SI LES CUENTO de qué modo tan tonto me quedé huérfana, se morirán de risa. A mí, claro está, no me hizo ninguna gracia. Pero es natural que lo que les divierte a unos, les fastidie a otros. Se lo contaré de todos modos para que ustedes juzguen.
Siguiendo la moda de la época, mi padre había terminado por afiliarse a un partido político. Con la República se aficionó mucho la gente al deporte de tener opiniones propias, y surgieron docenas de partidos para todos los gustos y fortunas.
Los había de lujo, con alfombras de nudo en sus oficinas y jefes que iban de chaqué a todas partes como si fueran los novios de la Patria. Tenían ideas «conservadoras», llamadas así porque pretendían que sus ricos afiliados conservaran intactas sus cuantiosas fortunas.
Los había también de categoría más modesta, para la clase media, con programas seductores que prometían aumentos de sueldo, pagas extraordinarias y excursiones a Alicante en autocar.
A medida que disminuían los recursos económicos de los partidos, aumentaba la virulencia de sus ideas. Es natural que pida más el que tiene menos. Por eso las agrupaciones revolucionarias, en cuyos domicilios sociales sólo había una mesa de pino, el retrato de un señor hosco con barba y una hucha de barro donde cabían todos sus fondos, prometían solamente colgar a los ricachos de los faroles para vaciarles los bolsillos sin que protestaran.
Cada partido, como es natural, tenía un nombre que expresaba el contenido de su ideario y que se resumía para abreviar en un conjunto de iniciales: uno, por ejemplo, se llamaba «P.E.P.E.» (Partido Español Progresista Etcétera); otro «P.A.C.O.» (Partido Anarquista Contra Opresión); otro «F.E.D.E.R.I.C.O.» (Federación Estupenda De Escogidos Revolucionarios Ibéricos Campesinos Obreros); otro «J.O.S.E.F.I.N.A.» (Junta Organizadora Señoras Educadas Fiestas Interesantes Nada Aburridas)… Había también otros que se llamaban la «C.E.D.A.»; y la «J.O.T.A.» (Juventudes Opulentas Tranquilas Amables); y la «U.V.E.» (Unión Vanguardistas Estudiantes)…
Los partidos más violentos, que siempre andaban pegando tiros y poniendo petardos, adoptaron nombres que sonaban a explosión: «P.U.M.» (Partido Único Mundial), «P.L.A.F.» (Porrazos Lapos Achuchones Federados), «C.A.T.A.P.L.O.M.» (Comité Administrativo Tortazos A Personas Liberales O Mentecatas)…
El de mi padre pertenecía a este último grupo y, aunque también tenía nombre de explosión, era la menos estrepitosa de todas y al pronunciarlo sonaba a ruidito: su partido se llamaba «T.I.L.I.N.» (Trabajadores Independientes Libertarios Industria Nacional).
—Debiste afiliarte a un partido con nombre más varonil —le reprochó mi madre al ver su «carnet»—. Por heroicas que sean las machadas que hagáis los del «Tilín», con ese nombrecito siempre pareceréis mariquitas.
—Pues te advierto que hay partidos con nombres peores todavía —le consoló mi padre—, existe uno que se llama «P.I.S.» (Partido Internacional Socialista), y otro que atiende por «S.A.R.A.S.A.» (Sindicato Acción Republicana Agrícola Sociedad Anónima). ¿Qué cara hubieras puesto si te digo que al salir de la fábrica me hice «pis», o que acabo de hacerme «sarasa»? El «Tilín» en cambio, a pesar de su sonido tan discreto, armará mucho alboroto.
Y tanto que lo armó. Como todos los partidos humildes y más bien analfabetos, el «Tilín» carecía de oradores ricos en palabras cuyas voces propagaran sus ideas. Por eso tuvo que adoptar como lema de su propaganda un refrán ligeramente modificado, que siempre dio resultados excelentes a todos los perturbadores: «A falta de voz, buenas son bombas». Nadie ignora que el poder persuasivo de un breve bombazo es diez veces superior al de un largo discurso. Una esquirla de metralla penetra con más facilidad en la frente de un reacio a una doctrina que cien «latiguillos» retóricos. La onda expansiva de un kilo de trilita queda más grabada en la memoria que el sonido de un quintal de metáforas. Los dirigentes del «Tilín» lo sabían y utilizaban el procedimiento con gran asiduidad: rara era la semana que no ponían media docenita de bombas al Presidente de la República, que era, según ellos, el que tenía la culpa de todo.
—¿Qué pretendéis conseguir poniéndole bombas al Presidente? —preguntó mi padre a sus compañeros cuando ingresó en el partido.
—No seas ingenuo —le contestaron— con la política nunca se consigue nada, pero el caso es hacer ruido.
Y hay que reconocer que ellos lo hacían mejor que nadie. Varias veces estuvieron a punto de reventar al Presidente en mil pedazos, feliz circunstancia que valió al «Tilín» grandes elogios en la prensa de tendencia moderada.
Ayer —escribían los críticos de atentados que entonces había en todos los periódicos— estalló una magnífica bomba en la residencia presidencial. Pocas veces hemos visto una bomba tan bien puesta y de una eficacia destructora tan positiva. Jamás oímos una detonación tan nítida, que fue escuchada en toda su pureza en dos kilómetros a la redonda: un bellísimo «do» mayor, tirando a «re» menor, que hizo durante tres segundos las delicias de los melómanos. Pese a la hermosura del estampido, la metralla no supo estar a la altura de las circunstancias y ni un solo pedazo alcanzó al Presidente. ¡Qué se le va hacer! Otra vez será. Aunque el artefacto no iba firmado, su excelente calidad nos hace sospechar que su autor fue el partido «tilín», que tantas pruebas viene dando de pericia pirotécnica.
Críticas así, favorables unas y adversas otras, aparecían diariamente en la prensa matutina. Aquel Presidente, que tenía nombre de línea ferroviaria —Alcalá-Zamora—, se convirtió durante esa época tumultuosa en una especie de «pim-pam-pum» (más bien «pum» que «pim»), al que todos tiraban pelotas de explosivos. El pobre hombre se llevaba unos sustos tremendos, y de buena gana hubiese firmado un decreto prohibiendo que se practicara tan peligroso deporte con su republicanísima persona. Pero ¿cómo iba a coartar la libertad individual con una prohibición, puesto que la República que él presidía vino precisamente para asegurar todas las libertades?
Consultó tan delicada cuestión con sus ministros, que aún tenían las carteras nuevecitas y con la etiqueta del precio colgando.
—¡Claro que no puede prohibirlo, criatura! —le dijeron—. Si impide usted al pueblo sus expansiones y las coarta egoístamente pensando en su seguridad personal, le llamarían tirano con muchísima razón.
—Yo no digo que no tiren bombas, entiéndanme —se excusó el Presidente, temeroso de que le llamaran reaccionario—. Pero podrían aconsejarles, por ejemplo, que se las tiraran a su padre.
—Pero si al pueblo soberano le apetece tirárselas a usted, tiene usted que chincharse. Para algo es el pueblo soberano.
—Eso digo yo —se apresuró a mentir el Presidente, que en realidad no lo había dicho—. ¿Y no habría forma de sugerir a esos simpáticos muchachos que me tiraran otras cosas? Pelotas de goma, por ejemplo; o bolas de billar…
—Si a ellos les gustan las bombas…
—Pero a mí, no, ¡qué demonio! —se le escapó al Presidente.
Entonces los ministros le miraron con desconfianza y le dijeron muy dolidos:
—Pues, hijo: para presidir con tantos melindres, más valía que se hubiera quedado en casa.
Y él, temiendo que le destituyeran del opíparo carguito, añadió precipitadamente:
—Quizá fuera posible lograr al menos que las bombas estallaran todos los días a la misma hora. No sería tan difícil: como son de relojería… Así el estampido no me cogería de sorpresa, que es lo que más asusta. La bomba del martes estalló por la mañana, cuando me estaba afeitando, y me corté con la navaja; la del miércoles al mediodía, cuando estaba comiendo, y me atraganté con la sopa; y la del jueves fue la peor, porque estalló de noche, cuando estaba empezando a dormirme, y me desveló por completo.
—Eso puede conseguirse —concedió el ministro de la Gobernación—. No creo que al pueblo soberano le importe hacerle ese favor. No privándole de las bombas, el horario de explosión es lo de menos. ¿A qué hora le conviene que estallen?
—Convenirme, lo que se dice convenirme, a ninguna —se sinceró el Presidente—. Pero si no hay otro remedio, a las cinco en punto de la tarde. Es la hora ideal, porque así el estallido no me chafa la siesta y me sirve de despertador. Al oír el bombazo de las cinco me levantaré, tomaré el té y saldré después a presidir tan fresco.
El ministro de la Gobernación mandó una carta muy amable a los dirigentes del «Tilín» y a todos los demás partidos extremistas, transmitiendo la súplica del Presidente. Y todos accedieron con mucho gusto, pensando que alguna vez podían necesitar un favor del Presidente, y convenía tenerle contento. El «P.L.A.F.», cobista, además de acatar la hora que fijó, tuvo la deferencia de prometerle que envolvería sus bombas en una toalla de felpa bien gorda para que no hicieran tanto ruido.
A partir de entonces se pusieron en hora todos los aparatos de relojería destinados al señor Alcalá, y el «five o’clock estampido» se produjo puntualmente.
La fijación de este horario no alteró en absoluto la costumbre del «Tilín», que continuó poniendo sus bombas en el domicilio presidencial con la misma regularidad que antes. Todos los afiliados se turnaban en esta tarea, y cada día le tocaba a uno distinto.
Hasta que al fin le tocó a mi padre. El «compañero Bartolo López», como le llamaban en el seno del partido, recibió la orden de presentarse en la Secretaría a recibir instrucciones. Allí le entregaron un paquetito con un kilo de explosivos a granel, dos kilos de metralla picada y el aparato de relojería aparte.
—Aquí tienes los ingredientes —le dijeron—. Te los damos sueltos porque así nos salen más baratos. Prepara tú mismo la bomba y la pones mañana sin falta a la puerta del Presidente, para que estalle a las cinco.
—¿Y no podría mandársela con un «botones»? —sugirió mi padre, miedica.
—Eso sólo lo hacen los cochinos burgueses.
—Pero dándole al chico una buena propina…
—Eso sólo lo hacen los cochinos capitalistas.
Mi pobre papá llegó a casa por la noche muy apurado y puso aquellos materiales encima de la mesa.
—¿Tú sabes preparar una bomba? —le dijo a mamá esperanzado, pues ella siempre se dio buena maña para la cocina.
Pero ella, que sabía preparar platos muy difíciles, confesó avergonzada que no conocía ni una sola receta de esa clase.
—Pues no parece tan complicado, mujer. Supongo que se hará lo mismo que una croqueta muy grande, amasada con trilita en lugar de harina.
Fui yo la que salvó la situación al recordar que en un bajo de la casa vivía doña Libertad, viuda de un anarquista francés que perdió la vida jugando a las balas en un tiroteo con la policía. Y como los anarquistas entienden de bombas más que nadie, a mi padre le pareció magnífica mi idea y bajamos corriendo a visitarla con todos los elementos para confeccionar el pildorazo.
Doña Libertad, que estuvo casada como acabo de decir con un anarquista francés, se apellidaba Atchís por parte de esposo. Y como su apellido sonaba a estornudo, siempre que lo decía la gente se apresuraba a replicar «¡Jesús!», creyendo que había estornudado. Las presentaciones, por lo tanto, se desarrollaban siempre así:
—Yo soy la viuda de Atchís.
—Jesús.
—Gracias.
Nos recibió muy amablemente, porque ya nos conocía de cruzarnos con ella en el portal. Y la vecindad por sí sola, entre la gente modesta, constituye casi un parentesco.
Doña Libertad era una mujer madura, ajada, tierna, fofa y dulce. Tenía, en fin, las mismas características que un plátano pocho. Nos condujo a su cuarto de estar —de estar mal porque sólo había una silla—, y mi padre explicó el apuro en que se hallaba por no saber preparar la bomba que debía poner al día siguiente.
—No se preocupe —se le iluminó la cara a doña Libertad—, yo se la prepararé con mucho gusto. Es mi especialidad. A mi difunto Fefé, que en el infierno esté, se las preparaba yo todas las mañanas en una cestita cuando salía a trabajar. Porque mi difunto Fefé, que en el infierno esté, en vez de llevar una tartera con el almuerzo como los demás obreros, llevaba siempre una cestita con una bomba. Y la bomba tenía que ser buena porque él era muy exigente para las cosas de matar. Yo tenía que esmerarme mucho: si la bomba no estaba en su punto, volvía a casa sin haberla lanzado. Pero el día que me salían bien, en cambio, regresaba chupándose los dedos. Gracias a esto llegué a preparar unas bombas tan sabrosas, que casi todas las mujeres de los revolucionarios acabaron por traerme los ingredientes a mi casa para que yo se las preparara.
Doña Libertad, confidencial, se volvió a mi madre bajando un poco el tono de su voz:
—Y la receta es sencillísima. Usted misma, por bruta que sea, puede prepararla en lo sucesivo en un abrir y cerrar de ojos. Se echa el explosivo en una perola, se añade después la metralla poco a poco, y se revuelve la mezcla con un cucharón de mango largo. Cuanto más largo sea el mango mejor, porque así el revolvedor estará más lejos de la perola si estallara en alguna de las revueltas. Hecho esto se deja reposar la mezcla en sitio fresco, con el fin de que la metralla se empape de explosivo. Luego se unta el recipiente de la bomba con mantequilla para que el contenido no se pegue a las paredes, y se rellena después con la mezcla hasta los topes. Se coloca por último el aparato de relojería, y se sirve a domicilio añadiéndole una guinda.
—¿Para qué sirve la guinda? —preguntó papá.
—Para quitarle al bombardeado el mal sabor de boca que le deja la explosión.
—Pues la receta, en efecto, parece fácil —comentó mi madre.
—También es fácil la de la paella y son pocos los que saben darle el punto exacto —se pavoneó doña Libertad—. Lo difícil en las bombas, como en el arroz, son las cantidades. Si pone usted mucha agua en la paella, le sale una pasta intragable; y si pone mucha metralla en la bomba, le sale un churro incombustible.
Y la viuda de Atchís (Jesús. Gracias) inició el mutis hacia la cocina para prepararle la bomba a mi papá.
—¿La quiere usted corriente o con sorpresa? —preguntó antes de salir.
—¿En qué consiste la sorpresa?
—Las tengo de varias clases, a gusto del consumidor. Una consiste en que, al estallar la bomba, salta por el aire un pequeño polichinela de trapo con un paracaídas de papel. En otra, en vez del polichinela aparece un soldadito tocando la trompeta. Pero la más vistosa de todas es una que, al producirse el estallido, lanza un hermoso chorro de fuegos artificiales.
—No sé si al Presidente le gustarán esas frivolidades —dudó mi padre, que era muy mirado.
—Haga lo que guste —dijo doña Libertad para picar su amor propio—. Pero le advierto que la semana pasada preparé una bomba para el Presidente por encargo del partido «Cataplom», y me dijeron que le pusiera el soldadito de la trompeta.
—En ese caso —dijo papá que no quería ser menos—, póngale el polichinela. Pero vístalo con un trajecín de colores severos. Una bomba, al fin y al cabo, es una cosa muy seria.
Una hora después, salíamos del piso de la viuda de Atchís (Jesús. Gracias) con la bomba preparada. Era una hermosa bomba, gorda y brillante, esférica como un orinal y del mismo tamaño aproximadamente. Tenía también un asa para manejarla con más facilidad y nos recomendaron que la dejáramos durante la noche en la fresquera con el fin de que conservara en la explosión del día siguiente todo su aroma.
—Puedes estar orgulloso —le dijimos a papá cuando nos fuimos a dormir, colocando cuidadosamente el artefacto en la ventana de la cocina junto al cueceleches—. Pocas bombas le habrán puesto al Presidente tan bonitas y bien preparadas. A lo mejor te condecoran con el Gran Cordón del Chupinazo Presidencial.
—O a lo mejor me meten en la cárcel —dijo papá que estaba algo nerviosillo.
—¿En la cárcel? ¿Por qué? —se extrañó mi madre—. Si fueras a ponerle otra cosa, no digo. Pero una bomba, que se la pone todo el mundo…
Mi padre, inquieto a pesar de todo por la responsabilidad que su partidito había echado sobre sus hombros, no pudo juntar los párpados en toda la noche. Mi madre, en cambio, durmió tan profundamente, que tuve que despertarla a la hora del desayuno echándole chorritos de café caliente por las orejas.
Ajenos al triste final que tendría la jornada, mi pareja de padres se preparó para el acontecimiento con mucha ilusión. Aunque era sábado, papá decidió ponerse el traje de los domingos para que el Presidente no dijera que menudos tíos fachosos le mandaba el pueblo soberano para ponerle bombas.
—Tienes razón —le apoyó mamá—. Pero si llevas el traje de los domingos, aléjate cuando estalle la bomba no sea que te chamusque la solapa.
A última hora, cuando mi padre estaba ya hecho un dandy extremista (chaqueta «mil-rayas» y chaleco «mil-puntos»), decidió mamá ir con él para llevarle la cesta de la bomba.
—Es más propio que la lleve una mujer —le convenció—. Si con la cara de cerril que tienes te ve la policía acercarte a la casa del jefazo llevando una cesta, no creas que pensará que le llevas unas fresas que cogiste para él en el bosque.
—Puedo decir que le llevo un rico bizcocho a su abuelita.
—Tampoco te creerían.
Por tratarse de una ocasión trascendental, mamá decidió acompañarle con todos sus perifollos puestos. Tardó bastante en emperifollarse, pues el total de sus perifollos ascendían a cuatro. A saber: agujón con un cacho vidrio presumiendo de brillante, taladrando su moño; recia blusa verde reforzada con flejes de acero, para embalsar su busto rebosante de kilowatios carne; broche de oro de medio quilate (llamado también purpurina), con montura de imperdible inoxidable; y zapatos de piel de lagartija (mucho más apreciada que la de lagarto, debido a la pequeñez de estos animaluchos y a la dificultad de coser sus pielecitas hasta lograr la superficie necesaria para cubrir unos pies adultos).
Terminados sus laboriosos preparativos, que se prolongaron hasta el mediodía, mis padres me dieron sendos besos en la frente y se encaminaron hacia la parada de tranvías más próxima.
—Volveremos en cuanto papá cumpla con su deber —fue la última frase que me dijeron.
Iban los dos del brazo, como un inocente matrimonio pueblerino, y mi madre llevaba el explosivo en la cesta cubierto con una servilleta.
—Así parecerá la comida que le llevamos a un hijo preso —había dicho mamá, que a veces era muy psicóloga.
Andando de prisa, temerosos de que se les hiciera tarde, llegaron a la parada en la que un grupo de personas esperaba también a los cacharrotes desvencijados de los trayectos arrabaleros. Y como mis papás desconocían los itinerarios de las líneas tranviarias que recorrían los enrevesados intestinos de la ciudad —recuerden que sólo estuvieron un día en Madrid durante su viaje de bodas—, acordaron preguntar a sus compañeros de parada la combinación mejor para llegar al domicilio del Presidente.
—Ustedes perdonen —dijo papá dirigiéndose al grupo—. ¿Para ir a la calle de Ramírez Prados?
—Cojan un «36» hasta la Plaza del Minarete —le aconsejó un anciano vivaracho—, y suban después la Cuesta de la Pécora hasta la esquina de Tirabuzón.
—Mejor será que tomen un «17» hasta la calle de la Peineta —intervino un joven présbita—. El trayecto es algo más largo, pero en cambio se ahorrarán la cuesta.
—¡Qué disparate! —terció una viuda con cara de clase pasiva—. Deben tomar un autobús en la Avenida del Sargento, que les dejará en la misma calle de Ramírez Prados.
—Pero tendrían que transbordar en el Callejón del Ceporro —refutó un funcionario chatillo—. En cambio, si cogen el «metro» en General Pum y se apean en la estación de Molinete…
—Pésima combinación —cortó un pollo con cara de gallo—. Lo más directo es tomar el autobús en Capitoste y bajarse al llegar a la Plaza del Trabuco.
Pasaron varios tranvías sin que el grupo de personas serviciales se pusiera de acuerdo sobre cuál era el que más convenía a mis papás. Dentro de la cesta, que mi madre llevaba al brazo con desparpajo, el aparato de relojería de la bomba latía con inexorable tictac aproximándose a la hora fatal.
—¿Y por qué no cogen un «22» en la Ronda de la Estrella? —sugirió una cocinera con un pez vivo en el capacho.
—Van siempre llenos y tardarían una barbaridad —rechazó una enlutada circunspecta—. Más les valdría ir a pie hasta el Vinoducto, y tomar allí un autobús del disco «Ensanche».
—Yo, en el pellejo de ustedes, cogería un «6» en el Parque hasta el cruce del Archipreste Cirilo —recomendó un tenedor de libros tan delgado que, en lugar de un tenedor parecía un cuchillo.
—Háganme caso a mí —quiso imponerse un gordinflón, atrayendo a mi padre por un brazo—, llegará en un periquete tomando un «12» en Ribete.
—¡Eso es mentira! —aulló la enlutada.
—Ya lo sé.
—¿Y por qué lo dices entonces?
—Porque cae en verso.
—¡Basta de tonterías! —se encocoró un anciano vivaracho—, tomen decididamente un autobús hasta la iglesia de San Filiberto, y suban después por la Travesía del Escobón.
—Pero es más directo un «17».
—Y más rápido el autobús.
—No hagan caso: tomen el metro en General Pum.
—¡Nada de eso! Cojan el autobús en Capitoste.
—Pues muchas gracias —saludaron mis padres, alejándose del grupo.
Y se fueron andando a buscar un taxi.
La amabilidad de aquella gente les hizo perder tres preciosos cuartos de hora. Porque si en circunstancias normales suele decirse que el tiempo es oro, en aquella ocasión cada minuto era un rubí. Los latidos del corazón de la bomba se oían bajo la servilleta con nitidez desesperante. En un reloj lejano y grandote dieron las tres. Y los presidenticidas (¿no se llaman regicidas los que ponen bombas al rey?) aceleraron el paso, dirigiéndose hacia zonas de tráfico rodado más intenso donde pudieran encontrar un vehículo de alquiler.
—Aún faltan dos horas hasta las cinco —dijo mi padre para tranquilizarse.
—Pero conviene ir tempranito no sea que cuando lleguemos, otro partido más madrugador le haya puesto al Presidente una bomba suya. Y como sólo dejan ponerle una diaria…
—No seas pesimista, mujer —interrumpió papá poniéndose nervioso—. ¡Maldita sea!… Basta que uno necesite poner una bomba urgente para que no haya forma de encontrar un taxi.
Dieron las tres y cuarto en el mismo reloj lejano, e incluso las tres y media, y mis progenitores continuaban trotando sin encontrar un transporte en el que apoyar el trasero.
Pasaban tranvías con racimos de personas en los estribos, atestiguando que la cosecha de viajeros aquel año había sido óptima. La caminata los condujo hasta el centro de la ciudad, donde al fin encontraron un vetusto simón movido por un motor de un solo caballo. Pero el cochero pese a su decrepitud sólo comparable a la del carruaje que pilotaba, se había modernizado para ponerse a tono con los tiempos: vestía un precioso uniforme de chófer con gorra de visera y cien pares de botones, y llamaba a su caballejo Hachepé como si fuera un caballo de fuerza.
Exhaustos —palabra que emplean los escritores cultos para describir el estado físico que los demás llamamos «hechos polvo»—, montaron mis padres en el coche y dieron las señas del domicilio presidencial. Hachepé relinchó acusando recibo de un latigazo propinado por su amo, y puso en marcha sus escasas reservas de energía. A la velocidad de un peatón ligeramente apresurado, el castizo trasto se encaminó a su destino.
—¡Agárrense bien al asiento! —gritó con astucia el conductor para infundir a sus pasajeros una imaginaria sensación vertiginosa.
Pero mis padres, olvidados por un momento de su grave preocupación, no le hacían caso y gozaban como niños del paseo en coche abierto. Hacía una tarde espléndida. Algunas nubes color de trapo de limpiar el polvo, pasaban ante el sol frotando su superficie y sacándole brillo. Las calles, como era sábado por la tarde, estaban llenas de mecanógrafas a la caza de incautos que las invitaran el domingo a merendar. Las amas de cría, en las aceras soleadas, daban fuertes bofetones a los niños confiados a su custodia: como no eran suyos…
—Deberían encargarte que pusieras bombas más a menudo —dijo mamá—. Es un pretexto estupendo para dar un paseíto por la ciudad.
El padre de Encarnación, aquella chica que fue mi condiscípula, pregonaba por los anchos bulevares sus rojos molinillos de papel hechos con proclamas del partido comunista. Y en su pirulón de paja, junto a los rojos, figuraban también los azules de Acción Católica; y otros blancos sencillamente, que debían de pertenecer a uno de esos partidos centristas que no quieren meterse en líos.
Un heladero prematuro, al darse cuenta de que aún hacía fresco para vender su mercancía, gritaba capciosamente junto a su carrito:
—¡Helados calentitos!
Hachepé, eufórico, inició un conato de trote que su dueño cortó en seco por temor a que el esfuerzo le produjera una hernia.
—Si llego a sospechar que íbamos a poner la bomba en coche de caballos —comentó mamá repantigándose ostentosamente en el asiento— me hubiera puesto el mantón de Manila.
La momentánea distracción del paseo se esfumó en cuanto llegaron a la calle de Ramírez Prados. En el acto recuperaron la conciencia de su responsabilidad. Eran ya más de las cuatro y el reloj de la bomba continuaba aproximándose al último minuto de su carrera.
—¿A qué número de la calle van ustedes? —preguntó el cochero desde su pescante.
—A la casa del Presidente de la República —contestó mamá, indiscreta como todas las mujeres.
—¿Son ustedes amigos suyos?
—Admiradores nada más, que vamos a llevarle un regalito —disimuló papá.
—Comprendo que le admiren —dijo el cochero, convencido—. Porque hace falta tener mucha cara para atreverse a presidir esta birria.
A cien metros del palacete presidencial mandó papá detener el carruaje, debido a que todos los revolucionarios tenían la obligación de poner las bombas a pie. Sólo la «C.E.D.A.» y otros partidos derechistas podían ponerlas en auto o a caballo, porque para eso eran señoritos con dinero suficiente para hacer política por todo lo alto.
Se apearon ambos con la cesta, despidieron a Hachepé y anduvieron el trecho que faltaba silbando «La Marsellesa» para despistar. Llegaron sin novedad a la puerta del palacete. Pero cuando ya se disponían a depositar su ruidosa carga en el umbral, se les acercó un guardia que estaba de ídem.
—¿Qué desean? —masculló el agente, que debía de tener muy malas pulgas a juzgar por las ronchas que se le veían en la cara.
—Venimos de parte del partido extremista «Tilín» —explicó mi padre—, a ponerle esta bomba al Presidente.
Y mamá se apresuró a levantar la servilleta que cubría la cesta, para que el guardia viese que era cierto y que no se trataba de un subterfugio para ponerle algo peor. Pero el guardia se echó a reír:
—¡A buenas horas, bombas verdes! —dijo cuando se calmó—. Antes de las dos vinieron a poner la bomba de hoy.
A mi padre se le cayó el alma a los pies y tuvo que agacharse a recogerla para no pisársela al andar.
—¿Es posible? —dijo al fin, palidísimo.
—Ahí la tienen, mírenla —repuso el agente señalando un rincón del quicio que se hallaba en penumbra.
En efecto: una bomba algo menor que la de mis padres, pero tan redonda y bruñida como la suya, latía con viveza en espera de su hora de estallar.
—¡No hay derecho! —protestó mi madre—. ¿Qué culpa tenemos nosotros de no haber encontrado un taxi?
—Tampoco la tengo yo, señora —se encogió de hombros el guardia—. El que fue a Sevilla, perdió su bombilla.
—¿Y quiénes han sido los aprovechados que nos han quitado el puesto? —indagó mi padre furioso, mordiéndose el labio inferior porque al superior no llegaba.
—Los «Caperucitos Rojos» —informó el agente.
—¿Los «Caperucitos Rojos»? —repitió mi padre, perplejo—. Nunca oí nombrar ese partido.
—Más que partido —dijo el polizonte—, es una especie de sociedad secreta sin domicilio social conocido. Sus miembros se reúnen en sótanos misteriosos, donde practican un extraño ceremonial. Viene a ser, como si dijéramos, un Ku-Kux-Klan de izquierdas.
—¿Y por qué se llama así?
—Porque todos los afiliados, para asistir a sus asambleas, en vez del clásico cucurucho se ponen en la cabeza una caperucita encarnada.
—Estarán monísimos —se burló papá atiplando la voz, rencoroso—. ¿Y qué ideas políticas tienen esas máscaras?
—¡Bah! Lo corriente en los revolucionarios: destruir el mundo capitalista, cortar en rodajas a los burgueses… Cosa de poco.
—Pues nos han hecho la cusqui —dijo mamá, haciéndose la fina delante del guardia.
—Hay que madrugar, amiguitos —les consoló el guardia compadecido, dándoles cachetes cariñosos en las mejillas—. En esto del bombardeo hay cada día más competencia. El que quiere poner bomba, no debe perder comba.
—¿Y qué hacemos ahora con ésta? —dijo mamá, que era una persona muy ahorrativa y le molestaba desperdiciarla.
—Póngansela a algún enemigo de ustedes que viva por aquí cerquita.
—Es que no conocemos a nadie en este barrio.
—Déjenla entonces a la puerta de la Embajada Inglesa. Es una solución. Como a los diplomáticos ingleses les ponen tantas en el mundo entero, ya ni siquiera las oyen.
—Pero es que Inglaterra, a mi marido y a mí, no nos ha hecho ninguna faena.
—Pero ya se la hará algún día, no se preocupen. Y así se curan ustedes en salud.
—Si la bomba fuera nuestra, bueno. Lo malo es que los materiales pertenecen al «Tilín», y no podemos hacer uso de ella como nos dé la gana.
—En ese caso vuelvan a traerla el lunes, más temprano, a ver si tienen suerte. Mañana no, desde luego, porque es domingo. Y los días festivos, como el Presidente también tiene derecho a descansar, sólo permitimos que le pongan un petardo que no haga mucho ruido.
—Pero ¿cómo quiere que la traigamos el lunes, si está preparada para que estalle hoy a las cinco?
—¿No la saben ustedes parar? —preguntó el guardia retrocediendo.
—No.
—Pues entonces márchense de aquí en seguida, porque con tanto palique ya son las cuatro y media. ¡Vamos, de prisa! ¡Circulen!
—¿Y adónde quiere usted que vayamos?
—Lo más lejos de aquí posible; donde no se oiga el estampido. Bastante barullo tendremos con el artefacto de los «Caperucitos Rojos». Si cogen un taxi les dará tiempo de ir a tirarla al campo. O en último extremo, desháganse de ella en un solar. ¡Pronto! ¡Fuera de aquí!
Y mis padres, mohínos por su fracaso y alarmados por la inminencia del estallido, se alejaron de prisa calle abajo, llevando entre los dos la maldita cesta agarrada por el asa.
—¿Qué dirán los dirigentes cuando se enteren? —murmuró papá avergonzado.
—No te preocupes, hombre —le consoló ella—, otro día será. Lo importante ahora es deshacernos de esto, antes de que reviente y nos haga trizas.
Pasaron algunos taxis, pero todos con la banderita arriada. Y los minutos pasaban también, lo cual era mucho más grave. El sol, presintiendo lo que podía ocurrir, se tapó la cara con una nube. Los transeúntes eran muy escasos a aquella hora y ninguno reparó en la angustia creciente de la pareja.
En una esquina, a cuatro manzanas del palacete presidencial, intentaron introducir la bomba por el desagüe de una alcantarilla; pero la boca abierta en el bordillo era demasiado estrecha, y no hubo forma de que se tragara la gruesa esfera metálica.
—¿Qué hora es? —preguntó mamá con una voz que temblaba tanto como sus piernas.
—Cálmate, mujer —la tranquilizó papá con análogo temblor—. Si no encontramos el taxi siempre nos queda el recurso de dejar la cesta en cualquier portal. Le ponemos un chupete a la bomba como si fuera un niño abandonado, y listo. Pero hay tiempo de sobra: son en este momento las cinco menos veinte. Tenemos veinte minu…
La última sílaba no llegó a pronunciarla.
Y ya no la podrá pronunciar hasta dentro de muchos siglos, cuando los clarines angélicos convoquen la Resurrección de la carne: una tremenda detonación deshizo la cesta, esparciendo sus mimbres en todas direcciones. La metralla quitó a muchas acacias su corsé de corteza; y dejó miopes las claraboyas de los áticos al romper sus monóculos de cristal; y picó de viruelas la fachada más cercana.
El trueno del bombazo anduvo un buen rato rodando por las calles, asustando al vecindario con los golpes que pegaba en sus ventanas.
Cuando volvió el silencio que había huido como un perrito faldero, la policía acordonó el lugar del suceso. No hubo necesidad de avisar al juez para que levantara los cadáveres de las víctimas, porque la explosión los levantó a quince metros del suelo.
El cuerpo de mi pobre papá apareció en el balcón de un segundo piso, colgado por el fondillo de los pantalones al asta de la bandera del Consulado paraguayo. Mi pobre madre fue a caer sobre el toldo que protegía el escaparate de una tienda, y allí quedó tumbada como si estuviera tomando el sol en una hamaca. Ambos estaban sonrientes y tan frescos con esa frescura incomparable que sólo la muerte sabe dar al cutis.
Lejos de ellos, en la rama más alta de un árbol, se columpiaba estúpidamente el pequeño «polichinela-sorpresa» que metió doña Libertad entre la metralla.
La bomba de los «Caperucitos» —cuyo aparato de relojería era suizo y estaba garantizado por un año—, estalló a las cinco en punto como mandaba la ley, y cumplió la misión de asustar al Presidente sin causar ninguna víctima.
La bomba de mis padres, en cambio, les costó la vida.
—¿Por qué? —preguntarán los lectores.
Porque su aparato de relojería era de fabricación nacional y adelantaba veinte minutos.