7
En cuanto despertó la cabeza empezó a dolerle. ¡Lo que le faltaba! Cuando quedó embarazada de Leo, Katrin había sufrido migrañas con frecuencia. ¿Tendría que volver a pasar por lo mismo? En esa época, el ginecólogo que visitó en Colonia le había dicho que se debía a los cambios hormonales y que no podía tomar nada más fuerte que paracetamol. ¿No le quedaban algunas pastillas? Lo ignoraba. Se levantó lentamente y se dispuso a coger su bolso con paso indeciso. El aura y la visión borrosa era lo peor de las migrañas, veía rayos luminosos que no desaparecían ni cuando cerraba los ojos.
Al pensar que en Münster aún no disponía de un ginecólogo Katrin lanzó un suspiro: no había tenido tiempo de buscar uno. Era imprescindible que se sometiera a las primeras revisiones, tan importantes al principio de un embarazo. ¿De cuántas semanas estaría? ¿De ocho, nueve tal vez? Cuando se quedó embarazada de Leo a esas alturas hacía tiempo que disponía de un carnet de embarazada y de una ecografía.
Katrin se puso su vieja bata y abrió la puerta de la habitación, pero se detuvo de inmediato porque los claros rayos del sol penetraban por la ventana del pasillo. Se cubrió los ojos con la mano y durante un instante se sintió como un vampiro que ve la luz del día por primera vez. Cuando sufría migrañas siempre le sorprendía que la luz del sol pudiera resultar tan dolorosa.
Recorrió el pasillo con paso cauteloso; desde la planta inferior le llegaron voces. ¿Quién visitaría a su madre tan temprano por la mañana? Prefería no bajar; le habría gustado tomar un café, pero en ese momento ver o incluso hablar con alguien le resultaba insoportable.
Cuando Katrin se dispuso a regresar a su habitación reconoció la otra voz: era la de Thomas. ¿A qué habría venido? ¿Sabría algo más acerca de Leo? Katrin bajó lentamente la escalera y cuando Thomas la vio salió a su encuentro.
—¿Qué? ¿Hay novedades? —preguntó ella en el acto.
Thomas negó con la cabeza.
—Hola, Katrin —saludó en voz baja, acercándose a ella. Katrin retrocedió con un gesto de impaciencia—. He venido para pedirte disculpas.
—Olvídalo —siseó ella.
—No solo por ese asunto, ya sabes a qué me refiero —prosiguió Thomas—. Además también quiero pedirte perdón por haberte dejado sola durante los últimos meses. Por haberte cargado con demasiadas cosas: instalar la casa, acostumbrarte al nuevo empleo, llevar a Leo al parvulario… Quizá sea el motivo de todo. Si hubiera estado en casa más a menudo, seguro que esa Tanja no habría logrado su propósito.
Katrin mantenía la vista clavada en el suelo, una vez más invadida por la sensación de culpa. ¿Cómo había podido dejarse engañar por esa mujer?
Durante un momento reinó el silencio. Entonces su madre carraspeó.
—Os dejaré solos.
—No es necesario, mamá —dijo Katrin alzando la cabeza—. Ya nos lo hemos dicho todo.
—Deberíais desahogaros, cielo —replicó su madre—. Este no es momento para una crisis matrimonial. Debéis permanecer juntos y pensar en vuestro hijo.
—No pienso en otra cosa —contestó Katrin en tono mordaz. Enseguida se llevó la mano a la frente y se aferró a la barandilla de la escalera.
—¿Qué te pasa? —preguntó Thomas—. ¿Vuelves a tener migrañas? Cuando te quedaste embarazada de Leo también las sufrías muy a menudo.
—¡No me digas que estás embarazada! —exclamó su madre.
Katrin asintió y su dolor de cabeza aumentó.
Luise se acercó a ella y le acarició el brazo.
—¡Dios mío, hija! ¿Y te niegas a aceptar las disculpas de Thomas? ¿Es que has perdido la cabeza por completo? Primero secuestran a Leo y ahora resulta que estás embarazada. ¡Nadie puede soportar semejante situación a solas! ¡Debéis permanecer unidos!
Katrin suspiró.
—Ve a ver si tienes paracetamol, por favor.
Su madre asintió y se marchó.
Katrin se dirigió a la sala de estar en silencio y tomó asiento en el sofá. Thomas la siguió, se sentó junto a ella y le cogió la mano.
—Te quiero, Katrin, te quiero tanto como el primer día, nada ha cambiado. Sé que he cometido errores y tienes motivos para estar enfadada conmigo, pero he venido para pedirte perdón, sinceramente.
Katrin notó que hablaba en serio, pero siguió en silencio.
—Quisiera hacerte una propuesta —continuó Thomas—. Vuelve a casa y juntos nos enfrentaremos a este asunto. Cuando Leo vuelva a estar con nosotros empezaremos de nuevo. Si lo deseas, también podemos hacer una terapia de pareja o separarnos durante un tiempo, me da igual, pero… vuelve a casa, por favor.
Katrin contempló a Thomas y procuró descifrar sus propios sentimientos. ¿Qué sentía? ¿Acaso podía sentir algo que no fuera la agobiante preocupación por Leo? En ese momento era incapaz de pensar, el tremendo dolor de cabeza impedía cualquier idea sensata. Lo único que le pedía el cuerpo era regresar a su oscura habitación de niña, tumbarse en la cama y dormir.
En ese momento regresó su madre.
—Solo tengo ibuprofeno en gotas.
—Vale, me tomaré eso —dijo Katrin.
—Creo que en tu estado no es recomendable.
—¿Lo crees o lo sabes? —preguntó su hija en tono irritado.
—El experto era tu padre —respondió su madre sin alterarse—. Pero estoy bastante segura de que a excepción de paracetamol, no puedes tomar ningún otro analgésico.
—¡Pues resulta que ya no aguanto más este dolor de cabeza!
Katrin estaba a punto de romper a llorar; cogió el smartphone apoyado en la mesa auxiliar y se conectó a Internet.
—Ibuprofeno durante el embarazo —murmuró al tiempo que pulsaba unas teclas del diminuto teclado. Después lanzó un suspiro—. No puedo tomarlo.
Cuando estaba a punto de dejar el smartphone a un lado, advirtió que le habían enviado un mensaje y abrió el correo con el ceño fruncido.
—¿No sería mejor que volvieras a acostarte? —preguntó Thomas.
Katrin negó con la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó Thomas y se inclinó hacia delante para ver la pantalla.
Katrin no contestó.
Su madre también se puso nerviosa y, temblando, se sentó en una silla.
—¡Di algo, hija! ¿Qué ha ocurrido?
Katrin logró despegar la mirada de la pantalla con mucha lentitud y dijo:
—He recibido un mail de Alecto.
Charlotte ocupaba el asiento del acompañante y procuraba centrarse en las explicaciones de Peter, pero su mirada no dejaba de desviarse hacia los dorados campos de trigo que aún no habían sido segados, los prados verdes y una estrecha acequia aparentemente interminable junto a la que crecía una hilera de viejos y nudosos árboles.
—Un tal Ludger Franke, representante de maquinaria agrícola, ha llamado por teléfono. Esta mañana salió de Münster en coche y en una granja de Altenberge vio por casualidad a un niño muy parecido a Leo —dijo Käfer—. Nos aguarda en un aparcamiento justo detrás de la salida del pueblo.
Charlotte se limitó a asentir y se esforzó en dirigir la vista hacia delante, pese a la confusión que sentía. Hacía solo media hora que se había levantado de muy mala gana y se había escabullido de su apartamento. No quiso despertar a Bernd, pero no porque deseara evitarlo, sino porque este dormía pacíficamente en su cama y de algún modo albergaba la esperanza de que esa noche aún estuviera allí.
—Oye, ¿me estás escuchando? —dijo Peter, sacándola de su ensimismamiento.
Charlotte dio un respingo y lo miró.
—Sí, sí, desde luego, perdóname…
—Una noche movidita, ¿eh? —comentó Käfer con una sonrisa irónica.
—¡No seas tonto! —contestó Charlotte, riendo a pesar suyo—. Venga, di lo que sea.
—Al comprobar el nombre «Alecto» por fin logramos avanzar —dijo él—. En todo caso, podría tratarse de un indicio importante. En los años noventa había un club nocturno aquí en Münster que llevaba ese nombre y al que Thomas Ortrup solía acudir cuando estudiaba en la universidad. Hace tiempo que ha cerrado, por desgracia, pero los colegas se están esforzando por encontrar al antiguo dueño.
—Bien, por ahí podríamos encontrar algo interesante, desde luego —comentó Charlotte y echó un vistazo al reloj—. ¿Cuánto falta para que lleguemos?
—Poco —dijo Käfer—. Diez minutos como máximo.
Charlotte volvió a pensar en Bernd.
«Qué curioso —pensó—, es la primera vez que he lamentado que la noche llegara a su fin».
En las otras ocasiones siempre se había sentido aliviada y ligera tras una noche de pasión desenfrenada. Esta vez, en cambio… Bernd era el amante perfecto, tenía un cuerpo estupendo, musculoso y en forma, y la piel más inmaculada que jamás había visto en un hombre… Charlotte sintió miedo. Notó que estaba a punto de engañarse a sí misma, porque no se trataba en absoluto de la habilidad de Bernd como amante, se trataba de algo muy diferente, de una sensación maravillosa y desacostumbrada causada por encontrarse con alguien capaz de hacerla vibrar…
—… podría tratarse de un indicio importante —oyó que decía Peter—. Si Ortrup recurre a la violencia con las mujeres y las acosa sexualmente, podría suponer un motivo para la secuestradora. Tal vez fuera una víctima…
—Sí, tienes razón —dijo Charlotte. Debía dejar de pensar de una vez en la noche que había pasado con él. Se regañó a sí misma diciéndose que era poco profesional, porque al fin y al cabo se trataba de un niño secuestrado y ella debía concentrarse al máximo.
De pronto sonó su móvil; lo sacó del bolso y echó un vistazo a la pantalla: era Bernd. No, ahora no. Desconectó con rapidez y apagó el móvil.
—¿Ocurre algo? —preguntó Peter.
—No, nada —se apresuró a contestar ella.
Su colega arqueó una ceja.
—En fin. Si hoy no logramos avanzar, deberías volver a hablar con la señora Gerber —dijo—. Quiero saber si esa mujer dice la verdad.
—De acuerdo.
Poco después llegaron a Altenberge, abandonaron la carretera y circularon por el pueblo. Tardaron en cruzarlo y, tras recorrer unos cien metros, apareció una granja solitaria. Frente a ella había una zona de aparcamiento donde esperaba un coche, un Kombi Passat azul oscuro.
—Debe de ser él —dijo Käfer.
Condujeron hasta el aparcamiento y se detuvieron detrás del otro vehículo. Un hombre de mediana edad estaba apoyado contra el capó; llevaba un traje de pana pasado de moda y sus gafas de montura gruesa parecían cualquier cosa menos modernas. El hombre tecleó algo en el móvil y solo alzó la vista cuando ambos policías se encontraban ante él.
—¿Ludger Franke? —preguntó Käfer.
—Soy yo —dijo el hombre con expresión entusiasta.
—Soy el comisario jefe Käfer y esta es mi colega Charlotte Schneidemann, de la Brigada de Investigación Criminal de Münster. Hablamos por teléfono. Le ruego que nos describa lo que observó esta mañana con mucha exactitud.
—Sí, por supuesto —dijo Franke en tono amable y guardó el móvil en el bolsillo de la chaqueta—. Bien, esta mañana salí de Münster, como todos los días. Primero debía ir a Steinfurt, donde tengo un cliente importante al que no le gusta esperar, así que salí un poco más temprano; uno nunca sabe cómo estará el tráfico: de pronto te encuentras con obras o un desvío y entonces has de conducir durante horas, llegas demasiado tarde y el cliente…, en fin, ya sabe cómo son estas cosas…
Charlotte contuvo la risa.
—¿Cuándo se puso en marcha, señor Franke?
—A las siete en punto —contestó el hombre con una amplia sonrisa.
—¿Y a qué hora llegó aquí?
—A las ocho menos cuarto. Tardé mucho menos de lo que había calculado. Pero lo dicho: no hay que hacer esperar a los clientes…
—Claro, señor Franke, desde luego —lo interrumpió Charlotte.
—¿Y después qué pasó? —preguntó Peter, sin molestarse en disimular su impaciencia.
—Disponía de un poco de tiempo —dijo Franke—, porque no quería llegar demasiado temprano a casa del cliente…, así que aparqué aquí. En realidad quería tomar un café. Siempre me llevo un termo lleno de café, el que uno mismo se prepara es el mejor…
Entonces notó que Käfer fruncía el ceño y prosiguió:
—Bien: me quedé de pie junto al coche, tomándome el café, y entonces vi que al otro lado de la calle, allí, en el jardín de la granja… —dijo señalando la casa, de la cual solo se veía una parte del techo debido a los elevados árboles—, estaba ese niño rubio. Antes, en casa, había leído el periódico y había visto el anuncio de que lo buscaban. Por eso recordaba la foto del niño perfectamente.
—¿Y entonces qué pasó? —preguntó Charlotte.
—Volví a mirar la foto y sí: estoy bastante seguro de que se trata del niño que buscan.
La excitación le había enrojecido el rostro.
—¿Y exactamente dónde vio al niño? —quiso saber Käfer.
—En el jardín, justo detrás de la pared, a la derecha de la puerta de entrada.
Käfer y Charlotte dirigieron la vista al terreno situado al otro lado de la calle. El muro bajo de ladrillos que separaba el jardín de la calle parecía viejo y medio en ruinas. A la izquierda, allí donde se alejaba en ángulo recto de la calle, se había desmoronado parcialmente.
—El niño parecía estar jugando, aunque no pude ver con qué; entonces se acercó al muro y me miró. Me asusté bastante, la verdad.
—¿Y qué hizo usted? —preguntó Charlotte.
—Nada. ¿Qué podría haber hecho? —preguntó Franke en tono de reproche, como si tuviera que defenderse de una crítica—. Llamé a la policía, espero haber hecho lo correcto.
«Y ahora encima está ofendido», pensó Charlotte. Procuró sonreír y dijo:
—Ha hecho lo correcto, se ha comportado como un ciudadano ejemplar.
Franke asintió con aire complacido.
—¿Puede decirnos algo más acerca del niño?
—Estaba sucio, tenía un aspecto muy descuidado, como si hiciera tiempo que nadie se ocupara de su aseo. Lo noté, incluso desde aquí —dijo Franke—. Como si nadie lo cuidara.
—¿Y después qué pasó? ¿Cuánto tiempo permaneció allí el niño? ¿Lo llamó o lo saludó con la mano? —preguntó Charlotte.
Franke le lanzó una mirada perpleja.
—¿Llamarme? ¿Saludarme? No, ¿por qué?
De pronto pareció comprender, puesto que dio un respingo y se cubrió la boca con la mano.
—¿Se refiere a que tal vez necesitaba ayuda? ¡Ay, Dios mío…!
—Tranquilícese, señor Franke. Usted no tiene la culpa.
Franke asintió.
—¿Algo más? —preguntó Käfer.
—Después lo llamó una mujer.
Käfer y Charlotte prestaron toda su atención.
—¿Una mujer? —dijo Charlotte—. Eso es muy importante, señor Franke. Le ruego que recuerde hasta el último detalle. ¿Qué sucedió?
Franke reflexionó y luego dijo en tono vacilante:
—Como les he dicho, la mujer lo llamó desde la parte posterior del edificio. Calculo que estaba dentro de la casa o en el umbral. En todo caso, no la vi.
—¿Y luego? —insistió Charlotte.
—El niño se volvió en el acto y desapareció. Creo que echó a correr hacia la casa.
—¿Y era una voz femenina? —preguntó Käfer—. ¿Está absolutamente seguro?
Franke asintió con expresión decidida.
—Sí. Aunque era una voz un tanto profunda y de algún modo diferente…
—¿A qué se refiere con eso de que era diferente? —lo interrumpió Charlotte.
Franke reflexionó.
—¿Cómo la describiría…? Era vacilante…, insegura…, no sé… —contestó, encogiéndose de hombros.
—Muchas gracias, señor Franke. Nos ha sido de gran ayuda —dijo la inspectora.
Franke soltó un suspiro de alivio.
—Entonces, ¿puedo seguir viaje? Se ha hecho tarde y como les he dicho, me disgusta ser impuntual…
—Sí, no hay inconveniente. Mi colega le tomará los datos y después podrá seguir el viaje. Y muchas gracias de nuevo —dijo Käfer. Se alejó unos pasos, dirigió la mirada a la casa y por fin indicó a Charlotte que se acercara.
—Es curioso —dijo—, la granja parece deshabitada. Hace años que está vacía y a la venta. Lo comprobé antes de partir. Si resulta que el niño del jardín es Leo, entonces esa mujer que lo llamó podría ser Tanja. Quizá se escondió con el niño en esa casa por la que nadie se interesa, a la que nadie presta atención…
Charlotte asintió.
—Muy astuta —comentó.
Ambos observaron a Franke mientras este montaba en la Kombi y se alejaba del aparcamiento; luego volvieron a centrarse en la casa.
—Iremos a echar un vistazo —dijo él por fin. Charlotte lo siguió.
Mientras cruzaban la calle, Charlotte echó un rápido vistazo al móvil: había recibido dos llamadas. ¡Mierda! Katrin Ortrup había intentado ponerse en contacto con ella. La psicóloga decidió llamarla en cuanto hubieran investigado la casa, confiando en poder darle una buena noticia.
El edificio de piedra roja, que asomaba entre la densa arboleda, estaba en un estado bastante ruinoso. En varios lugares la mampostería se caía a pedazos, dos ventanas de la planta baja estaban cubiertas de tablas de madera, los cristales de la fachada estaban rotos. El gran jardín estaba invadido por la maleza mientras que inmensos helechos y ortigas ocupaban el estrecho sendero de acceso.
Käfer recorrió el jardín con la mirada.
—Si no me equivoco, allí delante de la casa hay varios juguetes diseminados por el césped —dijo, abriendo la cancela, que colgaba de los goznes y se arrastraba por la tierra.
Lentamente, se acercaron a la casa y se detuvieron ante la gran puerta de dos hojas. La madera se había desteñido y estaba astillada en varios puntos. Timbre no había.
Käfer le lanzó una mirada grave a Charlotte y trató de bajar el picaporte: estaba cerrado con llave.
—Ya me lo suponía —murmuró y golpeó la puerta con el puño—. ¡Policía! ¡Abra la puerta!
La única respuesta fue el silencio. Volvió a aporrear la puerta.
—Sabemos que hay alguien en casa. ¡Abra la puerta o nos veremos obligados a derribarla!
Nadie respondió. Cuando se disponía a volver a dar otro golpe, Charlotte lo cogió del brazo.
—Aguarda un momento. ¿Lo has oído?
Ambos se miraron: era la voz de un niño, muy apagada pero audible. ¿Estaba llorando o llamaba a alguien?
—¡Adelante, vamos a entrar! —exclamó Charlotte. Dio un paso atrás para que Käfer pudiese abrir, desenfundó el arma reglamentaria y el comisario le pegó una patada a la puerta. La hoja derecha se abrió y golpeó contra la pared, dando salida al aire viciado interior.
—¡Brigada de Investigación Criminal! —gritó Käfer, pero lo único que oyeron fue la voz del niño.
Charlotte contuvo el aliento: el sonido parecía un llanto.
—Procede de arriba —dijo Käfer y entró precipitadamente en un gran vestíbulo; a la izquierda una escalera de madera conducía hasta un pasillo al que daban tres puertas.
Charlotte lo siguió lentamente y echó un vistazo. Pese a la escasa luz que penetraba por la puerta principal pudo comprobar el aspecto abandonado del lugar: un armario sin puertas que contenía algunas prendas de vestir se encontraba situado contra la pared de la derecha, había bolsas de basura por doquier, el suelo aparecía cubierto de mugre y las paredes estaban desconchadas. Además se notaba un desagradable olor a humedad y en el aire viciado flotaba un repugnante tufo a podrido.
—¡Aquí arriba, Charlotte!
Ella asintió y siguió subiendo la escalera. Apoyó la mano en la barandilla pero la retiró de inmediato cuando esta empezó a agitarse peligrosamente.
Käfer había abierto la puerta del medio, sostenía el móvil contra la oreja y hablaba con Urgencias. Cuando Charlotte se acercó su colega le indicó la puerta abierta. El llanto se había interrumpido.
—Es un niño, tiene muy mal aspecto —murmuró el comisario—, pero es evidente que no se trata de Leo Ortrup. Es bastante mayor —añadió y dio un paso a un lado.
Charlotte se acercó con lentitud; más allá de la puerta divisó azulejos de color marrón. «¡Que no sea la bañera! —pensó—, ¡que no sea la bañera, por favor!», y notó un nudo en la garganta.
Cuando alcanzó el umbral, el corazón le latía con tanta violencia que creyó que en cualquier momento le estallaría en el pecho. Lo primero que notó fue que los azulejos estaban sucios y que las junturas estaban cubiertas de moho gris. Luego vio el grifo oxidado que goteaba y solo después al niño rubio, sentado en la bañera jugando con una barquita, que de repente alzó la cabeza y la contempló con ojos llorosos.
Entonces Charlotte fue consciente de que le temblaban las piernas: volvió a oír los gritos agudos y sonoros, los gritos que hacía más de treinta años habían cambiado su vida y que todos los días procuraba olvidar. Se aferró al marco de la puerta y se obligó a calmarse.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Käfer.
—No —contestó Charlotte con voz trémula.
—Deberías ocuparte del pequeño —dijo él en voz baja—. ¿Podrás hacerlo?
Ella negó con la cabeza.
—Ha de salir de la bañera —tartamudeó—. ¡Sácalo de ahí, por favor!
Charlotte retrocedió hasta el pasillo y se apoyó contra la pared junto a la puerta. Sabía que acababa de comportarse de manera extraña y que ello conllevaría preguntas, pero no podía evitarlo. Veía las viejas imágenes, oía los gritos enmudecidos hacía tiempo y sentía el mismo pánico que entonces. Y la misma culpa, una culpa que lo invadía todo.
Peter sacudió la cabeza y se acercó al niño.
—Eh, que se te está arrugando la piel —lo oyó decir Charlotte—. Será mejor que salgas de la bañera.
Poco después apareció con el niño en brazos, envuelto en una colorida toalla, y se lo entregó a Charlotte.
—Voy abajo —dijo Peter, quien le lanzó una mirada y se alejó.
—Hola, me llamo Charlotte —dijo ella con voz amable, obligándose a sonreír—. ¿Y tú cómo te llamas?
—Paul —contestó el niño con la vista clavada en sus pies, que asomaban por debajo de la toalla.
Charlotte notó que el pequeño tiritaba.
—¿Dónde está tu mamá?
—Duerme.
—¿Todavía? Ya es de día y luce el sol.
Sin despegar la mirada de sus pies, el pequeño dijo:
—Mamá casi siempre está cansada.
—¿Y por qué estabas en la bañera? El agua ya está completamente fría.
—Mamá dijo que estaba sucio —contestó, contemplando a Charlotte—. Debía haberme bañado ayer, pero mamá estaba demasiado cansada, así que hoy me metí en la bañera yo solo. Al principio el agua estaba calentita, pero luego se volvió cada vez más fría… ¡Pero mamá aún duerme! Y no puedo despertarla, ¿verdad?
Charlotte tragó saliva. ¡Las cosas que debía soportar ese niño! ¡Y qué valiente era! ¿Y ella? No, ella no era valiente: todavía se dejaba agobiar por lo ocurrido en su infancia.
—¡El médico de urgencias llegará de inmediato! —gritó Käfer desde la planta baja.
Charlotte soltó un suspiro de alivio.
—¡Dentro de un momento montarás en un coche de policía, con sirena y todo!
El niño la miró con expresión sorprendida.
—Pero no puedo dejar sola a mi mamá —objetó, tratando de escapar de los brazos de Charlotte—. ¡Mamá, mamá! —gritó.
De pronto ella oyó un estruendo que provenía de una de las otras habitaciones: era como si alguien hubiera caído al suelo.
El médico de urgencias comprobó que el nivel de alcohol en sangre de la madre superaba los tres puntos.
—A esa ya la conozco, ya he estado aquí con anterioridad —dijo, meneando la cabeza.
Charlotte vistió al pequeño apresuradamente y luego se lo llevó al médico, que lo sentó en la ambulancia. Poco después el vehículo enfiló la calle en dirección al hospital de Münster.
Käfer se dirigió al coche, tomó asiento y cogió el móvil. Charlotte lo siguió.
—Acabo de hablar con la oficina de protección de menores —anunció en cuanto Charlotte se sentó a su lado—. La mujer vive en la vieja granja de manera pasajera. Por cierto: es la casa de sus padres, muertos desde hace años. El padre del niño ha desaparecido. La semana que viene, la mujer podría haber ocupado un pequeño apartamento que los servicios sociales pusieron a su disposición.
Käfer meneó la cabeza.
—No comprendo por qué la oficina de protección de menores permite que el niño esté con su madre, es una vergüenza —añadió, puso el coche en marcha y arrancó—. Pero a lo mejor le hemos ahorrado a ese niño algo peor; en ese caso, nuestra intervención ha merecido la pena.
—Sí, seguramente —dijo Charlotte, barruntando lo que diría después.
—¿Qué diablos te ha pasado ahí dentro? —preguntó Peter—. Estabas como bloqueada.
—Lo siento. Dejémoslo aquí, ¿vale?
—No, de eso nada. Soy tu colega y quiero saber qué pasaba. No tengo ganas de que algo así se repita.
—No se repetirá —aseguró Charlotte, bajando la vista.
—Eso espero.
—Lo siento, de verdad.
—¿Quieres hablar de ello?
—No. En todo caso no ahora. Quizá más adelante —dijo, mirándolo a los ojos—. Lo prometo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Ambos guardaron silencio durante el resto del trayecto. Charlotte reflexionó: hacía mucho tiempo que se había prometido a sí misma que jamás le contaría a nadie lo que había ocurrido. Lo que ocurrió el 21 de junio de 1979, el día que su vida cambió para siempre. Quiso enterrar los horrorosos acontecimientos en su interior y hasta hacía un momento creyó que lo había logrado, al menos en parte. ¡Qué ingenua había sido! Sí, tenía que hablar de ello con Peter: se lo debía. Y en el futuro debía aprender a controlarse mejor.
De pronto se le ocurrió algo.
—¡Mierda! ¡Lo había olvidado por completo!
—¿Qué olvidaste?
Charlotte sacó el móvil del bolso.
—Katrin Ortrup intentó ponerse en contacto conmigo. Espero que no fuera nada importante.
Poco después estaba hablando con ella.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
—He recibido un mail de Alecto —dijo Katrin con voz entrecortada.
—¿Y qué pone?
—No lo comprendo. Pero adjunta una foto que me da mucho miedo…
—Nos reuniremos con usted, dentro de media hora como máximo —se apresuró a decir Charlotte antes de apagar el móvil.
Le desagradaba hacerlo, pero no le quedaba más remedio. ¿Qué alternativa tenía? De vez en cuando se veía obligada a abandonar la casa, así que no podía dejarlo correteando por ahí. Aún era muy pequeño, pero eso no tardaría en cambiar y entonces tampoco lloraría con tanta frecuencia. Y en algún momento —de eso estaba completamente segura— la amaría como si ella fuera su madre. Los niños olvidan con tanta rapidez…
Echó un vistazo al reloj. Debía marcharse al cabo de unos instantes, pero primero se preparó una taza de té, se sentó en la tumbona de la terraza y dirigió la mirada al bosque. El aspecto de la densa vegetación siempre la fascinaba: era como una pared que la protegía de la vida exterior, que la rodeaba y la cobijaba. Era como estar en el Paraíso.
Parpadeó bajo los rayos del sol y se sintió complacida.
De pronto dio un respingo. ¿Estaba llorando? No: ya se había dormido.
Su mirada se posó en un par de bonitos guijarros muy lisos que brillaban entre los canteros junto a la terraza; algunos parecían pequeños huevos de aves.
«¡Qué bonitos son!», pensó. A lo mejor podía hacerles unos agujeritos con un taladro y ponérselos como un collar; lo intentaría más adelante, por la tarde.
Se puso de pie, recogió los guijarros y entró en la casa.
Cuando Luise Wiesner hizo pasar a los dos policías a la sala de estar, Katrin y Thomas Ortrup alzaron la mirada con expresión expectante.
—Es espantoso —dijo la señora Ortrup, que parecía aún más pálida y tensa que en otras ocasiones. Conectó el ordenador portátil con manos temblorosas y les mostró el mail.
En la foto aparecía un féretro abierto en el que yacía un cadáver de una persona que por lo visto había muerto hacía tiempo, a juzgar por las manos esqueléticas que reposaban sobre la manta blanca. Resultaba imposible saber si se trataba de un hombre o de una mujer; el rostro estaba cubierto por un paño delgado. Bajo la foto aparecían unas pocas palabras:
Lo pagaréis. De tal padre, tal hijo.
—¿Qué se supone que significa? —preguntó Katrin Ortrup con voz trémula—. ¿Y a qué viene esa foto?
—Estoy convencida de que con ello la culpable se dirige a más de una persona —dijo Charlotte tras pensar un momento—. No solo a usted como madre, sino quizás a toda la familia. Y con ello también nos revela su motivo: la venganza.
—«De tal padre, tal hijo». Pero ¿yo qué tengo que ver con eso? —preguntó Thomas Ortrup, restregándose la cara con las manos.
Charlotte sacudió la cabeza.
—Nada. El mail estaba dirigido a usted, señora Ortrup, así que hemos de suponer que Alecto se refiere a su padre, no a su marido. A su difunto padre y a Leo.
De pronto un silencio absoluto reinó en la sala. Nadie dijo una palabra, pero todos parecían pensar lo mismo.
—Y ambos están muertos —susurró Luise Wiesner, cubriéndose el rostro con las manos.
—¡No, no!
Katrin Ortrup se levantó bruscamente y negó con la cabeza.
—¡Eso es imposible! ¡Leo no está muerto! Porque usted también cree que mi hijo sigue con vida, ¿verdad? —dijo en tono agudo antes de echarse a llorar.
—Le ruego que se tranquilice, señora Ortrup —dijo Charlotte—. Nosotros seguimos actuando partiendo de la base de que Leo sigue con vida.
Sabía que el tiempo no corría en su favor. Desde un punto de vista estadístico, la mayoría de los niños desaparecidos eran hallados en menos de veinticuatro horas. De lo contrario…
—Si Leo estuviera muerto, Alecto no se habría puesto en contacto con usted —añadió.
—¿Y esa foto horrorosa? —preguntó Thomas Ortrup—. ¿Quién es esa persona muerta? ¿Qué tenemos nosotros que ver con ella?
—Puede que la culpable crea que su familia guarda alguna relación con la muerte de esa persona —dijo Käfer.
—¡Pero eso es absurdo! —gritó Thomas Ortrup en tono furibundo—. ¿Acaso nos considera unos asesinos?
—¡Por favor, señor Ortrup! —dijo Charlotte—. Intentemos penetrar en la mente de la culpable. La cuestión es si ella considera que un miembro de su familia guarda una relación con la persona muerta que aparece en la foto.
—¡Pero si ni siquiera sabemos de quién podría tratarse!
—Tal vez los forenses encuentren una pista que permita sacar conclusiones sobre la identidad del cadáver —dijo Käfer y su mirada osciló entre Katrin y Thomas Ortrup—. ¿Hay alguna persona de su entorno a quien no hayan visto en mucho tiempo o con quien los una un vínculo desacostumbrado?
Katrin se encogió de hombros.
—Solo esa tal Tanja —dijo en tono amargo.
—No, no se me ocurre nadie —dijo Thomas, negando con la cabeza.
—¿Y usted? —preguntó Charlotte, dirigiéndose a Luise Wiesner.
Durante la conversación, la señora Wiesner había permanecido junto a la puerta. En ese momento se acercó lentamente al sofá y se sentó.
—Había una mujer —dijo por fin—. No sé quién es y tampoco logro imaginar que tenga algo que ver con el secuestro de Leo, pero ahora que me lo pregunta…
—Cualquier pista puede ser importante, señora Wiesner.
—Durante las últimas semanas anteriores a su muerte, mi marido estaba alterado. A veces incluso parecía asustado y su actitud era más reservada que de costumbre.
—¿Asustado? ¿Más reservado? ¿A qué se refiere? —preguntó Charlotte.
—No sé, a lo mejor estaba relacionado con las llamadas telefónicas que recibía cada vez más a menudo y de las que se negaba a hablar. «Una de esas pesadas que siempre quieren venderte algo», decía siempre. Desde el principio me di cuenta de que no decía la verdad, pero no quise insistir. Después de esas llamadas siempre estaba muy nervioso.
—¿Con cuánta frecuencia las recibía?
—No lo sé con exactitud, pero ahora recuerdo que después de la muerte de mi marido esa mujer no volvió a llamar. Me pareció extraño, porque si lo que pretendía era venderle algo, habría seguido insistiendo, ¿no? Porque no podía estar al corriente de su fallecimiento —dijo la señora Wiesner.
—¿Quién contestaba? ¿Siempre fue su marido o en alguna ocasión habló usted con ella? —preguntó Käfer.
La señora Wiesner pensó un instante.
—No, nunca hablé con ella, pero recuerdo que un par de veces, cuando yo contestaba la llamada, colgaban de inmediato.
—¿Cree que era Tanja? —preguntó Katrin Ortrup.
—Es posible —contestó Charlotte—. Y si en efecto era ella tampoco podemos descartar que guardara una relación con la muerte de su padre.
—¡Pero si murió de un infarto! ¡Eso fue lo que nos dijeron en el hospital! Los médicos se habrían dado cuenta si él… —Katrin Ortrup no pudo seguir hablando.
—Cuando su padre falleció no existía un motivo para pensar en un delito —dijo Charlotte—. Pero justo el día de su entierro secuestran a su nieto. ¿Mera casualidad? Y en ese mail la culpable establece un vínculo entre su padre y su hijo…
—Solicitaré una exhumación —dijo Käfer, tomando nota de ello.
—Pero ¿por qué? —preguntó Luise Wiesner en tono perplejo—. ¿Lo considera necesario? No quisiera…
—La comprendo muy bien, señora Wiesner —intervino Charlotte con cautela—, pero mi colega tiene razón. Hemos de ir a lo seguro y comprobar la causa de la muerte. Es necesario examinar los restos mortales para comprobar si hay rastros de alguna causa externa o señales de que su padre se defendió.
—Pero ¿qué motivos podría haber tenido esa mujer para hacer algo así? —dijo Luise Wiesner, quien se secó las lágrimas con un pañuelo de encaje—. Mi marido era un miembro respetado de la comunidad, todos lo apreciaban…
—Es verdad —intervino su hija—. No conozco a nadie que no lo apreciara.
—Dios mío, Franz…
Käfer se dirigió a Katrin.
—¿Ya ha contestado a ese mail?
Ella negó con la cabeza.
—Bien. No debe hacerlo, de momento. Necesito su contraseña de Facebook para que nuestros informáticos puedan examinar el mensaje. A lo mejor logran descubrir desde dónde fue enviado.
—¿De verdad cree que la mujer envió el correo desde el ordenador de su casa? —preguntó Thomas.
—Todo es posible. En todo caso, hemos de descartar cualquier posible intervención ajena —contestó Käfer—. No sería la primera vez que alguien se atribuye un delito para llamar la atención.
Cuando ambos volvieron a encontrarse junto al coche, Käfer preguntó:
—¿Cómo nos repartiremos las tareas? ¿Quién va a ver a Bauer y quién a los informáticos?
—¿Te encargas tú de los informáticos? Entonces haz que comprueben la conexión telefónica de los Wiesner, ¿vale? Quizá logren averiguar algo acerca de las llamadas anónimas. Yo iré a ver a Bauer. A estas horas aún debería estar en su despacho, pero primero acompáñame a casa, por favor, quiero recuperar mi coche.
Aún no eran las tres cuando Charlotte llegó al Instituto de Medicina Legal. Frank Bauer solía abandonar su despacho a primera hora de la tarde, para luego seguir dedicándose a la patología. Bauer era el único antropólogo forense que colaboraba con la Brigada de Investigación Criminal de Münster. Charlotte apreciaba a ese hombre sereno y silencioso al que sus colegas consideraban un tipo raro. Ella sabía que no lo era desde que en cierta ocasión ambos se encontraron por azar en la cantina de la comisaría de policía y, como disponían de tiempo, se quedaron charlando. Era un hombre interesante y polifacético que acudía al teatro con frecuencia, era aficionado al alpinismo y solía reunirse con sus amigos.
—Que los demás piensen de mí lo que quieran —dijo él, sonriendo—. Muchos tienen una visión excesivamente simplista de la vida: consideran que quien se ocupa de huesos un día tras otro solo puede ser una persona extraña e introvertida. Y con ello solo se limitan a manifestar sus prejuicios.
Charlotte apreciaba su perspicacia y sus certeros análisis. Bauer era un experto de reconocido prestigio internacional que había participado en las excavaciones de las fosas comunes de Kosovo y declarado como testigo ante el tribunal de La Haya.
Cuando Charlotte entró en el despacho de Bauer las cortinas estaban cerradas, como siempre. Él estaba sentado en la habitación en penumbra con una lupa en la mano, examinando fotos de cadáveres a la luz de una lámpara. Para celebrar su decimoquinto aniversario en la brigada los colegas le habían regalado una tarta en forma de hueso, algo que a todos les pareció divertido, pero que solo provocó una sonrisa cansina de Bauer. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? ¿Un año, dos?
Bauer se quitó las gafas montadas al aire y se frotó los ojos.
—Hola, señora Schneidemann —la saludó formalmente pero en tono amable—. ¿Qué puedo hacer por usted?
Charlotte le mostró la fotografía del cadáver en el féretro.
—Hoy la madre del niño secuestrado recibió esta foto en un mail —dijo—. No tenemos ningún indicio en cuanto a la identidad del cadáver. ¿Es un hombre o una mujer? ¿Cuántos años tenía al morir? Cualquier información acerca de su identidad nos sería muy útil.
Bauer volvió a ponerse las gafas y contempló la foto; después cogió la lupa y examinó la imagen más detalladamente.
Transcurrieron unos minutos; Charlotte sabía que lo mejor era guardar silencio: a Bauer le disgustaba la cháchara, necesitaba silencio para poder concentrarse.
—Como el rostro está cubierto por un paño resulta difícil identificarlo, pero a juzgar por el tamaño de los huesos de la mano diría que se trata de una mujer —dijo por fin y se inclinó aún más sobre la foto. Luego alzó la cabeza e introdujo unos datos en el ordenador.
—La manta… —murmuró con aire pensativo.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Charlotte.
—Creo que se trata de una BS 53… —dijo Bauer al tiempo que seguía tecleando.
—¿Y eso qué significa?
—¡Mire! —exclamó Bauer y señaló la pantalla con expresión satisfecha—. Lo sabía. Los productos BS 53 fueron prohibidos cuando se impusieron las nuevas normas de la Asociación de Ingenieros.
—No comprendo ni una palabra.
—La protección del medio ambiente no acaba con la muerte —dijo Frank Bauer—. En los años setenta y ochenta envolvían a los muertos en mantas de poliéster, que cien años después aún no se hubiesen degradado. La manta que aparece en la foto es de un tejido de mezcla —añadió, indicando la foto—. Ahí se ve el orillo brillante, hecho de un material no biodegradable. Desde que se establecieron las nuevas normas, este tipo de mantas está prohibido.
—¿Y cuándo se publicaron las normas?
—En 1998, así que la foto ha de ser anterior a esa época. Calculo que la mujer aún era relativamente joven. Esas mantas se empleaban sobre todo en el caso de niños o personas muy jóvenes.
—Así que se trata de una mujer joven que murió antes de 1998 —resumió Charlotte—. ¿Hay algo que indique qué funeraria se encargó del entierro?
—Si así fuera ya se lo habría dicho —replicó Bauer en tono severo.
—Sí, claro —admitió Charlotte, cogió la foto y se dirigió a la puerta.
—Aunque a este respecto hay un dato que puede serle de ayuda —añadió Bauer.
—¿Cuál?
—En esa época era relativamente frecuente que se fotografiara el féretro abierto, pero ningún tanatorio dejaría abierto un féretro que contuviera un esqueleto —dijo—. Es decir, que la persona que tomó la foto debió de pedir al tanatorio que abriera el féretro y, habida cuenta del estado del cadáver, sin duda se trató de una solicitud bastante poco habitual. Puede que algún empleado de la funeraria lo recuerde.
—Gracias —dijo Charlotte y emprendió el regreso a la comisaría de policía.
Poco después, cuando abrió la puerta del despacho, vio a Peter Käfer sentado en su puesto comiéndose un trozo de pudin y lamiendo el relleno con fruición.
—Siempre tienes hambre, ¿verdad? —dijo Charlotte mientras se sentaba en su silla.
Käfer se encogió de hombros.
—La comprobación de la conexión telefónica aún no ha arrojado ningún resultado —dijo—. En la lista de llamadas recibidas aparecen varias de un número oculto. No resultará fácil averiguar quién las hizo, pero los colegas están en ello.
—¿Y el mail?
—Los muchachos también están en ello. Por cierto: la fiscalía nos ha dado luz verde para examinar el ordenador de Carmen Gerber; consideré que podría ser útil. ¿Y cómo te ha ido a ti?
En breves palabras, Charlotte le contó lo que Frank Bauer había descubierto.
—Lo primero que haré será llamar a los tanatorios. A lo mejor tenemos suerte.
En Münster había más de una docena de empresas de pompas fúnebres, sin contar las de los alrededores. Charlotte suspiró: la aguardaba una tarea considerable.
Cuando Charlotte abandonó la comisaría de policía era casi medianoche. Estaba frustrada, porque las llamadas a los diversos tanatorios no habían dado resultado. Muchos de los antiguos empleados ya se habían jubilado hacía tiempo, otros habían cambiado de empleo o se habían trasladado a otra ciudad. Nadie recordaba que alguien hubiera pedido que abrieran un féretro de un cadáver ya convertido en esqueleto para tomar una foto.
Solo entonces fue consciente de lo agotada que estaba. El día había sido muy largo, repleto de acontecimientos profundamente conmovedores. Volvió a ver al niño sentado en la bañera… ¡No, ahora no quería pensar en eso! Quería ir a casa, ducharse, descansar un rato y luego acostarse y dormir, para poder empezar el día a la mañana siguiente fresca y descansada. Lanzando un suspiro, montó en su coche.
Unos minutos después abrió la puerta de su apartamento: el aire estaba viciado así que lo primero que hizo fue abrir las ventanas para que penetrara el agradable frescor nocturno.
Tomó una ducha, pero eso tampoco alivió la tensión que la dominaba. No podía dejar de pensar en Leo Ortrup. ¿Dónde estaría? Seguro que lo estaba pasando muy mal…
Se tumbó en el sofá con expresión resignada y puso el televisor. Unas cuantas personas bastante alteradas discutían sobre un tema aburrido. No, gracias. Zapeó y se topó con una película de detectives. ¡Lo que le faltaba! Bastante tenía con lo que le ofrecía su vida cotidiana. De mala gana, fue pasando de un canal a otro y por fin apagó el aparato. Entonces su mirada se posó en la mesa auxiliar junto al sofá. Allí reposaba el libro que estaba leyendo: la biografía de María Antonieta, de Stefan Zweig. Adoraba las obras de Stefan Zweig, las había leído casi todas, solo le faltaba esa biografía. Abrió el libro, buscó el punto donde el día anterior había dejado de leer… y volvió a cerrarlo.
Suspirando, se dirigió al baño para lavarse los dientes, se contempló en el espejo y se detuvo. De pronto sus pensamientos se arremolinaron, incapaz de centrarse en ninguno: un rostro se interponía cada vez que lo intentaba.
—¿Y por qué no? —se dijo.
Unos minutos después contemplaba el edificio de apartamentos. En el de Bernd aún había luces encendidas, así que debía de estar despierto. Cuando por fin llamó al timbre su decisión aún la sorprendió: una vez más, hacía algo que contravenía sus principios. Un amante es un amante y nada más. Pero esa noche algo había cambiado.
Unos minutos después oyó la voz cansada de Bernd, que enseguida cobró vivacidad cuando supo quién estaba al otro lado de la puerta.
—¡Qué bien! —dijo únicamente cuando ella recorrió el pasillo y Bernd la estrechó entre sus brazos.
Poco después ambos estaban tendidos en la cama, abrazados. Charlotte cerró los ojos. Se percató de que por fin había encontrado lo que buscaba con tanta desesperación: sosiego interior y una agradable ligereza. Pero antes de dormirse sospechó que estos sentimientos no durarían mucho tiempo. Volvía a sentir esa presión en el estómago que siempre la invadía cuando la aguardaba una noche repleta de pesadillas.
Unos segundos después y pese a los temores que la habían agobiado, se durmió profundamente. Sin embargo, en algún momento de la noche regresó la pesadilla: Charlotte entraba al baño a toda prisa y, espantada, veía la sangre que se derramaba por encima del borde de la bañera.