HORAS DESPUÉS, cuando la trágica noticia llegó a la calle de Jenaro Benítez envuelta en los periódicos de la noche, los vecinos de mi casa se reunieron en la portería para pensar el modo de comunicármela con la mayor suavidad.
Yo estaba sola en nuestro «apartamento», ajena por completo a lo ocurrido, desbichando una lechuga para adornar con ella las sardinas de la cena. Don Fidel acababa de marcharse a su guardia nocturna de los Almacenes Popelín, dejando en la alcoba el tufillo de su aliento tabacoso.
Abrí la ventana para ventilar el cuarto, y me senté junto a ella a examinar las hojas de la lechuga con la misma atención que si se tratara de la cabeza de un niño. Andaba yo absorta en el desbichamiento cuando llamaron a la puerta, cosa que me sorprendió bastante porque mi padre solía abrirla siempre de un puntapié.
Fui a abrir y me encontré en el umbral a la portera, embajadora que tras laboriosas deliberaciones acordaron enviar los vecinos con la delicada misión de transmitirme la desgracia.
Y doña Remedios, poniendo en juego sus más sutiles recursos diplomáticos, cumplió su deber con una sencillez y tacto exquisitos. Adornando su rostro de bruja con la guirnalda de una luminosa sonrisa, se precipitó a abrazarme con insólita efusión al tiempo que me decía:
—¡Hola, huérfana!
Eso fue todo. Imposible decir más con menos palabras. Ni el mejor periodismo norteamericano, que presume de saber sintetizar como nadie, logró nunca una síntesis tan perfecta. Gracias a doña Remedios deduje en el acto que algo malo les había sucedido a mis papás, y prorrumpí en el llanto copioso propio de tales ocasiones. Mis abundantes lágrimas cayeron sobre la lechuga, lavándola de los últimos bichitos que aún resistían aferrados a sus hojas.
La portera, orgullosa de la sensibilidad que derrochó para darme la noticia suavemente, dispuso todo en el piso con el fin de que pudiera recibir aquella misma noche los pésames del vecindario: trajo sillas prestadas por otros inquilinos, mandó subir de la taberna unas frascas de tintillo para mezclarlo con las lágrimas y animar la velada, y el desfile de visitas comenzó.
La muerte, cuando es ajena, apasiona siempre a todos los públicos. Tuve por eso mismo un lleno completo. Todas las vecinas —excepto la vieja usurera del ático que mi madre desdentó años atrás para adquirir con su dinero el Portal del «nacimiento» colectivo—, acudieron a consolarme sinceramente conmovidas. Su consuelo consistía en quitar importancia a la tragedia que yo acababa de sufrir, comparándola con tragedias mucho mayores sufridas por ellas.
—Eso no es nada, chiquilla —me decía una costurera que habitaba en el piso segundo-centro-izquierda pasillo lateral-cuarta puerta-fondo—. Yo también, cuando era niña, perdí a todos mis padres en un naufragio. Recuerdo la pena de mi madre cuando supo que habían muerto los dieciséis.
Y al ver mi cara de asombro, aclaró:
—Mis padres eran una tripulación muy formal que trabajaba en un barco de cabotaje. Por eso mi madre, en la duda, me puso el nombre del barco: «Úrsula».
—Pues mi pobre marido —añadía una viudota grandullona con su típica verruga en un pómulo— murió cuando trabajaba en un circo.
—¿Era artista?
—No: era el que iba por la pista detrás de los caballos, recogiendo con una escoba sus boñigas. Y un día le atizaron una coz en el mentón.
—¡Bah! —despreciaba otra vecina—. A dos cuñadas mías se les encendió un infiernillo de gasolina, y no quedó de ellas ni los rabos.
—Pero ¿es que sus cuñadas tenían rabo?
Yo estaba aturdida en el centro del corro, deseando que aquellas mentecatas me dejaran a solas con mi tristeza. Siempre me pareció bárbara y cruel esa costumbre que tiene la gente de ir a fastidiar con su falso dolor el auténtico de la persona que acaba de sufrir una hecatombe familiar. Tentada estuve de propinar unas cuantas bofetadas a aquel corro de memas para que les doliese de verdad.
—Para desgracia la que me ocurrió a mí —se lamentó doña Mínguez, la comadrona que me sacó al mundo con su ciencia y su «anistesia»—. A un tío rico que tengo en América, le dio el mes pasado una embolia y no se murió.
—Pero ¿la embolia es una enfermedad? —se asombró una pazguata—. Yo creí que era una cancha para jugar a los bolos.
—Pues mi tío de América —insistió doña Mínguez— no se muere ni a tiros.
—No exagere, señora —dijo otra—. A tiros sí se moriría.
—¡Sí, sí! Que le vayan con tiritos a mi tío —rió la partera con un sarcasmo escalofriante—. ¿Cree usted que sus parientes de allá no le disparan siempre que pueden? En América la gente es de bala fácil, y ya le han metido en el cuerpo más de un cargador.
El monólogo de doña Mínguez lo cortó la brusca entrada en el cuarto de un hombretón que rozaba los dos metros de estatura. Su rostro, aunque de facciones semejantes a las de un chimpancé, no alcanzaba ni mucho menos el grado de belleza de este animal: su nariz era más chata aún y sus ojos menos inteligentes todavía. Además, para acentuar la impresión de ferocidad que nos produjo, echaba humo por las narices porque venía fumando. Era uno de los dirigentes del «Tilín» que yo conocía, por haberle visto algunas veces con mi padre a la salida de la fábrica. Se llamaba Agapito, pero le cuadraba tan mal el diminutivo que unos le llamaban Agapote, otros Agapazo, y algunos Agapón.
—Compañera Rosita —dijo con voz bronca acercándose a mí sin hacer caso del estupor de las comadres—, no he venido a darte el cochino pésame burgués, porque para nosotros los revolucionarios la vida no tiene ningún valor.
—Sobre todo la de los demás —murmuró una vecina reaccionaria.
—He venido a decirte —continuó el dirigente con dificultad, buscando las palabras del parrafito que se había aprendido de memoria— que debes estar orgullosa, porque tus padres han muerto por la causa.
—¿Por qué causa? —pregunté yo ingenuamente, poco ducha en conceptos políticos.
El gigantesco extremista se quedó desconcertado porque él había oído hablar siempre de «la causa», aunque nunca supo bien lo que quería decir.
—¿Cómo que por qué causa? —preguntó a su vez para ganar tiempo, temiendo quedar mal ante un público tan numeroso—. Pues… por causa de la bomba, que estalló antes de tiempo.
Y dando media vuelta, se fue del cuarto muy avergonzado, encasquetándose la gorra hasta los ojos.
Subió también a condolerse un rato el señor Plutarco, el cual estaba muy propio para la ocasión con su severa piel de luto riguroso. Me trajo de su vaquería una botella de café negro, pues le pareció poco oportuno traerme un frasco de leche blanca.
—¿Qué, chiquilla? —me palmoteó en el hombro para infundirme ánimos—. ¿Cómo va esa orfandad?
Entre vasos llenos de tinto y pañuelos llenos de llanto, fue transcurriendo la noche hasta que un gallo anunció el alba con su quiquiriquí. Luego supe que no fue un gallo, sino el bondadoso señor Plutarco que imitó su canto desde la cocina para que las visitas creyesen que era muy tarde y me dejaran en paz. Gracias al falso quiquiriquí, el duelo se despidió y aquellas posmas no siguieron acompañándome en el sentimiento.
Quedé sola al fin y pude dar rienda a mis sollozos, que se agitaron toda la noche en mi garganta pugnando por salir de su encierro. Sin fuerzas para desnudarme, caí en la cama que había sido de mis padres, empapando la almohada.
—¡Dios mío! —grité—. ¡Qué grande parece el mundo cuando nos quedamos solos en él!
Allí me estuve, jipa que te jipa, hasta que un rayo de sol se coló por la ventana y empezó a cosquillearme las pantorrillas. Pasé toda la noche sin dormir, sumida en un estado muy parecido al cataléptico. Los nervios me jugaron extrañas travesuras, presentándome sobrecogedoras pesadillas con los ojos abiertos. El cerebro, con curiosa insistencia, me reconstruía la imagen del tío Cuacuá en su lecho de muerte. Y el subconsciente —ese gramófono portátil que todos llevamos dentro—, me puso varias veces el disco de la perorata que me dedicó en su molino de Matapellejos:
«El mundo es redondo como una cabeza, y los hombres son sus piojos… Piojos listos que trepan por escaleras formadas por cadáveres de tontos… Y el calificativo de tontos se aplica hoy a los hombres de buena fe que se dejan engañar por los astutos… En la podrida sociedad contemporánea, no olvides, sólo se mueren los tontos…».
Aquella noche, di la razón mil veces al tío Cuacuá. Pensé en el humilde obrero Bartolomé, que murió sin haber pasado de Bartolo porque no pudo ascender a la posición social requerida para lucir la enfática sílaba «mé» a que su nombre de pila le daba derecho. Pensé en la lavandera Francisca, que siempre soportó con entereza su mísero destino. Y uní después ambos pensamientos, imaginando a los dos con sus atuendos suburbianos recorriendo las calles de Madrid, portadores de la fatídica cestita con el obsequio presidencial. Me conmovió la estampa de la pareja, ajena hasta el último momento al riesgo que corría, obedeciendo ciegamente la orden de un Agapón bribón que vivía como un rey pellizcando las cuotas de sus lerdos afiliados. Papá y mamá, por carambola, fueron unos tontos más que creyeron en ese juego lleno de trampas y de «tongos» que se llama «política». Y la modesta sangrecita de sus nobles cuerpos artesanos, como la de tantos otros infelices, sirvió para dar substancia al caldo de la suculenta sopa boba que nutre a tantísimos parásitos.
En vista de lo cual, apenas amaneció juré no meter jamás mi chata naricilla en la maloliente cacerola del politiqueo. Decidí despabilarme para no perecer como una tonta arrollada por los listos, midiendo cautamente cada uno de mis pasos antes de adelantar un pie.
Esta decisión, que tomé a las ocho en punto de la mañana, me inyectó la energía necesaria para erguirme, reponerme, peinarme y disponerme a afrontar mi nueva situación. El destino, al matar a mis dos pájaros queridos de un solo tiro, me obligaba a abandonar el nido en busca de mi sustento cotidiano. La orfandad, según comprobé por mi acuciante apetito matinal, no paraliza el aparato digestivo de las huérfanas; y la necesidad de alimentarlo con periódicas ingestiones de carburantes adecuados, persiste a su ritmo habitual.
Ante mí, crudo y urgente, se presentó el dilema de elegir entre el hambre y el trabajo. Ambas perspectivas me parecían igualmente desagradables; pero la segunda, aunque más incómoda, garantizaba a mi motor vital un margen de funcionamiento más largo. El hambre liquida al ser humano en treinta días; el trabajo lo liquida en treinta años. Resuelta a perecer por el más lento de los dos sistemas, decidí dirigirme a mi antigua maestra confiando en que sabría aconsejarme el oficio más adecuado dadas mis ineptitudes para las tareas intelectuales, pues no en balde me utilizó de criada muchas veces en sus ingeniosas «clases prácticas».
Al salir me tropecé con don Fidel, que regresaba de su jornada nocturna en la soledad de los grandes almacenes. Se había enterado ya por la prensa del luctuoso suceso y me detuvo unos minutos para darme el pésame. Fue un pésame algo largo, durante el cual no dejó de mirarme el «jersey» con una fijeza inusitada.
Atajando todos los rodeos que dio, vino a decir en resumidas cuentas que le daba mucha pena verme tan sola, y que no tendría inconveniente en pedir que le trasladaran en los Almacenes Popelín a un empleo diurno con el fin de poder hacerme compañía por las noches.
—¡Caramba con el misántropo! —exclamé escandalizada.
—Soy misántropo, pero no misógino —aclaró él guiñando un ojo.
Le di con la puerta en las narices. Y bajé corriendo la escalera, comprendiendo hasta qué punto me urgía encontrar una colocación que me proporcionara la independencia económica necesaria para no caer en compañías de esa especie.