5

El día del entierro, por la mañana, Leo tenía fiebre. No era nada grave, pero en ese estado no podía acudir al cementerio. Mientras Katrin se ponía su traje pantalón negro se preguntó si bastaría con administrarle un analgésico.

—¿Por qué ha de pasar por eso? —dijo Thomas, que aún parecía afectado por el jet-lag tras el viaje desde Lima—. De todos modos, creo que sería mejor que no asistiera al entierro, puesto que todavía no comprende lo que pasa.

Katrin no disponía de mucho tiempo. No faltaba ni una hora para el funeral. ¿Dónde encontraría un canguro con tan poco tiempo? Entonces pensó en Tanja: seguro que ella le echaría una mano. Confiando en ello, llamó a su nueva amiga al móvil.

—Ningún problema —dijo Tanja en el acto—. Esta tarde mi marido pensaba montar el tren eléctrico con Ben, así que Leo podrá jugar con ellos. Estaré en tu casa en diez minutos y recogeré a Leo.

Menos mal que podía confiar en Tanja. En los últimos días, Katrin había echado de menos a sus amigos de Colonia, así que consideró que Tanja era como un regalo del cielo.

—«Maravillosamente protegidos por poderes bienhechores, esperemos el futuro, confiados» —entonó la soprano ante el órgano y en la atestada iglesia todos los presentes se emocionaron. Katrin se sorprendió al constatar que su madre parecía extraordinariamente contenida. En los últimos días no había hecho más que llorar, así que resultaba muy desconcertante que justo en el entierro se mostrara tan serena.

«Quizá se ha quedado sin lágrimas —pensó Katrin—. O ha decidido demostrar a todo el mundo su gran capacidad de resignación». Eso sería muy propio de su madre.

Tras las exequias, su madre marchó tras el féretro con toda la dignidad que cabía esperar en la viuda de un importante ciudadano de Münster. Permaneció impasible incluso cuando se encontró de pie ante la tumba abierta y arrojó una rosa roja sobre el féretro.

Después Katrin se acercó a la fosa, temblando y con el rostro bañado en lágrimas.

Volvía a ver a su padre muerto, en el féretro abierto, decorado con flores artificiales y flanqueado por dos grandes cirios, expuesto en el vestíbulo. Su padre tenía los ojos y la boca cerrados. La última vez que había llevado el traje oscuro que le habían puesto fue en las anteriores Navidades. Durante un instante, Katrin lo vio de pie junto al árbol de Navidad, encendiendo las velas y explicándole a Leo cuándo llegaría el Niño Jesús. Ahora yacía ante ella con las manos plegadas sobre el vientre y la cabeza apoyada en un gran cojín de satén; una manta blanca y lustrosa le cubría las piernas. Parecía un desconocido, incluso más que en su lecho de muerte. Ya no tenía nada de humano, casi parecía una imagen de cera.

«Ese no es mi padre —pensó Katrin—. Solo son sus restos mortales abandonados por él hace tiempo».

Entonces recordó que había sacado del bolso un dibujo que Leo había pintado para su abuelo. El niño no había comprendido que jamás volvería a verlo, pero que su abuelo ahora estuviera en el cielo le pareció emocionante.

—¿El abuelo puede volar? ¿Como un pájaro? —le había preguntado a Katrin con ojos brillantes.

—No lo sé, cariño. Nadie sabe cómo es el cielo —contestó ella—. Pero ahora está con Dios Nuestro Señor y se encuentra muy bien.

Leo había dibujado una imagen del cielo; en la hoja de papel que Katrin depositó en el pecho de su padre aparecían numerosos garabatos celestes rodeados de un gran círculo amarillo.

—De parte de Leo —susurró—. Tu nieto te quiere mucho, papá. Todos te queremos.

Cuando alguien la cogió del brazo, Katrin dio un respingo. Miró a un lado y vio el rostro serio de Thomas.

—Ven —dijo su marido en voz baja.

Ella se limitó a asentir en silencio y luego también arrojó una rosa roja sobre el féretro.

Durante la recepción posterior al funeral Katrin no pudo probar bocado. En parte se sentía aliviada por haber dejado atrás el entierro, pero el ambiente animado le resultaba casi insoportable. Algunos de los asistentes no tardaron en pedir la primera cerveza y empezar a contar anécdotas del pasado.

—Amaba la vida —decía un viejo amigo de su padre en ese momento.

—Sí, la disfrutó a tope —corroboró otro—. Un congreso sin Franz era bastante menos emocionante.

—Y su mujer era la mejor y la más comprensiva de las esposas que pudiera haber deseado —dijo un tercero, al tiempo que pasaba un brazo por los hombros de la viuda.

—He de salir de aquí —murmuró Katrin, dirigiéndose a Thomas.

—No puedes hacer eso —susurró él—. No tardará mucho más, pronto habrá acabado.

Los minutos parecían transcurrir muy lentamente y cuando por fin se sentó junto a Thomas en el asiento del acompañante, Katrin lanzó un suspiro desde el fondo del corazón.

—Ha sido el peor día de mi vida.

Thomas le acarició la mejilla.

—Oye: le leeré un cuento a Leo mientras tú tomas un baño caliente, ¿vale?

—Sí. Sería estupendo.

Llegaron a casa poco antes de las cuatro de la tarde. Tanja regresaría con el niño al cabo de un cuarto de hora, era lo que habían acordado. Katrin llenó la bañera: tomaría un baño de espuma de lavanda, así se relajaría y se desprendería del peso con el que había cargado todo el día. El agua no tardó en volverse de color lila.

Por primera vez Katrin respiró profundamente. Leo volvería a casa de inmediato, Thomas se ocuparía de él y ella se sumergiría en el baño de espuma y por fin lograría desconectar un poco.

A las cuatro y media Leo aún no había llegado.

—Métete en la bañera —dijo Thomas—. Leo estará aquí en cualquier momento.

Pero Katrin vaciló. En todo caso, quería esperar hasta que Leo volviera a estar en casa. Entonces lo primero que haría sería abrazarlo y comprobar si tenía fiebre.

Cuando media hora más tarde todavía no había vuelto, Katrin empezó a inquietarse.

—Seguro que están jugando y han olvidado la hora —trató de tranquilizarla Thomas.

—¿Y si se encuentra peor? —replicó Katrin—. Tal vez tenga mucha fiebre y tuvieron que ir al médico. ¡Llamaré a Tanja!

Cogió el móvil y buscó el número de Tanja.

—No hay ningún abonado con ese número —dijo una grabación.

Irritada, Katrin echó un vistazo a la pantalla. ¿Se habría equivocado al pulsar? No: era el mismo a través del que se había comunicado con Tanja esa mañana. Katrin volvió a intentarlo y, una vez más, solo oyó la grabación.

—Quizá te equivocaste al guardarlo —dijo Thomas, y aunque Katrin sabía que era imposible, llamó a Información.

—En toda la ciudad no figura ninguna Tanja Weiler —dijo una mujer en tono amable—. Tampoco una T. Weiler. Lo siento. Puede que esa persona no se hiciera registrar en la guía.

Katrin empezó a ponerse nerviosa.

—¿No sabes dónde vive? —preguntó Thomas—. ¿Cómo puede ser?

—Siempre nos encontramos en el parque infantil o aquí en casa —dijo Katrin— porque ella aún tenía la suya llena de operarios. Pero espera: tengo una lista de direcciones del parvulario.

Un momento después sostenía un papel en la mano.

—Ben Weiler, Ratsstrasse 78. No queda lejos.

Lentamente, recorrió la Ratsstrasse en coche. El corazón le latía aceleradamente y no dejaba de preguntarse el motivo de que Leo no hubiera regresado a casa. Tanja era de confianza pero ¿qué significaba todo ese asunto con el móvil? A lo mejor se lo habían robado… Quizá Tanja y Leo sufrieron un atraco… ¡Tonterías! O tal vez le había subido la fiebre y Tanja tuvo que llevarlo al hospital. ¡Pero en ese caso Tanja le hubiese dejado un mensaje! ¿Y si ya no podía hacerlo? ¿Si ella y Leo habían sufrido un accidente?

Al ver el BMW negro aparcado delante de la casa, Katrin soltó un suspiro de alivio. «Quizá Thomas tenía razón y olvidaron la hora mientras jugaban», pensó mientras aparcaba el coche junto a la acera.

Su enorme inquietud se disipó al oír una risa infantil y, sonriendo, llamó al timbre de la casa del número 78.

Poco después una mujer alta y delgada que sostenía a Ben en brazos abrió la puerta.

—¿Qué desea?

La mujer vestía de forma muy elegante: un traje pantalón de color claro, una blusa de seda de color melocotón y el cabello con mechas rubias recogido; no dejaba de echar vistazos a un iPhone.

—Eh…, buenos días. Me llamo Katrin Ortrup, soy la madre de Leo. ¿Podría hablar con la señora Weiler?

—Soy yo —dijo la mujer desconocida, contemplando a Katrin con aire suspicaz.

—No comprendo —dijo Katrin, nerviosa—. Me refiero a Tanja Weiler. Quisiera hablar con Tanja Weiler, la madre de Ben.

La otra arqueó las cejas.

—No sé quién es usted y qué quiere de mí, pero yo soy la señora Weiler, Sabine Weiler, y este es mi hijo Ben.

Katrin creyó que el suelo temblaba bajo sus pies.

—¿Y dónde está Leo? —soltó con voz temblorosa—. ¿Dónde está mi hijo Leo?

—¿Cómo quiere que yo lo sepa? —contestó la desconocida en tono brusco.

—¿Dónde está Leo, Ben? —repitió Katrin, dirigiéndose al niño—. ¿Sabes dónde está?

Pero el pequeño negó con la cabeza.

—Le ruego que deje de molestarnos —dijo la madre de Ben.

—Solo una pregunta más, por favor —suplicó Katrin—. La mujer que siempre acompañaba a Ben al parvulario…

—Ah, se refiere a esa Tanja. Tanja Meyer —dijo la mujer y de pronto su voz adoptó un tono furibundo—. Era nuestra niñera hasta hace un par de semanas. Creí que por fin había encontrado una de confianza, una auténtica suerte para una mujer que trabaja, como yo. Pero esta mañana se despidió de golpe y porrazo. Sin más, sin motivo. Incluso renunció al resto del sueldo. No sé dónde diablos voy a encontrar una nueva niñera.

Desconcertada, Katrin sacudió la cabeza y regresó al coche.

—¡Eh, oiga! ¡Si se encuentra con la señora Meyer ya puede decirle que estoy furiosa! ¡Esas cosas no se hacen! ¿Cómo voy a arreglármelas ahora?

Katrin no reaccionó. Temblando, tomó asiento en el coche y procuró pensar con claridad.

Quizá la gran mancha blanca en el capó del coche había sido obra de una paloma. Debería limpiarla cuanto antes, de lo contrario el corrosivo del excremento dañaría la pintura. Sumergió el pañuelo de papel varias veces en el cubo de agua que había junto al surtidor de gasolina.

El olor del combustible la trasladó al pasado. Recordó con cuánta frecuencia había corrido hasta la gasolinera para comprar cigarrillos y cerveza siendo adolescente. Cuando la discoteca cerraba, ese era el último lugar al que acudía. Pero las noches de juerga se acabaron cuando conoció a su amiga.

Por fin lo logró: la mancha había desaparecido, pero efectivamente, había dejado un rastro en la pintura.

—¡Malditos bichos! —murmuró y sacudió la cabeza, enfadada—. ¡Me gustaría atropellarlos a todos!

Al coger su bolso apoyado en el asiento del acompañante vio la pequeña caja de cartón con motivos de flores multicolores que había comprado esa tarde. «Te guardaré ahí dentro», pensó sonriendo. No había sido capaz de volver a enterrar el pequeño objeto y separarse definitivamente de él. Y menos en ese momento, cuando quería poner fin a todo.

Tomó nota del número del surtidor y se dirigió a la caja.

«La gasolina está cada vez más cara», pensó mientras entregaba un billete de cien euros al joven que atendía el mostrador.

Con el cambio en la mano, recorrió los pasillos de la tienda anexa, que era casi tan amplia como un auténtico supermercado.

¿Necesitaba algo más? Ya había comprado comida. Llevaba papel higiénico, gel de ducha y champú en el maletero. Entonces cogió un rollo de cinta adhesiva resistente. «Es más práctico que una cuerda de la ropa», pensó, y volvió a dirigirse a la caja.

—Antes de ir a casa aún he de ir a la panadería. ¿Necesitas algo? —preguntó Charlotte dirigiéndose a su colega Peter Käfer.

Este contempló con desánimo su escritorio cubierto de papeles y asintió.

—Me quedaré un rato más. Tráeme un bocadillo de queso, pero sin tomate. Un cruasán de almendras y, si hay, también un trozo de tarta de cerezas y chocolate.

—¿Tarta de cerezas y chocolate? —dijo Charlotte haciendo una mueca—. ¡Qué asco! A lo mejor también quieres un pudin…

—Buena idea.

—¿No sabes reconocer una ironía? —dijo Charlotte, poniendo los ojos en blanco—. ¡Todo eso va a parar a las caderas!

Käfer se encogió de hombros.

—Mis caderas no suponen un problema para mí. ¿Para ti, sí?

Charlotte hizo un gesto negativo con la mano. Debía reconocer que Käfer estaba bastante en forma…, pese a su alimentación escasamente saludable. ¡Qué injusticia! Ella también conservaba el tipo, pero solo porque comía alimentos sanos y practicaba deporte lo más a menudo posible.

En ese instante sonó el teléfono y Käfer descolgó el auricular.

—Comisario jefe Käfer…

Charlotte cogió su bolso y abandonó el despacho. «Típico», pensó mientras salía de la comisaría de policía y se dirigía a la panadería. Käfer le caía bien: con sus cabellos oscuros y sus brillantes ojos azules resultaba bastante guapo, y además era simpático, chistoso e inteligente. Sin embargo, como hombre no le resultaba atractivo. Mientras reflexionaba acerca de los motivos, oyó que la llamaban por su nombre.

—¿Charlotte? ¡Eh, Charlotte, espera un momento!

Contrariada, se detuvo y miró en torno.

—¡Hola, Charlotte!

Al descubrir a Bernd, o Bernhard o como se llamara al otro lado de la calle se mordió los labios. La saludaba con la mano y sostenía un paquetito en la mano. Una y otra vez intentó cruzar la calle, pero el tráfico era demasiado denso. Charlotte le devolvió el saludo y quiso seguir andando, pero en ese momento un coche se detuvo, Bernd —o Bernhard— cruzó la calle a toda prisa y al cabo de un instante ya lo tenía ante ella.

—¡Soy yo, Bernd! ¿Te acuerdas? —dijo, jadeando.

Así que Bernd.

—Sí, sí, claro —dijo Charlotte—. Pero en este momento tengo mucha prisa.

—Cómo hace unos días, ¿verdad? —dijo él guiñándole un ojo—. Es una pena que te marcharas tan rápidamente. ¿Qué te pasó?

—Nada especial, es que tenía que ir a trabajar.

—¿De madrugada? —dijo Bernd alzando las cejas—. Reconócelo: no te apetecía despertarte junto a tu aventura de una noche, ¿verdad?

—Bueno…

—No pasa nada. No me debes una explicación —dijo Bernd, sonriendo—. Para mí fue una noche estupenda y me gustaría volver a verte. ¿Tienes plan para el fin de semana? Sophie solo está conmigo cada quince días, así que el próximo fin de semana estoy libre.

—¿Sophie? —preguntó Charlotte en tono irritado.

De pronto Bernd sonrió de oreja a oreja.

—Mi hija —dijo, levantando el paquetito—. Dentro está Schlappi, su amado osito polar de peluche. Ayer se lo dejó olvidado en casa y, claro, he de devolvérselo cuanto antes.

—Ah —se limitó a contestar Charlotte. Así que era padre. Lo que faltaba.

Desde que sus hermanos menores crecieron, no había vuelto a tener mucha relación con niños pequeños. Casi nunca veía a sus sobrinos, lo cual le convenía. No los echaba de menos. Ni siquiera cuando sus amigas tuvieron hijos y formaron una familia experimentó ningún deseo de imitarlas. La idea de tener que hacerse cargo de otras personas hacía que un sudor frío le cubriera la frente: una pesadilla. Como psicóloga, sabía a qué se debía, desde luego, pero jamás se lo diría a Bernd.

—Bien, ¿qué me dices del fin de semana? —preguntó Bernd—. ¿Tienes ganas de ir a cenar? ¿A lo mejor en el Papageno? ¡Venga, que te invito!

—Bueno… En realidad ya he quedado —se apresuró a contestar Charlotte. En ese momento habría querido darse de bofetadas. «¿Por qué no dices que sí y punto, estúpida?», pensó. ¡Lo había pasado muy bien con él! ¿Cuál era el problema?

—Si no puedes el fin de semana, ¿qué te parece si nos encontramos otro día? ¿El jueves, por ejemplo? Venga, una cena rápida, nada importante, y en menos de dos horas estarás de nuevo en casa, ¡te lo prometo!

Por fin Charlotte se dio por vencida.

—Vale. El jueves a las ocho —dijo, tratando de sonreír—. ¡Pero ahora he de irme!

—¡Eh! Aún no me has dado el número de tu móvil —dijo Bernd, tendiéndole una tarjeta de visita—. Aquí está el mío. Por si tuvieras un problema. O por si de pronto te entran ganas de llamarme… —añadió con una sonrisa pícara.

Bernd la contempló lleno de expectativa. Suspirando, Charlotte sacó una tarjeta del bolso y se la dio.

—Ahora he de irme, de verdad.

Cuando Charlotte regresó a la comisaría, Peter Käfer la aguardaba con impaciencia.

—Espero que no tengas nada planeado para esta noche —dijo.

—¿Por qué? —preguntó Charlotte, barruntando que se trataba de algo grave.

—Hemos de salir de inmediato. Ha desaparecido un niño de tres años, sospechan que ha sido secuestrado.

—¿Cuánto hace que desapareció?

—Casi ocho horas.

—¿Qué? ¿Dices que los padres han tardado ocho horas en informar de que su hijo ha desaparecido? ¿Cómo es posible? —preguntó Charlotte, consternada.

—Tenían que asistir a un entierro y dejaron al niño con una amiga. Y esta ha desaparecido, junto con el niño —dijo Käfer.

—Pero si los padres son amigos de la mujer no será difícil descubrir dónde se encuentran, ¿verdad?

—Todo es un poco complicado. Por lo visto la mujer, una tal Tanja, trabajaba de niñera en casa de otra familia, pero bajo un nombre falso.

—Adónde vamos primero, ¿a casa de los padres? —preguntó Charlotte.

—Sí —dijo Käfer—, y después a la de la familia que contrató a esa mujer. En cuanto hayamos comprobado que el niño realmente ha sido secuestrado movilizaremos una brigada. A lo mejor se trata solo de una broma estúpida, pero por desgracia no lo parece —añadió, suspirando.

—¿En tu coche o en el mío? —preguntó Charlotte.

—En el mío, por supuesto —dijo Peter, lanzándole una mirada indignada—. Una mujer al volante…

—¡De acuerdo!

Charlotte sacudió la cabeza y reprimió unas palabras acerca de los comentarios machistas.

—¿Ya han pedido un rescate? —preguntó mientras se dirigían al vehículo.

—Por ahora, no.

Charlotte ocupó el asiento del acompañante y se puso el cinturón de seguridad. Detestaba los casos en los que la víctima era un niño. Daba igual que se tratara de abuso, secuestro o incluso asesinato: en cuanto un niño ocupaba el centro de un delito, todos los implicados se veían afectados por emociones mucho más intensas de lo habitual. No solo los padres y los familiares, también los inspectores de policía encargados de realizar las investigaciones. Sobre todo los colegas que tenían hijos debían esforzarse por realizar la investigación manteniendo la distancia objetiva habitual y los procedimientos correspondientes.

Solo veinte minutos después, Käfer aparcó el coche ante la casa de Thomas y Katrin Ortrup.

—Buena zona —dijo Charlotte, observando el entorno. A derecha e izquierda de la calle se elevaban casas unifamiliares en amplios y cuidados terrenos. «Todo parece un poco demasiado limpio y acicalado, como si de algún modo estuviera desierto», pensó. En las ventanas de la casa situada a la izquierda de la de los Ortrup colgaban unos visillos de encaje. Charlotte se estremeció al recordar que a su madre también le habían encantado.

—Eso no significa nada —replicó Käfer.

—Lo sé —dijo Charlotte y arqueó las cejas con expresión irritada—. Fíjate en el entorno y luego dime lo que ves.

—Sí, señora psicóloga —contestó Käfer con una sonrisa, y contempló la casa de los Ortrup.

—¿Y bien? —preguntó Charlotte después de un rato.

—La casa parece recién reformada. O bien acaban de mudarse o tenían pintores en casa.

—No hay cortinas en las ventanas y por la ventana de la primera planta a la derecha se ven cajas de mudanza. Es de suponer que se han instalado hace poco —dijo Charlotte.

Käfer asintió.

—La casa es relativamente grande y calculo que el terreno mide al menos ochocientos metros cuadrados, así que en principio la familia no debe de tener problemas económicos, algo que confirman los dos coches aparcados delante del garaje… Por tanto, supone un objetivo para un secuestrador, ¿no?

—Sí. Las casas a derecha e izquierda parecen estar muy bien cuidadas, incluidos los jardines. Así que los vecinos deben de enterarse de casi todo lo que ocurre en la calle.

—Tienes razón. Quien poda un cerco con regularidad también suele mirar por encima de este —dijo Käfer.

—Y puede que hayan visto algo —añadió Charlotte—. Si fue un secuestro planeado no podemos descartar que haya uno o más cómplices.

—Vale. Empecemos por hablar con los padres, después interrogaré a los vecinos —dijo Käfer.

Cuando se apearon del coche se percataron de que una mujer mayor estaba de pie junto al vehículo.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó en tono suspicaz—. ¿Son de la policía? ¿Es que han entrado a robar? ¡Últimamente hay muchos robos! Es un horror.

—¿Vive usted aquí? —preguntó Käfer.

—Sí, ahí —contestó la mujer e indicó la casa de la izquierda—. Me llamo Werres, Doris Werres.

Käfer se presentó a sí mismo y a su compañera y le preguntó a la señora Werres si ese día había ocurrido algo infrecuente en la propiedad de la familia Ortrup.

—¿Por qué? ¿Es que ha sucedido algo? —dijo la señora Werres y se acercó con expresión curiosa.

—Conteste a nuestra pregunta, por favor —dijo Charlotte, interviniendo en la conversación—. Es muy importante.

La señora Werres sacudió la cabeza.

—Pues sí, han pasado unas cuantas cosas. Los padres se marcharon por la mañana, vestidos de negro de la cabeza a los pies. Seguro que iban a un entierro. Su hijo no los acompañaba. —La mujer carraspeó—. Lo vi por casualidad. No pensará que los espío, ¿verdad?

—¡No, nada de eso! —Charlotte trató de sonreír—. ¿Notó por casualidad si el niño abandonó la casa en algún momento, junto con otra mujer?

De repente la señora Werres pareció comprender.

—¿Es que el niño ha desaparecido? —preguntó y soltó una carcajada irónica—. No sería la primera vez. Yo diría que a la madre se le va de las manos; en una ocasión el niño se escapó mientras ella estaba sentada tan campante en la cocina charlando con una mujer. Esas madres jóvenes de hoy en día son un desastre. Insisten en realizarse y desatienden a sus hijos. Un horror…

—¿Notó la presencia de un coche o de una persona desconocida? —la interrumpió Charlotte.

—No —contestó la señora Werres en tono mosqueado—. Pero…

—Después pasaré por su casa para tomar sus datos y hacerle un par de preguntas —dijo Käfer—. Muchas gracias.

Entonces él y Charlotte se dirigieron a la casa de los Ortrup.

—Unos vecinos encantadores —dijo Charlotte en tono mordaz, meneando la cabeza.

Un hombre notablemente atractivo vestido de negro les abrió la puerta. Se presentó como Thomas Ortrup y los condujo a la sala. Había cajas de mudanza por todas partes y en el aire flotaban motas de polvo iluminadas por los últimos rayos del sol. Una mujer rubia y llorosa, también vestida de negro, estaba sentada en un sofá de color claro con la mirada perdida.

En un rincón, sobre una pequeña mesa auxiliar, había un castillo construido con piezas de Lego. Parecía triste y solitario, como si aguardara que un niño jugara con él.

Thomas Ortrup los invitó a tomar asiento. No dejaba de caminar de un lado a otro con paso inquieto y Charlotte notó que estaba muy preocupado: tenía el rostro pálido y demacrado, y una profunda arruga le surcaba la frente.

—Aún no nos ha llamado —dijo en tono áspero cuando Käfer le preguntó si la mujer se había puesto en contacto con ellos.

—Será mejor que vuelva a contarnos exactamente lo ocurrido —dijo Käfer.

En ese momento Katrin Ortrup pareció percatarse de que alguien había entrado en la sala y les lanzó una mirada interrogativa. Sorprendida, Charlotte se dio cuenta de que la mujer le resultaba conocida, aunque no logró recordar de qué.

A diferencia de su marido, la mujer no solo parecía preocupada, sino completamente ausente, y Charlotte recordó a los traumatizados sobrevivientes de los accidentes que había conocido mientras atendía a las víctimas. Katrin Ortrup parecía incapaz de reaccionar, se roía las uñas, se mordía las cutículas e inspiraba profundamente una y otra vez.

—¿Puede darme el nombre, el número del móvil o la dirección de la mujer? —decía Käfer en ese momento.

—El número del móvil ya no funciona —dijo el señor Ortrup—. Ya hemos intentado llamar.

—De todos modos haremos que lo comprueben.

—Dijo llamarse Tanja Meyer. Buscaré el número del móvil. Lo guardaste, ¿verdad, cariño?

La señora Ortrup se limitó a encogerse de hombros.

—¿Tiene una foto de ella por casualidad? —preguntó Käfer.

El señor Ortrup negó con la cabeza.

—No, que yo sepa —contestó y se arrodilló ante su mujer—. ¿Tienes una foto de ella, cariño, y su número de móvil?

La señora Ortrup hizo un gesto negativo.

—No… El número, sí… ¿Dónde está mi móvil? Pero una foto…

—Entonces nuestro dibujante se reunirá con usted para confeccionar un retrato robot —dijo Käfer.

—Sí.

De pronto Katrin abrió los ojos.

—Sí, tengo una foto —dijo—. ¿Dónde está mi móvil? La fotografié en el parque infantil hace unos días, cuando ambas estábamos con Ben y Leo… —dijo, tragando saliva—. La fotografié. ¿Dónde diablos está mi móvil?

Se puso de pie de un brinco y registró la mesa de la sala. De pronto se detuvo y cogió un gran libro infantil. En la portada aparecían excavadoras y camiones. Lentamente volvió a tomar a asiento.

—Es uno de sus preferidos —dijo con voz temblorosa.

Charlotte le lanzó una mirada compasiva; aún recordaba cuánto le gustaban las excavadoras a Stefan, su hermanito menor.

—Sí, a los niños les encantan las excavadoras —dijo.

La señora Ortrup esbozó una sonrisa.

—La primera palabra que pronunció fue «excavadora» —comentó con un nudo en la garganta—. Solo después dijo «mamá».

Tomó aire y se restregó las lágrimas. En ese momento descubrió el móvil: estaba debajo del libro. Lo cogió, buscó el archivo de fotos y entonces sacudió la cabeza con gesto irritado.

—Es imposible —murmuró, contemplando a los policías con expresión desconcertada—. La foto ya no está y falta la tarjeta de memoria: alguien debe de haberla quitado.

—¿Está segura de haberla instalado? —preguntó Käfer.

—Claro que sí —dijo la señora Ortrup en tono enérgico—. La capacidad del móvil es escasa, por eso siempre meto una tarjeta de memoria para poder tomar fotos en cualquier momento.

—¿Le prestó el móvil a la mujer en alguna ocasión? —preguntó Charlotte.

—No —contestó Katrin, tras reflexionar unos instantes—. Pero tuve que cambiarle el pañal a Leo —añadió, inquieta—. Y me distraje. ¡Dios mío, debió de quitar la tarjeta de memoria en el parque infantil!

—Así que decidió borrar su rastro con antelación —observó Charlotte—. Pero no se preocupe, nuestros dibujantes son expertos y seguro que obtendremos un buen retrato robot.

La señora Ortrup se cubrió el rostro con las manos y sacudió la cabeza.

—¡Entonces lo planeó con anterioridad, llevaba tiempo organizándolo todo! —susurró.

El señor Ortrup se sentó a su lado y la abrazó.

—Un noventa y nueve por ciento de los niños secuestrados vuelven a aparecer —dijo Charlotte en tono sosegado—. No pierda las esperanzas.

—¿Qué harán? —preguntó el marido.

—Interrogaremos a los que puedan informarnos acerca de la sospechosa. La familia para la cual trabajó, las empleadas del parvulario, a todos. Al mismo tiempo emprenderemos la búsqueda de Leo y quizá también tengamos que divulgar el suceso. ¿Puede darme una foto de Leo? —preguntó Käfer.

—Desde luego.

El señor Ortrup se apartó de su mujer, cogió la cartera y extrajo una foto en la que aparecía un niño rubio que sonreía a la cámara.

—Gracias —dijo Käfer mientras se guardaba la foto—. Díganos cómo es Leo, por favor. ¿Es un niño comunicativo o más bien tímido?

—Leo es un niño despierto y simpático —dijo el señor Ortrup—. Puede que a veces sea un tanto reservado y miedoso, pero…

—¡No es verdad que sea miedoso! —lo interrumpió su mujer, secándose las lágrimas—. Quizás últimamente se haya sentido una tanto inseguro debido a la muerte de su abuelo, ¡pero tu hijo es cualquier cosa menos miedoso! ¡Acabas de demostrar que lo conoces muy poco, como siempre! —añadió en tono de reproche.

Charlotte notó que Thomas Ortrup se limitaba a encogerse de hombros con expresión de impotencia.

—¿Qué puede decirnos sobre esa tal Tanja? —preguntó.

La señora Ortrup les contó cómo había conocido a esa mujer y lo bien que se entendieron desde el primer momento.

—Estaba convencida de haber encontrado una amiga. Y entonces… —dijo y las lágrimas volvieron a mojarle las mejillas.

Charlotte asintió con expresión comprensiva.

—¿Cómo se mostraba esa Tanja con usted, señor Ortrup? ¿Con la misma simpatía e igual de servicial? —preguntó Käfer.

—Nunca la he visto, ni siquiera esta mañana —dijo él—. Hace poco que nos instalamos en Münster y a veces estoy muy ocupado profesionalmente…

—¿A veces? —preguntó la señora Ortrup en tono irónico.

—Trabajo mucho —admitió su marido en voz baja.

Charlotte y Peter Käfer intercambiaron una mirada breve: había llegado el momento de interrogar a los padres por separado. Charlotte se ocuparía de hacer las preguntas a Katrin Ortrup.

—Muéstreme la habitación de Leo, por favor —dijo al tiempo que se ponía de pie—. Puede que allí encuentre una pista que nos sea útil.

La señora Ortrup asintió y ambas abandonaron la sala de estar.

Charlotte era consciente de lo difícil que debía de resultar para la madre de Leo entrar en la habitación vacía del niño. La mujer avanzaba con paso indeciso y se aferraba al marco de la puerta como si temiera desmayarse; tuvo que tragar saliva varias veces y carraspear, luego entró y acarició los dibujos de coches del empapelado.

—¡Oh, no! —exclamó de pronto. Avanzó trastabillando hasta la cama y cogió un osito de peluche—. No se ha llevado su osito —se lamentó, y las lágrimas volvieron a bañarle el rostro—. No puede dormirse sin su osito… Una vez tuvimos que desandar casi cien kilómetros en el coche porque nos lo habíamos olvidado y no había forma de que Leo se calmara. Y ahora… ahora está en alguna parte… completamente solo… sin mamá… sin papá… y sin…

La señora Ortrup apretó el osito contra su pecho y siguió llorando. Tenía los músculos tensos, temblaba y el sudor le cubría la frente. Respiraba de manera agitada y no dejaba de llevarse la mano al vientre. Charlotte estaba segura de que esos sentimientos no eran simulados.

—Señora Ortrup —dijo—. Sé lo difícil que es para usted, pero he de hacerle unas preguntas. ¿Cree que podrá responder?

Katrin asintió lentamente, inspiró profundamente y trató de tranquilizarse.

—¿Cómo se comportó esa Tanja con usted? ¿Sintió que la importunaba o quizá que la acosaba?

—¿Importunada? —preguntó la señora Ortrup en tono irritado—. ¿Por una mujer? No comprendo…

—¿Conoce el significado del término «acosador»?

—Sí, sé lo que es un acosador. Es lo que a veces les ocurre a los famosos, ¿no? A las estrellas de Hollywood o a los músicos, que son perseguidos por sus fans. ¿Qué relación guarda eso con Leo?

—Los famosos no son las únicas víctimas de los acosadores —explicó Charlotte—. Al contrario. En su mayoría, se trata de personas muy normales. Hay acosadores que se sienten tan fascinados por la vida de otra persona que se empeñan en experimentarla ellos mismos.

—No comprendo.

—Si descubrimos los motivos de esa Tanja, las probabilidades de encontrarla a ella y a su hijo aumentarán —dijo Charlotte—. Y si es una acosadora, si se ha obsesionado con usted y con su vida, ello podría proporcionarnos nuevas pistas.

—También podría ser una mujer traumatizada por no haber podido tener hijos, ¿no? —preguntó la señora Ortrup.

—Sí. Pero en casi el cien por cien de esos casos se trata de recién nacidos. Estas mujeres simulan un embarazo, roban un bebé, en general del ala de neonatología de un hospital, y lo presentan como propio a sus amigos. A esas mujeres un niño de tres años les resultaría inútil —dijo Charlotte—. Pero en el caso de una acosadora, la cosa cambia por completo. Los acosadores ya no son capaces de pensar de modo racional. Solo ven a la persona que los obsesiona y hacen todo lo posible por asemejarse a lo que para ellos es una imagen ideal.

«O para destruirla», pensó Charlotte, pero no lo dijo.

—¿Cómo actuaba esa Tanja con usted? —preguntó en cambio—. ¿Solía hacerle cumplidos, la llamaba por teléfono con frecuencia o le enviaba SMS? ¿Tenía la impresión de que consideraba que usted era absolutamente maravillosa?

La señora Ortrup hizo un esfuerzo visible por pensar con claridad.

—Nos llevábamos muy bien y siempre estábamos de acuerdo, tanto en la educación de los niños como en nuestras lecturas… —dijo Katrin. Tras reflexionar un momento añadió—: Ahora que lo pienso, en realidad siempre se trataba de mis puntos de vista y mis opiniones, de los libros y la música que yo prefería, y luego Tanja se mostraba de acuerdo. Nunca reveló nada acerca de sí misma. Pero no era inoportuna. Solo llamaba por teléfono cuando existía un motivo real y muy rara vez me envió un SMS. No, la verdad es que nunca me sentí perseguida, nunca sentí que me acosara. Al contrario: creí que era mi amiga…

Thomas Ortrup recorría la sala de estar con paso nervioso; al parecer, le resultaba difícil concentrarse en las preguntas de Käfer.

—Hace un par de horas enterramos a mi suegro y ahora nuestro hijo ha desaparecido —dijo, desesperado.

—Comprendo que para usted ha de ser terrible —dijo Käfer—. Pero por desgracia he de hacerle unas preguntas. ¿Tienen enemigos usted y su mujer? ¿Personales o profesionales?

—¿Enemigos? ¡Qué absurdo! ¿Por qué me lo pregunta?

—En caso de que se tratara de un secuestro con el fin de extorsionarlos… —contestó el policía. Pero Ortrup lo interrumpió en el acto.

—Pero si nosotros disponemos de muy poco dinero —dijo en tono consternado.

—¿Puedo preguntarle qué entiende usted por «muy poco dinero»?

—Yo apenas gano unos cien mil euros anuales, brutos, por supuesto. Mi mujer trabaja media jornada y gana unos veinte mil, así que a fin de mes, después de pagar todos los gastos y la hipoteca, no queda gran cosa.

—El dinero que exigen los secuestradores no tiene por qué ser una suma millonaria —explicó Käfer—, porque lo que quieren es hacerse con efectivo lo antes posible y saben muy bien que exigir una suma muy elevada no facilita la situación.

—Pero, en ese caso, ¿no habrían exigido el rescate hace horas? No lo comprendo.

Ortrup se desplomó en un sillón y ocultó el rostro entre las manos. Cuando volvió a alzar la cabeza tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Y si no se trata de pedir un rescate? ¿Y si esa Tanja es una traficante de niños o incluso una asesina? ¿Cómo es posible que mi mujer confiara tan ciegamente en ella? ¿Es que no tiene instinto para con la gente? ¿Cómo es posible que no notara que esa Tanja no era trigo limpio?

—Por ahora no podemos descartar nada —dijo Käfer, procurando tranquilizarlo—. ¿Le debe una gran suma de dinero a alguien?

—¿Se refiere a que alguien puede haber secuestrado a Leo como una especie de prenda? —preguntó Ortrup.

—Esas cosas ocurren.

—Solo le debo dinero al banco.

—¿Qué me dice de su actividad profesional? ¿Es posible que alguien quiera presionarlo? ¿Que esa Tanja fuera contratada para secuestrar a Leo y así poder chantajearlo?

Ortrup negó con la cabeza.

—Solo soy el director de marketing, no el presidente de la empresa —dijo por fin—. No, eso no tendría sentido.

—¿Está seguro?

Thomas asintió.

—Se lo preguntaré a Carmen, por si acaso —dijo y luego se apresuró a añadir—: A la señora Gerber. Mi secretaria.

Thomas carraspeó y se pasó la mano por el pelo. Käfer notó su incomodidad y optó por insistir.

—¿Cómo es la relación con su secretaria?

—¡No existe tal relación! —gritó Ortrup—. ¡Dios mío, encuentre a mi hijo en vez de dedicarse a plantear teorías estúpidas!

Apartó la vista con expresión angustiada y se puso de pie.

—¡He de salir! No puedo quedarme aquí, contestando tranquilamente a sus preguntas, mientras ahí fuera mi hijo necesita ayuda. Tengo que hacer algo, de lo contrario me volveré loco. ¿Puedo irme?

—Sí —contestó Käfer y también se puso en pie—, puede marcharse.

Thomas Ortrup salió al pasillo, cogió su chaqueta y las llaves, y gritó:

—¡Volveré dentro de un par de horas, Katrin!

No se percató de que Käfer lo había seguido.

Su mujer apareció en lo alto de la escalera.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó en tono apagado.

—No lo sé; tengo que buscar a Leo. Me dirigiré al grupo de parcelas con casita y huerto. Allí resultaría sencillo esconder a alguien —contestó.

Katrin Ortrup asintió con gesto cansino.

—Ten cuidado —dijo, y cuando su marido salió precipitadamente de la casa lo siguió con la mirada.

Charlotte y Peter Käfer volvían a estar sentados en el coche. La señora Ortrup les había dado la dirección de los Weiler y su primer objetivo era desplazarse hasta su domicilio. Mientras recorrían las calles oscuras y desiertas, Käfer llamó por teléfono.

—No quiero perder más tiempo. Hemos de investigar a todas las Tanja Meyer, T. Meyer e incluso los Meyer… Sí, lo sé. Yo también preferiría que se llamara Zukolowski… Y haz que comprueben el número del móvil. Aunque lo hayan dado de baja, ello no significa que nuestros informáticos no puedan hacer algo… No, aún no disponemos de ningún indicio. Ahora no podemos dedicarnos a registrar los bosques… No… En cuanto podamos limitar una zona iniciaremos la búsqueda… Sí, eso es… No, todavía ni una palabra a la prensa. Acompaño a Charlotte a casa de los Weiler y después iré a la comisaría de policía. Hasta luego.

Käfer desconectó el móvil y aparcó ante la casa de los Weiler.

—Intentaré obtener algo para realizar una prueba de ADN —dijo Charlotte antes de apearse del coche.

—A lo mejor tenemos suerte y se encuentra en nuestra base de datos —contestó Käfer, metiéndose un puñado de caramelos masticables en la boca—. Nos vemos luego.

En cuanto el coche se alejó, Charlotte se acercó a la puerta de la casa de los Weiler. Era muy amplia, casi una mansión, y parecía más lujosa que la casa unifamiliar de los Ortrup. La iluminación de la fachada y la puerta de entrada era indirecta; junto a los peldaños que daban a la entrada crecían unos arbustos de boj plantados en macetas negras. Una bicicleta de madera con un sillín azul reposaba en el césped.

Charlotte tuvo que llamar al timbre dos veces antes de que por fin abrieran la puerta. Ante ella apareció una mujer vestida con un traje pantalón color crema que tenía aspecto de estar agotada. A sus espaldas se oían los gritos de un niño.

—¿Qué desea? —preguntó con voz cansada, y enseguida volvió la cabeza—. ¡Es hora de dormir, Ben! ¡Cállate, maldita sea! —gritó, dirigiendo la voz al hueco de la escalera—. Disculpe —añadió, volviéndose hacia Charlotte—. ¿Quién ha dicho que era?

—No he dicho nada, de momento —replicó Charlotte y se presentó—. Y supongo que usted es Sabine Weiler.

La mujer asintió en silencio. Brevemente, Charlotte le informó de qué se trataba.

—¡Dios mío, eso es horroroso! —exclamó la mujer en tono asustado—. ¿Y realmente cree que Tanja secuestró al niño? Me parece imposible, la verdad, aunque después de su comportamiento de hoy…

—¿Le importa que entre? —la interrumpió Charlotte—. Así podríamos hablar con más tranquilidad.

Sabine Weiler se pasó la mano por el pelo.

—Me viene bastante mal, la verdad. Mi hijo se ha dormido… casi… y debo aprovechar el tiempo para…

—Lo siento, pero no se trataba de una pregunta —volvió a interrumpirla Charlotte—. Es imprescindible que hablemos; podemos hacerlo en su casa o en la comisaría, como usted prefiera. Y también he de hablar con su hijo, al menos un momento.

Sabine Weiler le franqueó el paso lanzando un suspiro.

—Tiene usted razón, desde luego…

Charlotte entró en un gran vestíbulo y echó un vistazo alrededor. Por encima de un estrecho aparador de acero y cristal colgaba un espejo de marco plateado que hacía que el vestíbulo pareciera aún más amplio. En una esquina había una lámpara de diseño en forma de estrella cuya cálida luz iluminaba la estancia. Había juguetes diseminados por la alfombra de seda de motivos florales: el único indicio de que en esa casa también vivía un niño.

—¿Cómo se ha comportado su niñera? —preguntó Charlotte.

La señora Weiler cerró la puerta.

—Hasta hoy Tanja ha sido una persona de fiar, casi diría que la niñera más fiable que jamás hemos tenido. Pero esta mañana me llamó por teléfono al despacho y me dijo que no podía recoger a Ben del parvulario, que por desgracia debía ausentarse de inmediato y que ignoraba si regresaría —explicó la señora Weiler en tono agitado—. Le dije que me encontraba en medio de una reunión con unos clientes y que en ese momento no podía hablar con ella. Pero eso le dio igual e incluso me dijo que, como compensación, podía quedarme con el sueldo que aún le debía. ¡Increíble! ¿Se imagina la mirada que me lanzaron mis clientes?

—La verdad es que no —dijo Charlotte.

—Soy abogada y no puedo permitirme dar semejante espectáculo —prosiguió la señora Weiler—. Mi marido está de viaje de negocios en Nueva York. Los abuelos del niño viven lejos, así que dependo por completo de la niñera.

Charlotte se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Desde cuándo trabajaba para usted esa mujer?

Hacía escasas semanas: la sospechosa le había dirigido la palabra a Sabine Weiler en un parque infantil y le dio una tarjeta de visita en la que afirmaba ser una educadora y niñera con experiencia. Poco después, Sabine Weiler la llamó por teléfono y cuando Tanja presentó sus diplomas de estudios y unas excelentes referencias, la había contratado.

—Hasta esta mañana estaba convencida de que había sido un golpe de suerte total —dijo la señora Weiler—. Siempre se mostró muy cariñosa con Ben; ambos se volvieron inseparables desde el principio y, como madre, casi sentí celos.

—¿Estaba celosa?

—No. Claro que no. Sería absurdo; me alegra que Ben se sienta a gusto con su niñera, de lo contrario todo sería un desastre. A fin de cuentas, no he hecho una carrera para pasarme el día jugando con el Lego.

—¡Mamá! —volvió a gritar el niño desde el piso de arriba.

—Al parecer, aún sigue despierto —comentó Charlotte—. Será mejor que hable con él antes de que se duerma.

La señora Weiler hizo una mueca, después asintió.

—Acompáñeme —dijo.

Una escalera de madera clara conducía a la planta superior. Una larga y moderna alfombra gris y negra cubría el suelo de parquet. El pasillo era tan ancho que daba cabida a un gran arcón de aspecto antiguo a un lado y al otro una escultura abstracta de mármol. La señora Weiler se dirigió a la única puerta que no estaba cerrada, solo entreabierta. Charlotte la siguió.

—¡Mantita, mamá! ¡Mantita, mamá!

La señora Weiler abrió la puerta y entró.

—Vaya, Benny, ¿has vuelto a perder tu mantita? ¿Dónde la has dejado?

Mientras la señora Weiler registraba la cama del niño, Charlotte entró en la habitación, que tenía todo el aspecto de una exclusiva tienda de muebles. La cama de Ben tenía forma de barco y la funda nórdica estaba estampada con motivos de piratas. A la derecha había una estantería repleta de figuras del Play y piezas de Lego, mientras que el centro de la habitación estaba ocupado por un gran puff sobre el cual reposaban diversos animales de peluche.

—Aquí tienes la mantita —dijo la señora Weiler mientras tendía a su hijo un trozo de tela de colorines.

Charlotte sonrió al ver la pasión con que el pequeño abrazaba su mantita. «Igual que hacía Stefan», pensó. Su hermano menor también necesitaba una mantita para dormir.

—Hola, Ben —dijo en voz baja—. Me llamo Charlotte y me gustaría mucho hacerte una pregunta.

Ben se restregó los ojos; aunque parecía cansado, la contempló con mirada curiosa.

—¿Sabes dónde está Leo?

Ben negó con la cabeza y apretó la mantita contra su mejilla.

—¿Sabes dónde está Tanja? Ya sabes, la señora simpática que siempre te cuida —dijo Charlotte, volviendo a intentarlo.

Ben volvió a sacudir la cabeza y se metió el índice y el dedo medio en la boca.

—No te chupes los dedos —dijo su madre en tono suave, pero Ben ya no le prestaba atención. Su curiosidad inicial parecía haberse desvanecido y ahora solo quería dormir.

—¿Te dijo Tanja si pensaba irse de viaje con Leo? —preguntó Charlotte.

—No… —murmuró Ben, al que ya se le cerraban los ojos.

—Vale, Ben, que duermas bien. Hablaremos en otro momento. Buenas noches.

—Hummm…

Ben se había dormido. Charlotte y Sabine Weiler abandonaron la habitación sin hacer ruido.

—Esa Tanja, ¿vivía aquí, en su casa? —preguntó cuando salieron al pasillo.

—No. Disponemos de dos habitaciones para las niñeras, puesto que nuestras respectivas profesiones nos mantienen muy ocupados, tanto a mi marido como a mí, pero ella solo las utilizó rara vez.

—¿Puede darme la dirección de Tanja?

—Un momento —dijo la señora Weiler. Se dirigió al arcón, abrió un bolso que había encima de este y sacó una tarjeta de visita.

—Tanja Meyer, Frankonienstrasse 12 —dijo, al tiempo que entregaba la tarjeta a Charlotte—. Me la dio el primer día que vino.

—Un momento, por favor —dijo Charlotte y llamó a la comisaría de policía.

—Necesito que compruebes una dirección, Schneidemann… No, ahora mismo… Frankonienstrasse 12… Sí, esperaré.

»Gracias —dijo al cabo de un momento, y volvió a guardar el móvil—. La dirección no existe —le dijo a la señora Weiler—. ¿Podría mostrarme la habitación de la niñera?

—Desde luego.

La mujer la condujo hasta el otro extremo del pasillo y abrió una puerta. Charlotte entró a una habitación amplia cuyas paredes estaban cubiertas de un empapelado de motivos florales. Los únicos muebles eran una anticuada cama con dosel, una cómoda y un armario. «No es una habitación muy acogedora», pensó Charlotte.

Miró en derredor, abrió los cajones de la cómoda y el armario: todo estaba vacío.

—No dejó nada personal —dijo en tono decepcionado.

—Tanja solo pasó aquí un par de noches, y para eso solo necesitaba un cepillo de dientes.

—A lo mejor se dejó el cepillo de dientes.

—Echaré un vistazo en el baño del niño —dijo la señora Weiler—. Era el que utilizaba ella.

Ambas abandonaron la habitación y Charlotte echó un último vistazo. Todo estaba escrupulosamente ordenado, como recién limpiado. Como si hubieran querido borrar las huellas…

Entonces la señora Weiler regresó con el cepillo de dientes en la mano.

—Aquí está.

—Gracias —dijo Charlotte y lo guardó en una bolsa de plástico—. ¿No tendría una foto de ella, por casualidad?

—Había una junto con los diplomas. Lo guardo todo abajo.

Charlotte la siguió hasta un amplio estudio; también allí todo parecía muy limpio y ordenado.

—¿Cuándo limpiaron esta habitación por última vez?

—Hoy por la tarde. La asistenta viene tres veces por semana.

—Entonces será difícil encontrar huellas dactilares.

—Tanja cogió mi coche un par de veces, pero esta tarde lo recogí del taller y aprovecharon para lavarlo y limpiarlo.

Charlotte arqueó las cejas.

La señora Weiler abrió el escritorio y de pronto se detuvo.

—Aquí ha pasado algo. Alguien ha estado hurgando… —exclamó y se apresuró a revisar sus documentos. Luego soltó un suspiro de alivio.

—No falta nada, gracias a Dios —dijo. Contempló a Charlotte y se encogió de hombros—. Pero los diplomas no están.

—Habría sido demasiado bonito.

Charlotte guardó la bolsa de plástico con el cepillo de dientes en el bolso y ella y la señora Weiler acordaron que interrogaría a Ben al día siguiente. Además enviaría a un agente para que registrara el coche en busca de huellas dactilares. A lo mejor encontraban alguna.

Tras abandonar la casa, Charlotte volvió a sacar la bolsa de plástico y contempló el cepillo de dientes con aire pensativo.

—Por lo visto has pensado en todo —murmuró—. Solo has olvidado esto. ¿Un descuido? ¿O se suponía que yo debía encontrarlo?

Lanzando un suspiro, guardó el cepillo de dientes en el bolso.

—Me pregunto qué diablos te propones…

Katrin estaba en la cocina, agotada y temblando. ¿Dónde había dejado el té? ¿En el estante? No: allí estaban los recipientes donde guardaba los chupetes y las tetinas, junto a varios biberones y tazas de pico. Sobre la encimera, junto a la lata del café, Katrin descubrió una bolsa de caramelos masticables y una caja abierta de galletas. Medio escondido detrás del hervidor había un frasco de Nutella y una caja de copos de maíz.

«¡Qué desorden!», pensó con un suspiro. Por fin encontró el paquete de bolsitas de té: estaba junto a un par de paños de cocina, sobre el microondas. Tendría que poner orden. En algún momento…

Con movimientos torpes se preparó una taza de té. Luego regresó a la sala de estar y volvió a tomar asiento en el sofá. Bebió un trago, se quemó y dejó la taza en la mesa. Con aire ensimismado, empezó a roerse las cutículas ya lastimadas y sangrantes, pero no pudo detenerse: el dolor resultaba casi apaciguador.

Aunque su cansancio iba en aumento no consiguió relajarse. ¿Qué se proponía Tanja? ¿Qué pensaba hacer con Leo? ¿Se encontraría bien? Las ideas se arremolinaban interminablemente en su cabeza.

—¡Dios, Dios bendito, no dejes que le haga daño, no puedes permitirlo! —exclamó.

Tanja siempre había tratado a Leo y Ben con afecto, con la sinceridad, ternura y comprensión de una auténtica madre. Era imposible que todo aquello se limitara a ser un simulacro… Pero por otra parte… ¿Acaso Tanja no le había mentido desde el principio? Se había quedado sentada en el parque infantil con expresión alegre y cuando Katrin le dio la espalda durante un momento para cambiarle los pañales a Leo, había aprovechado para quitar la tarjeta de memoria del móvil. ¿Y Leo? ¿Es que no le había hecho ya muchísimo daño? Porque Tanja debía de saber que para el pequeño era espantoso que lo separaran de sus padres. Los llamaría, ¿no?, preguntaría dónde estaban mamá y papá, lloraría y los echaría de menos, y también a su osito… Nunca se dormía sin su osito…

Katrin presionó la mano contra la boca y procuró sofocar el llanto, porque cuanto más lloraba, tanto mayor era su sensación de impotencia. Temía que nunca más podría volver a pensar con claridad.

Inspiró profundamente, bebió un gran sorbo de té y trató de recordar los detalles de sus encuentros con Tanja. ¿Debería haberse percatado de algo? ¿De una mirada falsa o un comentario malévolo? Pese a todos sus esfuerzos, no recordaba ningún indicio revelador, al contrario: desde el principio Tanja le había parecido sincera y honesta. Era una de las escasas personas que, cuando se dirigía a ella, la miraba directamente a la cara, no fijaba la vista en los labios, como tantos otros. Y por eso le había parecido una interlocutora atenta y amable…

«Todo respondía a un cálculo», pensó Katrin con amargura. La había engañado con gran astucia.

Pero ¿por qué? ¿Qué pensaba hacer con Leo? ¿Por qué lo secuestró a él y no a otro niño?

De pronto sonó su móvil. En medio del silencio que reinaba en la casa el tono pareció tan inclemente como el timbrazo de un despertador. Asustada, Katrin pegó un respingo. Estaba como paralizada. ¿Quién le enviaba un SMS a esas horas de la noche? ¿Thomas? ¿Dónde estaba? Dijo que iría a buscar a Leo al grupo de parcelas con casita y huerto… ¿Por qué no estaba allí, con ella, para consolarla y prestarle apoyo? Nunca estaba a su lado cuando lo necesitaba…

Cogió el móvil con manos temblorosas.

«Mensaje de un número desconocido», ponía en la pantalla.

El sudor le humedecía las manos. ¿Qué debía hacer? Por fin decidió leer el mensaje.

«Las lágrimas de Alecto serán las tuyas», ponía.

Katrin meneó la cabeza. ¿Qué significaba eso? ¿Quién era «Alecto»? ¿Acaso había recibido el SMS por error? No: Katrin ya no creía en la casualidad.

Se levantó, se dirigió al estudio, cogió el ordenador portátil, volvió a sentarse en el sofá y tecleó la palabra «Alecto» en el buscador.

Encontró un Hotel Alecto, una entrada de Wikipedia acerca de una diosa griega, una empresa cinematográfica de dicho nombre y otra empresa más. En la parte inferior de la página aparecía un vínculo para entrar en Facebook y establecer contacto con Alecto.

Sin vacilar, se conectó a Facebook y tras cliquear un momento se encontró con la página de Alecto.

En su perfil no figuraba ninguna foto, y en los campos relativos a la información y los amigos tampoco había nada. Katrin no era muy aficionada de las redes sociales y solo se había conectado a Facebook en escasas ocasiones. No comprendía por qué había tanta gente que sentía la necesidad de divulgar su intimidad a los cuatro vientos. Katrin cliqueó en el álbum de fotos de Alecto. Al principio solo apareció un montón de imágenes de grupos de piedras grandes y más pequeñas. ¿Se suponía que tenían un valor artístico?

De repente sintió miedo.

Al final del álbum apareció una foto de un grupo de personas tomada desde un ángulo superior, tal vez desde una ventana o desde la parte superior de una pared. No parecía una instantánea, más bien le pareció una foto oficial tomada por un motivo preciso. En la foto aparecían unas veinte personas que dirigían la mirada hacia arriba con aire relajado; unos cuantos saludaban con la mano o alzaban el pulgar. Katrin casi no hubiese reconocido a Tanja porque la mano de otra mujer prácticamente le ocultaba la cara…, pero se veían los pendientes, esas fresas rojas y brillantes. No cabía duda: esa era Tanja.

Katrin cogió el teléfono y marcó el número que Charlotte Schneidemann le había proporcionado.

La inspectora contestó de inmediato.

—La secuestradora se ha puesto en contacto conmigo —dijo Katrin.

—¿Ha hablado con ella?

—No —dijo Katrin y le contó lo del misterioso SMS y sus búsquedas en Internet.

—Estaré en su casa lo antes posible —dijo Charlotte Schneidemann.

Katrin dejó el teléfono a un lado, cogió la manta, se cubrió y se recostó contra el respaldo del sofá. No lograba apartar la vista de la foto que aparecía en la pantalla del portátil, sobre la mesa de centro.

Tanja se había manifestado. Pronto sabría qué quería de ella.

Katrin oyó un ruido apagado. ¿Era la puerta principal? No logró abrir los ojos. Tras hablar con Charlotte Schneidemann el sueño había acabado por vencerla. Su cuerpo reclamaba descanso y en ese momento no parecía dispuesto a someterse a su voluntad.

Medio dormida, oyó pasos conocidos por el pasillo: Thomas había regresado. Identificó el traqueteo de las perchas cuando su marido colgó la chaqueta en el armario. Durante un instante creyó que regresaba del trabajo y que ella se había quedado dormida ante el televisor, como solía ocurrirle últimamente. Y que Leo dormía en su cama.

Leo.

De pronto despertó del todo.

—¿Thomas? —gritó al tiempo que se incorporaba—. ¿Alguna novedad?

Lentamente, su marido entró en la sala de estar. Parecía agobiado y demacrado y, con mirada cansada, negó con la cabeza.

—Ya no sé dónde seguir buscando —dijo débilmente con la vista perdida—. ¿Ya has hablado con tu madre de lo ocurrido?

Katrin se sobresaltó. Lo había olvidado por completo.

—¡Dios mío, no! ¡He de llamarla de inmediato! —soltó. Se dispuso a levantarse, pero entonces echó un vistazo al reloj—. Quizá será mejor que espere hasta mañana, es muy tarde. Debe de estar dormida hace horas y no quisiera inquietarla innecesariamente, justo después de un día tan difícil.

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Vamos a la cama —dijo él, por fin.

Katrin negó con la cabeza.

—No podemos. La policía llegará enseguida.

—¿Por qué?

—Se ha puesto en contacto —contestó Katrin con los ojos llorosos, y le habló del misterioso SMS y de la foto de Facebook.

—¿Qué significa eso? —preguntó Thomas—. ¿Qué pretende con ello?

—No lo sé.

Katrin cogió el portátil de la mesa, apretó una tecla y la pantalla volvió a iluminarse.

—Por desgracia es casi imposible reconocerla, porque aparece medio escondida. ¡Pero los pendientes se ven claramente! ¡Es ella! Estoy completamente segura.

Thomas clavó la vista en la foto, se quedó boquiabierto y un temblor le agitó los labios.

—Aún está tibio —dijo ella y le tendió una taza de té.

—Dios mío… —murmuró Thomas mientras cogía la taza con manos temblorosas. El té se le derramó sobre el pantalón negro, pero él no prestó atención y se limitó a clavar la vista en la pantalla con expresión horrorizada.

Katrin frunció el ceño. ¿A qué se debía semejante reacción?

Entonces sonó el timbre y ambos dieron un respingo. Katrin se puso de pie y se dirigió a la puerta.

—Ya está aquí —dijo.

Charlotte Schneidemann entró en el vestíbulo. Parecía exhausta; Katrin la acompañó a la sala de estar y casi choca con Thomas en el umbral.

—Necesito una copa de vino, de lo contrario me volveré loco —dijo él, y se dirigió apresuradamente a la bodega.

Ellas se sentaron en el sofá y contemplaron la pantalla del portátil. Katrin señaló la mujer situada en el centro.

—Apenas se la ve —dijo la inspectora—. Diría que tiene cierto sobrepeso y el cabello parece demasiado oscuro. Quizá se haya teñido.

Katrin se encogió de hombros.

—Sí, podría ser.

—Es probable que esas personas guarden alguna relación entre sí —prosiguió la señora Schneidemann—. O se han reunido por un motivo preciso. Todas llevan ropa normal, ninguna se ha acicalado de manera especial ni viste prendas elegantes, así que es de suponer que no asisten a una boda o a una fiesta.

Katrin asintió y añadió:

—Casi todas las que aparecen en la foto son mujeres, solo se ven tres hombres.

—Y la foto fue tomada en el exterior, en una plaza o en un patio —dijo la inspectora, señalando el borde de la imagen—. ¿Lo ve? Aquí se ven otras personas que no pertenecen al grupo. Ello podría indicar que la fotografía se sacó durante una fiesta pública, tal vez en la calle o en domingo. O bien se trata de trabajadores durante una excursión organizada por su empresa.

—No se ven casas ni letreros con el nombre de la calle —dijo Katrin.

—Por desgracia —dijo Charlotte, asintiendo—. Pero a lo mejor los colegas del departamento de informática pueden ayudar. Cuando se cuelga una foto en la red se almacena mucha información en el servidor, como por ejemplo la marca de la cámara, la fecha y si la foto fue tomada con un móvil provisto de GPS, incluso el lugar —le explicó—. Mis compañeros se pondrán manos a la obra en el acto.

Thomas regresó a la sala de estar con una copa de vino tinto en la mano. Todavía estaba pálido y parecía rendido. Se dejó caer en un sillón y tomó un buen sorbo.

—¿Ha averiguado algo útil tras interrogar a la madre de Ben? —preguntó Katrin.

—Sí, un nombre: Tanja Meyer. Lo están investigando, pero lamentablemente hay muchos Meyer.

Katrin solo asintió con la cabeza.

—Por desgracia no logramos descubrir a nadie de su entorno; sería más sencillo si supiésemos que existe un marido, una hermana o unos amigos. Así que si a usted se le ocurre alguien más que pudiera conocer a la sospechosa…

Katrin hizo un gesto negativo.

—De hecho hacía pocos días que la conocía.

Thomas carraspeó y bebió otro trago, como si tratara de cobrar valor.

—Conozco a una de las personas de la foto —dijo por fin en tono vacilante, al tiempo que jugueteaba con la copa.

Katrin le lanzó una mirada de sorpresa.

—La mujer situada a la izquierda de esa Tanja Meyer. Se llama Christa Leifart, doctora Christa Leifart. Era una de mis colegas.

—La haremos investigar de inmediato —dijo la inspectora.

—¿Cree que se trata de una cómplice? —preguntó Katrin.

—Podría ser una testigo importante. En todo caso, es la única persona identificable del pasado de la sospechosa. A lo mejor tenemos suerte y se trata de una amiga o una familiar que podrá decirnos algo acerca de dónde se encuentra la autora del delito.

Charlotte sacó el móvil del bolso.

—Una comprobación urgente de una persona. Doctora Christa Leifart… Sí: llámame en cuanto sepas algo… ¡Hasta ahora!

—Nunca has mencionado a esa mujer —dijo Katrin, contemplando a Thomas con aire irritado.

Él esquivó su mirada y bajó la vista.

—Me… me encontré con ella en cierta ocasión. Hace muchos años. Es agua pasada.

—¿Dónde te encontraste con ella? ¿No decías que era una colega?

—En un congreso —dijo Thomas—. Leo aún no había nacido, fue mucho antes.

—¿Trabajabas con ella?

—Eh… No. No…, pero sí, de algún modo.

—¿Qué quieres decir? ¡Porque supongo que sabrás si trabajaste o no con ella! —le espetó Katrin, a quien su propio tono le pareció muy agudo. ¿Por qué tartamudeaba Thomas?

—La conocí en una feria importante, en la Intertec.

—¿Cuándo la vio por última vez? —preguntó la inspectora Schneidemann.

—¡Fue hace años! —se apresuró a contestar Thomas—. Hace al menos cinco o seis. Solo me encontré con ella aquella única vez —añadió y bebió otro trago de vino—. Era ya tarde por la noche…

—Todas las ferias cierran a las seis de la tarde —adujo Katrin.

—Fue durante un acto posterior, una recepción…

Katrin lo contempló: sudaba y tartamudeaba, nunca lo había visto así.

—Ahora necesito un café —dijo Thomas, y se puso de pie—. ¿Alguien más quiere uno?

Sin aguardar respuesta se dirigió a la cocina. Katrin lo siguió con la mirada: le dolía el estómago. Era una sensación conocida que se presentaba antes de recibir las notas en el instituto cuando sabía que había cateado un examen o cuando un novio quería cortar con ella.

Thomas regresó a la sala de estar. En vez de una taza de café sostenía otra copa de vino en la mano y se sentó con actitud titubeante. A Katrin empezaron a zumbarle los oídos.

—Tuviste una aventura con ella, ¿verdad?

Thomas se pasó la mano por el pelo y bebió otro trago.

—No fue una aventura —respondió por fin en voz baja—. Hace tanto tiempo… No tuvo la menor importancia…

—Así que te liaste con otra… —dijo Katrin para sus adentros.

—¡No! —gritó Thomas y se puso de pie—. ¡No fue nada de eso! Estábamos en un congreso y durante la ceremonia de despedida todos bebimos mucho. En un momento determinado, no sé muy bien cómo, me encontré en la cama con ella. ¡Pero solo fue esa vez! ¡No significó nada, de verdad! —añadió mientras recorría la habitación con paso inquieto.

De repente una sensación del más absoluto vacío invadió a Katrin; la pena y el terror que había sentido durante las últimas horas se desvanecieron.

—Lo siento muchísimo, cariño —dijo Thomas con voz trémula.

—No me llames «cariño» —replicó Katrin—. No vuelvas a llamarme «cariño» nunca más.

Ambos se contemplaron en silencio, un silencio repentinamente interrumpido por la llamada al móvil de Charlotte Schneidemann.

—¿Sí…? ¿Dónde…? Vale. ¿Te diriges allí? No, la relación con la autora del delito sigue siendo poco clara. Hace años, esa tal doctora Leifart tuvo una aventura… —dijo, carraspeó y bajó la voz, aunque de todas formas Katrin oyó lo que decía—… con el padre del niño… Sí… No… Vale, compruébalo. Hasta luego.

Charlotte puso fin a la conversación y volvió a dirigirse a Katrin.

—Hemos localizado a la señora Leifart. Mi colega hablará con ella y tal vez averigüemos algo más.

—Me basta con lo que ya sé —replicó Katrin en tono helado y se apartó.

—Le ruego que se tranquilice, señora Ortrup. Averiguaremos qué relación guarda Christa Leifart con el caso. Pero de momento es mucho más importante que la autora del delito se haya puesto en contacto con usted —prosiguió la inspectora—. Por el motivo que sea, ella quería que usted encontrara la foto. Usted puede contactar con esa cuenta de Facebook, ¿verdad?

—Sí, desde luego. Y puedo enviar un mensaje a Alecto.

—Entonces eso es justo lo que va a hacer, y ahora mismo.

—¿Para qué? —preguntó Katrin en tono cansino.

—A lo mejor logramos que salga de su cascarón —apuntó la inspectora—. No mencione a la señora Leifart, finja que no sabe nada de ese asunto.

—¿Por qué?

—Porque creo que la intención de la autora del delito era precisamente llamarle la atención sobre la infidelidad de su marido.

—Pero ¿por qué?

—Eso aún no lo sabemos, pero no le daremos esa satisfacción. No mencione el tema. Dentro de lo posible, el tono del mail debe ser normal. En general, son los mensajes menos llamativos los que consiguen mejores resultados.

Katrin cogió el portátil lanzando un suspiro.

—¿Qué he de poner?

Charlotte Schneidemann reflexionó unos instantes y luego le dictó el texto: «Querida Tanja, ¿cómo se encuentra Leo? ¿Le ha bajado la fiebre? Saludos, Katrin».

Peter Käfer se encontraba ante la puerta de un chalet adosado y llamó al timbre. Se sentía en las últimas. Por encima de los tejados de la urbanización —cuyos vecinos seguramente ya dormían— se asomaba la luna menguante. Las persianas y las cortinas estaban cerradas. Käfer echó un vistazo al reloj. «Ya es más de medianoche», pensó con un suspiro. A veces detestaba su empleo. Volvió a llamar al timbre y esta vez no levantó el dedo hasta que la luz se encendió en el interior de la casa. A través de la puerta cerrada oyó una voz femenina.

—¿Quién es?

—Soy el comisario jefe Käfer, de la Brigada de Investigación Criminal de Münster. Abra la puerta, por favor.

El cerrojo se descorrió, una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió.

—¿Qué ocurre? —preguntó una mujer de figura grácil envuelta en un albornoz. Se apartó un mechón rubio de la frente y lo contempló con ojos soñolientos.

Käfer le mostró su identificación.

—¿Es usted la doctora Christa Leifart?

La mujer asintió con aire de inquietud.

—¿Ha ocurrido algo?

—¿Conoce a una tal Tanja Meyer?

—No, jamás he oído ese nombre —respondió la mujer, negando con la cabeza.

Entonces Käfer vio a un niño pequeño bajando por las escaleras.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó. Se rascó la barriga bajo su pijama con motivos de Winnie the Pooh y observó al desconocido con sorpresa.

—No pasa nada, cariño. Vuelve a tu habitación, por favor —dijo la señora Leifart al tiempo que lo encaminaba escaleras arriba.

—Pero…

—Nada de peros. ¡A la cama sin rechistar!

—Eres tonta —refunfuñó el pequeño y desapareció dentro de su habitación.

—¿Puedo hacer algo más por usted… a estas horas intempestivas? —dijo la mujer y se dispuso a cerrar la puerta.

—¿Cuál es su relación con Katrin y Thomas Ortrup?

La señora Leifart titubeó y echó un rápido vistazo a la escalera.

—Pues… Thomas —tartamudeó; luego carraspeó—. Ahora no quisiera hacer comentarios al respecto. Mi marido… Quizá podríamos hablar de ello más adelante…

—Lo siento, pero me temo que ha de contestar ahora mismo —la interrumpió Käfer—. Estoy investigando un caso de secuestro y su declaración podría ser importante. ¿Cuándo vio a Thomas Ortrup por última vez?

La señora Leifart suspiró.

—Aquí, no —murmuró—. Venga a la cocina y se lo contaré todo.

La noche parecía interminable. Una vez que la inspectora se hubo marchado y Thomas se retiró a la habitación de mala gana, Katrin se refugió en la de Leo. Se sentó en la cama, abrazó el osito de peluche y clavó la mirada en los dibujos que había hecho su hijito y que ahora estaban pegados en las paredes: un batiburrillo multicolor de garabatos y rayas, y una hoja en la que aparecían tres monigotes, dos grandes y uno pequeño: papá, mamá, Leo.

Se sentía completamente vacía y en dicho vacío irrumpían sentimientos que le resultaban ajenos. Odio y rabia. Thomas la había engañado. ¿Cómo había podido hacerle algo así? ¿Cómo podía afirmar que su infidelidad no tenía importancia? ¿Y si esa Christa no era la única? ¿El hecho de que siempre regresara tan tarde a casa se debía realmente al volumen del trabajo? Las lágrimas le bañaban las mejillas. Durante los quince años de su matrimonio, Katrin siempre había creído que era la única mujer en la vida de Thomas. De pronto recordó el día en que vio a su marido por primera vez, en el comedor universitario: en cuanto Thomas entró en la cantina, ella sintió el flechazo. En realidad Katrin no podía comer allí, porque aún no estaba matriculada en la universidad, pero a partir de entonces había acudido todos los días a la hora del almuerzo. No tardó en percatarse de que ella no era la única que había sucumbido a sus encantos. Thomas siempre estaba rodeado de estudiantes guapas, pero solo tenía ojos para ella… ¿O no? ¿O acaso ya entonces estaba equivocada? ¡Era tan guapo…! Tenía el pelo oscuro y los ojos azules y brillantes. Ella siempre había creído que le era fiel, había soñado con una familia de cuento de hadas, con un futuro en compañía de un hombre que todas las demás mujeres le envidiaran, que fuera un amante apasionado y al mismo tiempo su mejor amigo…, y también un padre afectuoso, claro. ¡Qué ingenua había sido! La mayoría de sus amigas habían sido engañadas en algún momento… ¿Acaso se creía a salvo de la traición?