6
Charlotte condujo hasta el parvulario y aparcó. Mientras Peter Käfer intentaba descubrir quién o qué se ocultaba tras el nombre de Alecto, ella quería volver a hablar con Ben, el mejor amigo de Leo. Había acordado con la madre del pequeño que lo interrogaría en la sala de reuniones del parvulario. Tenía la esperanza de que en el entorno donde acostumbraba jugar con Leo, Ben recordaría más detalles.
Mientras Charlotte se apeaba del coche y se dirigía al edificio de ladrillo rojo, cuyas ventanas estaban cubiertas de coloridos dibujos, oyó los típicos gritos, risas y llantos de los niños.
Tras llamar al timbre un par de veces, la puerta se abrió con un zumbido y una mujer de aspecto atlético de unos cuarenta años, de cabellos cortos y rubios y un bronceado artificial apareció en el umbral.
—Soy Charlotte Schneidemann —se presentó la inspectora al tiempo que le mostraba la identificación—. Y usted debe de ser Regina Hellmann, la directora del parvulario, ¿verdad?
La mujer asintió con expresión seria.
—¿Hay un sitio donde podamos hablar sin que nos molesten?
Charlotte siguió a la señora Hellmann a su pequeño despacho. Aunque ya había anunciado su visita a la directora del parvulario por teléfono, el rostro de esta expresaba su espanto ante la desaparición de Leo.
—¡Dios mío! —dijo, consternada—. Pobre niño y pobres padres.
—En este momento, cualquier indicio sobre la supuesta autora del delito nos resulta muy importante. ¿Qué puede decirnos acerca de esa mujer?
—No gran cosa —contestó la señora Hellmann—. Solo la vi en un par de ocasiones desde lejos, y nunca hablé con ella. Ben ha tenido tantas niñeras que en algún momento dejé de prestar atención a las que iban apareciendo. Los padres enviaron una carta en la que autorizaban a una tercera persona a recoger a su hijo, así que todo estaba en orden. Quisiera destacar que no nos sentimos responsables de lo ocurrido.
—Nadie considera que sean ustedes culpables de nada —la tranquilizó Charlotte—. ¿Disponía del número del móvil de la mujer, para poder comunicarse con ella en caso de urgencia?
—No. Ante cualquier emergencia hubiésemos llamado a la madre.
—¿Notó si la mujer tenía contacto con otros padres? ¿Mantenía conversaciones en el aparcamiento o los pasillos?
La señora Hellmann soltó una carcajada.
—No podría decírselo, por más que quisiera: el barullo que se forma a la hora de la salida es increíble. Verá, existen dos tipos de padres: los que siempre tienen prisa y los que parecen disponer de todo el tiempo del mundo. Y a su manera, ambos tipos suponen un esfuerzo.
—¿Los niños tienen asignada una taquilla o un armario donde guardar sus objetos personales? —preguntó Charlotte.
—Por supuesto. Cada niño dispone de una taquilla.
—¿Sería tan amable de mostrarme las taquillas de Leo y de Ben?
—Claro.
La directora del parvulario acompañó a Charlotte hasta un armario con innumerables armaritos. El de Ben solo contenía un par de pañales y un envase de zumo de naranja; en el de Leo también había pañales y unos cuantos dibujos, quizá realizados por él. En el fondo de la taquilla descubrió unos cuantos guijarros lisos de un llamativo color claro; cogió uno y lo examinó.
—La señora Weiler también acaba de llegar —dijo la directora en ese momento.
Charlotte asintió. Se metió la piedrecilla en el bolsillo del pantalón y siguió a la señora Hellmann hasta la sala de reuniones. Las paredes de la luminosa sala estaban cubiertas de pinturas realizadas por los niños. Una gran biblioteca estaba repleta de libros infantiles y sobre educación infantil. Sabine Weiler estaba sentada ante una mesa y Ben ocupaba su regazo. Charlotte saludó a madre e hijo e invitó a Sabine a tomar asiento en una silla junto a la puerta, con el fin de poder hablar tranquilamente con el niño. La mujer accedió de mala gana y Charlotte se sentó junto a Ben.
—¿Tienes ganas de dibujar, Ben? —le preguntó en tono amistoso.
El pequeño la contempló con aire indeciso y dirigió la mirada a su madre. Solo cuando la señora Weiler hizo un gesto afirmativo, se le iluminó el rostro y dijo:
—¡Sí, dibujo coche!
—Bien, entonces dibuja un coche para mí. Y mientras lo pintas, a lo mejor podrías contarme cosas sobre esa señora tan simpática que siempre te llevaba al parvulario, ¿verdad?
Ben asintió y dibujó un garabato rojo.
—¿La estás dibujando a ella? —preguntó Charlotte.
Ben asintió.
—¡Lo haces muy bien, Ben, de verdad! ¿Te gustaba esa señora?
Ben volvió a asentir.
—Era buena.
—¿Siempre jugabas con ella?
—Sí.
Charlotte dejó que siguiera dibujando. Por fin le preguntó:
—¿Alguna vez fuiste de excursión con esa señora? ¿Fuisteis a algún lugar en coche?
—¡Sí! —contestó Ben, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Al paque!
Charlotte asintió.
—Así que fuisteis al parque infantil, muy bien. ¿Y fuisteis a algún otro lugar?
—Una vez también fueron al zoológico —intervino la madre del niño.
Charlotte se volvió hacia ella lanzando un suspiro.
—Le ruego que no nos interrumpa, es muy importante.
La madre de Ben hizo una mueca: estaba ofendida.
—Solo quería ayudar —replicó en tono mordaz.
—¡Zooo! —dijo el pequeño con mirada brillante.
—Seguro que fue fantástico ver todos esos animales, ¿verdad?
Ben asintió.
—¿Visteis elefantes y leones?
—¡Efantes y ones, y monos y tigues! —dijo el niño, riendo.
—¡Claro! ¡Los había olvidado! ¿Y alguna vez visitasteis a otros niños?
—Sí.
¿Recuerdas a cuál?
—Leo…
—A tu amigo Leo. ¿Y algún otro más?
—No sé —dijo el pequeño mientras seguía dibujando.
—¿Había otra mujer o tal vez otro hombre?
—¡Sí! —dijo Ben, sonriendo—. ¡Vendedor de lados!
Charlotte suspiró; empezó a dudar que mereciera la pena seguir interrogándolo. Quizás esperaba demasiado de un niño de tres años…
—¿Así que visitasteis a Leo y visteis al vendedor de helados? ¿A alguien más?
—Sí.
Charlotte empezó a impacientarse. ¿Por qué el niño parecía incapaz de proporcionarle una respuesta sensata? «Porque solo tiene tres años», pensó procurando conservar la calma.
—¿Y recuerdas cómo se llamaba?
—¡Era Klausi! —contestó, riendo.
Charlotte frunció el ceño.
—¿Quién es Klausi?
—No sé.
Charlotte se dirigió a la madre de Ben.
—¿Le dice algo ese nombre?
Sabine Weiler puso los ojos en blanco.
—Nuestra vecina le puso el sonoro nombre de Klaus Kinski a su perro, uno de esos chuchos mezcla de diversas razas. A veces Ben juega con él, ¿verdad, Benny? De vez en cuando Klausi está en nuestro jardín, ¿no?
—¡Sí!
—Así que es un perro.
Charlotte le pidió el nombre de la vecina. Pediría a sus colegas que la interrogaran: tal vez podría proporcionarles algún indicio útil.
Charlotte sacó un caramelo del bolso y se lo dio a Ben.
—Toma, es para ti. Lo has hecho muy bien —dijo con una sonrisa.
—En realidad, Ben no debe comer dulces —protestó la madre.
—Claro, comprendo. En ese caso, este será una excepción —dijo Charlotte y le acarició la cabeza a Ben—. Si le comenta algo más sobre Tanja o si a usted se le ocurre algún otro detalle, llámeme, por favor.
Sabine Weiler asintió.
Cuando Charlotte abandonó el parvulario se sintió muy cansada. Cuando quiso sacar la llave del coche del bolsillo, el guijarro de color claro cayó al suelo. Lo recogió con expresión pensativa y volvió a guardarlo. Había visto esa clase de piedra en alguna parte, pero ¿dónde?
La bayeta olía a moho y decidió meterla en la lavadora. Ojalá lo hubiera hecho antes, ahora toda la cocina apestaba a humedad.
De golpe sonrió: problemas propios de un ama de casa. Se alegró de poder tenerlos.
Su mirada se detuvo en el montón de ropa sucia que se apilaba a sus pies. Seguro que al menos había veinte calcetines, en su mayoría negros. Klaus no llevaba calcetines de otro color.
«Los hombres lo tienen más fácil —pensó—, al menos en cuanto a la ropa». Entonces recordó a su padre: cuando salía de casa siempre llevaba traje, a veces gris, otras azul oscuro o negro.
Ella nunca encontraba nada que le sentara bien: había muy pocos vestidos bonitos de la talla 46.
Ordenó la ropa con rapidez; ahora había tres montones: ropa blanca, de color y negra.
Finalmente recogió la camiseta de color azul claro. Cuando se disponía a dejarla en el montón de las prendas de color, notó las manchas de sangre. ¿De dónde habían salido? De pronto barruntó algo: en adelante debía ser más cuidadosa…
Primero debía dejar la camiseta en remojo antes de lavarla: las manchas de sangre no desaparecían si no se dejaba la prenda en remojo. Arrojó la camiseta hacia la pica pero de repente titubeó. No, las manchas no saldrían con el lavado. Volvió a cogerla y la contempló… Y en ese momento una sonrisa le iluminó el rostro.
A la mañana siguiente Katrin llamó a su madre y, entre lágrimas, le contó lo que había ocurrido con Leo. Se alegró de que pese a la pena, su madre se mostrara capaz de conservar la calma. Katrin le prometió que iría a verla más tarde y que entonces se lo explicaría todo hasta el último detalle, pero que primero debía acudir a comisaría para realizar un retrato robot de la pretendida Tanja.
Al principio Katrin se había sentido angustiada ante la perspectiva de tener que pensar en Tanja, pero se sorprendió al descubrir que mientras estaba en la comisaría, sentada junto al dibujante, se sentía relajada. Recordar las características del rostro de esa mujer, la forma de la nariz o el color de los ojos resultaba tranquilizador.
Katrin clavó la vista en la pantalla con gran concentración.
—El rostro es demasiado redondeado.
El dibujante hizo una modificación.
—Sí, es más o menos así.
—De acuerdo —dijo el dibujante—. Lo está haciendo muy bien; ahora le mostraré diversas imágenes de ojos. Reflexione con calma y luego dígame cuáles se parecen más a los de la autora del delito.
Katrin asintió: sus ojos. Los ojos de Tanja le habían llamado la atención de inmediato. Eran de un azul resplandeciente, rodeados de arruguitas de expresión que aparecían en cuanto sonreía. Precisamente este rasgo había sido el motivo de que Tanja le cayera simpática desde el principio. Esa mujer reía con los ojos, por eso su risa nunca parecía falsa. Y su mirada siempre había sido directa y sincera, como la de quien no tiene nada que ocultar.
Katrin soltó una carcajada irónica: ¡qué tonta había sido!
Señaló una imagen en concreto.
—Esos se parecen bastante.
—Muy bien —dijo el dibujante e incorporó los ojos al retrato—. Ahora haremos lo mismo con la boca; vuelva a contemplar las diferentes formas con toda tranquilidad.
La boca de Tanja… No dejaba de aplicarse brillo en los labios, por eso parecían más gruesos de lo que ya eran, y como en general estaba de buen humor, sus dientes blancos e inmaculados se veían con frecuencia.
Katrin indicó unos labios y el dibujante los incorporó al retrato robot de inmediato.
—Ahora solo faltan las orejas —dijo él.
—Siempre llevaba unos pendientes muy llamativos —explicó Katrin—, aunque no sé si este tipo de detalles debe aparecer en un retrato robot.
—Sí, sí —replicó el dibujante—. Los incorporaremos a la imagen. Porque a fin de cuentas, si quiere puede modificar su aspecto. Puede ponerse una peluca y unas gafas y nadie la reconocería. Pero si los pendientes son tan llamativos, a lo mejor alguien de su entorno los recuerde. ¿Cómo eran?
—Eran de cristal rojo y en forma de fresa.
El dibujante asintió y esbozó algo en el ordenador.
—¿Como esto?
—En la parte superior había unos cristales verdes… Sí, exactamente así.
Era la última pieza del rompecabezas.
Katrin contempló la pantalla con expresión espantada: allí aparecía una mujer sonriente, cordial y simpática, con arruguitas en torno a los ojos de mirada sincera. Una mujer que resultaba simpática desde el primer momento.
Tanja.
Su peor pesadilla.
Käfer estaba sentado ante su escritorio devorando una ración de pudin con gran fruición y contemplando a su colega Charlotte mientras esta abría la ventana, tomaba asiento en el ancho alféizar y dirigía la mirada al patio trasero. El edificio de la comisaría de policía era tan elevado que en el patio nunca daba el sol. Un frescor agradable se elevaba y la corriente de aire lo arrastraba hasta su escritorio.
—Hace treinta grados y solo estamos en mayo —dijo Charlotte.
—Y el aire acondicionado vuelve a estar estropeado —replicó Käfer con la boca llena.
—Vaya —dijo ella, ensimismada—. La delincuente colgó una imagen de un grupo de personas en Facebook en la que aparece al lado de Christa Leifart —dijo, regresando abruptamente al caso—. Es decir, que no abrió la cuenta solo para entrar en contacto con Katrin Ortrup, en realidad quería que la madre de Leo se enterara de la existencia de Leifart.
—¿Pero para qué? —preguntó Peter.
—Para que Katrin Ortrup se enterara de que su marido la engañó con Leifart.
—Vale. Secuestra al niño, saca a la luz la infidelidad del marido… ¿Qué pretende? ¿Destruir la familia? —dijo Käfer y bebió un sorbo de café—. ¿Con qué fin?
—Quizá intente hacer daño a Katrin Ortrup o a Thomas Ortrup…
—O a ambos.
—Hum…
—¿Por ahora qué sabemos acerca de la foto del grupo? —preguntó Charlotte.
La señora Leifart le había dicho a Käfer que la instantánea había sido tomada hacía tres años, en el Schwarzwald, durante un congreso de todos los grupos alemanes de autoayuda para los enfermos de diabetes mellitus en el que habían participado unas quinientas personas. Por desgracia nadie había anunciado su presencia por escrito, puesto que solo había que hacerlo con antelación para asistir a los discursos y las cenas. Todos los interesados podían visitar los puestos donde proporcionaban información y fue allí donde se tomó la foto. La señora Leifart, que sufría diabetes desde niña, logró recordar a la autora del delito cuando él le mostró la foto en la pantalla del ordenador.
—El nombre no me dice nada, pero los pendientes… Sí, sí: hablé con ella —le había dicho—. No solo de la enfermedad sino también sobre la vida en general, los hijos y la familia. Me pareció una persona muy agradable. Aún recuerdo que me dijo que su vida era un desastre, pese a que ella siempre había procurado hacerlo todo correctamente. Ya no recuerdo el motivo, pero de algún modo acabamos hablando del matrimonio, de la infidelidad y de tener una aventura.
—¿Recuerda si le comentó que había tenido usted una aventura con Thomas Ortrup? —le había preguntado Käfer.
Christa Leifart se había limitado a encogerse de hombros. No lo recordaba, pero tampoco podía descartarlo.
—Hablamos de tantas cosas… —le había dicho—. Durante el congreso conocí a muchísima gente; en esas reuniones enseguida tomas confianza con la gente: el destino compartido crea vínculos. Por más que quisiera, no podría darle los detalles.
—¿Recuerda el nombre de esa mujer? —había insistido Käfer, pero la señora Leifart se limitó a negar con la cabeza.
Peter se metió el último trozo de pudin en la boca.
—La autora del delito no estaba en el mismo grupo de autoayuda que la señora Leifart —murmuró.
—No nos quedará más remedio que recorrer uno por uno todos los grupos de autoayuda que participaron en el evento. A lo mejor uno de los participantes reconoce a la culpable.
—Así es —dijo Käfer, suspirando—. Ya le he encargado a dos colegas que averigüen todos los grupos de autoayuda para diabéticos que existen en Alemania; han de enviarle la foto del grupo y el retrato robot a todos ellos. Después han de hablar con los miembros uno por uno, sin dejar de comprobar las inscripciones para asistir a los discursos y las cenas. Tardaremos bastante en conseguir un resultado, si es que llegamos a obtenerlo.
—Entonces partamos de la base de que la delincuente es diabética —dijo Charlotte—. Quizá tuvo que visitar al médico mientras trabajaba de niñera. Aguarda un momento…
Charlotte cogió el teléfono y marcó un número, pero tras unos minutos volvió a colgar el auricular y contempló a su colega con desánimo.
—La madre de Ben no sabe nada acerca de una posible enfermedad; de hecho no puede decirnos casi nada sobre la vida privada de Tanja.
Peter sacudió la cabeza.
—¿Cómo es posible que sepa tan poco sobre la mujer a quien confiaba su hijo?
—Mantuvo muy pocas conversaciones íntimas con Tanja. En general solo la veía durante unos minutos, antes de ir al trabajo y al regresar a casa. Intercambiaban unas palabras si debían comentar algo importante y eso era todo —adujo ella.
—¿Hay que acudir al especialista cuando se sufre una enfermedad como esa?
Charlotte siempre conocía las respuestas a las preguntas relacionadas con temas de salud, aunque su especialidad era la psicología.
—En realidad quienes se ocupan de ello son los internistas, pero que yo sepa existen especialistas en diabetes. Lo más importante es que el paciente reciba la medicación adecuada.
—Vale, en ese caso también habrá que hablar con todos los especialistas en diabetes —dijo Peter, al tiempo que tomaba nota—. ¿Y no es posible que llamara la atención comprando determinado tipo de alimentos?
Charlotte negó con la cabeza.
—Olvídalo. Es evidente que como diabética tenía que controlar su alimentación, pero debía hacerlo de todos modos porque sufría de sobrepeso. Otro tema posible es la imposibilidad de tener hijos. A menudo las diabéticas tienen dificultades para quedar embarazadas pero ¿puede ser la imposibilidad de tener hijos el móvil del delito? Eso no encaja con todo lo demás.
—Al parecer, todo este asunto es bastante más complejo de lo que creímos al principio —dijo él—. En todo caso, no se trata en absoluto de un secuestro normal.
Charlotte bajó del alféizar y cogió un rotulador. En el rotafolio situado frente al escritorio de Peter apuntó: «Encuentro con Christa Leifart».
—El hecho de conocer a la señora Leifart tuvo que ser un acontecimiento clave —dijo—. Según nuestras informaciones actuales, es imposible que dicho encuentro se diera de forma planeada, así que el desencadenante se produjo hace tres años…
—… y coincide precisamente con la fecha de nacimiento de Leo —la interrumpió Käfer.
—Correcto —asintió Charlotte y apuntó «Nacimiento de Leo» en el rotafolio.
—Así que tal vez se enteró de la infidelidad de Ortrup y del nacimiento de su hijo en fechas próximas entre sí —dijo Käfer—. Pero si en efecto existió una conexión, ¿por qué esperó tres años para secuestrar al niño?
Charlotte se encogió de hombros.
—¿Quizá porque antes no se presentó la oportunidad? Sospecho que hacía tiempo que andaba organizándolo todo mentalmente. Es algo que se da con frecuencia en los casos de delitos sexuales: los agresores suelen fantasear durante años con cometerlos. No dejan de imaginarlo, como si estuvieron contemplando una película porno, pero los límites impuestos por la sociedad o sus propias inhibiciones les impiden llevarlos a cabo. Hasta que de pronto ese límite desaparece. A menudo basta con una casualidad: un encuentro, una pelea, un regalo de Navidad que no es el esperado… A veces lo que convierte a una persona cualquiera en un delincuente peligroso solo es un detalle, pero otras basta con que se presente la oportunidad adecuada. A lo mejor eso fue lo que sucedió en el caso de Tanja.
—¿Crees que esa Tanja podría ser una delincuente sexual? —preguntó Käfer.
—No —respondió Charlotte en tono rotundo—. Porque en ese caso también podía haber raptado al pequeño Ben.
—Según tu teoría, seguramente sufrió una experiencia traumática y cuando por azar oyó mencionar a Thomas Ortrup ya no pudo controlarse —dijo el comisario jefe y bebió el último sorbo de café.
—Sí, estoy convencida de ello. Una experiencia con la que cargaba desde hacía años y que suscitaba en ella una idea recurrente de venganza. Es probable que ni siquiera tuviera claro cómo iba a tomarse dicha venganza, y de pronto conoció a la señora Leifart y ese encuentro supuso el desencadenante.
Detrás de las palabras «Encuentro con Christa Leifart». Charlotte dibujó una flecha que indicaba el pasado y encima escribió «Trauma».
—¿Crees que pudo tratarse de una violación? —preguntó Käfer.
—¿Te refieres a que Thomas Ortrup la violó en algún momento?
—Solo lo planteo como una posibilidad.
Charlotte reflexionó.
—Mientras estudiaba psicología trabajé con mujeres que fueron violadas en la infancia y adolescencia y que solo se vengaron cuando se convirtieron en adultas. Pero en general, estas mujeres mantenían una relación de dependencia con el violador.
—Te refieres a que sufrieron abusos por parte de su padre o su padrastro, por ejemplo —dedujo el comisario.
—Exactamente. Y en general tardan años en desarrollar la capacidad de defenderse de esos hombres; entonces podrían tratar de descargar el odio acumulado durante mucho tiempo cometiendo un acto violento.
—Eso no cuadra con el caso, a menos que Ortrup nos haya ocultado algo —dijo él.
Luego reflexionó unos instantes. En realidad, durante el primer interrogatorio Ortrup le había parecido muy normal, un padre muy preocupado y punto…, que sin embargo empezó a tartamudear en cuanto habló de su secretaria.
—Me parece inimaginable que Thomas Ortrup sea capaz de violar a una mujer —dijo Charlotte finalmente.
Käfer se encogió de hombros.
—Soy capaz de imaginarme muchas cosas. Además, el nombre «Alecto» encajaría perfectamente. He investigado en Internet y he descubierto algo interesante: Alecto era una de las tres Erinias: Alecto, Megera y Tisífone. Las tres diosas de la venganza de la mitología griega.
Charlotte le lanzó una mirada sorprendida.
—¿Alecto?
—Era la que se encargaba de castigar todos los pecados morales. Y esos también incluirían los delitos sexuales.
—O las infidelidades —apuntó ella—. ¿Qué más has averiguado?
—No mucho. Hay diversas empresas que figuran bajo ese nombre. Las investigaremos a todas. También he encontrado algunas personas con dicho nombre, todas inmigrantes. A esas también las investigaremos una por una. A lo mejor alguna resulta interesante.
—Bien. Para más seguridad deberíamos hablar con todas las mujeres del entorno de Thomas Ortrup para averiguar si alguna sufrió un abuso. Hemos de hablar con su mujer, con la señora Leifart, con su secretaria…
—De eso me encargaré yo —se ofreció Käfer.
—Se me acaba de ocurrir otra cosa —añadió Charlotte en tono pensativo—. Dijiste que la señora Leifart tiene un hijo…, que también es rubio…
—Sí. Tiene seis años.
—Cuando la delincuente conoció a la señora Leifart el niño habría de tener aproximadamente la edad de Leo.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—¿Y si Tanja actuó por encargo de otra persona? ¿De alguien que quería hacerse con un niño rubio como Leo? —prosiguió Charlotte.
—¿Tráfico de niños?
Ella asintió y Käfer frunció el ceño, asqueado. Charlotte tenía razón. No era muy frecuente que las mujeres participaran activamente en semejante tipo de delitos, pero de vez en cuando ocurría. En general, se trataba de mujeres que habían sido secuestradas y sufrido abusos en la infancia y que más adelante —y por grandes sumas de dinero— proporcionaban niños a los autores de abusos. Lo tenían más fácil que los hombres, porque nadie creía que una mujer fuera capaz de semejante cosa. Al principio, cuando ingresó en la Brigada de Investigación Criminal, había conocido un caso así. Una joven que a los diez años había sido secuestrada en Rumanía, trasladada a Alemania y obligada a prostituirse. A los veintiún años esa misma mujer empezó a trasladar niños rumanos a Berlín. Al parecer, semejante actividad no le causaba sentimientos de culpa, y durante el juicio no comprendía de qué se le acusaba; afirmó que ella siempre había tratado a los niños con mucho afecto, que en el pasado a ella siempre la habían maltratado y que a fin de cuentas, ella les había ahorrado ese destino a los niños. La mujer se consideraba a sí misma una especie de madre sustituta que solo se preocupaba por el bienestar de sus protegidos. Los niños confirmaron su declaración: dijeron que siempre los había tratado bien, que les había proporcionado golosinas y juguetes. Y también vacaciones.
—Ello también encajaría con el grupo de autoayuda —siguió diciendo Charlotte—. Dichos delincuentes a menudo ingresan en este tipo de asociaciones…
—… con el fin de entrar en contacto con sus víctimas —añadió Käfer.
Charlotte asintió.
—Exactamente. Si los padres enferman y ya no pueden ocuparse de sus hijos, entonces a esa clase de individuo le resulta fácil ganarse la confianza de la familia —dijo—. Y si el enfermo es el niño, también funciona. Un niño enfermo tiene poco contacto con sus coetáneos y le encanta que un desconocido le prodigue sus atenciones. Se convierten en presas fáciles.
Käfer negó con la cabeza.
—Puede ser, pero en este caso es más bien improbable, puesto que esas cosas funcionan mucho mejor en otros países, por ejemplo en los del antiguo bloque oriental. Es horroroso, pero es mucho más sencillo viajar hasta allí y hacerse con un niño que pasar semanas y meses aquí, en Alemania, para ganarse la confianza de una familia y después desaparecer con el niño. No: creo que podemos descartarlo.
—¿Quieres descartar el tráfico de niños?
—No del todo, pero no me parece que sea lo más probable. ¿Por qué no hablas con Marc Lohmann de la Brigada Antivicio? Lo primero que haré será contactar con las mujeres. Estoy convencido de que se trata más bien de un motivo personal —concluyó el comisario, quien enseguida se puso de pie—. Hasta luego.
Charlotte abrió la boca como si se dispusiera a decir algo.
—¿Hay algo más?
—No lo sé, pero tengo la impresión de que hemos pasado algo por alto.
—Llámame cuando lo recuerdes —dijo Käfer y abandonó el despacho. Su móvil sonó antes de que alcanzara el ascensor.
—¡Ya sé lo que había pasado por alto! —oyó decir a Charlotte por el teléfono y, sorprendido, Käfer escuchó su breve relato.
Marc Lohmann estaba pálido. «Como siempre —pensó Charlotte—. No es de extrañar, su puesto a menudo lo obliga a trabajar de noche y no debe de tener muchas ocasiones de dormir bien».
Lohmann sostenía una gran taza de café en la mano y mantenía la vista clavada en la pantalla del ordenador. Charlotte consideraba que lo peor de todo eran las interminables búsquedas en Internet que sus colegas se veían obligados a realizar. Internet estaba repleto de repugnantes fotografías y películas que había que controlar y examinar para descubrir a las víctimas de abusos a menores. Charlotte sabía que contemplar este tipo de imágenes suponía un penoso deber.
—Hola, toma asiento —dijo Lohmann sin despegar la vista de la pantalla—. ¿Quieres un café?
Señaló el termo de color beige apoyado en la parte posterior del estante; estaba cubierto de manchas secas de café, claro indicio de que hacía tiempo que nadie lo lavaba.
—Gracias, ya he tomado bastante café —contestó Charlotte.
—Enseguida habré acabado.
Lohmann cliqueó un par de veces con el ratón y pulsó unas teclas; luego alzó la mirada con aire satisfecho.
—Bien, he cerrado esa página de mierda y la gente ya no podrá seguir ganando dinero con ella —dijo.
—¿Qué era?
—No quieras saberlo —dijo Lohmann y cogió una carpeta—. Aquí está la comprobación del ADN de tu cepillo de dientes: lamentablemente no hay resultados, no figura en nuestra base de datos.
—Gracias. Había que intentarlo —dijo Charlotte, cogiendo la carpeta—. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Lohmann asintió.
—¿Consideras probable que se trate de un delito sexual relacionado con el tráfico de niños?
—Por lo que sé del caso, me parece bastante improbable. Si estuviéramos en Camboya o en Tailandia ya sería otra cosa —dijo, lanzando un suspiro—. La semana pasada cerramos una página en la que podías introducir tus deseos con todo lujo de detalle: color del pelo, de los ojos, edad, complexión física. Los interesados podían solicitar sus víctimas como en un catálogo; incluso hay páginas con la misma estructura que eBay. La gente puede introducir sus ofertas junto a la foto de un niño.
—¡Dios mío!
Charlotte meneó la cabeza con expresión horrorizada.
—¿Quieres decir que secuestran a los niños y luego los subastan?
—Sí. Esas cosas existen, pero aún no nos hemos topado con un caso en el que estén involucrados niños alemanes —añadió—. El tráfico de niños funciona en dirección contraria: trasladan niños del Tercer Mundo aquí, pero en general no venden niños alemanes. Sería demasiado arriesgado.
Charlotte reflexionó un momento.
—¿Qué tendría que hacer si quiero hacerme con un niño rubio de tres años? —preguntó.
Lohmann le dijo que los pedófilos establecían relaciones a través de la red.
—En dicho caso, es de suponer que el pedófilo empezaría por investigar los foros correspondientes para comprobar si alguien podía proporcionarle un niño de esas características. Por desgracia hay muchos padres y padrastros dispuestos a vender a sus propios hijos.
Lohmann hizo una breve pausa.
—Y también muchas madres, pero aún no me he encontrado con ningún caso en el que un niño de esa edad fuera secuestrado y vendido. En todo caso, ningún niño alemán.
—¿Y que alguien secuestre al niño para mantenerlo prisionero durante años? ¿Crees que es posible?
—No en el caso de un niño tan pequeño. El culpable no podría seguir administrándole tranquilizantes durante mucho tiempo. Me temo que si el pequeño ha caído en manos de pedófilos ya no estará con vida.
Charlotte inspiró profundamente y se puso en pie.
—Gracias por la información. Para serte sincera, me alegro de que no hayas podido ayudarme.
—¿Cuándo pensáis hacerlo público?
—Pronto, muy pronto.
Katrin y Thomas estaban sentados uno frente al otro en silencio. Ambos sostenían una taza de té en la mano y era como si quisieran entrar en calor. Thomas mantenía la vista clavada en el suelo, Katrin miraba por la ventana. Los tibios rayos del sol penetraban por los cristales de las ventanas, pero Katrin tiritaba. Había decidido hablar con Thomas y estaba decidida a perdonarle, pero le resultaba más difícil de lo que había pensado.
—Tal vez deberíamos olvidar todo el asunto —soltó por fin.
Su marido alzó la mirada y la contempló con expresión aliviada.
—Pero solo porque Leo… —prosiguió ella y carraspeó—. Si no hubiese desaparecido la situación sería completamente distinta.
—Lo sé —musitó Thomas.
—Pero tal como están las cosas, hemos de permanecer unidos —añadió Katrin y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas—. Espero que se encuentre bien —sollozó.
Thomas dejó la taza en la mesa y se sentó junto a ella en el sofá. Tras titubear unos instantes, la estrechó entre sus brazos.
—Lo echo tanto de menos… —dijo él con voz temblorosa.
—Si él… si él… —Katrin se interrumpió—. Si hubiera ocurrido lo peor, hace horas que hubieran encontrado su… Tendrían que haber encontrado algo, ¿verdad?
Thomas no respondió; solo acunó a su mujer en silencio.
—Estoy segura de que aún está vivo —dijo ella de pronto, se desprendió del abrazo de su marido y lo contempló con ojos llorosos—. Porque si le hubiera pasado algo, yo lo sabría. ¿Por qué no logran encontrarlo?
—Creo que esa mujer se llevó a Leo de la ciudad —dijo Thomas—. No se habría quedado en Münster. Quizá ya se haya largado al extranjero; la policía debe ampliar la búsqueda mucho más.
Katrin negó con la cabeza.
—El comisario jefe me dijo que Holanda y Bélgica participarán en la búsqueda —dijo, mordisqueándose las cutículas y arrancando un trozo de piel. La herida empezó a sangrar en el acto y se metió el dedo en la boca—. No debería haberlo dejado a su cuidado… —murmuró.
—Nadie podía saber qué se proponía esa mujer —replicó Thomas.
—Da igual: tendría que haberme quedado con él.
—¡Pero si tenías que asistir al entierro, cariño! No podías quedarte con él.
—Nunca habríamos…
—No sigas reprochándotelo —la interrumpió él.
—No puedo evitarlo —exclamó Katrin y se restregó las lágrimas—. ¡Mi deber era cuidar de él! Soy su madre, ¿no? ¡Y tenía que protegerlo! Y ahora ha desaparecido…
Katrin volvió a sollozar.
—¿Acaso tú no te haces reproches?
Su marido meneó la cabeza.
—No. Estoy muy preocupado por Leo, pero ¿reproches? ¿Por qué debería sentirme culpable?
Katrin lo contempló muy seria.
—¿Qué quieres decir? ¿Que eres menos culpable que yo?
Aún no había acabado la oración cuando se dio cuenta de que tenía razón. Desde que se mudaron a Münster Thomas solo se dedicó a trabajar; no había dispuesto del tiempo necesario para ocuparse de lo cotidiano, no se había hecho amigo de Tanja y tampoco había dejado a Leo a su cargo. No: él no tenía la culpa de nada. Fue ella la que trabó amistad con una delincuente, ella la que actuó con ingenuidad. Exactamente como le había dicho su madre…
—Escúchame bien —dijo Thomas y le cogió el rostro con ambas manos—. Ninguno de los dos tiene la culpa de lo ocurrido. Solo esa demente, esa delincuente… ella es la única culpable. Tú, yo, Leo…, ninguno de los tres tiene la más mínima culpa, ¿vale?
Ella asintió en silencio y Thomas volvió a abrazarla. Durante un rato permanecieron allí sentados.
Katrin inspiró profundamente en un vano intento de tranquilizarse. Los pensamientos se arremolinaban en su mente. De pronto recordó algo y se enderezó.
—Hay otra cosa que debo decirte.
Thomas la miró con aire expectante.
—Estoy embarazada.
Los ojos de su marido se llenaron de lágrimas, sin embargo sonrió.
—Por eso tenías tantas náuseas.
Katrin asintió.
Thomas la abrazó y le apoyó una mano en el vientre.
—Hola, pequeño —dijo en voz baja.
—No se lo pude contar a papá —dijo Katrin y tragó saliva—. No se lo pude contar a nadie.
Pero en ese preciso instante un escalofrío le recorrió la espalda.
—¡Dios mío! —dijo en tono apagado—. Sí, se lo conté a alguien. A ella.
Thomas no tuvo que preguntarle a quién se refería.
La gallina había hervido durante más de una hora. Grandes círculos de grasa flotaban en el caldo y ella intentó quitarlos con la espumadera. A Klaus le disgustaba la sopa muy grasienta y ella quería evitar a toda costa que volviera a enfadarse.
Sacó la gallina de la cacerola con mucho cuidado. Quería deshuesarla, así podría volver a añadir una parte de la carne a la sopa y al día siguiente preparar un fricasé con el resto.
Cogió un afilado cuchillo de cocina y separó la carne de los huesos, blancos y desnudos.
Se estremeció. Los huesos. Se parecían a los huesos del bosque, a los de su amiga colgada de un árbol: horrorosos pero de algún modo cómicos.
Había insistido en echar un vistazo al féretro antes de la incineración. Aunque le dijeron que no encontraría nada que le recordara a su amiga, quiso despedirse de ella. Pero era imposible despedirse de unos huesos desnudos cubiertos por una mortaja.
Fue el peor día de su vida. No: el segundo peor, porque el más nefasto de todos fue uno en el que todo cambió irremediablemente.
En esa ocasión ningún miembro de la familia de su amiga había acudido al entierro, ni siquiera sus padres. Como devotos cristianos no podían perdonar el suicidio de su hija. Cada vez que lo recordaba se enfadaba, incluso en el presente.
Cogió el cuchillo, contuvo el aliento durante un instante y luego clavó profundamente la hoja en la pechuga de la gallina. Una vez, dos veces, tres veces.
Charlotte Schneidemann dirigió a su colega una mirada de sorpresa. Pese al calor reinante, la mujer que acababa de entrar en el despacho y que abajo, ante la puerta, se había identificado como Carmen Gerber, llevaba un jersey gris de lana de cuello cisne y tejanos. Apenas se había maquillado y se había recogido los cabellos en una coleta. Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando.
—Quiero presentar una denuncia —anunció Carmen Gerber—. Contra Thomas Ortrup, mi jefe.
Käfer le ofreció una silla.
—Siéntese, por favor.
La mujer asintió, ocupó la silla que había al otro lado del escritorio y se aferró a su bolso negro.
Charlotte se apoyó contra uno de los archivadores.
—¿Y cuál es el motivo de la denuncia? ¿Qué ha ocurrido?
Carmen Berger bajó la vista un momento. Luego carraspeó.
—Me ha tratado con violencia —dijo en voz baja.
—¿Cuándo y en qué situación?
Carmen tragó saliva.
—Hoy, en su despacho.
—¿Y qué le hizo Thomas Ortrup?
La señora Gerber se soltó la coleta y se apartó los cabellos de la nuca.
—Esto.
Charlotte se acercó a ella y descubrió un hematoma abultado en la cabeza.
—¿Cómo ocurrió?
—Él… —dijo Carmen Gerber y volvió a bajar la vista como si se avergonzara.
—¿Prefiere hablar a solas con mi colega? —preguntó Käfer.
Ella negó con la cabeza y alzó la mirada.
—No, no importa. No me resulta fácil… pero da igual —dijo, tomando aire—. Ha ocurrido este mediodía. Mi jefe entró en el despacho y me ordenó que le diera un informe. Como no se lo llevé en el acto se enfadó y me tiró contra la pared…
La mujer se interrumpió.
Charlotte y Käfer guardaron silencio. Era importante no interrumpir la declaración.
—Entonces… —prosiguió Carmen Gerber tragando saliva—, me caí. Cuando me disponía a incorporarme vi que cerraba la puerta con llave y que se abría el pantalón Se sacó el… el pene. Me agarró del pelo y me obligó a… a metérmelo en la boca…
Carmen Gerber abrió el bolso, sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos.
—Fue asqueroso… —dijo y empezó a sollozar—. He pedido que me trasladen. No puedo seguir trabajando con él…
—¿Cuál era su relación con el señor Ortrup? ¿Era profesional o había algo más? —preguntó Käfer.
La señora Gerber vaciló.
—Lo apreciaba mucho.
—¿A qué se refiere exactamente? —dijo Charlotte, frunciendo el ceño.
—Reconozco… Sí, reconozco que me enamoré de él desde el primer día. ¡Era tan amable…! Me dedicaba mucho tiempo y atenciones, algo a lo que no estaba acostumbrada. Pero su amabilidad no duró mucho. Empezó a pedirme que me vistiera de forma provocativa. Mis colegas murmuraban a mis espaldas y eso me afectaba mucho. En cuanto nos encontrábamos a solas, me tocaba el trasero y me acosaba. Pero yo siempre rechacé sus insinuaciones, también porque temía que una aventura como esa podría costarme el puesto. Y entonces, cuando llegamos a América del Sur, ocurrió. En realidad, yo no debería haberlo acompañado, pero él insistió.
—¿Y qué ocurrió en América del Sur? —preguntó Käfer.
—El negocio salió muy bien así que lo celebramos un poco. Ahora creo que Thomas me emborrachó, me arrinconó en una esquina del bar y me metió mano, y después fuimos a su habitación…
—¿Y allí mantuvieron una relación sexual? —preguntó Charlotte.
Carmen Gerber asintió.
—¿El señor Ortrup la obligó a mantener relaciones sexuales con él?
La señora Gerber titubeó.
—No… Yo también lo deseaba, pero… ¡Ha de comprenderlo: acaba de enterarse de la muerte de su suegro! Y en vez de regresar inmediatamente a casa en avión, decide divertirse un poco con… —dijo, y se sonó la nariz—. Me ha decepcionado muchísimo. Es horrible…
—¿Por qué nos cuenta todo esto? —quiso saber Charlotte—. No cabe duda de que el acoso sexual en el lugar del trabajo es espantoso, pero nosotros no nos encargamos de esos temas.
—Lo sé —contestó Carmen Gerber—. En cierta ocasión, Thomas me dijo que si no fuera por su familia podría empezar una nueva vida conmigo. Creo que su matrimonio se ha acabado y ahora encima ha desaparecido su hijo…
La señora Gerber se interrumpió.
—Creí que deberían saberlo —añadió en voz baja—. Siento haberlos molestado.
La mujer se puso de pie.
Charlotte le lanzó una sonrisa para animarla.
—No nos ha molestado. Y tiene razón: cualquier indicio puede resultar importante. Le agradezco que haya venido.
Käfer aguardó a que Carmen Gerber abandonara el despacho, luego se inclinó hacia atrás y preguntó:
—¿Qué opinas?
—Si lo que ha dicho es cierto, entonces es posible que Thomas Ortrup no sea la persona que aparenta. Y si es capaz de comportarse de forma violenta, o al menos no le importa recurrir a la violencia, quizá podría guardar mayor relación con el caso de lo que hemos supuesto —contestó Charlotte.
—¿Te parece que Carmen Gerber es digna de crédito? —preguntó Käfer—. No sé… sexo forzado en el despacho mientras en el de al lado están trabajando… —El comisario meneó la cabeza—. Por otra parte, Ortrup reaccionó de forma extraña cuando mencionamos a su secretaria.
—Debiéramos tomarnos la denuncia en serio, al menos de momento, y no podemos pasar por alto la agresión física. Hemos de investigar el entorno de Thomas Ortrup, quiero saber qué clase de hombre es. A lo mejor es de esos que se follan a todas las que encuentra.
Käfer arqueó las cejas.
—¡Menudo lenguaje, señora colega!
Charlotte hizo un gesto negativo con la mano y Käfer soltó una carcajada.
—Si resulta que el matrimonio ya es solo una fachada, entonces puede que el niño supusiera un impedimento para el padre, en caso de que realmente quisiera iniciar una nueva vida con su secretaria —dijo Peter.
Charlotte reflexionó.
Él frunció el entrecejo.
—Eh, ¿qué ocurre? ¿En qué estás pensando?
—Acabo de recordar algo. Yo ya conocía a Katrin Ortrup de antes de la desaparición de su hijo. Ya decía yo que su cara me sonaba, pero no lograba recordar dónde la había visto.
Charlotte le contó a su colega que había conocido a Katrin Ortrup en el parking del hospital.
—Eso encaja exactamente con lo que nos dijo su vecina, la señora Werres —dijo Peter—. Padres desbordados que a menudo dejan solos a sus hijos. Cuando les ocurre algo a los pequeños, los padres tratan de ocultar un accidente fingiendo que se ha cometido un delito.
Charlotte sacudió la cabeza con aire pensativo.
—Pero no la madre, eso no encaja con su perfil. ¡Esa no se envía un SMS a sí misma y cuelga un perfil falso en Facebook!
—¿Y quién afirmaba esta misma mañana que Ortrup no era el tipo de hombre que viola mujeres? —dijo Käfer con una sonrisa maliciosa—. Hemos de volver a hablar con el matrimonio, hemos de confrontar a Thomas Ortrup con la acusación de violación de Carmen Gerber y creo que sería positivo que su mujer estuviera presente.
—En realidad, informar a las esposas de las infidelidades de sus maridos no forma parte de nuestras atribuciones —replicó Charlotte—. Y eso dando por bueno que la infidelidad haya existido.
—Desde luego. Pero ¿y si resulta que uno de los dos tiene algo que ver con la desaparición de Leo? Entonces la reacción ante la acusación de la señora Gerber podría resultar muy interesante.
—Tienes razón —admitió Charlotte—. Pero primero quiero pasar una foto de Leo a la prensa.
Peter asintió.
—¿Cuánta información piensas incluir?
—Diré que ya tenemos una pista concreta. Quien tenga a Leo ha de ponerse nervioso cuando lea la noticia de que lo estamos buscando.
Tras una breve conversación telefónica con el jefe de redacción del Münchner Zeitung, Charlotte le mandó un mail con la foto de Leo. Al día siguiente la publicarían en el periódico con este mensaje:
Hace tres días Leo O., de tres años, desapareció de Münster. Aunque se ha identificado a los autores del delito, aún no se ha descubierto el paradero del niño. La policía solicita a cualquiera que durante los últimos tres días haya visto al niño que aparece en la fotografía o pueda proporcionar alguna pista acerca de su paradero que se ponga en contacto con la Brigada de Investigación Criminal de Münster o que acuda a cualquier comisaría de policía. También pueden enviar un mail a Dónde-está-Leo@kripo-muenster.de. Cualquier información será tratada con absoluta discreción.
Cuando Katrin vio al comisario y la inspectora bajando del coche sintió náuseas. Seguro que tenían noticias de Leo. ¿Serían buenas, o serían…? Prefirió no seguir pensando y abrió la puerta con manos temblorosas.
—¿Lo han encontrado? —preguntó con voz trémula.
—No, lo siento —dijo Käfer—. Pero quisiéramos volver a hablar con usted y su marido.
Katrin se limitó a asentir en silencio, les franqueó el paso a ambos policías y los condujo a la sala de estar. Thomas estaba sentado en el sofá, pálido y tenso, y se puso de pie enseguida.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó, pero Katrin hizo un gesto negativo.
—Los policías quieren volver a hablar con nosotros —dijo ella.
—¿De qué se trata? —preguntó Thomas al tiempo que volvía a sentarse—. Tomen asiento, por favor —añadió en tono exhausto.
—Como quizás usted habrá imaginado, estamos obligados a investigar todos los aspectos —dijo Charlotte Schneidemann tras acomodarse en un sillón—. Hemos constatado que, con bastante frecuencia, la desaparición de un niño puede deberse a causas completamente diferentes a las que uno sospecha al principio, a motivos que no son tan evidentes…
Katrin dirigió una mirada irritada a la inspectora.
—¿Qué quiere decir?
—En algunos casos los padres, en especial la madre, dejan al niño solo durante un breve lapso…
—¡Nunca dejaría solo a mi hijo! —gritó Katrin; su voz se volvió aguda—. ¿Cómo puede decir semejante cosa?
—Le ruego que se tranquilice, señora Ortrup. Lo comprendo —le aseguró Charlotte Schneidemann—. Sé que existen situaciones excepcionales en las que a uno no le queda otro remedio. A lo mejor fue lo que ocurrió el día que falleció su padre. Seguro que recuerda aquel día en el parking…
—No comprendo…
—En el parking del hospital. Usted dejó a su hijo en el coche y se marchó.
Katrin rompió a llorar.
Thomas le lanzó una mirada desconcertada.
—¿Cómo dice?
—¡No me marché así, sin más! —se defendió Katrin en tono ahogado—. Mi padre había muerto… Yo debía…, tuve que…
Se cubrió la cara con las manos y se desplomó en el sillón. ¡Cuántas veces se había hecho esos reproches durante los últimos días! Sabía que todo era culpa suya, que fue ella quien dejó a Leo al cuidado de Tanja, que fue ella quien desatendió a su hijo. Y ese asunto en el parking…, y la desaparición de Leo cuando corrió tras el vendedor de helados… ¡Podría haber pasado cualquier cosa! Era evidente, los demás tenían razón. Ella era la única culpable de lo que le estaba ocurriendo a su hijo.
—Si el día de la desaparición de Leo se produjo una situación similar, puede que el niño se escapara y se topara con su secuestrador más adelante. Nos resultaría muy útil saberlo.
—Ocurra lo que ocurra en otras familias, nosotros no somos así. Jamás dejamos solo a nuestro hijo —replicó Thomas en tono enérgico y le acarició la espalda a su esposa—. Ya le hemos contado detalladamente lo que ocurrió aquella mañana.
—No me malinterprete —insistió Charlotte Schneidemann—. Solo se trata de una suposición, pero cuando hay problemas en el matrimonio, hemos de…
De nuevo la interrumpieron.
—¿A qué viene eso de que tenemos problemas matrimoniales? —preguntó Thomas, alzando la voz.
El comisario jefe Käfer le informó en breves palabras de lo que había declarado Carmen Gerber.
—¡Esa está completamente loca! —Thomas se puso de pie abruptamente, se dirigió a la ventana y la abrió. Inspiró un par de veces, como para tranquilizarse—. ¡Le juro que todo eso es una solemne mentira!
Boquiabierta, Katrin contempló a su marido. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Se suponía que Thomas había obligado a su secretaria a practicarle el sexo oral? ¿En el despacho? ¡Eso era completamente absurdo! ¡Thomas no era un hombre violento! Jamás le había levantado la mano, y desde luego tampoco a Leo, ni siquiera cuando el pequeño sufría una rabieta porque quería imponer su voluntad. ¿Cómo era posible que esa mujer afirmara semejante cosa?
—Tiene un hematoma considerable en la cabeza —dijo Käfer.
Thomas cerró la ventana con gesto airado y se volvió.
—¡Pero si fue ella la que se me insinuó, por amor de Dios! —soltó—. Y yo la rechacé y sí: se golpeó la cabeza contra la pared. ¡Nunca he tocado a esa mujer!
—¿Nunca? —preguntó Katrin contemplándolo con expresión serena.
Thomas soltó un gemido.
—¿Qué diablos les ha contado? ¡Yo ya le había dicho que aquel asunto en Lima no tenía la menor importancia!
—¿Qué asunto en Lima? —preguntó Katrin, desconcertada.
—Nada, absolutamente nada, cariño, no significó nada —se apresuró a decir a Thomas.
—Por favor, Thomas —rogó ella en tono grave—, basta de mentiras.
—Escúchame, cariño, aquello no fue nada, de verdad. Había bebido demasiado y flirteamos un poco, fue algo inofensivo que ni siquiera merece la pena mencionar… ¿vale? —dijo acercándose a ella, pero su mujer le volvió la espalda.
Las náuseas se apoderaron de Katrin; de pronto era como si no conociera a su marido. En los últimos días había descubierto secretos muy dolorosos que modificaban por completo la imagen que tenía de él. Siempre había confiado ciegamente en Thomas, siempre había estado convencida de que él la amaba incondicionalmente y que ella era la única mujer en su vida. Y entonces, en apenas unos días, habían aparecido dos mujeres con las que había mantenido una relación…
Katrin carraspeó y se dirigió a Charlotte Schneidemann.
—Quisiera pasar unos días en casa de mi madre. No supondrá ningún problema, ¿verdad? Por Leo, quiero decir… Si no estoy en casa…
La inspectora asintió.
—No, no supone un problema. Su marido se quedará aquí, ¿no?
Thomas se limitó a asentir con aire compungido.
—Tiene usted la dirección de mi madre, ¿verdad? —murmuró Katrin—. Siempre podrá localizarme allí, a cualquier hora del día o de la noche.
—¡No hagas eso, cariño! —rogó Thomas. Quiso rozarle el brazo, pero ella se apartó—. ¡Quédate conmigo, por favor, y podremos hablar de todo lo ocurrido! ¡Te juro que todo eso solo es un inmenso malentendido!
Katrin se puso de pie y se dirigió a la puerta, se volvió y contempló a Thomas durante unos momentos.
—No puedo más —respondió por fin—. Y tampoco quiero hablar. Hayas hecho lo que hayas hecho, ya no me interesa. Necesito dedicar mis fuerzas a mis hijos. Y a mí misma.
Luego abandonó la sala y subió la escalera con paso cansado. Quería meter en la maleta un par de cosas, pero ¿cuáles? Permaneció de pie en el dormitorio, indecisa. Después volvió a salir y abrió la puerta de la habitación de Leo. Entonces vio el osito de peluche: aún llevaba la corbata en torno al cuello. Le acarició la cabeza y lo abrazó.
Por fin volvió a bajar y, mientras cogía las llaves y el bolso en el vestíbulo, oyó la voz del comisario.
—La señora Gerber ha presentado una denuncia ante mis colegas por acoso sexual y agresión…
—¡Esa no está bien de la cabeza! —gritó Thomas.
—Señor Ortrup: su hijo ha desaparecido y al mismo tiempo lo acusan de un acoso violento. Ya se imaginará las implicaciones de todo ello.
Katrin se detuvo.
—¿Está insinuando que soy sospechoso de haberle hecho daño a mi hijo? —oyó que decía Thomas.
Sin aguardar la respuesta del comisario jefe, Katrin abandonó la casa.
Poco después llamaba a la puerta de la casa de sus padres, invadida por recuerdos dolorosos. La última vez que había estado allí con Leo, su padre aún estaba vivo. Desde entonces su mundo había sufrido un gran desgarro, primero aquel espantoso asunto con la gata…
Su madre abrió la puerta y abrazó a Katrin sin decir una palabra. No le preguntó nada, se limitó a hacer la cama en el antiguo dormitorio de Katrin y dispuso toallas limpias.
—En tu armario aún quedan algunas cosas tuyas —dijo—. Seguramente habrá un pijama. Iré a preparar algo rico para acompañar el té.
Katrin se limitó a asentir y subió las escaleras. Al entrar en su antiguo cuarto fue como si se precipitara al pasado. Evidentemente, sabía qué aspecto tenía su habitación de niña, pero por primera vez fue consciente de con cuánto primor habían conservado sus padres el pasado de su única hija: nada había cambiado durante los últimos veinte años. Sus viejos carteles aún estaban pegados a las paredes y el globo terráqueo todavía reposaba en su escritorio de madera de pino de color claro. Un póster bastante descolorido de Frankie goes to Hollywood aún estaba pegado a la puerta de su armario. ¿Qué fotos colgarían en el futuro de las paredes de la habitación de Leo?
«Seguro que las de alguna estrella del fútbol —pensó—, porque ya ahora le encanta el tema. Leo, cariño mío, ¿dónde estás? ¿Te encuentras bien? ¿Tanja se ocupa de ti? ¿Te da bastante de comer? No te pongas triste, pronto volveremos a estar a juntos, muy pronto».
Pero ¿y si Leo no aparecía? ¿Y si ya estaba…? ¡No, por amor de Dios! No debía pensar eso.
Katrin se tendió en la cama y cerró los ojos. Le estaba agradecida a su madre por no atosigarla con preguntas. Si bien era curiosa por naturaleza, nunca se había inmiscuido en la vida privada de Katrin, algo que había supuesto una bendición, pero también una maldición. Por una parte no hubo conversaciones desagradables acerca de la primera vez ni de las precauciones que había que tomar, pero por otra, a veces había echado de menos los consejos y el consuelo maternal.
Katrin jamás olvidaría su primer mal de amores. Tenía diecisiete años y cuando su novio la dejó fue como si el mundo se acabara. Katrin se quedó tumbada en la cama durante semanas enteras llorando sin consuelo, quemó todas las cartas de amor y tiró al inodoro el anillo de la amistad que él le había regalado. No logró probar bocado durante días, sin embargo su madre nunca se molestó en preguntarle qué le ocurría. Cuando por fin Katrin le contó por propia iniciativa que su gran amor la había abandonado, su madre se limitó a darle unas palmaditas en la mejilla y dijo:
—No te lo tomes tan a pecho… Dentro de diez años te reirás de ello.
En algún momento, Katrin comprendió que solo se trataba de una fórmula convencional que en realidad no significaba nada y jamás olvidó el dolor causado por el mal de amores. Pero a diferencia de entonces, ahora sabía que existían sentimientos mucho más dolorosos.
Cogió el osito de Leo y lo apretó contra su pecho.
—¿Dónde estás, cariño, dónde estás? —musitó.
Su vida se había desquiciado. ¿Cómo podía haber ocurrido? ¿Por qué el destino de pronto la golpeaba con tanta crueldad? Por más que a veces se sintiera bastante estresada, en realidad siempre había sido feliz. De repente ansió volver a sentir estrés para luego volver a sumergirse en la normalidad. ¡Qué bonito sería apresurarse para llegar a la guardería a tiempo para recoger a Leo! Antes, una rápida visita al supermercado y quizá pasar por la casa de sus padres para charlar un momento con su padre. Sí: sería muy bonito correr de una cita a la siguiente y tumbarse en la cama por la noche, rendida pero feliz… En ese momento, en cambio, estaba tendida en su antigua cama. Sola. Sin Leo, sin Thomas y sin su padre, que ya no estaba.
Katrin no quería volver a llorar, así que se incorporó.
—¡El té y los sándwiches ya están listos! —dijo su madre desde el piso de abajo.
Katrin suspiró. En ese momento le parecía imposible probar bocado. Salió al pasillo, se dirigió a la escalera y se detuvo ante la puerta del estudio de su padre.
—¡Ahora mismo bajo! —gritó, abrió la puerta y entró. Entrar en el estudio en penumbra, una estancia que de niña siempre había tenido prohibida, le causó una sensación extraña, como si estuviera transgrediendo una ley. La habitación había sido el sanctasanctórum de su padre, su refugio, un lugar en el que a nadie se le había perdido nada y donde, desde luego, no se podía jugar. Cuando no se dirigía a la consulta para ocuparse del papeleo, su padre solía retirarse al estudio después de la cena.
—Esa es la diferencia entre las tareas del hogar y los deberes —había bromeado su padre cuando Katrin y su madre lavaban los platos y él se retiraba a su estudio.
Mientras echaba un vistazo en derredor, Katrin casi se sentía culpable: no lograba desprenderse de la sensación de que no debía estar allí. Una vez su padre le había guiñado el ojo y le había dicho que durante toda su vida había estado rodeado de mujeres: en la consulta, en casa, en realidad siempre, así que de noche necesitaba tomarse un respiro.
Katrin abrió las cortinas para que la luz penetrara en la habitación y acarició el empapelado de seda. Era de color crema, con finas líneas rojas. Para no dañarlo, todas las imágenes estaban fijadas a la pared mediante una cinta adhesiva especial que se podía quitar con facilidad.
«Muy propio de papá», pensó Katrin sonriendo. A su padre siempre le había disgustado estropear las cosas, aunque solo se tratara del pequeño agujero de un clavo en el empapelado.
—Se debe a mi profesión —había dicho—. Porque al fin y al cabo presté un juramento que me obliga a preservar y no destruir.
Lanzando un suspiro, Katrin contempló las numerosas foto, que despertaron muchos recuerdos en ella. Junto a un grabado antiguo del mercado principal aún no destruido por la guerra colgaba una instantánea del primer día de clase de Katrin. ¡Menuda pinta tenía en esa época! Huecos en la dentadura y trenzas. Junto a esta, una foto de su padre en un congreso de médicos, en la que aparecía muy alegre, rodeado de sus colegas. Katrin recordó que durante el funeral habían dicho que un congreso sin la presencia de su padre no era ni la mitad de divertido y, sonriendo, acarició la foto.
—Viejo juerguista —murmuró.
Después su mirada pasó a las otras fotos: un retrato de la familia, tomado por un fotógrafo profesional contra un fondo de color beige, papá trajeado de oscuro, mamá con un severo traje sastre y ella misma con florecitas y una falda azul oscura. Como de otra época…
Justo al lado había una imagen de Leo; sostenía a Lizzie en brazos y sonreía a la cámara. Cuando Katrin notó que los ojos se le llenaban de lágrimas apartó la vista con rapidez. Estaba de pie detrás de la gran silla negra de escritorio y acariciaba el cuero liso; entonces se inclinó y olisqueó el cuero. ¿Eran imaginaciones suyas o aún se percibía el aroma de la loción para después del afeitado que utilizaba su padre?
—Papá —dijo en tono apenado—, ¿dónde estás ahora? ¿Leo ya te hace compañía?
La idea la angustió hasta tal punto que se apresuró a cerrar las cortinas y casi huyó de la habitación.
El Skywalker era un bar tenebroso cerca de la estación de ferrocarril. Cuando Charlotte abrió la puerta quedó envuelta en una nube de humo de tabaco. Había unos diez clientes sentados en los taburetes o a las mesas cochambrosas sobre las que reposaban pequeños floreros con flores de plástico de colores chillones, y todos ellos fumaban sumidos en sus pensamientos. Desde varios pequeños altavoces diseminados por el recinto sonaba una canción alemana que había sido un éxito hacía años y tapaba la voz del periodista que surgía de un televisor colgado por encima de un pasillo y que comentaba las incidencias de un partido de fútbol. Una cuarentona gorda muy maquillada y escotada estaba de pie tras la barra.
«Ese es el aspecto con el que unos guionistas sin imaginación se imaginarían a una alcahueta», pensó Charlotte cuando la mujer le sirvió una Coca-Cola Light.
¿Qué diablos estaba haciendo allí? De pronto se sintió como una tonta entre todos esos hombres cuyos hogares quizá dejaran bastante que desear, si es que tenía algo que pudiera llamarse hogar. En realidad solo había querido salir a dar una vuelta, como siempre, y pensar en otra cosa que no fuera el caso. Entonces se desencadenó la tormenta y se había refugiado en ese bar.
¿Por qué no había cogido un taxi hasta la casa de Bernd? El mensaje que le había dejado en el buzón de voz era perfecto: ni excesivamente insistente ni demasiado reservado. ¿Por qué no le devolvía la llamada? ¿Para no tener que reconocer que ese hombre le gustaba? ¿Que con él las cosas eran distintas? ¿Que no le resultaba indiferente como todos los demás? En cambio permanecía allí sentada, en ese bar absurdo, bebiendo un refresco bajo en calorías y reflexionando acerca del caso y de su vida.
Consideraba buena señal el hecho de que Katrin Ortrup se hubiese marchado de casa: si ambos progenitores hubiesen estado involucrados en la desaparición del niño seguro que habrían permanecido juntos. Quienes llevaban a cabo algo semejante no permitían que una minucia como una infidelidad los separara.
No: esos dos no habían cometido un delito, porque de lo contrario su reacción hubiese sido muy distinta. No hubo ni un solo instante de vacilación, de inseguridad o de táctica. Frente a los reproches, Katrin y Thomas Ortrup habían reaccionado con una perplejidad muy convincente. Por experiencia Charlotte sabía que esa era la única reacción sincera de la que uno era capaz en semejante situación. En el pasado ella también había reaccionado del mismo modo.
Sin embargo, existía la posibilidad de que uno de los dos fuera responsable de la desaparición del niño sin que el otro lo supiera, y luego hubiera reprimido el recuerdo de forma inconsciente; no obstante, ello solo podía aplicarse a Katrin Ortrup, porque solo ella había presenciado que Leo se marchó con esa Tanja. En este tipo de casos la hipnosis daba buenos resultados al permitir que los recuerdos afloraran.
Pero si Katrin Ortrup estaba realmente involucrada en el caso, ¿quién le había enviado el SMS que recibió tras la desaparición de su hijo? En ese momento, ¿quién sabía algo al respecto? Thomas Ortrup, claro está, y tal vez algunos amigos con los que el matrimonio hubiera hablado por teléfono. Tendrían que comprobar si alguno de ellos guardaba una relación con el SMS.
Quizás alguien deseaba proteger a Katrin Ortrup, por ejemplo su madre. Charlotte decidió que haría comprobar el número del móvil de Luise Wiesner.
Suspiró y pidió un vaso de agua. Cuanto más reflexionaba sobre el caso, tanto más se convencía de que en esa familia había algo que no encajaba. Aun cuando Katrin Ortrup no estuviera directamente involucrada en la repentina desaparición de su hijo, Charlotte estaba convencida de que la familia constituía el eje del asunto. Y su intuición no fallaba nunca…
¿Qué implicaba la infidelidad del marido? Peter se había puesto en contacto con un par de sus compañeros de estudios y había averiguado que en el pasado Thomas Ortrup era un ligón. Hasta que conoció a su mujer…, después había cambiado por completo. A lo mejor en algún momento tuvo una aventura con esa tal Tanja y ahora la mujer se vengaba de su desengaño amoroso…
—Seguro que el crío ese ya está muerto —dijo un hombre sentado a su lado.
Charlotte le observó: un tipo de aspecto desastrado, cabellos grasientos y gafas anticuadas leía el periódico sentado en el tercer taburete de la barra. El hombre alzó el vaso de cerveza y lo vació de un trago.
—Hace horas que ha muerto —murmuró mientras seguía hojeando el periódico.
Charlotte volvió a dirigir la mirada a la barra. Quizás ese desconocido tenía razón. ¿Existía aún la posibilidad de encontrar a Leo con vida? La mayoría de los niños eran hallados pocas horas después de su desaparición, pero ya hacía más de dos días que Leo no estaba, como si se lo hubiera tragado la tierra…
—Hola —dijo una profunda voz masculina a sus espaldas. Frunciendo el ceño, Charlotte se volvió: un hombre elegante de unos cincuenta años la miraba con una sonrisa—. ¿Puedo invitarla a una copa?
Charlotte estaba tan sorprendida que no supo qué contestar. Se sintió irritada consigo misma, porque en general no le faltaban las palabras. En lugar de iniciar una conversación, se quedó mirándolo: alto, de aspecto deportivo, cabellos muy cuidados, tejanos azul oscuros, camisa azul claro marca Ralph Lauren…, justo el tipo de hombre que le gustaba.
—¿También usted se ha refugiado aquí huyendo de la lluvia? —preguntó el hombre.
Charlotte reflexionó. Era su debilidad: un encuentro casual con un desconocido, un poco de charla sobre temas intrascendentes, la excitación por lo desconocido y después sexo sin barreras. ¿Por qué no hoy?
Vaciló: algo había cambiado, aunque ignoraba qué. Solo sabía que esta vez no funcionaría.
Dejó un billete de diez euros en la barra y dijo:
—Pues sí. —Y se dirigió a la puerta, la abrió con gesto enérgico y salió a la calle azotada por el aguacero.
Diez minutos después se apeó del taxi delante de su casa. Había dejado de llover, la luna asomaba entre las nubes y su luz se reflejaba en los grandes charcos.
Se dirigió a la puerta con aire pensativo. ¿Qué había pasado? De pronto tuvo la sensación de que algo había llegado a su fin. ¿Dónde estaba ese hormigueo, ese estremecimiento producido por la fantasía de pasar una noche de lascivia desenfrenada con un desconocido?
Cogió las llaves del bolso, abrió la puerta y en ese preciso instante una mano le rozó el hombro. De manera instintiva la apartó de un golpe, se volvió, cogió el brazo del atacante y se lo retorció. El hombre cayó al suelo en el acto.
—¡Ay! ¡Maldición, qué te pasa?
—¿Bernd? —exclamó Charlotte. Le soltó el brazo y encendió la luz del vestíbulo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Siempre reaccionas tan violentamente?
—Y tú, ¿por qué te acercas tan silencioso? —preguntó ella, y le ayudó a ponerse de pie.
Soltando un quejido, Bernd se frotó el hombro y le lanzó una mirada avergonzada.
—Sé que parece una estupidez, pero me encontraba por aquí de casualidad y decidí pasar a verte —dijo, limpiándose el pantalón mojado—. ¿Acabas de venir del trabajo? ¿O quizá de una cita excitante? —añadió, dirigiendo la mirada al taxi que desaparecía tras la esquina.
—En primer lugar eso no te incumbe —contestó Charlotte con frialdad—. Y en segundo lugar: no.
Le echó un vistazo al reloj: eran poco más de las once de la noche.
—¿Quieres subir y tomar un café?
—Café, no —dijo Bernd—, de lo contrario no pegaré ojo esta noche. Pero aceptaría una copa de vino.
Tras entrar en el apartamento, Bernd fue al baño para lavarse las manos mientras Charlotte iba a la cocina en busca de una botella de vino tinto abierta hacía semanas y que pensaba utilizar para marinar un trozo de carne. Como casi no bebía alcohol, rara vez había vino en su casa. Le sirvió una copa a Bernd y cogió una botella de agua mineral.
—¿Aún está bueno? —preguntó. Se sentó en el sofá y recogió las piernas.
Bernd bebió un trago e hizo una mueca.
—Pasable —respondió él con una sonrisa torcida.
Se produjo una pausa. Él bajó la vista mientras ella cogía la botella y bebía un trago.
—¿Por qué no me has devuelto la llamada? —preguntó él por fin—. ¿Tan desagradable te parezco? Sé que apenas nos conocemos, pero pasamos unos momentos estupendos, ¿verdad? Dejarme plantado, así sin más… No parece muy amable de tu parte.
—Lo siento —se excusó Charlotte con expresión culpable—. He estado muy ocupada con un caso difícil. Además, como creí que nos veríamos el jueves en el Papageno, me pareció que no era necesario hablar por teléfono antes. No quería ofenderte, de verdad.
Bernd asintió.
—Vale —dijo. De repente olisqueó—. ¿Tú fumas?
—No… pero tienes razón: mi ropa huele que apesta —contestó ella—. Tomaré una ducha y me cambiaré.
Charlotte entró en el baño y se sorprendió al descubrir que se alegraba de que Bernd se hubiese dejado caer por su casa, aunque en general no le gustaba este tipo de sorpresas. ¿No sería que…? No: se negaba a pensar en lo que significaba eso.
—¿Y ahora, qué? —preguntó Bernd cuando unos minutos más tarde Charlotte se sentó a su lado envuelta en un albornoz.
—Ya veremos —dijo ella, encogiéndose de hombros.
—Demasiado impreciso.
—¿Es que hemos de definirlo? —preguntó ella—. ¿Por qué no dejamos que las cosas sucedan y punto?
Bernd soltó una carcajada.
—Pero resulta que sí, que podemos definirlo —dijo él y le cogió la mano—. ¿Qué prefieres que suceda? ¿Que charlemos un rato o que nos besemos? ¿O es que tienes otros planes?
—Que nos besemos, desde luego.
Charlotte no se resistió cuando Bernd la sentó en su regazo, le desprendió el albornoz y le rozó los pechos con los labios. Charlotte aún tuvo tiempo de recordar su propósito de que nunca se acostaría con un desconocido en su apartamento, pero en ese momento él ya empezó a acariciarle los muslos.
El sonoro timbrazo del móvil la despertó y, somnolienta, contestó: era Peter.
—Alguien ha reconocido a Leo en la fotografía. Sabemos dónde se encuentra. Pasaré a recogerte dentro de un cuarto de hora.