MESES DESPUÉS, arañando el invierno, la salud de mi madre nos dio un susto. Al volver un día a casa después de sus lavoteos, sintió que tenía un poco de fiebre.
—¿Dónde la tienes? —se informó mi padre.
—Pues donde todo el mundo: en los sobacos.
—Pues entonces acuéstate y ponte el barómetro.
No crean ustedes que mi padre quiso hacer un chiste, ni piensen tampoco que era tan bruto como para confundir el nombre de ese tubito que mide la temperatura gracias a una angula plateada que tiene dentro. Lo que pasaba es que no teníamos termómetro, porque siempre nos pareció un despilfarro comprar un chisme para usarlo diez minutos al año como máximo. Compramos, en cambio, un barómetro, que costaba casi lo mismo y tiene la ventaja de que puede usarse todos los días para saber el tiempo que hará. En caso de enfermedad, además, puede usarse también para averiguar el estado del paciente. Prueba de ello es que mi madre se lo puso en un sobaco, y al sacarlo cinco minutos después marcaba «Tiempo muy caluroso». Y con este dato, no nos fue difícil averiguar que mamá tenía una fiebre de caballo.
—Según parece, estás bastante gravucha —dedujo mi padre, quitando importancia a la cosa.
En vista de lo cual pusimos una vela a un santo, remedio que los pobres usan mucho por ser medio kilo de cera mucho más barato que medio litro de medicamento.
Pese a la vela, capaz de curar por su gordura un cólico miserere, mi madre empeoró.
—Apaga la vela, niña —dijo mi padre, que era un hombre práctico y no quería seguir quemando cera en honor a un santo que no servía para nada.
Aquella misma noche, ante el estupor de sus seres queridos, a mamá empezó a salirle una cosa por la nariz. Llamamos al médico a toda prisa creyendo que aquello sería un cáncer, pero luego resultó que sólo era un moco. Menos mal. Lo que tenía mamá era un simple catarrazo, del que salió ilesa con unas cuantas aspirinas.
Como el misántropo don Fidel seguía ocupando nuestro cuarto durante el día mientras mis padres ganaban el pan con el sudor de ambas frentes, se pensó en la solución de mandarme a la escuela. Yo, con mis diez años recién cumplidos, era ya demasiado zangolotina para quedarme en la portería al cuidado de doña Remedios.
—En la escuela —razonó mi padre—, estará la chica entretenida hasta la noche. Y de paso aprenderá a leer, que siempre hace bonito.
—¿Para qué quieres que sepa leer, si en casa no tenemos ningún libro? —rebatió mamá, siempre sensata y enemiga de los delirios de grandezas.
Pero papá la convenció con estos argumentos:
—En el retrete quedan todavía algunas hojas del manuscrito del tío Cuacuá. Y todos los cajones de la cómoda están forrados de pedazos de periódico, que tienen muchísima lectura.
—Está bien: que vaya a la escuela —transigió mi madre—. Pero sería mejor que aprendiese un oficio decente para ganarse la vida, en lugar de llenarse la cabeza de letras y fantasías.
La escuela pública estaba junto a la vaquería del señor Plutarco, por lo cual la clase olía siempre a cabra. Era un edificio pequeño, estrecho de estructura y flaco de presupuesto. En su fachada, con tizas y carbones, los alumnos más aplicados habían hecho sus primeros ejercicios de caligrafía:
«Tonto el que lo lea»… «La maestra es una burra»… «Pata»… «Peto»… «Pito»… «Pu…».
Todo el interior de la planta única estaba ocupado por un aula grandullona, en cuyos bancos nos sentábamos los pequeños analfabetos de ambos sexos. Éramos veintitantos en total, y en aquellas dos docenas predominábamos las niñas. La cultura, en aquella época, era todavía en los suburbios una actividad feminoide que avergonzaba a los varones. Saber leer y escribir era tan cursi como saber tocar el arpa o preparar unas gachas de vainilla. La máxima aspiración de los obreros era que sus chicos ingresaran de aprendices en las fábricas, y sólo cuando todas las plazas estaban cubiertas se avenían a enviarlos a la escuela. A regañadientes, claro está, porque estaban convencidos de que saldrían de los estudios un poco afeminados.
—Un macho —afirmaban en las tabernas dando fuertes puñetazos en el mostrador— pierde virilidad aprendiendo a hacer garabatos en un papelucho.
A esto se debe sin duda que en la clase sólo hubiera siete niños, de los cuales tres eran sarasas y cuatro canijos.
El aula estaba presidida por un retrato al óleo, con una placa en la parte inferior del marco que decía:
«Su Majestad Alfonso XIII».
Pero, en realidad, el Alfonso no era el número XIII, sino el XII. Sólo un ojo muy experto podía darse cuenta de esa suplantación de Alfonsos, porque el cuadro estaba tan ennegrecido por el tiempo que apenas se distinguía el contorno del rey retratado. Esto fue lo que indujo a la maestra a aprovechar el viejo lienzo cuando cambió el monarca, pues dada la negrura de la efigie real, el retoque fue sencillo: se limitó a añadir en la placa un palito al Alfonso, para variar su número de matrícula. De este modo no hubo que mermar la escasa asignación del centro docente adquiriendo un nuevo óleo del soberano de turno.
—Si la racha de Alfonsos continúa —pensaba la maestra, ladina—, el cuadro puede durar varios siglos más añadiendo en la placa nuevos palitos.
La maestra se llamaba Ernestina y era señorita. Y a nadie le extrañaba que lo fuese, porque lo difícil es dejar de serlo teniendo, como ella, un tipo de barrica. Su estatura sólo llegaba al metro y medio los domingos, cuando se ponía unos tacones torturantes, de un palmo, para ir a misa. Sus fajas, flejes y refajos eran tan sólidos como los aros de metal que sujetan el maderamen de los toneles. Porque la docta era endemoniadamente regordeta, aunque ella pretendía en vano disimular su carnosidad comprimiendo sus fofas adiposidades en un sólido encofrado de telas y ballenas. Tenía el rostro aniñado, con mejillas tan carnosas y abultadas como senos. Su boca, pequeña y redondita, recordaba el orificio de una máquina para hacer macarrones.
Pues a sus cuarenta y tantos años (más bien cuarenta y todos, porque ya tenía cincuenta), conservaba unos pícaros ricitos que teñía de rubio y mantenía rizados con un potingue viscoso hecho a base de clara de huevo y aguarrás. El más ligero chaparrón bastaba para deshacer su frágil maquillaje, pero ya cuidaba ella de no salir sin paraguas cuando el observatorio meteorológico pronosticaba precipitaciones.
La señorita Ernestina, para reforzar el boceto que de su personalidad acabo de hacer, era muy gandula. Había nacido, como tantas mujeres de su época, para permanecer diez horas diarias tumbadas en un sofá, con un gato de angora abrigando sus pies y una caja de bombones alimentando la caldera de su estómago. La vida, sin embargo, no perdonó su fealdad y la obligó a ganarse el pan —y los bombones— con el sudor de su frente. Pero ella, más lista que el hambre, decidió que su frente sudara lo menos posible. Y se hizo maestra. Con lo cual logró ganar el pan —y los bombones— sin derramar una gota de sudor porque las frentes que sudaban eran las de sus alumnos. (El magisterio es la obra de misericordia más cómoda de todas, pues permite enseñar al que no sabe sin que el maestro tenga que saber: basta echar un vistazo al texto de reojo, para comprobar si concuerda con lo que el alumno recita de memoria, y ¡a cobrar la nómina estatal sabrosamente!).
Pero la señorita Ernestina, como todos los gandules que andaban sueltos por el mundo, amaba la poesía. Y la amaba tanto, que se dedicó a poetizar las enseñanzas de la escuela primaria que regentaba. Ella misma redactó los cuadernillos de conocimientos elementales que recibíamos al ingresar en su parvulario, y mucho me temo que nunca los sometió al «visto bueno» del Ministro de Instrucción Pública. El más poético de todos sus textos, a mi juicio, era un Diccionario que sacaba los colores a la mismísima Lengua, bastante colorada de por sí. Vean ustedes algunas definiciones de esta inefable obrita, que aún conservo bajo el pisapapeles de la memoria:
«ANTESALA: Lugar donde se hierve durante varias horas la paciencia de los visitantes, para ablandarlos».
«ÁTOMO: Partícula de nada que empieza a ser algo».
«BONIATO: Patata ambiciosa que quiso ser remolacha».
«CASCABEL: Piedrecita que aprisionaron contra su voluntad en una bolita metálica, y que salta dentro desesperadamente, buscando en vano la salida».
«CIGALA: Langosta que no dio la talla en el servicio militar».
«CRÍTICO: Analista que siempre encuentra albúmina en la orina del arte».
«CUCARACHA: Tanque blindado del ejército de los insectos».
«DEMONIO: El único que los tiene sin que se los haya puesto una mujer».
«ESPÁRRAGO: Planta que estudia para flauta, pero a la que nunca dejamos terminar la carrera».
«ESPEJO: Cristal sobre el que pesa una terrible maldición bíblica que le condena a decir siempre la verdad».
«ESTÚPIDO: Eso lo será usted».
«JIRAFA: Animal que quiso ver gratis un partido de fútbol por encima de la tapia».
«JAZZ: Música compuesta al azar por un enjambre de moscas que se ensuciaron sobre un papel pautado».
«LAGARTIJA: El cocodrilo de los pobres».
«LOCOMOTORA: Caldera de fábrica que ha salido a dar un paseo por el campo».
«PARALELEPÍPEDO: Figura geométrica explicada por un tartamudo».
«PEATÓN: Esa cosa blanda que queda entre las ruedas después de un atropello».
«PESCADOR: Peluquero que le pone redecillas al mar para que conserve la ondulación de sus olas».
«POLVO: La caspa de los muebles».
«PORTERA: Voz sin cuerpo que sale de los sótanos cuando preguntamos desde el portal en qué piso vive Pepe».
«PULGA: Perdigón perdido del disparo que hizo un cazador lejano, que llega hasta nosotros rebotando».
«QUERIDA: Piropo que se dice a una mujer cuando ya no se la quiere».
«RECUERDO: Espejo retrovisor que nos muestra las gallinas de nuestras ilusiones, que fuimos aplastando a lo largo de la carretera de la vida».
«SAL: Azúcar que, por error de fabricación, salió al revés».
«SERRUCHO: Cuchillo ambicioso que se melló al pretender cortar un trozo de hierro».
«TENEDOR: Rejón que ponemos al filete en el ruedo del plato».
«VACA: Fábrica de leche que se vende desguazada al cesar su producción».
Cito solamente algunas perlas de este collar, aunque las había de mayor calibre. Pero las muestras bastarán para dar una ligera idea de la fantasía que se gastaba nuestra maestra, y que para sí la quisieran muchos escritores. En latín, en cambio, estaba pez. Tan grande era su ignorancia de esta lengua, que traducía «¿Quo vadis, Domine?» por «¿Dónde vas con mantón de Manila?».
A pesar de esta laguna, su cultura era bastante general. Tenía un sistema pedagógico tan particular, que a todos sus discípulos nos asombraba que todavía no la hubiesen destituido. La primera lección que nos dio al iniciar el curso, fue de antología. Pocos sociólogos habrá que sepan definir las clases sociales con más fortuna y menos palabras. Escuchen.
—Nenes y nenas —comenzó—, antes de meternos en todo ese follón de la cultura, os conviene enteraros de que la Humanidad se divide en cuatro clases de distinta categoría. Existen muchos métodos para averiguar a cuál de los cuatro pertenece cada individuo, pero el más sencillo de todos es el que yo he descubierto: basta escuchar lo que dice cada uno cuando le apremia una pequeña necesidad. Observaremos entonces que, según su jerarquía intelectual y económica, unos dirán «hacer pipí», otros «hacer pís», otros «orinar» y otros «mear».
—En efecto —reconocimos todos los alumnos.
—Pues bien —continuó la profesora—, el que emplea la fórmula «hacer pipí», pertenece a la clase más alta y refinada. El alambique de la buena educación ha logrado destilar un líquido tan soez hasta convertirlo en ese fino «pipí» que tiene nombre de alegre y chispeante vinillo andaluz. Hay que ser muy señorito para usar esta palabra, que se aprende solamente en los colegios caros y en los labios de las nurses diplomadas. El que dice «hacer pís», en cambio, forma parte de la clase inmediata inferior. La palabra «pís» es un «quiero y no puedo» de la elegancia verbal. Es cursi, como los trajes rosas de las chicas de la clase media que se ponen de largo. Es palabra de guateque en un pisito, con cup a base de sifón, y gramófono. Recuerda demasiado, además, el siseo de las niñeras con el cual incitan a los niños a realizar esa pequeña función. La usan los empleados, las viudas de militar, las familias de los pequeños rentistas que tienen un fajo de papel del Estado, y la burguesía en general. De allí se desciende al tercer grupo, formado por personas que emplean el verbo «orinar». Clase de gente campechana, cordial y sencilla, que llama al pan pan, al vino vino, y a la orina orina. Campesinos llanos, sin falsos pudores, que dan palmadas afectuosas en las espaldas de sus amigos y de sus caballos. Hombres, en fin, de origen humilde que viven de su trabajo manual y logran elevarse algunos centímetros sobre su bajo nivel a fuerza de puños. Y por último, más abajo aún, está la clase de los que dicen «mear». Es sin duda la más nutrida, pues está constituida por las capas menos cultivadas de la sociedad. Quien emplea este verbo es señal de que está libre de prejuicios y pretensiones intelectuales. El que «mea» escuetamente, no se molesta en poetizar un poco ese ridículo desahogo orgánico. Es, por lo tanto, el ser mentalmente inferior a todos los demás. Gracias a este test, os será fácil averiguar a qué clase pertenece cada individuo.
Todas las lecciones que nos daba la señorita Ernestina eran por el estilo. Obedecían a su concepto personalísimo de la puericultura. Para ella los alumnos de la escuela pública eran excelentes conejillos de Indias en los cuales podía inyectar los detonantes sueros de sus doctrinas.
Al principio pensé que aquel pozo de rara sabiduría estaba un poco mochales, pero ¡sí, sí, mochales! Pronto me di cuenta de que, pese a su aparente chifladura, la fulana era más despabilada que Ramón y Cajal (nombre que no sé si designa a un solo sabio, o a dos que trabajaron en colaboración).
Como el sueldo de nuestra Ernestina distaba mucho de ser pingüe, y la tipa siempre fue muy comodona, implantó un ingenioso sistema por el cual disponía a diario de dos criadas completamente gratis.
—Señoritas Purita Martínez y Leocadia Minglana —decía leyendo la lista de discípulas bajo su mando—, hoy les toca ir a mi casa, a hacer prácticas de Física.
La pareja de turno acudía al pisito que habitaba la maestra a dos pasos de la escuela y ella misma, tumbada en un canapé, dirigía las astutas «prácticas».
—Hoy —solía decir entregando una escoba a cada una de las alumnas— demostraremos la ley física del sabio sueco Panchito que dice: «Toda basura caída en el suelo, se desplaza a una velocidad proporcional a la energía del escobazo que recibe».
Enunciada la ley, las chicas, ávidas de aprender, empezaban a demostrarla prácticamente impulsando con sus escobas todas las basuras que veían en el suelo. Poco después la ley quedaba demostrada y el piso barrido, que era lo que se trataba de demostrar.
—Y ahora —decía la maestra a la hora de comer— realizaremos el experimento del físico francés Rechupette, gracias al cual se descubrió la importante Ley de las Temperaturas. Señorita Leocadia, ¿sabe usted enunciar la Ley de las Temperaturas?
La señorita Leocadia, como es natural, no conocía esa ley fantástica. Y la ingeniosa maestra, después de ponerle un cero como una casa, recitaba enfáticamente:
—La Ley de las Temperaturas dice así: «Todo cuerpo sólido que cae en una sartén, bien sea huevo o patata, se fríe en razón directa al calor del aceite que contiene el recipiente».
Hecha la demostración por las alumnas, que confirmaba el postulado expuesto por la maestra, ella engullía el huevo frito y las patatas ídem con el pretexto de demostrar a su vez la ley física del griego Escrófulo, en virtud de la cual «todo alimento masticado pierde con la trituración el duplo de su volumen primitivo».
Y cuando le apetecía un flan de postre, lograba que las niñas se lo hiciesen para convencerlas de que el investigador polaco Kanesú no se equivocó al sostener que «toda yema mezclada con azúcar y cuajada en un molde a ochenta grados centígrados, adquiere un sabor riquísimo».
Para todas las faenas domésticas encontraba la despabilada Ernestina un pretexto científico que diera a sus alumnas la sensación de que verdaderamente hacían prácticas de Física. Si quería que le batiesen una salsa mayonesa, disfrazaba su propósito con algún teorema de Gay-Lussac, Pascal o gente así, según el cual la elaboración de dicha salsa servía para observar la fuerza centrífuga en la amalgama de líquidos de distintas densidades. Si necesitaba planchar una falda, proponía un experimento que evidenciaba la presión que ejerce un trozo de hierro sobre una superficie rugosa debido a la ley de la gravedad. Y así todo. Al finalizar la jornada, en pago a sus servicios, cada alumna recibía una buena nota que constaba, en su boletín semanal en la casilla correspondiente a la asignatura «Trabajos manuales».
Con esta maestra indolente y abusona, aunque parezca mentira, aprendí a leer en pocos meses. No quise, en cambio, aprender a escribir correctamente, porque entonces aspiraba a ganar algún día un premio literario de novela; y ya se sabe que escribir bien, tal como está la novelística contemporánea, es un obstáculo para obtener tan apetitosos galardones. Fui adquiriendo también ese tenue barniz de conocimientos que suele llamarse «cultura general», aunque su graduación sea excesiva porque nunca pasa de ser una «cultura sargento».
La vida en la calle de Jenaro Benítez continuaba desarrollándose sucia y silenciosamente, como un carrete de hilo marrón. Se construyeron algunas colmenas mal llamadas casas, y el señor Plutarco tuvo que duplicar con agua su producción de leche para hacer frente al crecimiento de la barriada.
Ningún suceso importante interrumpía la placidez del vivir nacional: el Rey mataba unos pichones en el Tiro, el Ejército mataba unos moros en África, la gente mataba unos pavos en Navidad… En fin: que no siendo pichón, moro ni pavo, se vivía en España estupendamente.
En Europa, sin embargo, las cosas no iban tan bien: la guerra del catorce dejó en todo el continente un poso de mal café, cuyo negro recuelo agriaba la política. El hambre produce en las multitudes una borrachera mucho más peligrosa que la del vino. Y como ya dice el refrán que a falta de pan buenas son tortas, empezaron a repartirse tortazos en todas partes. La dieta alimenticia, tan beneficiosa para la salud del gordinflón, provoca resultados funestos cuando se aplica a las clases sociales, ya flacas de por sí. Y las masas delgaditas se volvieron levantiscas, provocando infinidad de incidentes callejeros.
La primera bandera roja del comunismo mediterráneo, fue un pañuelo empapado en sangre que llevaba en la mano un obrero de una manifestación, al que un guardia había atizado un porrazo en las narices.
De esta falta de pan que produjo un exceso de tortas, nacieron todos los movimientos revolucionarios que han dado tantos quebraderos de cabeza al mundo entero. Hombres barbudos resentidos con la Humanidad porque nunca tuvieron ni un kopek, o porque de jóvenes las chicas no les hicieron caso, fundaban partidos tremendos, con nombres que ponían los pelos de punta, en la trastienda de las tabernas. Y sus apóstoles no predicaban con discursos, por ser demasiados brutos para pronunciar dos frases seguidas, sino con dinamita.
Por una pequeña cuota al mes, que empleaba el jefe en pagar a su patrona, el afiliado tenía derecho a escribir en las paredes letreros muy gordos diciendo que los ricos eran unos cochinos, que se acercaba la hora de repartir leña, y que a ver si dejaban de oprimir a los proletarios como si fueran uvas. Con letras torpes que chorreaban alquitrán, pedían también la libertad de unos extranjeros recluidos en cárceles remotas por delitos que nadie conocía.
«¡PEDIMOS LA LIBERTAD DE FUENCISLO TRULIBÚ!», aullaban las fachadas.
—¿Y quién es Fuencislo Trulibú? —decían las autoridades a los agitadores.
—No lo sabemos. Pero la pedimos de todas maneras. Es un capricho, ¿saben?
Nadie hacía caso de aquellos letreros, pero los afiliados se divertían horrores pintándolos. Les recordaba su infancia, cuando escribían con tiza en las paredes de la escuela «Pepe es tonto», «El maestro es un berzotas»… Y, además, como casi todos los revolucionarios eran bastante analfabetos, los letreritos les servían de ejercicio para mejorar su caligrafía. Hubo alguno que, a fuerza de escribir amenazas en las tapias con la brocha, llegó a tener una letra redondilla preciosa que le permitió colocarse de contable en una compañía de seguros. Algo es algo. Otros, en cambio, escribían con unas faltas de ortografía tan garrafales, que el jefe tenía que corregirlas al día siguiente con otra brocha para que no desprestigiaran al partido.
—Pero ¿a quién se le ocurre poner rebolución, criatura? —reñía el jefe al culpable.
—Como la revolución siempre es una burrada, parece más propio escribirla con «b» de burro.
Todos los programas de estos caudillitos vocingleros y descontentos eran perogrulladas que cabían en un papel de fumar. En su mayor parte procedían de doctrinas filosoviéticas, aunque el «filo» quedó bastante mellado al traducirlas del ruso.
Expulsados por la policía de todos los países donde actuaron, muchos de estos agitadores extranjeros fueron a dar en Madrid con sus huesos y sus barbas. Declaraban en las fronteras y en las pensiones apellidos falsos, en parte por guardar el incógnito y en parte también porque muchos eran incluseros que carecían de un apellido auténtico. Y como eran agitadores de oficio y tenían que trabajar en eso para ganarse la vida, empezaron a remover las aguas de nuestro pacífico proletariado formando los primeros remolinos.
Pronto empezaron a notarse los efectos de la labor desarrollada por estos refugiados, de nombres con tantas consonantes que resultaban imposibles de pronunciar en la clara fonética castellana. Hasta los oídos de mi padre, ensordecidos por el estrépito de la fábrica donde continuaba haciendo pivotes, llegó la propaganda insidiosa de aquellos Krasfgpiusky, Brofglompfkof y Drumpfgrobemvich.
—Hay que ir a la huelga —susurraban los revolucionarios en las orejas de los obreros de la «Maquinaria Industrial».
—¿A qué huelga? —preguntaban ellos, con los ojazos muy abiertos, pues aún eran tan ingenuos como un ramillete de violetas.
—Pues a una que vamos a organizar —decían los agitadores, desconcertados ante tanto candor.
—¿Y qué es una huelga? —seguían preguntando los obreros, que no sabían bien cómo se hacían esas cosas.
—Una huelga es el medio de obtener sin trabajar el aumento del salario que se obtiene trabajando.
Esta definición, tan tentadora, no tentaba sin embargo a mi padre ni a sus compañeros, que sentían por don «S. A.» (Sabino Antúnez) un gran respeto y consideraban justos los salarios fijados por él. Pero como en el credo revolucionario el fin justifica los medios, los agentes de Moscú y alrededores variaron de táctica para lograr sus propósitos. Y empezaron a decir que la huelga era un método estupendo para hacer una excursión al campo con la merienda.
—Para hacer excursiones ya están los domingos razonaba papá.
—Pero los domingos el campo está lleno de gente y no se puede dar un paso. Los días de trabajo, en cambio, se dispone de todo el paisaje para uno solo. Y se puede corretear por los prados sin meter los pies en las tortillas ajenas.
Aquella insidia fue clavándose en el ánimo de todos, pues era cierto que los domingos no quedaba en los alrededores de Madrid ni un hierbajo sin gentes encima. Antes de salir el sol había ya siete familias al pie de cada arbusto disputando un trozo de sombra. Y eran tantos los botijos que se llenaban de agua en el Manzanares, que su cauce quedaba más seco que la garganta de un sediento. Por eso, la astuta insinuación hecha por los demagogos prosperó. La posibilidad de hacer una gira sin agobios, ilusionaba cada vez más a los obreros y a sus familias. También los alumnos de la señorita Ernestina acariciábamos la idea, porque nos disgustaban esas aglomeraciones dominicales en esa zona pelada de los alrededores que los madrileños llaman «campo».
—Hay que ir a la huelga —insistían los provocadores bajo las viseras de sus gorras.
Y tentaban a los metalúrgicos de la «Maquinaria», asfixiados por el humo de los hornos, describiéndoles las mejoras que en aquellos días estaba haciendo en el campo la recién llegada primavera: nuevas alfombras de hierba, el consabido orfeón de pájaros, pero con nuevo repertorio; insectos menudos y multicolores que parecían nubes de confetti; almendros con toda la cabeza cubierta de blancos papelillos, como si se hubieran puesto bigudíes para rizarse las hojas; y capullos sonrosados como bocas de mujer, que se abrían dulcemente para decir que sí a todas las proposiciones…
A los tiernos obreros, con estas imágenes, se les hacían los ojos agua. El sol de mayo, cada vez más intenso y calentito, era una provocación constante. Todo el personal de la fábrica luchaba contra aquellos discursos subversivos que pronunciaban los ruiseñores al posarse en las ventanas de las naves. Y algunos capataces, que tenían fama de severos, descuidaron la vigilancia y se les veía deshojando en los rincones margaritas, a las que preguntaban:
—¿Me declaro en huelga?… ¿No me declaro en huelga?… ¿Me declaro en huelga?… ¿No me declaro en huelga?…
Don Sabino Antúnez observó, preocupado, que la producción bajaba en aquellos días. Y dijo a sus querindongas de Bilbao que redujeran el gasto de visones, porque las cosas en Madrid se estaban poniendo muy feas.
Mi padre, tentado también por el sol que bailoteaba en sus venas, echó a perder muchísimos pivotes.
Y para colmo, la mano criminal de un agitador arrojó una mañana, en la sala de tornos, un puñado de mariposas. Aquello fue el golpe decisivo: los lepidópteros comenzaron a revolotear lo mismo que una resma de pequeñas octavillas lanzadas al viento. Los hornos, atónitos, se quedaron con la boca abierta y perdieron por ella varios grados de temperatura. Y las manos callosas de los metalúrgicos, torpes y sucias, capturaban al vuelo aquellos blancos trocitos de papel. Y en sus callos durísimos, las mariposas escribían con el polvillo de sus alas el subversivo mensaje de la primavera.
Los ánimos, caldeados por el sol y los hornos, hicieron al fin explosión.
—¡Vamos a la huelga! ¡Vamos a la huelga! —se susurraban unos a otros de oreja a oreja.
Y un miércoles de mayo, aprovechando que por el cielo no patrullaba ni una sola nubecilla de la Policía para la represión del Buen Tiempo, se declaró en la «Maquinaria» la primera huelga de Madrid.
Aquel día la chimenea no echó humo, pero en cambio don Sabino echó chispas. Fue una huelga que, por haber sido la iniciadora de todas las demás, tiene categoría histórica. Bien merece por eso mismo una descripción minuciosa de cómo se desarrolló.
Si yo fuera periodista, describiría así el importante suceso:
Desde las primeras horas de la mañana, comenzaron a congregarse frente a las puertas de la fábrica todos los obreros con sus familias. Formaban grupos en los que se reía y se tarareaban coplillas populares optimistas. Cuando la bronca sirena anunció con su grave voz hombruna la hora de entrar al trabajo, fue respondida con una estrepitosa carcajada general. Algún capataz intentó incitarlos a que cumpliesen con su deber, pero tuvo que desistir ante la ola de cuchufletas que le dedicaron.
Poco después la masa de huelguistas se puso en movimiento, encaminándose hacia el campo. Los escasos transeúntes que circulaban por los desmontes tan temprano, se extrañaron muchísimo al ver la pequeña multitud que no llevaba carteles amenazadores, sino inocentes cestas con el almuerzo e inofensivas botellas de vino. Yo iba junto a mis padres, ayudándolos a transportar las vituallas de la excursión. Aquel día, en la clase de la señorita Ernestina hubo varios bancos vacíos, debido a que los alumnos hijos de los obreros se sumaron a la alegre huelga de sus papás. Y la maestra se vio en un apuro para reclutar el par de chicas que necesitaba para las «clases prácticas» en su domicilio.
Cerca ya del campo, rompimos todos a cantar un himno que no tenía nada de revolucionario, cuya letra hablaba de lo bonitas que resultan las flores con sus pétalos, estambres, pistilos y demás accesorios. Desconcertaba un poco ver a aquellos hombrones musculosos, capaces de partirle la cara al hierro más duro, triscando por los prados con una florecilla en el pelo. Pero a nadie debe extrañarle, porque los obreros de entonces no estaban tan maleados como los de ahora. Tenían gustos sencillos y sus ideas políticas no se habían desarrollado aún: tan embrionarias eran, que creían que Carlos Marx pertenecía a la familia de esos hermanos tan chistosos que salen en el cine.
Lejos ya de la ciudad, la formación se deshizo y cada cual acampó en el sitio que más le convino. Se encendieron fogatas para calentar los víveres, y se descorcharon botellas para calentar las cabezas. Nosotros tomamos tres tortillas individuales del tamaño de una boina cada una, y unos trozos de carne que el señor Plutarco nos vendió como cordero, pero que pertenecían a la más veterana de sus cabras, fallecida la semana anterior. No obstante, como los filetes fueron una verdadera ganga, hicimos la vista gorda y el diente más gordo todavía
Fue una jornada inolvidable. Hasta hubo una bandurria —la del encargado de la Sección de Pernos y Pernitos—, a cuyo compás se bailó en el único pedazo de tierra exclusivamente libre de hierbas y pedruscos. Yo disfruté de lo lindo cegando hormigueros con el tacón del zapato, chutando a gol con los escarabajos peloteros, y practicando todas esas sanas diversiones que hacen del campo un lugar de esparcimiento apasionante.
Y al atardecer, cuando el día se marchaba lentamente a freír buñuelos, emprendimos el regreso. Los hombres cantaron como a la ida, aunque con voces afónicas de vino y cansancio. Algún borracho desafinaba de lo lindo, con gran regocijo de los que estaban en sus cabales. La ciudad, a lo lejos, empezó a encender sus luces; y la miramos sin rencor, con las almas purificadas por el aire libre.
—¿Pues sabes que esto de la huelga no está mal? —comentó un peón perforador que trabajaba en la Sección de Agujeritos.
—Lo que está es muy bien —dijo un forjador, que había cogido un ramito de margaritas para su abuela.
—Deberíamos organizar otra huelga para el día de San Blas, que es mi santo —sugirió un frescales.
El encargado de la Sección de Pernos y Pernitos, emocionado por la luminotécnica del crepúsculo, tiró de bandurria y se puso a cantar una romántica canción napolitana.
—¡Qué hermoso está el cielo con esa luz rojiza! —poetizó un fogonero—. Parece un horno de fundición.
Para no cansar: lo pasamos de maravilla.
Y a la mañana siguiente, el trabajo en la «Maquinaria Industrial» se reanudó a la hora en punto, con la dotación de obreros completa. Don Sabino no fue capaz de regañar a nadie, porque ¡estaban todos tan contentos y trabajaron con tanto entusiasmo!…