3

Cuando Katrin despertó se encontraba fatal y tuvo que ir a vomitar al baño.

—Perfecto. Justo lo que faltaba —murmuró tras enjuagarse la boca y lavarse la cara. ¿Se trataría de una gripe intestinal? Mientras reflexionaba sobre dónde podría haberse contagiado oyó que Leo la llamaba.

En ese instante Thomas entró en el baño con cara de sueño.

—Leo está despierto. Lo siento, me ocuparía de él pero he de darme prisa. Tengo la primera reunión dentro de una hora —dijo, y se metió en la ducha.

—Gracias por preguntar, me encuentro fatal —murmuró Katrin y se dirigió a la habitación de Leo. En cuanto entró percibió el tufo de los pañales sucios y volvió a sentir náuseas. Echó a correr al baño y vomitó por segunda vez.

—¿Qué te pasa? —preguntó Thomas bajo la ducha—. No estarás embarazada, ¿verdad?

Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Embarazada? Ni siquiera se le había ocurrido.

—Debo de haber comido algo que me sentó mal —dijo, calculando de paso su ciclo menstrual. Tendría que haber tenido el período hacía diez días, pero no fue así. A lo mejor el ciclo se había alterado debido al estrés. O tal vez no.

Tras dejar a Leo en la guardería, Katrin se dirigió a la farmacia más próxima, compró un test de embarazo y lo ocultó en el fondo del bolso. No quería que ninguna de sus nuevas colegas lo descubriera por casualidad: aún estaba en período de prueba y no quería provocar habladurías.

Llegó a la consulta con retraso; su primer paciente ya la aguardaba con impaciencia.

—¡Hace diez minutos que espero! —dijo en tono de reproche el señor Zehrend, un hombre viejo que sufría Parkinson.

Katrin se esforzó por sonreír.

—Lo siento, tuve un percance. Ahora mismo estoy con usted.

Realizó los ejercicios gimnásticos con el señor Zehrend sumida en ansiosos pensamientos. ¿Estaría embarazada? Tras el nacimiento de Leo, ella y Thomas siempre usaban condones, y se suponía que era un sistema seguro, ¿no? Además, tardó casi un año en quedar embarazada de Leo, y eso que en esa época aún no había cumplido los treinta y cuatro. Tres años después, en principio habría de ser más difícil, ¿no? Y últimamente ella y Thomas tampoco mantenían relaciones íntimas muy a menudo.

Antes siempre había deseado tener dos hijos. Consideraba que un niño no debía criarse solo y dentro de uno o dos años pensaba ir a por la parejita, pero ¿en ese momento? Katrin suspiró: la vida ya era bastante difícil.

Cuando por fin el señor Zehrend reposaba envuelto en mantas térmicas y se quedó dormido, vencido por el cansancio, Katrin cogió el bolso y se dirigió al servicio. Aunque ya sabía cómo funcionaba el test, echó un vistazo a las instrucciones de uso; luego inspiró profundamente un par de veces e inició el procedimiento. No tardaría en saber el resultado.

—Genial —murmuró unos minutos después. Se apoyó contra la puerta del servicio y cerró los ojos. Prefería no pensar en lo que ello significaba: no eran solo nueve meses de estrés… Pero entonces se apoyó una mano en el abdomen y una sonrisa le iluminó el rostro—. Hola, pequeño —dijo en voz baja.

Ya se las arreglaría de alguna manera.

Katrin salió del baño, comprobó que el señor Zehrend seguía durmiendo pacíficamente y cogió el móvil del bolso. Llamaría a Thomas, él debía ser el primero en enterarse. Confiaba en que se alegrara tanto como ella…

—Lo siento —dijo una amable voz femenina al otro lado de la línea telefónica—, su marido se encuentra en medio de una importante videoconferencia. Ahora mismo no puede ponerse. ¿Quiere que le dé algún mensaje?

—No, gracias —se apresuró a contestar Katrin—. No es nada importante —añadió, invadida por la desilusión—. Ya se lo diré yo misma esta noche.

Cuando Katrin regresó a casa con Leo, Tanja y Ben ya aguardaban ante la puerta.

—Mil perdones —dijo Tanja—. ¿Hemos llegado demasiado temprano? No te vi en el parvulario.

—¡Qué horror! ¡Todo siempre ocurre en el último momento! —contestó Katrin—. Interminables discusiones con un paciente, atasco en la ciudad, la locura de todos los días. Pasa.

Ben y Leo echaron a correr al cuarto de juegos.

—¿Qué tomarás, té o café? —preguntó Katrin al tiempo que se dirigía a la cocina.

—¿Qué tomarás tú? —dijo Tanja, siguiéndola.

—Necesito un café sin falta —respondió Katrin, pero entonces recordó la causa de las náuseas matutinas—. No, será mejor que tome un té.

Tanja la contempló con el ceño fruncido.

—En ese caso, yo también —dijo. Se sentó en el banco de rinconera y, soltando un gemido, se quitó los pendientes en forma de fresa—. A veces pesan demasiado —añadió, y se frotó los lóbulos de las orejas.

—¡Pero son divinos! —Katrin los cogió para mirarlos de cerca—. ¿De dónde los has sacado?

—Me los regalaron cuando nació mi hijo —respondió Tanja—. Como premio por dar en la diana —añadió con una sonrisa torcida.

Katrin soltó una carcajada y puso a calentar el agua para el té.

—¿Es que queréis tener otro hijo? —preguntó.

—¡Desde luego! —dijo Tanja—. ¡Y si puede ser enseguida! Pero eso a veces lleva tiempo… ¿Y vosotros?

Katrin notó que se ruborizaba y soltó una risita nerviosa.

Tanja la contempló y asintió con expresión sabihonda.

—Me lo imaginé de inmediato. ¡De algún modo se te nota! ¡Enhorabuena! —dijo en tono triunfal. Enseguida se puso de pie y abrazó a Katrin—. ¿De cuánto estás?

—Pues de muy pocas semanas —contestó Katrin en tono avergonzado—. Eres la primera en saberlo; ni siquiera he tenido oportunidad de decírselo a Thomas, así que te ruego que seas discreta.

Tanja se llevó la mano al corazón con expresión de complicidad.

—¡Te prometo que no se lo diré a nadie! —aseguró en tono ceremonioso—. ¿Te alegras? No pareces muy entusiasmada, la verdad.

—No estaba planeado, por decirlo de alguna manera, y el momento tampoco es que sea el más propicio —dijo Katrin mientras vertía el agua caliente en dos tazas.

—Los momentos propicios para tener un bebé no existen —replicó la otra, mirando por la ventana—. Ocurra lo que ocurra, da igual: hay que superar la situación —añadió en tono ensimismado.

Katrin frunció el ceño. ¿A qué se refería y por qué de pronto hablaba en un tono tan pensativo? Cuando se disponía a preguntárselo, Ben entró corriendo en la cocina.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Tanja.

—Leo no está —dijo Ben. Se encaramó a la silla y cogió una manzana de la fuente que había sobre la mesa.

—¿Ha vuelto a esconderse? —preguntó Katrin, divertida—. Últimamente le ha pillado el gusto a eso de que no le encuentren —añadió, riendo—. Hace poco, Thomas y yo lo buscamos durante casi una hora hasta que por fin lo descubrimos en el lavadero del sótano, bajo un montón de ropa sucia.

—¡Contesta de una vez, Ben! —dijo Tanja, y le quitó la manzana.

El niño sacudió la cabeza.

—Leo no está.

—¿Qué quieres decir con eso de que no está? —preguntó Katrin y salió al pasillo—. ¿Leo? ¿Dónde te has metido?

Inquieta, corrió escaleras arriba.

—¿Dónde estás, cariño? ¿Te has escondido? Ahora no, tesoro, sal, por favor.

Katrin entró en la habitación de juegos y miró debajo de la cama y dentro del armario, después registró el baño y el dormitorio: nada. Entonces regresó a la cocina sin saber qué hacer e invadida por las náuseas.

—Esto no tiene gracia, Ben. ¿Dónde está Leo? —preguntó Tanja.

—Leo no está —contestó el niño—. Ahora quiero manzana.

Katrin se asustó.

—No habrá… —dijo y echó a correr hacia la puerta principal: estaba entreabierta—. ¡Maldición!

Katrin atravesó el jardín delantero, salió a la calle y miró en derredor.

—¿Leo? ¡Leo! ¡Ven aquí inmediatamente, Leo!

En la casa de al lado se abrió una ventana y la anciana señora Werres se asomó con expresión sorprendida.

—¿Por qué está gritando así?

—¿Ha visto a mi hijo? —preguntó Katrin, muy nerviosa.

La señora Werres negó con la cabeza.

—¿Un niño pequeño de cabellos rubios? —insistió Katrin.

—Conozco el aspecto de su hijo —contestó la señora Werres, irritada—. ¿Por qué permite que juegue en el jardín? ¿No ve que es demasiado pequeño?

—No le di permiso para jugar fuera solo, se escapó de casa —se defendió Katrin.

La señora Werres le lanzó una mirada de desaprobación.

—Los míos nunca se escapaban así, sin más —dijo, sacudiendo la cabeza—. Las madres jóvenes de hoy en día deberían vigilar mejor a sus hijos —añadió, volviendo a sacudir la cabeza.

Katrin echó a correr calle abajo.

—¡Leo! ¡Leo! ¿Dónde estás? —no dejaba de gritar.

¿Dónde diablos se habría metido? No se lo podía haber tragado la tierra, ¿verdad? El sudor se deslizaba por su espalda y notó que entraba en pánico. ¿Y si le había ocurrido algo? ¿Y si un coche lo había atropellado y ahora estaba tendido en la zanja, herido? ¿Y si hubiera caído en manos de un pedófilo? Katrin procuró contener las lágrimas.

¿Qué hacer? Exhausta, se detuvo y entonces… ¡Allí, más allá! Aquello era la furgoneta de un vendedor de helados, ¿no?

Y justo delante… ¡Leo!

Katrin se lanzó calle abajo.

—Helado cholate —decía Leo en ese momento, pero con expresión amistosa el vendedor de helados negó con la cabeza.

—No puedo darte un helado. Solo si tu mamá o tu papá te dan permiso. ¿Dónde están?

—Helado cholate —repitió Leo.

—Discúlpeme —dijo Katrin y cogió a Leo en brazos—. ¡No puedes hacer eso, cariño! ¡No puedes escaparte sin avisar! ¡Mamá estaba muy preocupada!

—Helado cholate —volvió a decir Leo, pero Katrin sacudió la cabeza.

—No, nada de helado. Ahora vendrás a casa conmigo y me prometerás que nunca volverás a hacer algo así, ¿queda claro?

Leo la miró, boquiabierto. Luego asintió.

—Ya ha pasado todo —dijo su madre, le acarició la cabeza, saludó al vendedor de helados y se alejó con Leo en brazos.

Aunque tenía la firme intención de no llorar, las lágrimas le humedecieron las mejillas.

Thomas hizo su maleta a toda prisa.

—Lo siento, pero he de tomar el avión esta noche —dijo. Le dio un beso apresurado a Katrin, que estaba sentada en la cama, y se dirigió al baño—. ¿Dónde está el frasco del aftershave?

—Se ha terminado, cariño. Quería…

—No importa. Me compraré otro en el aeropuerto —la interrumpió y regresó al dormitorio—. Es una oportunidad increíble para nosotros —añadió, al tiempo que metía varias camisas y corbatas en la maleta—. ¡El mercado es enorme! Empezaremos por Lima y una vez que nos hayamos hecho con el mercado de Perú, el de Colombia tampoco supondrá un problema.

—He de decirte una cosa, Thomas…

—No puedes ni imaginar cómo enfrían los alimentos en esos países. Es absolutamente increíble. ¡Si logramos no pasarnos con los costes, haremos un negocio fantástico! Y después se me abrirán todas las puertas, supone jugar en una liga totalmente diferente y entonces, amor mío, entonces todo será muy distinto —exclamó, ruborizado de entusiasmo.

Thomas cerró la cremallera de la maleta y le lanzó una mirada sonriente y entusiasta.

—Entonces ya no seré el que corre a toda prisa de una cita a la siguiente, entonces seré yo quien les meta prisa a los demás, te lo prometo. ¡Por fin tendré tiempo para vosotros!

—Eso sería ideal —dijo Katrin, procurando sonreír; lo cogió de la mano y le dirigió una mirada cariñosa—. Cariño, ¿qué te parecería si pronto…

—… nos vamos de viaje juntos? Hace tiempo que pienso en ello, cielo. A lo mejor podemos dejar a Leo con tus padres durante un par de días y hacer una escapada —dijo Thomas.

La arrastró de la cama y la abrazó unos instantes, antes de volver a la maleta.

—Creo que ya lo tengo todo; he de estar en el aeropuerto dentro de media hora. ¿Me acompañas en el coche o llamo un taxi? —preguntó, pero sin darle tiempo a responder él mismo tomó la decisión—. No, déjalo, pediré un taxi. Todavía estás muy pálida. ¿No te encuentras mejor?

Katrin quiso contestar, pero Thomas ya había cogido el móvil para pedir un taxi. Ella suspiró y se dio por vencida. «No quiero decírselo deprisa y corriendo —pensó—. Cuando vuelva a casa tendré tiempo de contarle las novedades con toda tranquilidad».

En ese preciso instante, Leo entró corriendo en la habitación.

—¡Papá, no te vayas! —sollozó.

—Volveré muy pronto —dijo su padre, cogiéndolo en brazos—. Después tendré un par de días libres y lo pasaremos pipa. ¡Te lo prometo!

—¡Quiero ir contigo!

—Eso es imposible, tesoro. ¡Mamá se quedaría sola!

Thomas se quitó la corbata y la anudó en torno al cuello del osito de peluche de su hijo.

—Mira: podrá llevarla mientras yo esté fuera, ¿vale?

Leo asintió y se restregó las lágrimas.

Fuera sonó un claxon.

—Es el taxi —dijo Thomas y le dio un beso a Katrin—. Una semanita de nada y habré vuelto.

Ella cogió a Leo en brazos y lo estrujó contra su pecho.

—Sí, claro —dijo, tratando de hablar en tono alegre—. Una pequeña y breve mini semana, y volverás a estar aquí.

Cuando hacía ya un rato que el taxi había doblado la esquina, Leo y su madre seguían saludando con la mano. Y ahora encima los ojos de Katrin se llenaron de lágrimas. «Estúpidas hormonas», pensó. Cuando se quedó embarazada de Leo se había convertido en una llorica. Confió en que esta vez no sería para tanto y se esforzó por sonreír.

—Bueno, y ahora tú y yo leeremos un bonito cuento. ¿Cuál te gustaría? ¿El de la oruga insaciable o el de la escuela de conejitos?

—¡Oruga, oruga! —exclamó Leo alegremente.

Katrin lo dejó en el suelo y Leo entró en la casa a toda prisa para ir en busca de su libro predilecto.