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Al día siguiente por la tarde Thomas llamó desde Lima.

—¡Estoy hecho polvo!

La voz quejumbrosa de su marido resonó a través de la línea telefónica. Katrin mantenía el móvil apretado entre la oreja y el hombro al tiempo que procuraba entrar en casa con Leo y la compra semanal. El niño lloriqueaba, estaba cansado y tenía sed. Mientras Katrin trataba de calmar a su hijo, abrir la puerta y sostener el móvil, una de las bolsas de papel se rompió y un envase de media docena de huevos cayó al suelo.

—¡Mierda! —rezongó.

—¿Qué has dicho? —preguntó Thomas—. Casi no te entiendo, la comunicación es pésima.

—Nada —murmuró ella—. ¿Has llegado bien? —añadió, alzando la voz y empujando a Leo a través del umbral.

—Sí, claro. Pero no logré dormir ni un minuto en el avión y las catorce horas de vuelo se hacen muy largas. En cambio nos alojamos en un hotel estupendo, muy lujoso y…

—¡Mamá, agua! —chilló Leo y empezó a llorar—. ¡Mamaaaá!

—Hablaremos más tarde, Thomas, ¿vale? —dijo Katrin y puso fin a la conversación. Que el hotel fuera estupendo le resultaba bastante indiferente; en ese momento no tenía tiempo para esas cosas y además estaba nerviosa.

Dio de beber a Leo y guardó la compra en los armarios. Durante lo que quedaba de la tarde Katrin trató de desembalar una caja de la mudanza y al mismo tiempo construir con su hijo un castillo con las piezas de Lego. Cuando se disponía a preparar la cena, el teléfono sonó de nuevo.

—Seguro que vuelve a ser papá —le dijo al pequeño, y descolgó el auricular.

Pero no era Thomas; era su madre y sollozaba en voz tan alta que Katrin apenas comprendió lo que decía.

—Por favor, mamá —dijo—. ¿Qué ocurre? ¿Le ha pasado algo a papá?

—De pronto sufrió un espasmo y después se desmayó. ¡Estamos en el hospital!

Katrin se asustó.

—¡Iré de inmediato! —dijo con voz temblorosa y colgó el auricular.

Presa de los nervios, pensó qué haría con Leo. ¡Thomas nunca estaba cuando lo necesitaba! No le quedaba más remedio que meter al niño, cansado y lloroso, en el coche y atravesar media ciudad.

Cuando por fin alcanzó la clínica, Leo dormía profundamente en su sillita. Y ahora, ¿qué? Si lo despertaba seguro que empezaría a llorar, y en ese momento lo principal era ocuparse de sus padres. Allí en el parking podría seguir durmiendo tranquilamente pero ¿y si se despertaba de repente? Katrin decidió que haría una breve visita al hospital para averiguar cómo se encontraba su padre; a lo mejor su madre había exagerado, como siempre, y su padre ya volvía a encontrarse bien: no era la primera vez que su madre se dejaba llevar por los nervios. En caso de que se tratara de algo grave, regresaría y recogería a Leo.

Bajó las cortinas de las ventanillas para que no vieran a Leo desde el exterior y después de comprobar que el coche estaba cerrado con llave, echó a correr hacia el hospital. Quizá todo el problema era que su padre estaba deshidratado y necesitaba suero por vía intravenosa. Estaba cansada de repetirle que bebiera más, pero él, que en su vida laboral había sido un médico de renombre, por supuesto no le hacía ni caso. De hecho, el doctor Franz Wiesner aún gozaba de un prestigio considerable en Münster. Había dirigido un importante consultorio ginecológico durante más de cuarenta años, un trabajo con el que había logrado proporcionar a la familia una vida muy confortable. Katrin sabía que las cosas no siempre habían sido fáciles: su madre era una mujer exigente que siempre insistió en que su marido, además de trabajar en la consulta, participara en la vida familiar. Katrin lo admiraba por ello, por lograr llegar a tiempo para cenar en casa casi todas las noches. A veces se preguntaba por qué Thomas era incapaz de hacerlo.

Mientras recorría los casi interminables pasillos del hospital, se preguntó si debía comunicar a sus padres la noticia de su embarazo. Estaba completamente segura de que su padre se alegraría y que le haría bien saberlo. Sonrió al recordar lo nervioso que se había puesto hacía tres años, cuando le dijo que esperaba un hijo. A partir de ese momento, su padre insistió en proporcionarle ácido fólico y vitaminas, además de analizar científicamente cada movimiento del bebé. Ya se alegraba por anticipado por la expresión de su rostro cuando le comunicara la buena nueva.

Cuando por fin alcanzó la unidad de cuidados intensivos encontró a su madre desplomada en una silla con los ojos llorosos.

—¡Mamá!

Katrin se acercó a ella y la abrazó.

—¿Qué pasa? ¿Cómo se encuentra papá?

Su madre trató de hablar, pero su voz era tan temblorosa que Katrin no entendió lo que decía.

—¡Tranquilízate, mamá! ¿Qué ha ocurrido?

—Papá… ha muerto…

Katrin dejó caer los brazos. ¿Muerto? ¿Su padre? ¿Así, de repente? ¡Imposible!

Sintió náuseas y miró en torno con desesperación. ¡En alguna parte tenía que haber un lavabo! Tragó saliva procurando controlar las náuseas, pero fue inútil. Cogió un pañuelo con dedos temblorosos, lo presionó contra sus labios y echó a correr.

Charlotte se mojó las manos con agua fría y se contempló en el espejo. En los últimos tiempos se había visto obligada a tomar declaración a heridos graves o a los familiares de las víctimas cada vez con mayor frecuencia, incluso en casos en los que apenas había participado. Al parecer, sus colegas masculinos tenían la suerte o la habilidad de evitar tan delicado deber. Charlotte lo detestaba; ese día había tenido que acudir al hospital para interrogar a la mujer y las tres hijas de la víctima de un accidente, incluso casi antes de que el médico jefe les comunicara la trágica noticia.

—No soy psicóloga policial ni trabajo en una empresa de pompas fúnebres —le había dicho a su jefe, pero el hombre se había limitado a encogerse de hombros y a murmurar algo acerca del «toque femenino».

—Además —había añadido él, quizá para rematar su argumento—, ya sabe usted con cuánta frecuencia la desconsolada viuda resulta ser una codiciosa asesina.

Charlotte se mojó la cara y luego se secó. El interrogatorio de los consternados familiares había durado casi dos horas y una y otra vez tuvo que esforzarse por reprimir su impaciencia. Por más sospechosas que fueran las circunstancias del accidente, Charlotte estaba convencida de que ni la mujer ni las hijas guardaban relación alguna con ello.

—Procure no reprimir su dolor —le había dicho al despedirse; eran las palabras que siempre acostumbraba decir en dichas situaciones, pero ¿qué significaba esa frase? ¿Acaso se podía hacer lo contrario? ¿Acaso era posible sustraerse al dolor por la muerte de un ser querido? Por más que uno lo reprimiera, siempre quedaba una tristeza apagada. Ella lo sabía muy bien por experiencia. No: el dolor por la muerte de un ser querido era un sentimiento tan incontenible que sustraerse a él resultaba imposible. También sabía que en semejante situación no existía el consuelo, ni siquiera si el accidente realmente se debía a una culpa ajena y ella y sus colegas lograban atrapar al responsable. Pasarían meses, incluso años, hasta que los afectados lograran volver a llevar una vida más o menos normal.

Tras atravesar el amplio vestíbulo del hospital y salir al exterior, inmediatamente notó que un grupo de personas se apiñaba en torno a un coche aparcado.

—¡Hemos de llamar a la policía! —oyó que decía una mujer en tono agitado.

—Y será mejor que informemos de inmediato al servicio de protección de menores —dijo otra—. ¿Cómo es posible que alguien sea tan cruel?

En cuanto Charlotte se acercó oyó el llanto de un niño. Se abrió paso entre el grupo de curiosos y vio que en el asiento de atrás de un Nissan negro un niño rubio lloraba lastimosamente en su sillita de seguridad, abrazado a un osito de peluche que llevaba una corbata anudada alrededor del cuello.

En ese momento empezó a sonar un móvil apoyado en el asiento del acompañante. Charlotte frunció el ceño: el tono era una especie de fanfarria estruendosa. ¿Quién elegiría semejante sonido enervante para el timbre?

Antes de que acertara a tomar una decisión, una joven salió a toda prisa del hospital y echó a correr hacia el coche. Tenía los ojos enrojecidos.

—¡Leo, cariño, Dios mío!

Katrin desconectó el cierre automático sin dejar de correr, abrió la puerta trasera, soltó el cinturón de seguridad de la sillita y cogió al niño en brazos. Las lágrimas se deslizaban por la cara del pequeño.

—¡Mamá! ¡Mamá! —sollozó el niño.

—Lo siento muchísimo, cariño mío… —dijo la mujer, al tiempo que se inclinaba hacia el coche y desconectaba el móvil.

—Primero deja solo al niño y después llora como una Magdalena —refunfuñó alguien en el grupo de curiosos—. ¡Qué desvergüenza!

—¡Pobrecillo, menuda vida llevan algunos niños hoy en día! —murmuró otra en tono acusatorio—. Hace veinte minutos que estoy aquí y esta criatura no ha dejado de llorar.

—Muchas gracias —dijo Charlotte, dirigiéndose a los presentes—. Ya está todo en orden, pueden irse a casa tranquilamente.

—¡Pero habría que tomar alguna medida! —replicó un hombre en tono indignado—. ¡Llamaremos a la policía!

Charlotte sacó su identificación del bolso y alzó el brazo.

—Creo que ya todo está en orden y pueden irse a casa tranquilamente —repitió sin alterarse.

Los presentes sacudieron la cabeza y le lanzaron miradas enfadadas a la mujer que no dejaba de llorar antes de alejarse de mala gana.

—¿Todo bien? —preguntó Charlotte.

La mujer solo asintió y apretó al niño contra su pecho.

—Sabe que su deber es vigilar al niño y que no puede dejarlo solo, ¿verdad?

—Sí, lo sé —dijo la mujer en tono apagado—. Se trataba de una urgencia y no volverá a suceder.

Charlotte la contempló con expresión preocupada.

—¿Quiere que llame a alguien? ¿Necesita ayuda?

—No, no. Todo va bien. Gracias.

Cuando Charlotte montó en su coche se reafirmó en su decisión: nada de relaciones, nada de matrimonio y nada de tener hijos. No quería pertenecer al grupo de las madres agobiadas que dejan solos a sus hijos y que después debían escuchar los comentarios malévolos de la gente.

¡Ni hablar, no quería ser madre! ¡Y mucho menos si había de ser una madre como la suya!

Katrin lloraba en voz baja, ahogando el llanto en la almohada, mientras acariciaba suavemente la cabeza de su hijo. No quería despertar a Leo, que dormía a su lado.

El joven médico de urgencias le había dicho que su padre ya estaba en coma cuando llegó al hospital. Había sufrido daños cerebrales graves debido a la falta de oxígeno y, pese a que hicieron todo lo posible, finalmente su corazón dejó de latir.

Mientras Katrin permanecía de pie junto a la cama de su padre muerto sintió un gran vacío. Al observarlo vio que tenía aspecto pacífico, familiar y al mismo tiempo desconocido. Se fijó en el rostro pálido como la cera, amarillento y brillante. Le rozó la mano y se asustó al comprobar que estaba helada.

—¿Cómo es posible que un hombre sano entre en coma? —había preguntado al médico con voz temblorosa.

—Su padre tenía setenta y un años. Aunque hoy en día una persona de esa edad aún puede vivir mucho tiempo, por desgracia a veces esas cosas ocurren —había contestado el médico y comentó que su padre seguramente sufría problemas cardiovasculares desde hacía tiempo y que tal vez esta fuera la causa del colapso.

Katrin se había despedido de su padre con un beso en la frente y solo cuando su madre dijo entre sollozos que ahora Leo ya no tenía un abuelo, recordó aterrada que su hijo aún estaba solo en el coche.

Katrin se levantó sin hacer ruido. Quería volver a tratar de comunicarse con Thomas; hasta entonces solo había dado con el buzón de voz.

Esta vez por fin la llamó él.

—¡Hola, cariño! —dijo en tono alegre. En el fondo sonaba música a todo volumen—. ¡Es al menos la décima vez que intento comunicarme contigo! ¿Dónde estabas…?

Un zumbido agudo lo interrumpió.

—¡Casi no te oigo! ¡Estoy en medio de una recepción increíble! ¿Ha ocurrido algo importante?

—Sí —dijo Katrin y carraspeó.

—¿Qué pasa? Has de alzar la voz, porque casi no te oigo.

—Mi padre ha muerto —dijo ella en tono apagado. De pronto solo oía la música—. ¿Thomas? ¿Me has entendido?

—Sí —fue lo único que dijo él y oyó que inspiraba profundamente—. ¡Es horrible! Regresaré a casa lo antes posible… Lo siento muchísimo.

—Sí.

—Te llamo en cuanto sepa cuándo llego.

—Vale.

Katrin colgó y durante un instante pensó que la voz de Thomas había sonado un tanto extraña.