ANDABA YO MUY OCUPADA estirándome el organismo para tener una estatura decente —ya tenía nueve años y los diez andaban cerca—, cuando llegó una carta del tío Cuacuá para mi padre. Aquel tío era el único pariente que aún nos duraba vivito y coleando, pero, según decía en su carta, nos iba a durar poco. La carta, hache más o menos, decía así:
Querido sobrino Bartolo:
La presente es con el fin de decirte que estoy en mi lecho de muerte, para lo que gustes mandar. Tengo la impresión de que me voy al cuerno, con perdón, pues se me ha formado una carbonilla espesa entre pecho y espalda que me tapa los bronquios, impidiéndome echar el resuello con facilidad. Aún tengo la pata encogida con perdón, pero creo que la estiraré muy pronto.
Como eres mi único heredero y los herederos son para las ocasiones, no quisiera palmar, mejorando lo presente, sin hacerte entrega de un tesoro que poseo. Se trata de un tesoro cuyo valor es incalculable. Lo único que siento es que ya no podrás disfrutarlo tú, pero será de gran provecho para tu hija. Ella es quien debe venir a buscarlo. Como supongo que no os será posible abandonar vuestras ocupaciones, mandadme a la criatura en el primer tren. La herencia vale la pena y me lo agradeceréis toda vuestra vida.
Tu tío que lo es, pero que pronto dejará de serlo,
CUACUÁ.
La carta produjo gran revuelo en mi casa, ya que la esperanza de una herencia cuantiosa altera los pulsos mejor equilibrados. Hasta mi madre, cuya corpulencia se había casi duplicado desde que yo nací, pegó tal salto de alegría que por poco perfora el pavimento. Y la cosa no era para menos: ¡el tío Cuacuá aludía claramente a la entrega de un tesoro! Y por baratos que sean los tesoros, siempre valen más de doscientas pesetas, cifra que en aquella época entraba en el terreno de lo fabuloso.
Era difícil calcular la cuantía de la fortuna en perspectiva, debido a que ignorábamos el volumen de las riquezas que pudo amasar el tío en el pueblo manchego donde residió las dos terceras partes de su vida. La correspondencia que sostuvo con mi padre siempre fue muy escasa, hasta el punto de que entre carta y carta mediaba muchas veces casi un lustro.
El pueblo de mi tío se llamaba Matapellejos. La leyenda, tan cotilla como de costumbre, cuenta que el nombre se lo puso el mismísimo don Quijote, el cual estuvo allí en una de sus andanzas y arremetió a lanzazos contra unos pellejos de vino confundiéndolos con una cuadrilla de malandrines. El tío de mi padre, en cambio, se llamaba Torcuato. El mote de «Cuacuá» fue consecuencia de una ligera tartamudez que padeció en su infancia, por culpa de la cual se atascaba muchas veces al decir su nombre en la segunda sílaba y repetía el «cuá» como un pato pura sangre.
Temiendo que al pariente se le acabara la cuerda de improviso, y se fuera a criar gusanos —no de seda precisamente—, sin legarme lo prometido, papá me sacó billete para el primer tren que salía con rumbo a Matapellejos.
—¿No será demasiado pequeña para hacer sola el viaje? —se inquietó mamá mientras me hacía lo que ella llamaba pomposamente «la maleta», pero que era en realidad una lata de galletas con un asa.
—Rogaremos a los viajeros de su departamento que la cuiden y la digan dónde tiene que apearse. Aparte del gasto que supondría acompañarla, perderíamos unos cuantos jornales, que nos hacen mucha falta.
Yo estaba loca de alegría con aquella fantástica aventura de viajar en tren. Aunque el trayecto sólo duraría tres horas, retrasos incluidos, me sentí tan ilusionada como si fuese a dar la vuelta al mundo. Me imaginaba ya los asombrosos paisajes que vería por la ventanilla, enriqueciéndolos en mi imaginación con Torres Eiffeles de muchísimos tamaños y pagodas chinas de todos los colores. Y en el colmo de la felicidad, pregunté con mi repipiez característica:
—¿Iré en «coche cama»?
—No —se indignó mi padre—, irás en «coche caca».
Y no me engañó, porque el vagón al que me condujeron a la mañana siguiente era bastante asquerosito. Me explicaron para consolarme que todos los vagones que formaban el convoy pertenecían a la «Compañía de Coches Caca y de los Grandes Botijos Manchegos», empresa ferroviaria dedicada al tráfico pueblerino que opera con viejo material salvado del desguace por tres perras gordas. Estos trenes, vergonzantes y vergonzosos, circulan por el país a esas horas de la madrugada en que todas las vías están cubiertas. De este modo nadie ve su aspecto miserable, y no entorpecen el galope de los expresos con su trotecillo de borricos. Por ese motivo apenas dormí la noche anterior, porque el tren para Matapellejos salía de Madrid a las seis y dieciséis de la mañana.
Pese al madrugón y aunque llegamos al andén media hora antes de la salida, mis padres se vieron negros para encontrarme un asiento. En la vida de las personas humildes un viaje es un acontecimiento de tal importancia, que se instalan en el tren desde el día anterior por miedo a perderlo.
Después de muchas intentonas infructuosas, papá y mamá me hicieron sitio en el último vagón de tercera clase. Me lo hicieron literalmente, comprimiendo las caderas de la fila de viajeros que ocupaban hasta los topes el banco de un departamento. Y allí me incrustaron como una cuña, antes de que se cerrara otra vez el espacio abierto a duras penas.
—Cuiden un poco de esta criatura, que va sola a Matapellejos —rogó mamá a mis compañeros de viaje.
—Yo la cuidaré con mucho gusto —se relamió un pisaverde palurdo muy repeinado, que usaba manteca de cerdo como fijador.
—Descuide, señora: la cuidaremos todos —la tranquilizaron los demás, con esa generosa amabilidad que tienen las gentes sencillas cuando no se las pide dinero. Y un señor mofletudo, para remachar el clavo, añadió—: Todos, al fin y al cabo, hemos sido madres.
—Yo no —se ofendió un carabinero, con una barba tan frondosa que a veces se perdía él mismo dentro de ella y tenía que dar gritos para que le ayudaran a encontrar la salida.
—Pues yo sí —dijo el mofletudo con orgullo—, soy hermafrodita.
—¡Vamos, vamos! No empiecen a discutir de política —los calmó una lerda, creyendo que aquello era algo así como ser antisemita.
Mi madre me dio dos besos en las mejillas, y mi padre seis rodajas de salchichón en un papel. Luego bajaron al andén para hacerme a gritos las últimas advertencias:
—¡Si te da su tesoro el tío Cuacuá, no lo pierdas!
—¡No olvides que es peligroso asomarse al exterior!
—¿Por qué? —pregunté yo.
—Porque si te levantas para asomarte, te quitarán el asiento.
Faltaban pocos minutos para arrancar.
—¡Hala, valiente! —animó el maquinista a la locomotora dándole una briqueta de azúcar.
—Me alegro de que la locomotora sea de vapor —dijo mamá.
—¿Por qué? —me extrañé.
—Porque siendo de vapor, sólo se te meterán en los ojos carbonillas. Si fuera eléctrica, se te meterían chispas, que escuecen mucho más.
La briqueta de azúcar surtió efecto: la vieja máquina lanzó un agudo relincho y dio un brusco tirón a todo el chatarral amarrado a ella.
—¡Escríbenos! —me gritó mamá agitando el pañuelo.
—¡No creo que pueda! —contesté gritando a mi vez.
—¿Por qué no?
—¡Porque aún no sé escribir!
—Es verdad, perdona.
Mamá se puso muy colorada comprendiendo su planchazo. Pero no quería renunciar a hacerme alguna recomendación, a las que tan aficionadas son las madres, y gritó de nuevo:
—¡Por lo menos, cierra la boca!
—¡Pero si no hace frío! —protesté.
—¡Pero en los pueblos hay muchas moscas, y si no la cierras se te meterán dentro!
¡Bah! ¿Qué me importaban a mí las moscas? No pensé ni por un momento obedecer a mamá, porque yo iba dispuesta a quedarme con la boca abierta ante todas las maravillas que esperaba ver en el viaje. Tan dispuesta iba a verlo todo, que los ojos empezaron a llorarme a fuerza de tenerlos abiertos. No quería parpadear ni una sola vez por temor a perderme algún detalle en la fracción de segundo que durase el parpadeo. Fija la mirada en la ventanilla, observé cómo el tren iba saliendo despacio de la estación. Debajo del «jersey» el corazón me repicaba alegremente, aunque sin ruido, como una campana de trapo. Vi ilusionada las primeras acacias que bordeaban la vía al salir del gran hangar encristalado…
Y no vi nada más, porque en aquel mismo instante tuve que sacar mi pañuelo del bolsillo para llevármelo rápidamente a la nariz.
—¿Vas a estornudar, pequeña? —me preguntó una pecosa hirsuta que ocupaba el asiento vecino.
Negué con la cabeza, manteniendo taponadas las narices.
—¿Algún moquito rebelde? —sugirió una señoritinga venida a menos.
Repetí el gesto negativo.
—Será que le molesta el olor a humanidad —dijo el hermafrodita, refitolero.
—Pues si le molesta, que viaje en primera —rezongó una aldeana sudorosa que llevaba un pequeño marrano escondido en una cesta, pues los marranos son tan sonrosados que pagan en los trenes billete de niño.
Pero yo volví a negar. Luego, levantando un poco el pañuelo, aclaré el misterio respetuosamente:
—Estoy sangrando por la nariz, si ustedes me lo permiten.
—¡No faltaba más! Sangra todo lo que quieras, hijita —concedió la señoritinga, benévola.
—Gracias —dije.
Y seguí sangrando muy seria, con la vista clavada en el pañuelo.
—¿Te has dado algún golpe? —se interesó un campesino, tan flaco y con cuatro pelos tan de punta en la cabeza que parecía un tenedor.
Volví a decir que no moviendo el cuello de oriente a occidente.
—Hay muchas narices que se ponen a sangrar sin venir a cuento —observó la pecosa.
—Porque tienen los agujeros demasiado grandes —dijo la señoritinga, sabihonda.
Pasaba el tiempo y el tren corría sin entusiasmo, convencido de que por mucho que se esforzase sólo lograría recuperar unas migajas de su eterno retraso.
—¿Cuánto habrá sangrado ya la criatura? —indagó el carabinero, asomando entre sus barbas como una fiera entre la maleza de la selva.
—Andará muy cerca del medio litrejo —opinó el pisaverde palurdo, que cosechaba vino en sus tierras y calculaba bien los líquidos.
—No podemos dejar que se vacíe como un pellejo de tintorro —opinó el hermafrodita, agitado.
—Tiene razón —apoyaron todos los viajeros del departamento, poniéndose en pie y rodeándome solícitos—. Prometimos a los padres que cuidaríamos de la niña. Vamos a hacer algo para cortar la hemorragia.
—Lo mejor es ponerle unas sanguijuelas en las orejas —aconsejó la aldeana del marrano camuflado.
—Tiene razón —volvieron a apoyar todos los viajeros del departamento—. ¿Alguno de vosotros lleva sanguijuela en el equipaje?
—Yo antes siempre llevaba un par de ellas —suspiró la señoritinga—. Pero desde que vine a menos, no puedo permitirme esos lujos.
—Quizá tenga el revisor —suspiró otro—. O la de los lavabos.
—No se hagan ilusiones —criticó la señoritinga—. Pedir hoy sanguijuelas en los trenes, es pedir peras al olmo: la compañía está tan mal equipada…
—Desde luego: Además, suponiendo que el revisor tenga sanguijuelas, cosa que dudo, serán unas sanguijuelas viejísimas que ya no chuparán.
—Es mejor ponerle un pañuelo empapado en vinagre —intervino la pecosa.
—Hace más efecto aceite y sal —rebatió el pisaverde, iracundo.
—Podemos ponerle las tres cosas —transigió la pecosa—, yo le pongo el vinagre, y usted añade el aceite y la sal.
—Parecerá una ensalada.
—Se nota que no entienden ustedes ni pizca de narices —intervino el flaco—, el mejor sistema es ponerle una moneda en la frente.
—No sea memo, con todos los respetos: eso es para bajar los chichones.
—Pues en mi pueblo —dijo la aldeana—, cuando una caballería echa sangre por el morro, taponamos los agujeros con dos tronchos de berza y se acabó.
—Pero la niña no es una caballería —se ofendió el hermafrodita.
—¡Hombre! Pata más o menos…
La discusión se agrió poco a poco y las voces sonaban cada vez más ásperas. Yo, mientras tanto, me apretaba la nariz con todas mis fuerzas para restringir el chorreo sanguíneo. Y el tren seguía cruzando parajes que sin duda eran encantadores, pero que en mi situación no me era posible admirar. De buena gana diría que la locomotora iba «devorando kilómetros», como dicen todos los novelistas profesionales; pero su marcha era tan lenta, que más parecía que los iba comiendo trabajosamente, masticándolos mucho sin ningún apetito.
—Lo mejor es que levante la cabeza —decidió la pecosa, agarrándome un puñado de pelo y echándome hacia atrás.
—Al contrario, mujer: así se le irá la sangre por la garganta. Es mejor que baje la cabeza todo lo que pueda —contradijo el carabinero hundiéndome de un manotazo la barbilla en el pecho.
Todos, atropellándose unos a otros en un derroche de bondad, me fueron aplicando los remedios que defendían como más eficaces. Los sacaban de sus maletas, cestas, hatos y capachos, pues no hay equipaje tan heterogéneo como el de los viajes de tercera clase. Llevan cosas inverosímiles: desde aperos de labranza a jaulas con gallinas, pasando por frutas y hortalizas de todas las especies. Y mientras uno me aliñaba con una salsa vinagreta como si fuera una lechuga, otro me ponía en la ternilla una pinza de tender la ropa. Hubo quien me embadurnó con mostaza la planta de los pies «para llamar la sangre hacia abajo»; pero la sangre no hizo caso a la llamada, y continuó goteando en el suelo a través del pañuelo empapado.
Ni las llaves de todos los tamaños, ni las monedas de todos los precios, ni los tronchos de berza que la aldeana sacó de su faltriquera, surtieron efecto.
—Será mejor llamar a un médico.
—Mejor aún a un fontanero. Debe de tener rota alguna tubería de conducción.
Incluso dejé mal a un santito cuyo nombre no recuerdo, del cual me pusieron una estampita encima de la nariz. El dueño de la estampa dijo que aquel santo era el abogado de las hemorragias, cosa que me sorprendió, pues siempre creí que eso de sangrar era más bien cosa de médicos que de abogados. Los hechos me dieron la razón porque resultó que el santín no tuvo ninguna eficacia como medicamento vasoconstrictor, y lo único que consiguió fue que manchara su efigie con chafarrinones colorados. Uno de los chafarrinones le coincidió justo encima de la cara, haciéndole parecer que se había puesto rojo de vergüenza por su fracaso.
—Menuda papeleta nos ha caído con la pequeñaja —murmuró el carabinero.
—Menos mal que se apea en Matapellejos y ya estamos llegando —suspiró aliviado el campesino, consultando su reloj de arena que sacó de la faja.
Esta noticia debió de helarme la sangre en las venas, porque poco después dejé de sangrar. Pero ya era demasiado tarde: cuando me incorporé para ver por la ventanilla algún paisaje, el tren se detenía en aquel momento frente a la fachada de una estación pueblerina. Y la voz de un empleado ferroviario, coreada por una campana, canturreó en el andén:
—¡Matapellejos!… ¡Cinco minutos!…
Ansiando librarse de mí, mis amables compañeros de viaje abrieron la portezuela del vagón y me apearon a empujones cariñosos.
Y en el andén me quedé con mi lata de galletas en la mano, mientras el tren reanudaba su maravilloso viaje, que yo no pude saborear por culpa de mis inoportunas narices.