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Cuatro semanas antes

—¿Vendrás a cenar? —preguntó Katrin mientras se aplicaba rímel en las pestañas.

Thomas le dio un beso en la mejilla.

—Creo que no. Tengo varias reuniones durante el día y después he de preparar una presentación. Puede que se haga bastante tarde. Lo siento.

«En fin, como siempre», pensó Katrin, y se limitó a asentir.

Desde que se mudaron a Münster, Thomas trabajaba aún más que antes; se debía a su nuevo empleo, que también era el motivo por el cual se habían trasladado de Colonia a esa ciudad. La empresa, que se había especializado en la fabricación de frigoríficos, se expandía, así que Thomas estaba atareadísimo y en general llegaba a casa ya tarde por la noche. Sin embargo, a veces Katrin tenía la sensación de que en realidad su marido se alegraba de quedarse en el despacho hasta altas horas y de paso ahorrarse el caos que reinaba en su hogar. Las habitaciones todavía estaban repletas de cajas por desembalar. Apenas se veía la pared de color rojo oscuro del dormitorio, un tono que eligieron para que contrastara con los muebles blancos: permanecía oculta tras innumerables cajas de cartón.

Katrin había tenido que ocuparse de toda la mudanza, pese a que no hacía ni una semana que ella misma también había aceptado un nuevo empleo…, y además estaba Leo. Como si hubiera pronunciado la palabra clave en voz alta, el niño apareció con una colorida pelota de tela en las manos.

—¿Jugamos, papá? —gritó resplandeciente de felicidad y alzando la pelota.

Thomas lo tomó en brazos y le dio un beso.

—No puedo, cielo —dijo, estrechándolo contra su pecho—. Papá tiene que ir a trabajar.

Leo hizo un puchero y empezó a llorar.

—¡Yo quiero jugar!

—Cuando llegues a clase, podrás jugar todo lo que quieras, cielito —dijo, al tiempo que le acariciaba los cabellos rubios y le daba otro beso en la mejilla—. Esta noche te acostaré yo, ¿vale?

Leo gimoteó un poco más y de pronto dejó de llorar tan repentinamente como había empezado.

—¿Jugamos a fútbol, mamá? —preguntó, contemplando a su madre con los ojos bañados en lágrimas.

Katrin no logró reprimir la risa. Le apoyó el dedo en la nariz respingona y negó con la cabeza: ese no era un momento apropiado para juegos.

—Hemos de llegar al cole antes de la nueve, si no nos reñirán —dijo—. Ven, te ayudaré a vestirte.

Mientras Thomas salía de casa, ella buscó la ropa del niño. Aunque hacía días que Leo insistía en llevar la misma camiseta de Barrio Sésamo, Katrin no tuvo ánimos para decirle que se cambiara, por más que la prenda reclamaba a gritos un buen lavado. Después le preparó una tostada con mermelada y descubrió que ya eran casi las nueve.

—Llegaremos tarde, como siempre —murmuró, mientras recogía sus cosas a toda prisa. Cogió el bolso y una gran bolsa de plástico que contenía prendas de vestir viejas que quería dejar en casa de sus padres después del trabajo. Su madre era un miembro activo de la parroquia, que también disponía de un almacén de ropa usada. Los ayudantes voluntarios agradecían cualquier donación.

Pero ahora debía darse prisa para llegar a la guardería y luego a la consulta. El primer tratamiento empezaba a las nueve y media. Después tendría que ir a la compra, recoger a Leo y conducir hasta casa de sus padres, donde no quería detenerse demasiado; hoy quería desembalar al menos una de las cajas. Katrin suspiró: tenía un día ajetreado.

Diez minutos después llegó al aparcamiento de la guardería. Un grupo de madres formaba un corrillo en la única plaza disponible. Sin pensárselo dos veces, Katrin dejó su Nissan negro en el sitio reservado para los bomberos y bajó del coche.

—Ahí está prohibido aparcar —la regañó una de las madres.

—No tardaré ni un minuto —contestó Katrin sin dirigirle la mirada, consciente de que no obraba bien.

En ese instante apareció otro coche: un BMW grande, negro y caro. Al igual que Katrin había hecho un momento antes, la mujer que lo conducía lanzó una mirada furibunda al grupo de señoras que charlaban antes de bajar la ventanilla.

—¿Podrían dejar la plaza libre y proseguir la conversación un poco más allá? Gracias.

Sin aguardar respuesta, la mujer subió el cristal y puso el intermitente. Las madres murmuraron algo que sonaba a «menuda jeta» y «¿quién se habrá creído que es?», pero lentamente se apartaron un poco. La mujer aparcó el BMW negro, se apeó y bajó a su hijo del asiento para niños.

Antes de abrir la puerta del acompañante y coger la mochila de Leo, Katrin observó la escena. Esa mujer le cayó simpática de inmediato; llevaba el cabello oscuro recogido, un peinado que realzaba su bonito rostro redondeado. Katrin consideró que le sobraban algunos kilos, pero que de todos modos le sentaban bien. Llevaba pantalones negros y una blusa blanca con estampado de cachemir en tonos grises anudada bajo el pecho. El maquillaje era discreto y el único detalle llamativo eran sus pendientes rojos en forma de fresa, que casaban a la perfección con el color del pintalabios.

Katrin bajó a su hijo del coche y en el acto el pequeño echó a correr hacia el otro niño.

—¡Ben, Ben! ¿Jugamos a fútbol?

Ben, de cabellos oscuros como su madre, asintió con la cabeza y ambos echaron a correr hacia el colegio.

—No sabía que Leo ya había encontrado un amiguito —dijo Katrin, al tiempo que la mujer se acercaba y le tendía la mano—. Hola, me llamo Katrin Ortrup. Por lo visto nuestros hijos se entienden a la perfección.

—Hola, soy Tanja Weiler. Sí, Ben me ha hablado mucho de Leo. Me alegro muchísimo de que se hayan hecho amigos; hace poco que nos hemos mudado a la ciudad.

Katrin le dirigió una mirada de sorpresa.

—¡Nosotros también! Solo hace un par de semanas que nos instalamos. Me crie aquí, pero en cuanto acabé los estudios me largué de esta ciudad.

—Igual que nosotros —dijo Tanja—. Mudarse con niños es un follón increíble, ¿verdad? Nosotros aún no hemos acabado de desembalar todas las cajas.

Katrin rio.

—Nosotros tampoco.

Ambas se dirigieron a la guardería para despedirse de sus hijos y unos momentos después volvieron a encontrarse en el aparcamiento.

—Aquí a la vuelta hay un nuevo parque infantil —dijo Tanja Weiler antes de montar en el coche—. Si te parece bien, un día podríamos llevar a los chicos… Perdona, no te importa que te tutee, ¿verdad?

—Claro que no —dijo Katrin, riendo—. Sí, un día iremos al parque infantil. Dicen que seguirá haciendo buen tiempo.

Katrin contempló el radiante cielo azul en el que solo flotaban unas pocas nubes y suspiró.

—De momento aún no puedo, pero confío que en un par de días lo tendré todo controlado, o al menos habré logrado poner un poco de orden en el caos.

—Bueno, seguro que nos veremos aquí, en la guardería —dijo Tanja—. Ya quedaremos otro día.

Katrin asintió y se quedó mirando a Tanja mientras esta se marchaba en el coche. Satisfecha, emprendió el camino a la consulta. Se alegraba de que Leo hubiese encontrado un amigo. La madre de Ben parecía una persona tranquila y simpática, no como esas madres modélicas con las que solo se podía hablar de la alimentación correcta de los hijos o de cuánto rato podían ver la tele. En cierta ocasión, una de esas mujeres se había permitido reprocharle que dejara a Leo ver el programa Sandmann durante unos minutos todas las noches, afirmando de paso que el cerebro del niño quedaría permanentemente afectado. ¡Como si eso fuera a provocarle un cáncer cerebral de manera automática! Katrin no podía soportar a esas mamás tipo Doña Perfecta, esas que básicamente lo hacían todo bien.

Tanja parecía muy distinta. Decidió que en los días siguientes se las arreglaría para tener unas horas libres y quedar con ella, así los niños podrían jugar y ellas dos se conocerían un poco mejor.

Tras abandonar el sendero y atravesar el sotobosque sus pasos se volvieron más lentos. La asaltó el recuerdo de la intimidad que había reinado entre ambos y del horror que los unía. Con profunda tristeza, deslizó las manos por encima de los matorrales, afligida y apenada por la amiga perdida.

¿Qué le habría pasado por la cabeza la última vez que deambuló por ese sendero? ¿Qué habría sentido? Fue allí donde transcurrieron los últimos minutos de su vida, donde respiró el aire fresco por última vez, donde había oído el gorjeo de las aves y el rumor de sus pasos en el suelo del bosque.

¿Habría percibido todo aquello? ¿O acaso solo notó el roce de la soga que sostenía en las manos y con la que solo unos instantes después formaría un nudo que le quitaría el aliento para siempre…?

¿Qué se podía pensar al dirigirse al sitio donde se iba a morir?

Lo ignoraba.

Entonces se encontró debajo del árbol y contempló la rama de la cual su amiga había permanecido suspendida durante más de seis semanas antes de que un cazador descubriera lo que quedaba de ella: un esqueleto vestido con tejanos y una blusa.

Nadie había echado de menos a la joven. Nadie se percató de lo mucho que luchaba, contra su destino y su culpa. Ella era la única que se había dado cuenta y lo había intentado todo para salvar a su única amiga.

Pero no lo había logrado.

Rendida, se sentó al pie del árbol y contempló el suelo del bosque; recogió un poco de tierra con la mano y, ensimismada, dejó que se deslizara entre sus dedos.

De pronto dio un respingo.

A menos de medio metro de distancia algo blanco brillaba en el oscuro suelo del bosque. Aunque sospechó de qué se trataba, se puso de pie y empezó a desenterrarlo con los dedos con mucha precaución.

Poco después reposaba en su mano.

—A ti no te encontró la poli —dijo en voz baja antes de regresar junto al árbol para volver a sentarse. Acarició la superficie lisa y redondeada con gesto tierno.

»Ha llegado el momento. Ahora él pagará por sus pecados.

Cuando Katrin se despidió del último paciente ya eran más de las tres de la tarde. Le encantaba su profesión de fisioterapeuta, pero era un trabajo bastante agotador. Los ejercicios y movimientos que realizaba con los pacientes a menudo resultaban extenuantes. Katrin no necesitaba hacer deporte: gracias a su empleo se mantenía muy en forma.

Estaba demasiado cansada para cambiarse, así que montó en el coche vestida con su chándal blanco. Antes de arrancar se peinó la melena rubia, larga hasta los hombros, y se trenzó los cabellos. Al echar un vistazo al retrovisor comprobó que no quedaba gran cosa de su maquillaje. Se quitó el rímel que le manchaba los párpados y decidió que la próxima vez compraría uno que fuera resistente al agua.

La ruta de la consulta a la guardería pasaba junto a su antiguo instituto. Nada había cambiado: el gran edificio de rojo de ladrillo seguía resultando tan poco acogedor como siempre. Unos cuantos adolescentes desganados holgazaneaban en el patio; algunos fumaban, pero la mayoría estaban atareadas con sus móviles. De pronto se vio a sí misma en el patio, rodeada de sus compañeros de clase. En esa época no disponían de móviles, pero también entonces fumaban, de hecho ni siquiera la vestimenta parecía haber cambiado demasiado. En todo caso, en los años ochenta Katrin también había llevado mallas.

Entonces se sintió invadida por el desencanto, no a causa del tiempo pasado —perdido e irrecuperable—, sino porque volvía a encontrarse en el lugar que había querido abandonar para siempre. Sin duda Münster era una ciudad bonita, no demasiado grande y sin embargo llena de vida, pero en su juventud Katrin siempre se había sentido constreñida; esa población habitada por funcionarios le resultaba tremendamente estrecha de miras y pequeñoburguesa. Su familia vivía allí desde hacía generaciones, de manera que casi todo el mundo la conocía. ¡Cuántas veces había ansiado perderse en el anonimato! En Colonia todo había sido muy distinto; el hecho de mudarse a la gran ciudad fue como una liberación: por fin la protegida hija única podía vivir como le viniera en gana.

Desde que tenía a Leo comprendía mejor los exagerados cuidados que le había prodigado su madre, pero algunas cosas le seguían resultando incomprensibles. Durante la adolescencia, Katrin no tenía permiso para llevar faldas por encima de la rodilla: su madre no dejaba de insistir que con ello provocaría a los hombres y quizá corriera peligro. ¡Como si todos los hombres se convirtieran inmediatamente en violadores con solo ver unas pantorrillas femeninas! Antes de los dieciséis no la dejaban salir de noche y el toque de queda era a las diez en punto. A veces Katrin se había sentido como una prisionera.

No: aún había muchos aspectos de su infancia y su juventud que le resultaban incomprensibles. ¿Por qué toda la familia debía sentarse a desayunar formalmente vestida? Su madre ni siquiera le permitía desayunar en pijama o albornoz los sábados y los domingos. Tal vez por eso, ya de adulta no había nada que le produjera mayor placer que iniciar el fin de semana con lentitud, un ritual que comenzaba cuando Leo se metía en la cama con ella y Thomas y tomaba su biberón mientras sus padres saboreaban el primer café de la mañana.

Katrin pasó junto al Exil, la discoteca en la cual había bailado muchas noches tras cumplir los dieciocho. ¿Qué se habría hecho de toda esa gente? Al igual que ella, la mayoría de sus compañeros de instituto se habían marchado a otra ciudad para proseguir sus estudios; solo unos pocos se habían quedado en Münster. Durante unos instantes consideró la posibilidad de volver a establecer contacto con ellos, pero descartó la idea en el acto.

«Cuando dos personas no se han visto durante quince años, ¿de qué diablos van a hablar?», pensó. No: haría nuevas amistades; a lo mejor esa Tanja era la persona más indicada para ello…

Cuando llegó a casa de sus padres con Leo estaba agotada y mientras atravesaba el gran jardín lanzó un profundo suspiro. Todo era perfecto: el césped estaba cortado, los árboles, podados, y los colores de las flores de los canteros formaban un conjunto armónico. Eso era típico de su madre: había que presentar una fachada perfecta. La amplia casa unifamiliar de estilo años setenta, de techo inclinado y fachada de color claro, hacía juego con el jardín; parecía fría y distante, y al mismo tiempo indicaba que los habitantes gozaban de cierto acomodo.

«No, ese no es mi estilo —volvió a pensar Katrin—. No quiero vivir así. Incluso el desorden de cajas que reina en casa tras la mudanza resulta más acogedor».

Su madre, que acababa de regresar a casa, preparó té. Leo se dirigió inmediatamente al jardín para jugar con Lizzie, a la que su padre había encontrado medio muerta en un contenedor hacía más de diez años y había conseguido salvarla a base de mimos y atenciones. A partir de entonces, él y la gata eran inseparables; su madre tuvo que ponerse dura para que Lizzie al menos fuera desterrada del dormitorio.

—¡Ve a ver si ha vuelto! —gritó su madre dirigiéndose a Leo, antes de explicar a Katrin—: Hace un par de días que no vemos a ese bichejo vagabundo. Tu padre empieza a inquietarse, ya sabes cómo es.

—¿Dónde está papá? —preguntó Katrin.

—Aún duerme la siesta. Seguro que bajará enseguida —dijo su madre al tiempo que disponía las tazas de té en la mesa—. Tienes un aspecto lamentable, hija, dicho sea de paso —añadió en tono desaprobatorio.

Katrin arqueó las cejas. ¡Lo que le faltaba! Como siempre, la imagen de su madre era intachable: llevaba la melena de un rubio ceniza con un clásico corte francés, un conjunto de chaqueta y jersey azul marino, pantalones de color beige, las uñas recién pintadas y una correcta cadena de oro.

—Te agradezco el cumplido, mamá —contestó en tono cansino al tiempo que le entregaba la bolsa de plástico.

—Ah, son para la parroquia. Muy bien —dijo su madre—. ¿Y qué? ¿Ya has vaciado todas las cajas?

—No del todo.

—¿No quieres que te ayudemos?

—No, no, de verdad —respondió Katrin negando con la cabeza.

Su madre era tremendamente curiosa. Seguro que metería las narices en todas sus cosas mientras su padre dejaba caer un plato tras otro.

—Hija, me parece que no das abasto.

«Típico», pensó Katrin. No recordaba ni una sola ocasión en que su madre la hubiera apoyado. Siempre se limitaba a decir que Katrin no estaba a la altura.

—Voy a despertar a papá —dijo Katrin, confiando en que el tema hubiese quedado zanjado.

—No es necesario —oyó que decía su padre.

Katrin se volvió. El hombre, pálido y demacrado, permanecía de pie en la escalera de madera oscura. Tenía muy mala cara.

—¿Todo bien, papá? —preguntó ella.

—Sí, sí, por supuesto. Solo tengo la presión un poco baja. Todo bien.

Katrin lo observó con inquietud. Su padre había cumplido los setenta y uno y hasta entonces siempre había gozado de buena salud, pero hacía un par de meses que no se encontraba del todo fino y Katrin confió en que no se tratara de una mala señal. El vínculo con su padre siempre había sido especial; dado que casi no había intervenido en su educación, había supuesto un refugio cuando ella se peleaba con su madre. Él siempre la consolaba y se mostraba comprensivo.

Entonces un grito procedente del jardín interrumpió bruscamente su ensimismamiento. ¡Leo!

Echó a correr hacia fuera. ¡Seguro que se había lastimado la rodilla! Confió en que no fuera nada más grave.

Katrin estaba preparada para encontrarse con cualquier cosa, pero lo que vio resultó tan espantoso que se sintió mareada y se tapó la boca con la mano para no vomitar.

Charlotte Schneidemann apartó la manta con gesto cauteloso. Le molestaba haberse quedado dormida.

¿Cómo se llamaba ese hombre? ¿Bernd, Bernard o Bernhard? Ya no lo recordaba, aunque de hecho tampoco es que le importara. No tenía la menor intención de volver a ver al tipo en cuestión, por no hablar de acostarse con él otra vez.

Procurando no hacer ruido para no despertarlo, recogió su ropa del suelo y se escabulló al baño. Se apresuró a vestirse y abandonó el apartamento sin molestarse en lanzar una última mirada a ese Bernd o como se llamase. Una vez en el ascensor, se apoyó contra el lateral y suspiró. Había sido una velada increíble y una noche aún más increíble. Sin embargo…, se había largado silenciosamente y a hurtadillas. ¿Por qué? El hombre con el que acababa de pasar una noche de desenfreno sexual era guapo y le había caído simpático desde el principio.

Mientras abandonaba el edificio de apartamentos y corría hacia la parada de taxis situada a escasa distancia, casi se avergonzó de su comportamiento.

—Al número 15 de Sebastianstrasse —le dijo al conductor antes de dejarse caer contra el respaldo, agotada.

Mientras el taxi recorría las calles de Münster sumidas en la oscuridad que precede al alba, Charlotte recordó la noche que acababa de pasar. Una sonrisa afloró a sus labios: ese Bernd había sabido exactamente qué debía hacer, había encontrado los puntos precisos para despertar en ella una pasión desenfrenada… De hecho, hacía mucho tiempo que no disfrutaba de sensaciones tan intensas. Y a pesar de ello, antes de llegar al apartamento, el tipo se había comportado como un perfecto caballero. Tras entablar conversación con ella en el Sixpack, demostró ser un interlocutor maravilloso, inteligente y con un gran sentido del humor, y mantuvieron una animada conversación. Le había gustado mucho. Demasiado. Eso podía resultar peligroso.

—Ya me dirás qué puede tener de peligroso el hecho de enamorarse —le había recriminado su hermana Ina hacía unos días, mientras hablaban por teléfono.

Claro que desde su punto de vista tenía razón. Pero Charlotte no quería enamorarse, por no hablar de mantener una relación estable y formar una familia. No iba a ser como Ina, casada desde hacía doce años y con cuatro hijos. Cuatro hermanos… «Igual que nosotros», pensó Charlotte. Philipp, Ina, Stefan y ella: una auténtica pandilla de pillos. La relación con Stefan siempre había sido muy estrecha; ella había jugado al Lego con su hermano menor durante horas y si de noche el pequeño tenía una pesadilla, siempre se refugiaba en la cama de Charlotte, acurrucándose entre sus brazos sin decir ni pío.

Ella lo estrechaba murmurando:

—Ya ha pasado todo.

Luego los dos se dormían abrazados. De pronto sintió que se le encogía el estómago, como si fuera un trozo de celofán que entrara en contacto con una llama. Cada vez que pensaba en Stefan se quedaba trastornada: aunque ya había pasado mucho tiempo, recordarlo y evocar aquellos espantosos acontecimientos le causaba un dolor insoportable.

En aquella época las cosas todavía no se habían torcido, al menos no del todo. De vez en cuando la pequeña Ina también se acurrucaba junto a ellos, de modo que casi no cabían en la cama de Charlotte. Al recordarlo, se le escapó una sonrisa.

Y ahora la propia Ina tenía un montón de hijos y seguro que todos ellos siempre querían meterse en su cama.

No, gracias. Charlotte sacudió la cabeza y clavó la mirada en la oscuridad de la noche. A veces consideraba que la actitud de Ina era bastante tonta. El deseo de recuperar la infancia perdida, solo que en un mundo seguro y protegido… No: ese no era el camino que Charlotte quería recorrer para resolver y aceptar el pasado.

Ya en casa, se dio una ducha caliente y se preparó un café. Aún no eran las cinco de la mañana, pero sabía muy bien que no lograría conciliar el sueño. De todos modos al cabo de dos horas debía levantarse, así que no valía la pena meterse en la cama.

Su cabello corto y oscuro ya estaba casi seco cuando se dirigió al buzón, envuelta en su albornoz a cuadros blancos y negros, para recoger el periódico. Era viernes, el fin de semana estaba en ciernes.

«Hoy volveré a salir a divertirme», pensó sonriendo. Porque en realidad acababa de divertirse, ¿no? Últimamente solía salir también los jueves, pero como prácticamente no bebía alcohol, la vida nocturna no la afectaba demasiado. Además, nunca había sido dormilona, con cuatro o cinco horas de sueño le bastaba. De no ser así sin duda habría limitado sus salidas, porque para Charlotte el trabajo era lo primero. De hecho, no había faltado ni un solo día a su puesto en la Brigada de Investigación Criminal de Münster desde que había ingresado en el departamento, recién acabados sus estudios de psicología. Por más que le gustara salir y disfrutar de la vida nocturna, ello no debía afectar a la disciplina. Por otra parte, nunca había bebido ni fumado, de forma que no aparentaba los casi cuarenta años que tenía. De hecho muchos calculaban que tendría veintitantos o treinta y pocos, lo que sin duda le resultaba muy halagador, así que en general no los sacaba de su error. Al fin y al cabo, a nadie le importaba un comino que acabara de cumplir los treinta y nueve.

—¿A qué viene tanta afición por trasnochar? —le preguntaba Ina a menudo—. Cualquiera diría que evitas la soledad.

—Tonterías —le contestaba ella en cada ocasión, pese a ser consciente de que ese reproche no era del todo injustificado. Algunos días se sentía muy sola y se encontraba más a gusto en un club o en un bar que en su propio apartamento. Sin embrago, no deseaba mantener una relación estable con nadie ni fundar una familia. Sabía que era contradictorio, pero había aprendido a aceptarlo.

Charlotte se sirvió otro café y se sentó a la mesa de la cocina, que no hacía juego con los módulos blancos. De hecho, todo el apartamento en su conjunto era espartano y nada hacía juego con nada. Charlotte consideraba que el gasto en muebles y decoración era superfluo, puesto que de todos modos casi nunca estaba en casa.

Abrió el periódico y, como siempre, lo primero que leyó fueron las esquelas, una costumbre heredada de sus padres y ellos a su vez de los abuelos, quienes solían leer en voz alta quién había muerto y a qué edad.

—Los de la generación de los treinta van cayendo —decía su abuelo. Charlotte recordaba muy bien este comentario. Cuando su abuelo murió a los sesenta y tres años tras una larga y dolorosa enfermedad, había sido el único miembro de la generación de los años treinta que figuraba entre las esquelas. Ese día no aparecía ninguno.

Charlotte hojeó la sección dedicada a las noticias regionales, pero solo echó un breve vistazo a los titulares. Informaban de un accidente de tráfico con dos heridos graves, de la restauración de la casa natal de Annette von Drote-Hülshoff y de que una vez más, un repugnante maltratador de animales había cometido sus fechorías.

Charlotte sacudió la cabeza y siguió hojeando. Hoy en día había tanta gente desquiciada merodeando por ahí…