—¡REQUESÓN! —exclamó al verme un mozo de cuerda que dormitaba en el andén, palabrota que se emplea con asiduidad en la Mancha por ser región productora de queso—. ¿Qué haces aquí?
—He venido a visitar al tío Cuacuá —repliqué ruborizándome hasta las caderas.
El mozo fue zarandeado por una risotada al oír el nombre de mi pariente. Después, acercándome su aliento, que apestaba a «yogourt», me orientó:
—Cruza todo el pueblo procurando que los mozos no te partan la crisma a cantazos, pues hoy precisamente es la Fiesta de la Matanza y aquí se celebra matando forasteros. Y cuando salgas al campo, verás en la llanura cinco molinos. En el segundo, que está sobre una loma, vive el tío Cuacuá.
Y un nuevo ataque de risa agitó, no sólo al mozo, sino también a la cuerda que llevaba enrollada en la cintura como una serpiente.
Intrigada por la risa que producía mencionar el nombre de mi tío, emprendí el camino en la dirección que me indicó el indígena. Anduve un buen trecho por la calle principal, si calle puede llamarse a una franja de tierra con más surcos que un sembrado.
Cien metros más allá, la franja se ensanchaba formando una plazuela, en cuyo centro había una estatua de Cervantes. Es frecuente ver en los pueblos manchegos monumentos de ese escritor antiguo, que tanto fomentó el turismo en la región con su grueso volumen turístico en el que actúa de guía el popular don Quijote. Pero la estatua de Matapellejos tenía una particularidad que no vi jamás en ninguna parte: el ilustre Manco de Lepanto mantenía en alto el brazo inútil, del que un gracioso chorrito de agua brotaba incesantemente. Años más tarde supe que en aquella plaza, antes de instalar en ella al glorioso literato, existía una fuente que alimentaba un abrevadero para el ganado en general y las personas en particular. Cuando se habló de poner la estatua, todas las fuerzas vivas coincidieron en que aquél era el sitio más acertado por ser la única plaza que existía en el pueblo. Pero como del abrevadero no se podía prescindir por ser vital para la villa, se decidió aunar ambas cosas. Y así Cervantes ocupó el centro de la plazoleta, mientras el caño instalado en su brazo alimentaba el abrevadero puesto en torno al pedestal.
Siguiendo las indicaciones del mozo, crucé la plaza sin el menor contratiempo. Y cuando estaba a punto de salir al campo después de atravesar toda la zona edificada, recibí el primer cantazo. Fue un cantazo flojito, gracias a Dios, y gracias también a que el autor del disparo tenía mala puntería.
Proferí un grito de dolor, pues a nadie le divierte que le estampen un puñetazo de piedra entre los omóplatos, y de todos los portales surgieron de pronto gañanes que formaron corro a mi alrededor cantando desgarradamente:
Bienvenidos a la panza
el chorizo y el jamón.
Hoy han muerto en la matanza
diez cerditos y un cebón.
Bebe, ruge, brinca y danza,
o te parto el esternón.
Tomaremos de pitanza
un cabrito y… su papá.
Todos vestían el traje típico de Matapellejos, descrito tantas veces por los escritores costumbristas: bragas de pana color de estiércol, con retrato de don Quijote bordado en cáñamo sobre la culera, fina camisa tejida a lo bruto machacando gusanos de seda en un almirez, y chaquetón de cordero despellejado en vivo. Tan negras eran las pieles de sus chaquetones, que cuando cesaron de bailar les pregunté maravillada:
—¿Son de raza «karakul»?
—No —me contestaron—, son de raza «corderul».
—Pues parecen de astrakán.
—Es por lo sucias que están.
Y satisfechos de su ingenio comenzaron a hacerse mutuas cosquillas con sus garrotas, formándose en sus cabezas chichones como almendrucos. Uno de ellos, el más ingenioso de la banda, se metió una bota de vino entre las piernas y abrió la espita simulando que orinaba colorado. Otro, que se parecía al hombre de Cromañón, aunque sus modales eran algo más toscos, lanzó un jocoso alarido cuya vibración hizo repicar el badajo de la campana parroquial. Y después, formando de nuevo el corro, reanudaron su danza frenética en torno mío hasta hacerme llorar del susto. Mis lágrimas suavizaron un poco a aquellos barbarotes, que hicieron un alto en su frenesí para preguntarme quién era y qué hacía en el pueblo.
—He venido para ver a mi tío Cuacuá, que está en su lecho de muerte —balbucí.
Una risotada igual a la del mozo de cuerda agitó a todos los gañanes.
—¿Qué tienes tú que ver con el tío Cuacuá? —me preguntó uno de los mozos cuya risa sonaba como un mugido.
—Es mi tío-abuelo —respondí orgullosa.
—¿Sí? —se asombraron, examinándome como a un bicho raro—. ¿Y eres tonta tú también?
—¿Por qué voy a ser tonta? —me indigné.
—Sería lo natural: como tu tío Cuacuá es el tonto del pueblo…
Y prorrumpieron en otra carcajada, mientras yo enrojecía hasta los pabellones auditivos externos.
Escapé del grupo avergonzada, entre la chacota general, perseguida por algún cantazo lanzado con la festiva intención de descalabrarme. En una carrera llegué a las afueras del pueblo, y desde allí divisé los cinco molinos de viento que me anunciaron. Puede que sea una vulgaridad, pero a mí me parecieron grandes ventiladores cuyas astas, al girar, refrescaban la llanura y despeinaban la hierba.
«¡El tonto del pueblo! —iba yo pensando decepcionada mientras me dirigía hacia el segundo molino—. ¡Y yo que me figuré al tío Cuacuá como un gran señor feudal, viviendo en un amplio castillo de renta antigua! ¡Yo, que esperaba verle rodeado de siervos besándole los pies y de ganado lamiéndole las manos!… Ha debido de ser una broma de los gañanes. Un tonto, por despabilado que sea, no tendría un tesoro que legar a sus herederos. Y el tío Cuacuá habló claramente en su carta de entregarme un tesoro… No. No es posible que sea un simple tonto de pueblo».
Llegué con estas cavilaciones al molino que me señalaron como domicilio de mi tío, que era el menor de los cinco y el de aspecto más descuidado. Sus aspas, bastante deterioradas, producían al girar una especie de graznido semejante al de los pájaros de peor agüero. El sol de la mañana, afortunadamente, dulcificaba su aire tétrico, que de noche hubiera hecho poner pies en polvorosa a la niña más templada.
Mentiría si negase que los nudillos me temblaban cuando llamé con ellos a la puerta, y seguiría mintiendo si dijese que no lancé un gritito de terror al ver que la pesada puerta se abría sola ante mis ojos, atónitos. Quedé inmóvil en el umbral, sin atreverme a entrar, cuando oí un enérgico vozarrón que me ordenaba desde el interior:
—¡Adelante!
Obedecí y adelanté. Tanto miedo sentí, que la tapa de la caja de galletas que constituía mi equipaje comenzó a castañetear entre mis manos. Atravesé esa zona lóbrega que en los pueblos se llama «zaguán», y una nueva puerta se abrió frente a mí, también misteriosamente.
El mismo vozarrón me invitó a pasar y me encontré en una alcoba tan humilde como la mía de Madrid: una cama muy sencilla, un armario barato con espejo que deformaba las figuras como los de las verbenas, y un lavabo cuadrúpedo hecho con un barreño y cuatro patas de madera. Me desilusionó ver a mi tío metido en aquella cama tan vulgar, pues mis padres me aseguraron que lo encontraría en su lecho de muerte. Y yo creía entonces que un «lecho de muerte», cuyo nombre infunde tanto respeto, sería algo así como esos túmulos que se hacen en las iglesias para los funerales de los muertos importantes: un lecho muy alto e imponente, con una colcha de terciopelo negro bordada en oro y cuatro cirios encendidos en vez de patas.
—¡Vaya! —dijo mi tío con su vozarrón, incorporándose una pizca—. ¿De modo que tú eres la hija de mi sobrino Bartolomé?
—Para servirte —susurré, intimidada aún por el misterio de las puertas que se abrían solas.
—Acércate —me invitó—. ¿Cómo te llamas?
—Rosa.
—¡Qué curioso!: existe una flor en la Botánica que se llama igual que tú.
Mi tío-abuelo, según deduje por el poco bulto que hacía bajo las sábanas, daba la impresión de ser delgado tirando a esquelético. Su cráneo era grande y cubierto a medias por unas canas lacias, amarillentas y húmedas, que parecían fideos. Tenía una nariz pequeña y respingona —detalle poco frecuente en los ancianos, pues no suelen ser chatillos— sobre la cual se abrían unos ojos brillantes y vivarachos como gotas de mercurio. Tenía también orejas, boca, mejillas y todos los accesorios que adornan las cabezas humanas, pero eran del modelo más corriente y no merecen descripción especial. Una barbucha desaliñada y blanquecina se enredaba en los flecos del embozo confundiéndose con ellos. No me pareció correcto levantarle el labio superior para completar su retrato contando los dientes que le quedaban, pero supongo que le quedarían pocos.
—¿Qué tal estás, tío?
—Pues ya ves, hijita: vamos muriendo.
—¿Y no tienes a nadie que te cuide?
—No. Ni falta que me hace. Padezco una enfermedad que nadie puede curar: «viejitis aguda». Tengo cerca de ochenta años y no existe ningún antídoto eficaz contra el veneno de la vejez. Además, siempre he vivido solo, a pesar de lo cual estuve mejor atendido que con tres criadas a mis órdenes. ¿Por qué crees, si no, que vivo en un molino?
—Alguna chaladura…
—Nada de eso: para aprovechar la fuerza motriz de sus aspas en los usos domésticos. Gracias a un complicado mecanismo que yo diseñé, utilizo el menor soplo de viento en beneficio mío. Mediante ingeniosos cigüeñales, poleas y pernitos, he llevado la energía del aire a todos los rincones del edificio. ¿Ves esas cuerdas que cruzan el cuarto cerca del techo? Todas ellas obedecen a unas palancas que tengo debajo de la cama, gracias a las cuales puedo abrir y cerrar las puertas y ventanas sin moverme de aquí, sacar del pozo un cubo de agua, cortar leña, barrer el suelo y freír un huevo.
—¿Es posible? —me asombré.
—Voy a hacerte una demostración —me propuso.
Y levantando la colcha, que caía hacia el suelo por ambos lados de la cama, dejó al descubierto media docena de palancas que fue accionando sucesivamente con gran pericia.
Al primer palancazo la puerta y la ventana de la habitación se abrieron de par en par, para volver a cerrarse cuando la palanca volvió a su posición primitiva. Otro de los mandos conectó una lejana correa de transmisión, que extrajo del pozo un enorme cubo de agua como por arte de birlibirloque. Las palancas restantes accionaron mecanismos igualmente ingeniosos que realizaban igualmente a la perfección las más diversas tareas domésticas: fregar los suelos, lavar la ropa, machacar cereales, pelar patatas y dar cuerda a los relojes.
—Pues no eres tan tonto como dicen —comenté ingenuamente, llena de admiración.
—¿Ya te lo han contado a ti también? —sonrió mi tío, guiñando un ojo pícaramente—. Pues sí, hijita: a pesar de lo que has visto, y de lo que aún verás y oirás, soy el tonto oficial del pueblo. Y estoy muy satisfecho de haberlo sido tantos años.
—No lo entiendo.
—Vas a entenderlo en seguida: aunque me esté mal el decirlo por modestia y esas zarandajas, debo confesarte que soy el tonto más listo de España.
Debí de poner tal cara de sorpresa, que mi tío sonrió muy divertido.
—Sí, rica, sí: aquí donde me ves soy licenciado en Filosofía y Letras, doctor en Derecho, y de propina perito mercantil. Cursé todas estas carreras sin gastar ni un céntimo, empalmando las matrículas de honor con una facilidad pasmosa. Fui el asombro de todas las Universidades y obtuve todos los títulos con el número uno de mi promoción. A los veinticinco años, me encontré con cartas de sobra en la mano para hacer en la vida todas las bazas que me apeteciesen. Mi talento era envidiable y por eso mismo me lo envidiaron. Los mediocres, que constituyen el noventa por ciento de todas las promociones, se unieron codo con codo para cerrarme todos los caminos. Era tan grande mi capacidad, que podía presentarme a cualquier oposición de las carreras que poseía sin repasar siquiera las lecciones exigidas en el programa. Lo intenté muchas veces en diversas convocatorias, pero siempre tropecé con candidatos poderosos que tenían adjudicadas las plazas antes del examen. Mis ejercicios escritos eran tan perfectos, que los envidiosos lanzaron con éxito la insidia de que yo los copiaba con astutas «chuletas» de papel finísimo que introducía en el aula ocultas en una oreja. Los mentecatos me declararon una guerra sin cuartel por temor a que mi cerebro superdotado les birlara los mejores puestos. Para mermar mi prestigio, se me atribuyeron infamias que jamás cometí e incluso perversiones sexuales que nunca me apetecieron. Resumiré diciendo que me asomé a muchos umbrales, pero en todos me dieron con la puerta en las narices.
El tío Cuacuá hizo una pausa para morirse un poco más, pues se iba haciendo tarde y aún estaba vivísimo. Y después de un fuerte carraspeo que se convirtió en gargajo, continuó:
—Harto de dar brincos inútilmente para salvar la barrera de envidia que me rodeaba, opté por renunciar a la lucha y elegir para mi vida un camino menos espinoso. No me sentía con fuerzas de adular a un necio para que me diesen lo que legítimamente me correspondía. La fea estrategia contemporánea de ganar posiciones a traición, atacándolas por la espalda, me daba náuseas. Esa táctica puede adoptarse en la guerra, porque la guerra es una puerca bestialidad en la que caben todas las porquerías. Pero no en la paz. Y puesto que mi talento era el obstáculo para labrarme un porvenir, decidí labrármelo con más comodidad haciéndome tonto.
—¿Puede un listo hacerse tonto fácilmente? —pregunté, poniéndolo en duda.
—No puede serlo de verdad, porque la inteligencia es una tara física que crece sin pausa como los árboles y los cánceres. Pero puede fingirlo, obteniendo resultados iguales a los tontos auténticos. Eso hice yo. No creas que es tan sencillo simular la tontería como parece a primera vista. Le es más fácil a un tonto pasar por listo, que a un listo cometer las estupideces necesarias para ser admitido como tonto. La sociedad moderna está plagada de estupendos cretinos que se consideran lumbreras a sí mismos, y que han logrado convencer a los demás de que lo son. En muchas profesiones hay ineptos que han conseguido situarse en puestos destacados, valiéndose de pequeñas virtudes accesorias ajenas a su profesión: existen médicos muy medianos que ocupan cabeceras ilustres porque saben decir un par de frases chistosas en un cocktail y elegir con acierto sus corbatas de seda natural. Abundan los arquitectos sin pizca de buen gusto que estropean con sus abominables edificaciones los más bellos solares, apoyados en la amistad de una cuñada suya con la nuera de un ministro. Hay, en fin, infinitos ineptos que se imponen porque en un banquete tienen la carota de hilvanar cuatro halagos con desparpajo, o porque sus glúteos están lo bastante encallecidos para resistir seis horas de espera en la silla de una antesala. Yo, sin embargo no quise ser uno de esos tontos disfrazados de listos. Para disfrutar las verdaderas ventajas que proporciona la tontería, hay que ser un tonto integral; un tonto de pies a cabeza, incapacitado por la sociedad para ejercer cualquier oficio; un tonto tan sumamente tonto que excite la compasión pública, porque la compasión es una mina de la que puede sacarse muchísimo provecho. Es mejor hacerse el tonto que fingirse mendigo; pues al mendigo, si está sanito, las almas caritativas le hacen siempre la pascua buscándole una colocación para que trabaje. Al tonto, en cambio, por no dar la talla mental mínima que se requiere en el más elemental de todos los oficios, se le considera inútil para toda labor útil y disfruta de la vida en ocio perpetuo.
El tío Cuacuá volvió a guiñarme un ojo con picardía, mientras se revolcaba un poco en el colchón para cambiar de postura.
—¿Comprendes ahora por qué me decidí a ingresar en el Cuerpo Oficial de Tontos Pueblerinos? —prosiguió—. En todos los pueblos del mundo, como ya sabrás por pequeña que seas, existe un tonto titular nombrado por las autoridades. Su puesto es tan importante como el del alcalde y el del médico, pues contribuye a elevar el nivel cultural de los palurdos: gracias a este tonto, por contraste, todos los demás habitantes se consideran listísimos. Y el gobierno se ahorra la edificación de muchas escuelas. Por eso mismo, los admitidos en el escalafón de este Cuerpo no pueden ser tontos corrientes sino imbéciles de una estupidez rayana en la baba. ¡Piensa que a su lado hasta el labrantín más obtuso tiene que poder considerarse un intelectual! Las oposiciones son reñidísimas. Tan reñidas, que al famoso Bobo de Coria, antes de obtener la vacante de aquel pueblo, le suspendieron tres veces. Y se comprende que las plazas estén tan solicitadas, porque no hay puesto de funcionario tan cómodo de desempeñar ni tan bien retribuido. Al tonto de cada pueblo le alimenta, le viste y le calza gratuitamente la población civil. Las almas caritativas encuentran en él un escape para su caridad y le colman de limosnas: bufandas y calcetines, camisas y guantes van a parar en abundancia a las manos del memo local. Si hay algún convento o cuartel en las cercanías, todas las sobras del rancho desbordan su puchero. Si hay algún gabán que se le quedó estrecho al notario a consecuencia del engorde, aterriza en sus hombros. Si queda algún inmueble vacío en las afueras, se le cede sin cobrarle ni un céntimo de alquiler. Son tantas las bicocas del puesto, que bien pueden soportarse, sus escasos inconvenientes: recibir en la calle una burla de los golfillos, alguna humillación de ignorantes que no tienen talla para humillar a nadie, algún desprecio de seres despreciables… Pequeñeces, en resumen, que no dejan huella.
—¿De veras es un puesto tan solicitado como dices? —me atreví a preguntar, porque el párrafo le estaba saliendo larguísimo.
—Tantos aspirantes hay, que en la convocatoria que yo me presenté, para cubrir las cuatro plazas que salieron a concurso, acudieron trescientos candidatos. Y tuve que apelar a toda mi inteligencia para demostrar mi tontería. El examen, ante un tribunal de catedráticos severísimos, fue muy duro. Me hicieron preguntas tan sencillas para comprobar mi incapacidad mental, que tuve que hacer esfuerzos titánicos para no contestarlas correctamente. Pero, gracias a Dios, obtuve un sobresaliente en estupidez, y me destinaron a Matapellejos. Aquí vivo desde entonces haciéndome el tonto, con todas mis necesidades cubiertas holgadamente. El alcalde me cedió este viejo molino en el cual, como has visto, he ido introduciendo ingeniosas reformas hasta convertirlo en la vivienda más confortable de la comarca. Y en la intimidad de estas paredes, protegido contra visitantes importunos y compromisos sociales con mi diploma de tonto, pude dedicarme con toda tranquilidad a elevados estudios filosóficos. He sido, sin duda alguna, una de las masas encefálicas mejor dotadas de este siglo. En otro país cualquiera, gozaría del respeto general y hasta puede que la gente me llamara sabio. En España me fue mejor dejando que me llamaran tonto. Gracias a esto nunca desencadené la furia de los envidiosos, y pude llegar a viejo sin partirme mil veces las cejas en otras tantas zancadillas. Gracias a esto, antes de volver a la nada de la que salí, puedo entregarte el tesoro que acumulé en todos mis años de meditación y trabajo.
Al oír la palabra «tesoro», mis ojos, que se habían ido cerrando a consecuencia del tedioso monólogo sostenido por el viejo, se abrieron tan grandes y redondos como botones de gabardina. Y uniendo la acción a la palabra, el tío Cuacuá accionó una de las ingeniosas palancas que flanqueaban su lecho. Un chirrido estridente cortó el aire de la habitación, espeso y amarillento como un queso manchego. Y junto a la cabecera de su cama, a la altura de la almohada, quedó al descubierto una oquedad rectangular semejante a una caja de caudales. De ella extrajo mi pariente, con infinitas precauciones, un voluminoso legajo que depositó en mis manos temblorosas.
—He aquí, sobrina-nieta —declaró con empaque muriéndose otro poco—, el fruto de mi vida consagrada a la sabiduría de riguroso incógnito. He aquí una auténtica fortuna, gracias a la cual podrás alcanzar la felicidad y hacer que los demás la alcancen. Se trata nada menos que del manuscrito de mi obra maestra: un gran libro que se titula «Toda la mierda es marrón».
Fue tan grande la depresión que sufrí al enterarme de que el tan cacareado tesoro consistía en un libraco, que debió de notárseme en la cara, porque el tío se puso a darme explicaciones.
—Puede que el título te parezca un poco chocarrero, pero tiene un gran contenido filosófico. Resume exactamente mi tesis pesimista sobre la semejanza y escaso nivel de todos los esfuerzos humanos. Basta volar a medio kilómetro sobre la corteza terrestre, para que el cuadro más genial se convierta en una insignificante deposición de mosca; para que el monumento más gigantesco parezca un ridículo «bibelot»; para que el ejército más poderoso se reduzca a una minúscula formación de pulgas amaestradas; para que el concierto de la orquesta sinfónica más potente tenga menos intensidad que el zumbido de un mosquito… Las obras más colosales de la Humanidad —y lo digo con mayúscula «H»—, levantan muy pocos palmos del suelo. Todas sus supuestas maravillas no valen ni un pitoche. Y el «pitoche», que debe de ser alguna moneda fraccionaria guatemalteca o de algún país así, vale poquísimo. En mi libro aprenderás a ver el mundo tal como es en realidad.
—¿Y cómo es? —pregunté, intrigada.
—Redondo como una cabeza, y los hombres son los piojos.
—¡Qué asco!
—No lo sabes tú bien. Piojos que se disputan salvajemente cada milímetro de cuero cabelludo; piojos de repulsiva voracidad, capaces de todas las ruindades; piojos sin corazón, que sólo buscan su bienestar. La bondad fue una virtud antigua que frenaba los bajos instintos del bichejo humano. En aquellos siglos, ya remotos, florecieron y murieron los grandes y pequeños santos que hoy cubren de enero a diciembre las hojas del calendario. Pero ahora ya no florece casi ninguno. Sigue habiendo varones que se portan bien, pero sin méritos suficientes para opositar al santoral. Hoy el piojo grande se come al chico, y lo digiere estupendamente sin tomar ni una cucharadita de bicarbonato contra la acidez del remordimiento. Los listos trepan hasta la cumbre por escaleras formadas con cadáveres de tontos. Porque «tonto», en la gramática moderna, califica un sector de gente que no se limita al tarado cerebral. Hoy se llama también «tonto» al hombre recto, honrado y de buena fe, que se deja engañar porque no cree a nadie capaz de engañarle. Y frente a estos nuevos tontos, en número cada vez mayor están los nuevos listos ganándoles la batalla: frente a la humilde chica de servir, la descarada que sirve para otras cosas; frente al soldado que gana una guerra, el emboscado que se aprovecha de la victoria; frente a la tórtola, el águila…
El tío Cuacuá lanzó un estertor semejante al que lanza un sifón cuando se le acaba el líquido. Y su voz, que ya la tenía muy cascada, se rompió en mil pedazos. Se notaba que el pobre hombre iba a estirar ambas patas bruscamente, para dar el salto al otro mundo. No obstante, reunió unas gotas de fuerza que le quedaban en el organismo y pudo concluir:
—Lee mi libro, pequeña. Es una antorcha de sabiduría que te entrego al final de la carrera de mi vida, para que sigas corriendo tú, iluminada por su luz. En «Toda la mierda es marrón», aprenderás que vivir en el mundo es cada día más difícil. Tienes que despabilarte si no quieres que los listos te barran como a una viruta. No olvides que en la podrida sociedad contemporánea, sólo se mueren los tontos.
Hizo una pausa para lanzar el estertor propio de estos casos, y añadió:
—Ahora, si me lo permites, me voy a morir.
—Muérete con toda confianza, no faltaba más. Estás en tu lecho de muerte.
—Gracias, monina. Recuerdos a tus papás.
—De tu parte.
Y fue el tío, y se murió.
¡Lástima que yo no sea una novelista fetén para describir las emociones que sentí al cascar mi pariente! Porque me quedé a solas con su cadáver en aquel remoto molino; y ya saben ustedes que los fiambres impresionan mucho cuando aún no están metidos en la fiambrera. Pero a falta de una descripción impresionante, les daré los ingredientes necesarios para que compongan ustedes mismos el cocktail emocional:
Miedo: 4 copitas.
Repeluznos: 2 cucharadas.
Temblor de piernas: Unas gotas.
(Agítese la mezcla, y sírvase en un párrafo grande, añadiéndole unos pelos de punta).
Apurado el amarguísimo trago fui observando llena de terror esa fase de rigidez progresiva por la que atraviesan todos los cadáveres, al finalizar la cual quedan convertidos en reproducciones en cera de sí mismos. Pero antes de concluirse la transformación, agarré el legajo del manuscrito que me entregó y salí corriendo a la velocidad de pedestre olímpico.
Detrás de mí, entre las nubecillas de polvo que levantaron mis pies en la huida, quedó el molino cuyas aspas seguían girando y suministrando energía a los geniales mecanismos que mi tío ya no podría manejar.
Al llegar al pueblo, comuniqué a las autoridades el fallecimiento del tonto local. Y las autoridades, que eran un señor con boina que se cinchaba la tripa con una faja colorada, me prometieron enviar al molino una carretilla a recoger sus despojos.
—¿Sólo una carretilla? —me ofendí ante la pobreza de las honras fúnebres que pensaban tributarle.
—Pues ¿qué querías? —se enchularon las autoridades, chupeteando una colilla tan amarillenta que parecía de pergamino—. ¿Que mandáramos un carro? ¡Ni que fuera el cadáver de una mula, rica!
Aquella misma noche, en un tren que en sus buenos tiempos fue de ganado y que para aprovechar su vejez habilitaron para personas, regresé a Madrid. Y aunque esta vez mis narices se portaron bien y no sangraron ni gota, tampoco pude ver el paisaje porque las tinieblas eran densas como la boca de lobo. En vista de lo cual, me dormí apoyando la cabeza en el pecho izquierdo de la señora que tenía a mi derecha, inflado y blandito como una almohadilla de caucho.
—¡Vamos, niña! —se mosqueó la señora agitando bruscamente su tórax y sacudiéndome un tetazo en la mejilla—. Si quieres dormir, saca billete para el «coche-paja».
El «coche-paja», en aquel trencillo modestísimo sustituía al «coche-cama» de los expresos lujosos. Era un vagón de ganado, como todos los demás, pero en el cual no se habían instalado asientos ni abierto ventanillas: el suelo, en su totalidad, estaba cubierto de paja, y encima de ella los viajeros podían tenderse a dormir tan ricamente.
—¿Con derecho a comerse la paja? —pregunta un lector vegetariano.
—No —contesto yo, parándole los dientes—. Para comerse la paja, había que pagar un suplemento de tres pesetas con cincuenta. Y suplemento tan cuantioso sólo podían pagarlo unos potentados pueblerinos.
Llegué a Madrid con las primeras luces del alba y los últimos faroles de la noche. Mis padres, cuando les comuniqué el fallecimiento del tío Cuacuá, lanzaron un estridente «¡Yupi!» de júbilo. Pero al contarles mi odisea en el molino y mostrarles el «tesoro» que habíamos heredado, no pudieron contener la tristeza que inundaba sus nobles corazones y se echaron a llorar (de rabia, claro).
—¡El muy cretino! —sollozó mi madre piadosamente, pegando tal puñetazo en el fogón que lo puso al rojo vivo—. ¡Mala puñalada le den!…
—¿Para qué van a dársela si ya está muerto? —razonó papá—. Hay que pensar maldiciones que le chinchen el espíritu. Por ejemplo: «¡Ojalá tropiece con una nube, y se parta el alma al caer desde el cielo!».
—Bonita maldición —aplaudió mi madre, tranquilizada. Luego, con los ojos llameantes aún de cólera, me dijo—: Dame ahora mismo el «tesoro» de ese imbécil.
Y el libro de tío Cuacuá fue a parar a un sitio donde tuvo ocasión de ir comprobando, hoja por hoja, la exactitud del título que le había puesto su autor.