocía tan bien como tú. Intenta recordar: ¿hubo alguna paciente que acudiera a la consulta con mucha frecuencia o con la que se citara después del trabajo?
—Teníamos casi seiscientas pacientes. Claro que había unas cuantas que acudían por cualquier pequeñez y también algunas que lo adoraban Pero a decir verdad, Katrin, la consulta de un ginecólogo no es un lugar idóneo para flirtear. Eso solo ocurre en las malas películas.
—¿Y qué hay de las otras auxiliares? —quiso saber Katrin—. Creo recordar que una de ellas era madre soltera, ¿verdad?
—Sí, hubo una, hace muchos años. Su marido falleció en un accidente de tráfico y ella se quedó sola con dos niños pequeños —dijo Margarethe—. Una historia triste. Pero estoy segura de que tu padre jamás tuvo nada con ella, pongo la mano en el fuego por ello.
—¿Por qué?
—¡Porque lo hubiese notado! Cuando pasas cinco días a la semana con una persona en la consulta, mantener algo en secreto es imposible. No: si tu padre tuvo una aventura no fue con una mujer que yo conociera.
—A menudo iba al consultorio por las noches. ¿Quién más estaba allí?
Margarethe vaciló.
—En general estaba solo —dijo lentamente—. De vez en cuando hablábamos durante unos minutos, pero después siempre me enviaba a casa. Quería trabajar sin que lo molestaran.
—O recibía a mujeres.
—Es posible —contestó Margarethe lanzando un suspiro—. Pero no para lo que tú te imaginas.
Katrin se percató de que la auxiliar de su padre le ocultaba algo y la miró a los ojos.
—Se trata de mi hijo. No lo olvides, por favor. ¿Quiénes eran esas mujeres?
—Han pasado veinte años, tal vez más —dijo Margarethe finalmente—. Tus padres nunca quisieron que te enteraras, algo que a decir verdad jamás comprendí, porque lo que tu padre hacía me parecía admirable.
—¿Qué hacía? —preguntó Katrin con impaciencia.
—Después del trabajo trataba a prostitutas, gratis y sin llamar la atención. La mayoría eran drogadictas y todas sufrían una larga lista de enfermedades de transmisión sexual, a la que en determinado momento se añadió el sida. De no ser por tu padre, la mayoría habría muerto.
Katrin meneó la cabeza.
—No lo comprendo. ¿Por qué me lo ocultaron?
Supuso que quizá fue idea de su madre, a quien la dedicación secreta de su marido por fuerza había de resultar incómoda. No cabía duda de que, según Luise Wiesner, las prostitutas adictas a las drogas no merecían ayuda. Katrin estaba convencida de que su madre consideraba que la prostitución era un pecado y que las prostitutas eran mujeres obsesionadas con el sexo y demasiado perezosas para trabajar. De eso no se hablaba y por eso en su casa jamás mencionaron una palabra acerca del tema.
—¿Mi padre atendió a prostitutas hasta el final?
—No. A finales de los años noventa la situación de las prostitutas mejoró de manera considerable. Existía la metadona, aparecieron los primeros medicamentos para el sida y en el año 2002 decretaron la ley sobre la prostitución. Hoy en día casi no hay prostitutas que no puedan acudir a la sanidad pública.
—Hum. Puede que esa tal Tanja también fuera una prostituta… —comentó Katrin.
—Entonces debería estarle agradecida durante toda su vida.
—Quién sabe. A lo mejor considera que mi padre fue responsable de alguna desgracia. Puede que él pasara por alto alguna enfermedad contagiosa que le ha impedido tener hijos. Y por eso se ha llevado a Leo…
A Katrin se le quebró la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Margarethe le acarició el brazo.
—¿Sabes si tenía historiales de esas mujeres? —preguntó la joven.
—Sí. Las mujeres lo visitaban con frecuencia y debía estar informado.
—¿Qué fue de todos los historiales de las pacientes cuando cerraron la consulta?
—Cuando cierran la consulta los médicos tienen la obligación de trasladar todos los historiales de los pacientes a otro facultativo o bien conservarlos ellos mismos —explicó Margarethe—. No pueden tirarlos a la basura sin más, hay que guardar el secreto profesional. Por eso han de guardarlos durante diez años y luego destruirlos.
—¿Y cómo lo hizo papá?
—Durante las últimas cuatro semanas yo misma envié innumerables historiales a los nuevos médicos que escogieron las pacientes —explicó Margarethe—. Los historiales de las mujeres que no escogieron otro médico se embalaron en cajas de cartón. Tu padre quería conservarlos en su casa.
—¿Son muchos?
—Tal vez sesenta o setenta, pero no están ordenados por fecha de nacimiento, sino según el año en el que la mujer acudió a nuestra consulta. ¿Tiene aproximadamente la misma edad que tú?
—Sí, si no me mintió.
—La mayoría de las muchachas acuden al ginecólogo por primera vez a los catorce, quince o dieciséis años —dijo Margarethe—. Eso significa que no habrás de revisar los archivos de 1988.
—Pero igualmente tendré que revisar una buena cantidad —replicó Katrin, suspirando.
—Calculo que serán unos cincuenta, y tendrás que examinarlos concienzudamente, pero en la primera página siempre figura la fecha de nacimiento, así que podrás descartar todos los que no correspondan.
—Gracias por el consejo —dijo Katrin, tomando aliento—. Me has sido de gran ayuda, de verdad.
De pronto sintió que recuperaba fuerzas. A lo mejor había descubierto un indicio. Regresaría a casa de su madre de inmediato y se pondría manos a la obra. Por fin podría hacer algo y ya no se vería obligada a quedarse mano sobre mano, aguardando que la policía hiciera acto de presencia.
Charlotte seguía rumiando lo que había dicho Ben: «No es un niño. Pero tampoco es un papá. Es diferente». Y después había añadido: «Es divertido, muy raro». ¿Qué habría querido decir con eso? ¿Acaso ese Klausi era un adolescente? ¿Y qué tendría de raro? ¿A qué se referiría Ben al asegurar que era divertido? ¿Que siempre le hacía reír? ¿O tal vez lo más importante era su rareza? ¿Qué tipo de comportamiento extraño tendría a ojos del niño? Charlotte se quedó atascada; a lo mejor sería útil que hablara con un profesional, alguien más experto que ella en las expresiones que empleaba un niño pequeño.
Llamó a la guardería y la señora Hellmann cogió el teléfono. Dijo que aún pensaba quedarse un rato más, que tenía que realizar las tareas del despacho porque por las mañanas no disponía de tiempo suficiente. Charlotte suspiró aliviada y puso el coche en marcha.
Cuando aparcó el coche delante del parvulario y se apeó, vio que varios niños jugaban en el gran jardín y se preguntó si Klausi sería uno de ellos.
Llamó al timbre y Regina Hellmann le abrió la puerta.
—Qué rápido ha llegado, señora Schneidemann. ¿Han encontrado a Leo?
—No, por desgracia. Por eso quisiera hacerle unas preguntas.
—Desde luego. Pase.
Poco después ambas mujeres estaban sentadas en el despacho de la directora de la guardería, cada una con un vaso de agua mineral.
—No: entre nuestros alumnos no hay ningún Klausi o Klaus —respondió la señora Hellmann—. No necesito comprobarlo, le aseguro que recordaría un nombre tan poco habitual.
—¿Klaus le parece poco habitual? —preguntó Charlotte en tono sorprendido.
La directora sonrió.
—Usted no tiene hijos, ¿verdad?
Charlotte negó con la cabeza.
—Si solo tomáramos en cuenta los nombres de pila, el alumnado de este centro bien podría ser el de hace cien años —dijo la señora Hellmann—. Hoy en día los niños vuelven a llamarse Konrad, Richard, Mathilda, Henriette o Fritz; puede que la época de los Jürgen, Jochen y Klausi vuelva dentro de diez años.
—No lo sabía.
—Aunque depende de la región, desde luego. Nuestra guardería se encuentra en la zona de los Kevin y las Mandy.
Charlotte bebió un sorbo. Comprendía a qué se refería la señora Hellmann: el colegio estaba situado en un área de familias acomodadas en la que los padres valoraban la formación y la educación. Los niños no llevaban camisetas de moda, sino polos de marca.
—Señora Hellmann, ¿sabe a qué se refiere un niño pequeño cuando dice que otro «es diferente»? —preguntó la inspectora.
La directora reflexionó.
—Podría referirse a Superman o a Spiderman. Para los niños no son personas reales.
—Ya veo. Personajes de tebeo…
—Sí, pero no solo esos —prosiguió la señora Hellmann—. La percepción infantil es totalmente distinta de la de los adultos. Por ejemplo: para los pequeños un rey es «diferente», o también una princesa. Pero también un bombero, porque lleva un uniforme que lo define. En todo caso, así es como lo ven los niños.
—¿Eso significa que todos aquellos que no parecen personas normales, que según los niños no existirían sin corona o uniforme, no son personas de verdad y por eso son «diferentes»?
—Ni más ni menos. Hace unos días vino el abuelo de un niño a buscarlo y el hombre llevaba una pierna ortopédica. Es un caso parecido a los que acabo de mencionarle. Por casualidad oí que un niño le decía a otro: «¡Mira, es un robot!». Así que tampoco es una persona de verdad.
—Vaya, yo habría imaginado que los niños más bien lo llamarían «pirata».
—Bueno, la prótesis de alta tecnología no parecía una pata de palo —dijo la directora con una sonrisa.
Charlotte abandonó el parvulario sumida en sus pensamientos. Suponía que podía descartar que Klausi fuera un rey, a menos que se disfrazara; tal era vez un actor o un artista callejero. O alguien que siempre vestía un uniforme llamativo, como un bombero o un soldado.
Cuando ya estaba de nuevo en el coche de pronto pensó que en algunos casos los diabéticos llegan a perder una pierna o un pie a causa de su enfermedad. ¿Y si esa Tanja no era una diabética, tal como ella había supuesto? ¿Y si quien sufría dicha enfermedad fuera un familiar, alguien a quien hubieran amputado una pierna y a quien Tanja había visitado con Ben?
Charlotte condujo hasta la comisaría. Debía averiguar si existían grupos de autoayuda para familiares de diabéticos y si entre ellos había alguien que conociera a Tanja.
—¿Mamá? —gritó Katrin al abrir la puerta principal—. ¿Estás en casa?
Colgó la chaqueta en el armario y se contempló en el espejo. Había adelgazado, tenía arrugas en torno a los ojos y su nariz parecía más afilada que de costumbre. Suspiró al pensar que precisamente debería aumentar de peso. Se observó de perfil, pero aún no se advertía el volumen del pequeño que estaba en camino. Se acarició el vientre con la esperanza de que al menos todo estuviera en orden.
Katrin se dirigió a la cocina; su madre estaba sentada a la mesa pelando patatas.
—¿Qué estás preparando?
—Pastel de patatas renano —dijo ella sin alzar la vista.
Katrin contempló la montaña de mondas de patatas y puso los ojos en blanco, pero prefirió evitar ningún comentario. Observó que semejante cantidad de patatas bastaría al menos para diez raciones de pastel y una vez más se preguntó si la comida, ese remedio universal, era un invento particular de su madre o era más bien un convencimiento generacional. «Debes comer algo» era un consejo que Katrin había oído todos los días, primero siendo adolescente y después durante su primer embarazo. Y aunque como ginecólogo su marido debería saber mejor qué le convenía a una mujer que esperara un hijo, ella no dejaba de insistir en que Katrin tenía que alimentarse correctamente. Después, cuando nació Leo, aquella costumbre se acentuó aún más. Cuando su madre visitaba al pequeño siempre llegaba con una galleta en mano porque, según decía, le encantaba ver a su nieto comiendo. Si Katrin advertía que el niño no tenía que comer dulces, su madre lo pasaba por alto y punto. Chocolate, golosinas, tartas… Leo obtenía todo lo que quería y muchas veces sufría indigestión, pero eso no importaba, claro.
Paradójicamente, Luise nunca había comido mucho, para ella siempre había sido muy importante conservar la línea. No quería engordar, porque en ese caso, ¿qué diría la gente…?
Katrin se sentó junto a su madre.
—¿Dónde puso papá los historiales de sus pacientes? ¿Están guardados bajo llave en alguna parte? —preguntó.
—No —contestó Luise sin dejar de pelar patatas—. Siempre quiso comprar una caja fuerte, pero nunca lo hizo. Están en el desván. ¿Por qué? ¿Para qué los quieres?
—Puede que Tanja fuera una paciente de papá —explicó Katrin—. Tal vez una de las prostitutas a las que atendía.
Su madre frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha contado?
—Margarethe.
Su madre siguió pelando.
—Tendría que haberlo imaginado. Esa mujer es una chismosa.
Katrin hizo caso omiso del tono desdeñoso que había utilizado su madre para referirse a Margarethe Brenner.
—¿Por qué no me lo dijisteis?
—¡Ocurrió hace tantos años…! —contestó su madre con un suspiro—. Por entonces todavía eras una niña. ¿Cómo iba a explicarte qué clase de mujeres eran esas, que se acuestan con hombres por dinero y se drogan?
—Vaya, creo que con un poco de buena voluntad habrías encontrado las palabras adecuadas.
—Pero ¿para qué? —dijo su madre y dejó el cuchillo de pelar patatas en la mesa—. Tu padre solo lo hizo durante un par de años. En esa época la situación era especial, esas mujeres trabajan en los alrededores de la estación de ferrocarril, muy cerca de la consulta. Así que tu padre de vez en cuando les prestó ayuda. No sé muy bien qué hacía, he de confesar que todo aquel asunto me disgustaba. Creo que esas mujeres… En fin, ha pasado mucho tiempo desde aquello. Por entonces tenías diez u once años y no era un tema de conversación adecuado para una niña —insistió, y siguió pelando.
Katrin echó cálculos. Si ella había tenido diez u once años y Tanja era más o menos de su misma edad, entonces era bastante improbable que trabajara de prostituta.
—A lo mejor Tanja acudió a la consulta de papá alguna vez.
—Es posible —dijo su madre, encogiéndose de hombros.
Katrin se puso de pie.
—No puedo quedarme sentada sin hacer nada, de lo contrario me volveré loca. ¿Lo comprendes?
—Yo tampoco puedo —contestó Luise, señalando el montón de patatas.
Katrin apoyó una mano en el hombro de su madre y luego abandonó la cocina. Sí: hacer lo que fuera era mejor que quedarse sentada en el sofá pensando, atenazada por el temor y la esperanza.
—La comida estará lista dentro de una hora —anunció su madre a sus espaldas.
Katrin tomó aire. No tenía apetito. Subió las escaleras y buscó el palo que servía para abrir la trampilla del desván; lo encontró detrás de una cortina, en un hueco donde su madre había apilado cajas de zapatos. Katrin descorrió el cerrojo, abrió la trampilla y una nube de polvo cayó sobre ella. Cerró los ojos y trató de evitar la polvareda agitando la mano. Cuando volvió a abrirlos descubrió que una densa telaraña gris plateada cubría los peldaños fijados al interior de la trampilla.
Los fue subiendo, encendió la luz y, encogiendo la cabeza, echó un vistazo a la estancia. La luz lechosa de la bombilla desnuda iluminó un viejo armario de dos puertas, a un lado había una cómoda y un gran espejo que a lo largo de los años se había ido empañando. En el otro extremo del desván había un arcón de madera bastante carcomido. Además, Katrin contó al menos veinte cajas de madera y cartón.
Se quitó la telaraña de la cara y se preguntó por dónde debía empezar a buscar. Lo primero que examinó fueron las cajas de cartón. Por suerte, casi todas estaban marcadas. En una ponía «Ropa de bebé», en otra «Equipo de esquí» y en otra «Nesthäkchen, colección completa». Katrin sonrió: ¡cuánto le gustaban esos libros a su madre! Y qué decepción se llevó cuando Katrin no mostró el menor entusiasmo por ellos. Siguió buscando, pero no logró encontrar una caja donde pusiera «Documentos de la consulta».
Durante un momento sintió la tentación de abrir la caja con ropa de bebé, pero después abandonó la idea. Eran prendas que Leo había llevado durante sus primeros meses de vida.
Después de la mudanza, Katrin las había dejado en casa de sus padres; la idea de coger sus pantaloncitos y sus camisitas hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas y de un modo instintivo se acarició el vientre. ¡Qué escasa atención podía prestar a su hijo aún no nacido…!
—Espero que todos estos problemas no te afecten —musitó.
Después tomó aire y se esforzó por reprimir esos tristes pensamientos. Se dirigió al viejo arcón de madera y trató de abrirlo. Le costó levantar la pesada tapa y casi la dejó caer cuando vio el contenido: todas las bolsas de plástico con las prendas viejas que le había dado a su madre para la parroquia.
¿Por qué las había guardado en el arcón? Y seguramente hacía bastante tiempo, porque había muchas. Al parecer, su madre no había entregado ninguna al almacén de ropa de la parroquia, o al menos había conservado una gran parte. ¿Se había quedado con las prendas que le desagradaban? Al fin y al cabo, su madre siempre había criticado la ropa que ella elegía. Consideraba que los tejanos convenientemente rotos de Katrin eran poco apropiados y su chaqueta de remaches le parecía fea. ¿Es que solo había entregado los pantalones de pinzas y las blusitas decentes? ¡Eso sería absurdo!
Katrin volvió a cerrar el arcón meneando la cabeza. En cuanto se presentara la ocasión, le preguntaría a su madre por qué lo había hecho. Pero ahora quería encontrar los historiales. Se le ocurrió que tal vez estarían en el armario y cuando abrió las puertas del mueble un sonoro chirrido invadió el silencio del desván.
—¡Aquí están! —exclamó: ante ella se amontonaban los documentos de la consulta.
Por desgracia, su padre había sacado los historiales de las cajas que Margarethe Brenner había ordenado cronológicamente, así que no le quedó más remedio que examinarlos uno por uno.
Katrin extrajo la primera pila de historiales. Como no podía descartar que Tanja también hubiera mentido con respecto a su edad quería examinar todos los de las pacientes nacidas entre 1972 y 1976: Tanja tenía que haber nacido entre una de esas dos fechas.
Poco después ya había reunido más de cincuenta historiales. Con gran esfuerzo descendió por los estrechos peldaños cargada con los historiales y se dirigió al antiguo despacho de su padre. Allí había más luz y estaría más cómoda. Ya suponía que la búsqueda le llevaría bastante tiempo.
Contempló el grueso montón y reflexionó. ¿Qué debía buscar y por dónde había de empezar?
Katrin cogió una hoja de papel y empezó a apuntar palabras. Decidió que «sobrepeso» era un criterio, aunque también era posible que en el pasado Tanja fuera delgada. También recordó que Tanja le había hablado de sus problemas con el síndrome de tensión premenstrual, así que también apuntó STP. Además, quería comprobar si figuraba alguna diabética. Al fin y al cabo, existían bastante indicios de que esa mujer podría serlo.
—Bien, empecemos —dijo Katrin en voz baja y cogió el primer historial.
En ese preciso instante oyó que su madre gritaba:
—¡La comida está lista!
Por fin reinaba el silencio. Le agradaba el silencio nocturno, cuando solo se oía el rumor las ramas de los árboles agitadas por el viento. Apagó la luz, se sentó en el cómodo sillón junto a la ventana y contempló el cielo oscuro. Ya había pasado innumerables noches de ese modo, noches en las que se había quedado contemplando el cielo y bebiendo té de jengibre. Había dedicado mucho tiempo a urdir su venganza, había urdido un plan tras otro y luego los había descartado todos. Pero una noche de pronto supo qué quería hacer, qué debía hacer. Ya habían pasado tres años desde que vio en el periódico el anuncio del nacimiento de Leo e inmediatamente después empezó a forjar su estrategia.
Dirigió la mirada a la caja que reposaba a su lado en la librería y que albergaba el último recuerdo de su amiga. Dejó la taza en el alféizar, cogió la caja y la abrió. Extrajo el objeto con cuidado y acarició su superficie lisa y redondeada. Después lo apretó contra su pecho y, al cerrar los ojos, fue consciente de la proximidad de su amiga muerta.
Sí, había actuado correctamente.
Abrió los ojos, volvió a guardarlo en la caja, que dejó en el estante. Se cubrió las rodillas con la manta y cogió la taza. Estaba agradablemente tibia. Empezaba a hacer frío, tal vez tendría que poner la calefacción. Cuando pensó en las manos frías de él un escalofrío le recorrió la espalda. «No te dolerá», le había dicho con una sonrisa. Pero lo que sucedió después fue todavía más espantoso que sus peores pesadillas. Durante horas confió en que la muerte la liberara de su dolor, había rezado y suplicado que la muerte viniera a buscarla. Pero no acudió; la muerte la había dejado en la estacada.
Sonrió: eso ocurrió en el pasado, ahora todo había cambiado. La muerte se había convertido en su aliada, le obedecía. Cuando ella la llamaba, acudía.
Y no tardaría en volver a llamarla.
Charlotte aún disponía de una hora antes de su cita con Bernd en el Papageno. Tomó una ducha, se lavó el pelo y luego permaneció un buen rato desnuda ante el ropero. ¿Qué se pondría? En realidad, no era la clase de mujer que se ponía nerviosa cuando tenía que elegir la ropa más adecuada para ir a cenar con un hombre. Siempre se sentía más cómoda llevando tejanos y un top sencillo, pero esta noche esas prendas no le convencían. El Papageno era un restaurante elegante y muy de moda; además, esa noche quería ponerse guapa. «¿Para Bernd?», preguntó una voz interior.
—¡Bobadas! —replicó en voz alta—. ¡No es para Bernd! ¡Para ningún hombre de este mundo! Solo para mí…
Entonces notó la expresión decidida de su rostro en el espejo y soltó una carcajada. Por fin optó por ponerse un pantalón negro estilo Marlene Dietrich y un jersey negro de manga corta y cuello alto.
—El Papageno es célebre por el pescado. Te lo recomiendo —dijo Bernd y le pasó el menú—. Deberíamos acompañarlo con vino blanco.
—No, gracias —dijo Charlotte—. Solo quiero agua. No bebo alcohol.
Él la miró con aire de sorpresa.
—¿Nunca?
—Me gusta tener la cabeza despejada.
—¿En todas las situaciones?
—En todas.
Bernd pareció desconcertado y un poco molesto mientras se concentraba en la carta.
Ella lanzó un suave suspiro.
—Lo siento. No pretendía ser descortés.
—No tiene importancia —contestó él sin alzar la mirada.
En realidad, Charlotte no tenía ganas de seguir hablando acerca del alcohol, pero no quería ofender a Bernd.
—Mi madre era alcohólica —dijo por fin.
Bernd alzó la vista.
—Entonces quien ha de disculparse soy yo. No lo sabía, lo siento…
Charlotte procuró sonreír; después ambos volvieron a examinar el menú.
Charlotte disfrutó de la velada; el pescado estaba realmente delicioso, Bernd no había exagerado, y hacía mucho tiempo que no se sentía tan ligera y despreocupada. Descubrió que Bernd era profesor del instituto Paulinum de Münster, que le encantaba su trabajo y que los alumnos lo respetaban debido a su incansable entrega.
—Pero no es una tarea fácil —dijo él y de pronto habló en tono serio—. Crees que todo funciona perfectamente y de pronto sucede algo que te altera por completo y te hace dudar de tu capacidad.
Ella le lanzó una mirada interrogante.
—Algo así sucedió el año pasado, durante una excursión a Bremen. Mieke… —dijo Bernd, sacudió la cabeza y bebió un sorbo de vino—. Fue mi alumna durante tres años —prosiguió, fijando la mirada en la copa—. Se quitó la vida, se cortó las venas, yo mismo la encontré. Fue horroroso, acababa de cumplir los dieciséis.
—¿Por qué lo hizo?
Él se encogió de hombros.
—Un hogar desestructurado, mucho dinero pero escasa comunicación. Quizá también tomaba drogas; todas las entrevistas que mantuvimos con los padres no sirvieron de nada, ellos se lo tomaban todo a la ligera y después ya fue demasiado tarde.
Charlotte asintió en silencio.
—Nunca debiera haber ocurrido, nunca. Esa imagen… Mieke tendida en el suelo…, sangre por todas partes… No logro olvidarla.
Charlotte tragó saliva.
—Ocurre en medio de la noche —dijo en voz baja—. Duermes profundamente y de pronto aparece esa imagen espantosa. Muy cerca, directamente ante tus ojos. Despiertas, tiemblas, estás bañada en sudor y no logras volver a conciliar el sueño. Y sabes que esa imagen te perseguirá para siempre, hasta el final de tu vida…
Bernd la miró con expresión desconcertada. Charlotte mantenía la cabeza gacha. Luego carraspeó, alzó la vista y volvió a sonreír, pero era una sonrisa forzada.
—El rape está muy bueno —dijo—. ¿Sabías que un rape puede llegar a medir dos metros de largo?