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—Desde el asunto con Lizzie está muy trastornado —dijo Katrin. Observaba a Leo, que permanecía sentado junto a Ben en el cajón de arena, mudo y ensimismado.

—¿Lizzie? —preguntó Tanja, desconcertada.

—Sí, perdona —contestó Katrin, esbozando una sonrisa—. Era la gata de mi padre.

Tanja asintió con expresión comprensiva. Katrin ya le había hablado del espantoso acontecimiento y que desde entonces Leo dormía mal y tenía pesadillas. En realidad solo se conocían desde hacía una semana, pero Katrin había confiado en Tanja de inmediato y poder contarle sus penas le hacía bien.

—Pobrecito —dijo Tanja—. Si le hubiese pasado a Ben…, me parece que sería capaz de cualquier cosa. ¡Yo misma saldría en busca de ese canalla y le daría una paliza que ni siquiera sería capaz de pronunciar su propio nombre!

Katrin se encogió de hombros.

—Yo sería incapaz de hacerlo —dijo en tono de resignación—. La policía dice que es casi imposible encontrar a ese individuo. Al parecer, últimamente se están dando muchos casos de maltrato a los animales.

—¡Qué horror! —exclamó Tanja—. ¿Cómo le explicaste todo el asunto a Leo?

—Le dije que ese trozo de carne era algo de la basura y que alguien lo habría arrojado al jardín. Que quizá Lizzie había escapado y que no tardaría en volver a aparecer. Después me apresuré a llevarlo a casa, aunque en realidad no quería dejar solos a mis padres —dijo Katrin—. Mi padre se quedó muy afectado por todo el asunto, adoraba a la gata; al principio estaba tan asustado que llegué a temer que le diera un infarto.

—¿Y ahora cómo se encuentra? —preguntó Tanja—. ¿Está muy mal?

Entonces carraspeó.

—Perdona. Quería decir que espero que ya se encuentre mejor.

Katrin asintió.

—Sí, se ha recuperado, aunque todavía ha de tomar tranquilizantes —dijo, sacudiendo la cabeza—. Nunca lo había visto en ese estado. Hasta ahora siempre estaba de buen humor y muy animado. La verdad es que me preocupa —añadió, entristecida—. ¡Qué le vamos a hacer! Cuando una llega a nuestra edad, los padres ya no son tan jóvenes…

—Y con ello aumentan los problemas —dijo Tanja, asintiendo con la cabeza y lanzándole una mirada inquisitiva a Katrin—. Y tú, ¿te encuentras bien? Estás muy pálida.

—Sí, voy tirando —se apresuró a contestar Katrin.

—¿Seguro?

Katrin titubeó antes de responder.

—De vez en cuando las cosas me superan. Thomas nunca está en casa, tuve que encargarme yo sola de la mudanza y de las reformas, mi nuevo empleo supone un esfuerzo considerable y ahora encima ese asunto con la gata… Me vendrían bien unas vacaciones.

—Conozco esa sensación —dijo Tanja—, sobre todo justo antes de «esos días»: me pongo tan de los nervios que le grito a todo el mundo cuando las cosas se tuercen.

Katrin soltó una carcajada.

—Esclavizada por las hormonas. Mi médico me aconsejó que en esos días me tomara una copita. Ya sabes lo que dicen: el mejor remedio contra el mal humor está en una botella.

Katrin no podía dejar de reír. No cabía duda de que Tanja lograba distraerla y levantarle el ánimo.

Durante un rato ambas contemplaron a los niños, que estaban jugando en el tobogán. Katrin comprobó que su hijo parecía más alegre y se tranquilizó.

—Es la primera vez que veo a Leo tan contento aquí en Münster. Seguro que es gracias a Ben.

—Entonces, ¿por qué no venimos al parque infantil más a menudo? —propuso Tanja—. O si quieres, también podríais venir a casa a casa. De momento todavía están los pintores y lo tengo todo hecho un desastre. Pero más adelante…

Katrin asintió, la situación le resultaba muy conocida.

—También podríamos reunirnos en mi casa —sugirió—. Aún hay un par de cajas por ahí, pero los obreros ya se han marchado.

—¡Encantada! ¿Mañana mismo?

Katrin reflexionó un instante. De algún modo, le parecía que todo avanzaba con demasiada rapidez, pero al ver a Leo y Ben jugando pacíficamente, asintió. Entonces los dos niños empezaron a tirar arena al aire para fingir que estaban en la ducha.

—¡Míralos! —exclamó Tanja, riendo—. ¡Ahora necesitaríamos una cámara!

—¿Nunca has oído hablar de los móviles?

Katrin sacó el suyo y tomó una foto de los dos niños que, sonriendo de oreja a oreja, procuraban arrastrar a Tanja bajo la ducha de arena.

Cuando regresó a casa con Leo, estaba absolutamente exhausta. Hacía tiempo que no se sentía tan cansada y agotada. Le preparó al niño una rebanada de pan con queso y una taza de leche con cacao y se sentó junto a él a la mesa de la cocina, aunque ella no tenía apetito. Se sintió mareada de puro agotamiento. «Solo me faltaría ponerme enferma ahora», pensó un poco después, mientras conectaba el canal de la tele donde ponían Sandmann; Leo se negaba a irse a la cama sin verlo.

De pronto se le ocurrió que había alguien que se encontraba aún peor que ella.

—Gracias por llamar —dijo su padre al otro lado de la línea. Parecía cansado.

—Ya sé lo mucho que querías a Lizzie —comentó Katrin.

—Era una gata muy buena —murmuró su padre y carraspeó—. Hay tantos locos…

Katrin tragó saliva.

—¿De verdad te encuentras bien, papá? —preguntó en tono ansioso—. A lo mejor deberías volver a ir al médico…

—No, no. Todo está bien. Perdona, cariño, solo soy un viejo triste por la muerte de su mascota.

Su padre volvió a carraspear.

—Creo que tu madre está a punto de servir la comida. Hablaremos en otro momento, ¿vale?

—¿Me prometes que todo va bien, papá?

—No te preocupes, cariño. Me encuentro bien. Mañana te llamo, ¿de acuerdo? Te quiero, Katrinita.

—Yo también te quiero, papá.

Después colgó el auricular con aire pensativo. «Katrinita»: su padre no la había llamado así desde que era niña.

Albergaba la esperanza de que pronto se recuperara del impacto y volviese a ser el de antes. «¿Y si no se recupera?», pensó mientras le ponía a Leo su adorado pijama de la rana Gustavo. Hasta ese momento, nunca había pensado lo que se le venía encima si un buen día sus padres ya no lograban arreglárselas solos.

Como todas las noches, se tendió junto a Leo en la nueva y amplia cama de matrimonio, extra ancha para que pudieran dormir cómodamente los tres. Quedaba perfecta con las nuevas sábanas rojas y Katrin consideró que merecía figurar en la portada de cualquier revista de diseño.

Leo se acurrucó junto a su madre y mientras ella le leía un cuento, se tomó su vaso de leche. Katrin siempre le leía dos cuentos antes de acompañarlo a su habitación y también le ponía un CD, pero desde la muerte de Lizzie aguardaba hasta que se hubiese dormido en sus brazos y solo entonces lo llevaba a su cuarto.

Ese día, en cambio, Katrin ni siquiera pudo acabar el primer cuento. Leo ya se había dormido, así que dejó el libro tras leer dos páginas y abrazó a su hijo. Poco después, ella también dormía profundamente.