AUNQUE LOS MÓVILES de aquella primera huelga fueron puramente bucólicos y no había tras ellos ninguna razón política, los agitadores habían logrado su propósito de sentar un precedente. Roto el fuego, a pesar de la inocencia con que se rompió, fue sencillo en lo sucesivo propagar el virus huelguístico. Es comprensible, además, que este virus sea muy contagioso, porque no existe en el mundo entero un solo trabajador que desdeñe un buen pretexto para no trabajar.
Apoyados en el ejemplo que dio la industria de don Sabino —el cual como ya dije perdonó la travesura de su personal pues la gente de Bilbao, donde llueve tantísimo, comprende mejor que nadie la ilusión que hace disfrutar en el campo de un día soleado—, los revolucionarios extranjeros lograron que el caso empezara a repetirse con una frecuencia alarmante. Esa gentuza colada de matute en el país, cuyos apellidos sonaban al ruido que se hace para expulsar una flema, extendieron la epidemia a todos los centros fabriles:
Un día eran los obreros de las industrias lácteas, que se declaraban en huelga de tetas caídas para exigir que les dieran un vaso de leche a media mañana; otro día los de la Casa de la Moneda, que querían ganar más monedas de las que se hacían en la casa; otros los mineros, que pedían guantes alegando que se manchaban mucho las manos al extraer el carbón… Desde las fábricas, la moda de las huelgas se extendió a los gremios. Y ya no hubo forma de poder hacer una comida completa, porque un día eran los panaderos, que no hacían el pan; al siguiente los carniceros, que no mataban las reses; y al otro eran los cafeteros, que se negaban a tostar la achicoria.
También a la escuela llegaron salpicaduras de la marea política que crecía sin cesar: el ennegrecido retrato de aquel indefinible Alfonso sufrió el impacto de algunas pelotillas de papel mascado, que se quedaron adheridas al rostro del lienzo como lobanillos.
—¡A ver si respetamos un poco a Su Majestad, cáscaras! —se indignaba la maestra sacudiendo un reglazo en el cráneo infantil más próximo.
Pero el barco de la Monarquía estaba ya escorado, y hasta los niños comprendíamos que no podría flotar mucho tiempo.
—¿Qué es un republicano? —pregunté a mi padre, pues se hablaba de ellos en todas partes.
—Un señor que lucha para que le dejen decir todo lo que piensa, y que cuando al fin le dejan resulta que no tiene nada que decir.
—¿Y un comunista?
—Un mangante que, como no fue capaz de tener nada por su propio esfuerzo, pretende que los demás repartan sus cosas con él.
—¿Y qué es la paz?
—Lo poco que queda después de una guerra.
Todo el mundo hablaba de «la Política», como si fuera el mote de una fulana de postín que diese un escándalo todos los días.
—Mi papá es comunista —me confesó una vez en clase mi compañera de pupitre, que se llamaba Encarnación no sé por qué pues tenía poquísima carne.
—¿Y él sabe lo que es eso?
—No —confesó la chica—. Pero es fabricante y vendedor de molinillos de papel; de ésos que valen una perra gorda y dan vueltas en la punta de un palito. Ya sabes que se hacen con papel rojo. Y como toda la propaganda comunista la imprimen en ese color, mi padre ha hecho un negocio estupendo: por una peseta que paga de cuota al mes, le dan todos los días un montón muy grande de octavillas para que las reparta. Como sólo están impresas por un lado, doblándolas con el texto hacia dentro sale de cada una un molinillo precioso. Y se ahorra varios duros de material.
—Si todos los comunistas fuesen como tu padre —comenté—, no estallaría nunca la Revolución Mundial.
—Pues papá dice que es un comunista convencido.
—¿Convencido de qué?
—De que el comunismo es un negocio colosal.
—Es muy listo tu papá.
—¡Ya lo creo! El mes que viene, para aumentar el surtido de su mercancía, piensa hacerse también de Acción Católica. Como los papeles que dan allí para repartir son de color azul celeste… ¿Te imaginas lo bonito que hará su gran pirulí de paja cuando pinche en él los molinillos azules y rojos, y giren con el viento todos juntos?
—Puede que giren todos —admití—, pero no creo que lo hagan juntos. Se armará una ventolera tremenda.
Había, como puede verse, cierta frivolidad y bastante egoísmo en las ideas del padre de Encarnación. Muchos en España eran tan indiferentes como él y se hacían de un partido u otro sin convicción, únicamente por poder ponerse alguna insignia en la solapa y no llevar el ojal tan desairado como un roto. Sólo unos pocos eran fanáticos, de ésos que en las huelgas de brazos caídos los levantan siempre para tirar una piedra a un escaparate, o para descalabrar a un guardia.
Con todos estos dimes y diretes, las señoras más gordas de la capital estaban alarmadísimas; y entre taza y taza de chocolate, con los carrillos repletos de picatostes a medio masticar, comentaban:
—La culpa de todo la tienen los obreros parados. El obrero tiene que estar siempre en marcha, porque en cuanto se para se le enfrían los sentimientos y es capaz de cualquier barbaridad.
Hasta que un día las cosas se agriaron tanto y se pusieron tan feas que vino la República. Y el Rey tuvo que irse a freír asperges. Y digo espárragos en francés, porque se fue a freírlos a París.
Yo no entiendo mucho de regímenes, porque el único régimen que me ha preocupado toda la vida ha sido el de adelgazar. Pero noté que había venido la República en que se izaron muchas banderas y se arriaron muchas corbatas. Me pareció que Madrid se quedaba como esos pisos de lujo en que se van los señores a pasar una temporada en el extranjero, y los criados aprovechan la ausencia para invadir el salón, el comedor e incluso la alcoba de sus amos.
—¡Oiga! —anunció la portera llamando a la puerta de nuestra casa—, ¡que ha venido la República!
Y mi madre, creyendo que sería una vecina que venía a visitarla, gritó:
—¡Que pase!
Y pasó en forma de una música estridente que tocaba una radio de la vecindad.
—Es el Himno de Riego —me explicaron.
Me quedé perpleja, porque nunca me dijeron que esos fulanos de la manga tenían un himno. Y me pareció una ironía que hubieran elegido ése para convertirlo en nacional precisamente, pues las calles estaban más sucias que nunca y nadie las regaba.
Pero a mí todos aquellos jaleos, en el fondo y en la forma, me importaban un pimiento. Yo seguía estudiando con la señorita Ernestina, aprendiendo que «pi» no es tan sólo lo que hace el tren, sino un símbolo griego con más conchas que un galápago. Y cosas de ésas, a cual más curiosas.
El único cambio que hubo en la escuela fue la desaparición del cuadro de aquel borroso Alfonso. Su ausencia dejó en la pared un rectángulo más claro en el que nuestras retinas, habituadas a él, seguían viéndole como si realmente estuviera.
El nuevo régimen, eufórico, decretó para festejar su victoria una amnistía escolar general. Y en el mes de junio, al finalizar aquel curso, aprobaron hasta los más zotes. Gracias a lo cual aprobé yo también, que siempre fui bastante zota. Se nos dio la consigna de que en los exámenes, para responder a las preguntas cuya respuesta no conociésemos, dijéramos sencillamente «¡Viva la República!». Yo seguí al pie de la letra estas instrucciones, estuve una noche en vela estudiándome bien la frasecita, y mi examen se desarrolló así:
—Señorita Rosa López, ¿cuál es el postulado de Arquímedes?
—¡Viva la República! —contesté sin vacilar.
—Muy bien —dijo el catedrático satisfecho, pues obtuvo la plaza en tiempos del Rey y ya era muy viejecito para correr el riesgo de perderla—. ¿Y puede usted decirme la frase que pronunció Felipe II cuando supo que una tempestad había aniquilado su Armada Invencible?
—¡Viva la República! —repliqué impertérrita.
—Exactamente —aplaudió el tribunal, con grandes meneos de cabeza para demostrar el asombro que le producía la perfección de mi respuesta—. Pasemos ahora a un problema de matemáticas: ¿Qué haría un terrateniente monárquico si le ordenasen repartir sus dos mil seiscientas hectáreas de tierra entre mil trescientos colonos de la reforma agraria?
Dudé un instante y respondí:
—Diría «¡Viva la República!». Y conservaría sus tierras intactas, enviando los colonos al demonio.
—¡Bravo! —exclamó el catedrático, cobista.
Y me puso un sobresaliente con letras tan gordas, que sobresalían de la papeleta como si fueran de bulto.
En lo tocante a intelecto, como puede verse, mi desarrollo dejaba mucho que desear. Físicamente en cambio, me desarrollaba a una velocidad de planta tropical. Comprendí que ya era una mujer en aquellos años al ponerme un ceñido «jersey». Meses después mi trenza, de pelo castaño, se desprendió de mi cabeza en la peluquería, como la cola de un renacuajo al convertirse en rana.
Tuve que dejar de ir a la escuela, pues mi presencia soliviantaba a los alumnos que habían ido creciendo al mismo ritmo que yo. Y no me sorprende la excitación de los muchachos porque, dicho sea sin pizca de modestia, me estaba poniendo de campeonato: mis ojos, cada vez más grandes y más verdes, despedían unas miradas que arrancaban la chispa de un piropo a hombres duros como el pedernal. Mis pechos eran tan perfectos como los que salen en los anuncios de los sostenes, con la ventaja sobre ellos de que no hacía falta sostenerlos. Me sentía también orgullosa de mi cutis, en cuya suave tersura no creció jamás la mala hierba de un grano. De mis piernas prefiero no hablar, porque pienso lucirlas bastante en los capítulos siguientes y ya tendré ocasión de describirlas con detalle.
Los vecinos, al verme, hacían comentarios elogiosos.
—Es una chica que promete.
—Lo malo es que no da lo prometido.
Y me devoraban con los ojos, para digerirme después en sus cerebros.
A mi madre se le caía la baba conmigo y tenía que secársela con su delantal. Por las noches, a la hora de sardinear, hablaba siempre de mí:
—Esta niña llegará muy lejos.
—¿A qué le llamas tú lejos? —preguntaba mi padre, escéptico.
—A la India, por ejemplo. Yo sería feliz en la India.
—¡Toma, claro! Tú sí, porque eres lavandera y allí todo el mundo se viste con sábanas. Te harías millonaria. Pero Rosita…
—Rosita podría casarse con uno de esos agas kanes que ganan de sueldo su peso en diamantes, por lo cual están tan gordos los muy astutos.
Y así, con aquellos fantásticos proyectos de mis padres para mi futuro, fui pasando lo que podríamos llamar la adolescencia. Y se lo llamamos. Pero mientras llegaba el momento de emprender mi quimérico viaje a las sagradas aguas del Ganges, tuve que conformarme con pasear alguna vez por las sucias orillas del Manzanares. Por algo se empieza, ¿no les parece?