OLVIDABA DECIRLES que me llamo Rosa. Y me llamo así por verdadera chiripa, porque mi padre, que era un poco laico por parte de fábrica, quiso bautizarme estilo barco rompiéndome una botella de champagne en las costillas. Y si llegan a dejarle, a estas horas me llamaría «R. I. P.». Pero mi madre le convenció de que me bautizara como Dios manda, argumentando diplomáticamente que el bautizo católico es más inofensivo para las criaturas.
—El agua bendita —le dijo— no hace daño al hígado como el champagne. Y, además, se la echarán sin botella, que resulta mucho más blanda.
Gracias a este razonamiento me llevaron a la iglesia envuelta en una toalla de felpa, único faldón relativamente blanco que había en casa. Después del chapuzón y los latines, mi padre invitó a los asistentes a un vaso de leche en la vaquería del señor Plutarco. Pero todos, que eran unos obrerazos que no cabían por esa puerta, rehusaron diciendo:
—Gracias, rico, pero nosotros ya estamos criados.
Al quebrar la fábrica del señor Bombeiro, poco antes de nacer yo, mi madre se dedicó a lavandera. Entonces no había máquinas eléctricas que destrozaran la ropa mecánicamente, y la gente tenía que entregársela a las lavanderas para que la destrozasen a mano. Es cierto que tardaban algo más en destrozarla, porque unas palas con pinchos girando dentro de un cacharro desgarran con más eficacia que unos brazos restregando un trozo de jabón duro como el pedernal. Pero el roto hecho a mano, aunque más difícil de conseguir que el roto mecanizado, tiene la ventaja de que deja las prendas inservibles por ser de diámetro mucho mayor. Un rotito obtenido con electricidad puede repararse con un hábil cosicajo; mientras que un roto de artesanía no admite más reparación que adquirir otra prenda nueva. Lo cual, como se comprenderá, dice mucho en favor de nuestras artesanas.
A los cinco años mal contados —pésimamente contados, en efecto, porque contándolos bien sólo eran cuatro—, dejé de chupetear las ubres caprinas del señor Plutarco. Y como don Fidel continuaba ocupando nuestro hogar durante el día, mis padres me depositaban en la portería cuando se iban a sus quehaceres.
Yo era entonces una niñeja ni fu ni fa. (Esta medida, ni fu ni fa, procede, como su fonética indica, del sistema métrico chino, y equivale a un metro de alto por medio de ancho). Tenía el pelo castaño —los ricos le llaman cabello—, color ideal en una mujer por ser el intermedio que permite aclararlo sin dificultad hasta la rubiez nórdica, u oscurecerlo hasta la morenez congolesa. Tan chatilla era mi nariz, que apenas se insinuaba en mi perfil. Pero mi encanto fundamental eran los ojos, verdes con chispitas doradas, provistos de unas pestañas tan largas que me hacían cosquillas en la frente cuando parpadeaba de prisa. Mi cuerpo, en cambio, era enjuto, por no decir flaco, y la blancura de mi piel permitía compararme con una muñeca de cera.
—Pues no estaba usted nada mal, rica —me dirá un lector.
—Es usted muy amable, chato —le contestaré yo.
En el cuchitril de la portera pasé muchos días de mi niñez jugando con un animalito grisáceo que a mí me parecía un gato, pero luego resultó ser una rata. Yo no lo creí cuando me lo dijeron, y pedí que me trajeran un gato de verdad para enfrentarlo con mi alimaña y averiguar a qué raza pertenecía.
—No es necesario que hagas ese experimento, Rosita —trataba de convencerme la portera—, yo, que tengo mucha experiencia de la vida, te aseguro que es una rata.
—¿Y en qué lo nota usted? —me defendía yo, estrechando en mi regazo al dudoso animalejo—. ¿No tiene un rabo? ¿No tiene cuatro patas? ¿No tiene ojos, y orejas, y bigotes como los gatos?
Tan pesada me puse, que me trajeron un gato de verdad para hacer la prueba. Y en cuanto vio a mi bicho, se lo comió. Con lo cual no tuve más remedio que rendirme ante la evidencia.
La portera, que me había visto nacer, tenía una cara de bruja que quitaba el hipo. Y lo quitaba tan radicalmente que su fama fue extendiéndose por toda la ciudad, siendo muchas las personas atacadas de hipo pertinaz que acudían a su presencia para curar de su afección. Y curaban en el acto, pues era tal el susto que sufrían al ver su rostro horrible, que hasta los hipos más rebeldes se quedaban paralizados de espanto. Supongo que por esa virtud que tenía de remediar las contracciones del diafragma, la llamaban doña Remedios. Tanto se parecía a una bruja con sus pellejos rugosos y su nariz ganchuda, que cuando salía a barrer el portal daba la sensación de que iba a despegar de un momento a otro montada en su escoba.
Mis recuerdos de aquella época son bastante vagos. Sólo conservo en la memoria algunas travesuras que me valieron tremendas bofetadas de mis padres (método doloroso, pero infalible, para grabar en el cerebro un acontecimiento y que no se borre en toda la vida).
Una de mis travesuras, la más original quizá, fue atar una cuerda de muslo a muslo a una vecina embarazada para que su niño, al entrar en el mundo, tropezara en la cuerda y se cayera de narices. Otra, inyectar café en las ubres de las cabras con una jeringa hipodérmica para que el señor Plutarco, al ordeñarlas, se quedara asombrado viendo que obtenía café con leche. Otra, atar la barba de un vagabundo que dormía en un banco a la cola de un caballo, para que el hombre se llevara un susto al despertar creyendo que le había crecido un caballo durante la noche… Y otras pequeñeces por el estilo que no vale la pena citar aquí. Pero mi diablura más diabólica, la que no olvidaré jamás, fue un incendio al que asistí sin hacer nada para cortarlo. Ocurrió una Nochebuena, cuando yo acababa de cumplir seis años. Como los inquilinos de nuestro caserón eran gente muy modesta, sin recursos para instalar «nacimientos» individuales, mi madre propuso costear entre todos uno colectivo y ponerlo en el primer piso, en el rellano de la escalera al que daban las puertas de los diferentes cuartos. La iniciativa fue bien acogida, pues el que más y el que menos tenía algún crío que disfrutaría chillando villancicos. Se propuso que cada familia aportara una sola figurilla, cuyo precio podía oscilar según las posibilidades de cada cual.
Hubo quien trajo un hermoso camello de cincuenta céntimos, y un roñoso que sólo contribuyó con unas bolitas de barro muy pequeñas; y cuando le preguntaron qué era aquello, contestó:
—Es la caca del camello.
Otros traían un pastor, o una ovejita para el pastor, o un soldado de Herodes, o un inocente rosadito para que lo degollara el soldado. El administrador de la casa, que vivía en el piso tercero, regaló la figura que mejor le cuadraba: el rey Herodes degollando inocentes.
Una señora que había perdido a su marido en Cuba (no en la isla, sino en un cabaret que se llamaba así: se fugó con la animadora), entregó un cerdo en memoria del ausente.
Pero nadie se decidió a comprar las figuras del Portal, por ser las de más precio y responsabilidad. Y mi madre, como miembro activo del comité organizador, tuvo que visitar a una vieja avara que vivía en la buhardilla y tan podrida de dinero como de aspecto. No sé qué argumentos emplearía mamá para obtener el donativo, pero debieron de ser muy contundentes porque desde aquel día la boca de la vieja, bastante desdentada habitualmente, se desdentó del todo. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que se pudo comprar un Portal completo, con figuras tan bonitas que casi parecían pequeñas imágenes.
Llegaron por fin las fiestas navideñas y con ellas el momento de colocar el «Belén». A los que por pobreza no pudieron contribuir con ningún personajillo de barro, se les exigió que aportasen al menos el musgo y las piedrecitas para armar la arbitraria geografía de Palestina que sirve de escenario a la estampa bíblica.
Del cajón donde mi madre almacenó el material donado por los vecinos, fue saliendo la menuda fauna que poblaría el paisaje de tablas y hierbajos montado en el rellano de la escalera. Hubo que gestionar algunos cambios, pues como las piezas habían llegado por unidades sueltas, comprobamos que había más pastores que ovejas y menos adoradores que lavanderas. También en el trío de Reyes Magos se impuso un canje, por haber cuatro Baltasares negros y ningún Gaspar rubito. Con Melchor tuvimos suertecilla, porque sólo había uno; y aunque al cocerlo se le había roto un brazo, con el manto no se le notaba.
Otra de las dificultades fue la diferencia de tamaño de las figuras; debido a que no se estableció una escala para que se ciñeran a ella los donantes. Y resultó que muchos inocentes eran mayores que las tropas encargadas de degollarlos, y muchos paveros más canijos que los pavos confiados a su custodia. Había palomas que, en proporción a los campesinos, eran tan grandes como locomotoras. Y ángeles, en cambio, tan pequeños como moscas. Había patos mayores que los camellos y molinos de corcho más suntuosos que los palacios. Los perros alcanzaban muchas veces la estatura de los caballos, y más de un pollo rebasaba la alzada de un elefante.
Un pintor de puertas, que tuvo en su juventud veleidades de pintor de lienzos, nos aconsejó nivelar estas diferencias mediante lo que él llamaba la prespectiva. Este truco, según nos explicó, lo usan mucho los dibujantes, aunque lo pronuncian de otra manera. Consistía en colocar las figuras mayores en primer término y las menores en segundo, con el fin de dar al ojo sensación de lejanía. Así lo hicimos y el resultado no fue del todo malo: visto de lejos y cerrando los ojos, apenas se notaban los notorios defectos de nuestro «nacimiento».
Llegó la Nochebuena y se encendieron las velas colocadas entre el musgo para alumbrar el paisajito artificial. De todos los pisos acudieron al rellano niños con zambombas y panderos, armando más estrépito que unas maniobras navales. Voces de pequeños golfos, enronquecidas por el tabaco de las primeras colillas, entonaban villancicos adulterados por canciones oídas en las tabernas que siempre terminaban en una palabra soez:
Esta noche es Nochebuena
y mañana Navidad.
Me enloquece Magdalena,
¡ay jolín, qué rica está!…
Las zambombas, con su caña recalentada por la fricción, sonaban a coro de zulúes repitiendo con voz grave: «¡Betún, betún, betún!…». Algunos padres de las criaturas, que habían bebido lo suyo y lo que quedó en los vasos de toda la familia, salieron también a la escalera y se agregaron al orfeón con sus desafinados vozarrones de beodos. Mi madre, con un largo palo de escoba, velaba por la integridad del belén golpeando en los nudillos a las manos que pretendían palpar las figuras. Yo, desde un rincón, contemplaba la algarabía con mis hermosos ojos verdes, agrandados por la falta de sueño.
Esta noche es Nochebuena
y mañana Navidad.
Ya no hay vino ¡qué faena!
vámonos a descansar.
Era ya la medianoche y el entusiasmo decayó. Muchos cantores, completamente afónicos a consecuencia de sus excesos laríngeos, se retiraron en vista de que ya no podían emitir ningún sonido. Algunas velas se consumieron del todo, apagándose después de una breve y chisporroteante agonía. Antes de la una todo el vecindario, agotado, se fue a descansar. Quedó sola mi madre con su palo de escoba para imponer orden, fatigadísima también.
—Rosita —me ordenó—, apaga todas las velas que quedan y ven a acostarte.
Y se fue a la cama dejándome sola en la escalera. Media docena de velitas ardían aún en el «nacimiento», ampliando las sombras de las figuras hasta hacerlas parecer gigantescas. El temblor de las pequeñas llamas hacía dar brincos en las paredes a la silueta de Herodes, aumentando su ferocidad; y su espada, con el parpadeo de la luz, caía cien veces sobre el pescuezo de un inocente congestionado por la pintura.
Izándome todo lo que pude al borde del tablero que sustentaba el paisaje, fui soplando con éxito las velillas a medio consumir. Todas cedieron dócilmente a mis soplidos, excepto la última. Ésta, colocada en segundo término junto a un molino de cartón y cerca de una seca rama de pino que representaba un pino completo, resistió la embestida de mis infantiles pulmoncitos. Repetí el intento acumulando aire hasta que casi me reventaron los carrillos, pero sólo conseguí que la llama oscilara hasta lamer la rama próxima. Algunas agujas del pino empezaron a arder y pronto se propagó el fuego a toda la rama, perfumando de resina el aire. Unos segundos después, el tronco del arbolito postizo cayó envuelto en llamas sobre el musgo circundante, ampliándose el incendio en miniatura.
Nunca he comprendido por qué no grité o hice algo para impedir la catástrofe. Debí de quedarme fascinada mirando las llamas, como una serpiente oyendo una flauta. Puede que el miedo paralizara todos mis músculos, excitando en cambio mi imaginación de niña. Puede que debido a lo avanzado de la hora estuviese medio dormida, por lo cual no reaccioné pidiendo auxilio y creí ver en realidad lo que sólo fue un sueño…
En todo caso, cuando las llamitas empezaron a avanzar por el musgo seco, aquel pequeño mundo de barro pintado se animó a mis ojos. Un molinero inmóvil, que fingía salir del molino con un saco de harina a la espalda, tiró el saco y corrió empavorecido dando la voz de alarma. Un pastorcillo, cuyas ovejas eran tan altas como él a pesar de la prespectiva, abandonó su rebaño y fue a tirarse de cabeza a un río; y aunque no se mojó ni gota porque el agua del río era de papel de plata, murió al fracturarse su cráneo de arcilla. Los labradores, que simulaban arar falsos campos hechos con guijarros, huyeron también de la zona amenazada abandonando sus yuntas de bueyes y sus mulas que se encabritaron en las peanas.
—¿Qué ocurre? —oí preguntar a un grupo de hilanderas que hilaban en sus ruedas con unos husos grandes como pirulís.
—¡Hay fuego en el montículo! —gritaban los pastores por sus bocas que sólo eran una pinceladita colorada.
Las llamas seguían avanzando por la laderilla hecha con tablas, deteniéndose cuando tropezaban con alguna hierba fresca. Una mujeruca del pueblo, que pelaba una gallina, fue achicharrada por los lametones del fuego: no pudo huir como los demás porque estaba pegada al asiento de un banco de piedra, y no es fácil correr con tanto peso colgado del trasero.
Algunos caminitos de serrín, ardían sin llama pero con mucho humo. El molino de cartón fue reducido a cenizas en un momento, quedando tan sólo en el sitio el alambre retorcido por el calor que sustentaba las aspas. Una paloma blanca que estuvo posada en el techo, quedó entre los escombros convertida por el fuego en negrísimo cuervo.
—¡Hay que hacer algo! —dijo sudando pintura un posadero gordo que no tenía ganas de hacer nada.
El herrero, valeroso, abandonó su fragua de llamas pintadas para reclutar voluntarios que le ayudasen a combatir el siniestro. Muchos campesinos se unieron a él, y provistos de cubos minúsculos, bajaron por el camino principal hacia el lago que brillaba bajo un puente de palitroques. Pero al llegar a la orilla comprobaron que el agua de allí era un espejo redondo de ésos que se usan para afeitarse, y soltaron un taco que no entendí porque lo dijeron en hebreo.
—¡El río es de papel para envolver chocolate! —se desesperaron—. ¡El lago es un espejo! ¿Quién demonios apaga así un incendio?
Corrieron entonces al remanso del manantial junto al que las lavanderas lavaban siempre la misma camisa, y también allí se llevaron un chasco.
—No os hagáis ilusiones —les dijeron las mujeres—, aquí el agua es un cacho de cristal con unas cuantas piedrecitas debajo. ¿Creéis que si hubiese agua de veras íbamos a estar frotando siempre la misma, camisa? No encontraréis agua de verdad en ninguna parte: ni en los pozos con el brocal de corcho, ni en los abrevaderos para el ganado…
—¿Y en las fuentes? —preguntaron con un rayito de esperanza.
—Tampoco: los chorritos que manan de ellas son alambres pintados con purpurina.
—¿Qué vamos a hacer entonces? —dijeron los hombres a las mujeres, con la angustia retratada en sus rostros pequeños como garbanzos.
—Pedid ayuda a los soldados de Herodes —aconsejaron ellas—. Como tienen casco, parecen bomberos.
Así lo hicieron, pero los soldados reaccionaron cobardemente poniendo pretextos:
—¡Apaguen el fuego, apaguen el fuego! —gruñeron—. Se dice fácil. Pero nosotros estamos aquí para degollar inocentes, y no podemos dejar nuestra obligación para hacer una chapuza por nuestra cuenta.
—No se preocupen —les tranquilizaron los campesinos—, si ustedes hacen de bomberos, nosotros mientras tanto, les degollaremos inocentes con mucho gusto.
—No crean que es tan sencillo —se resistían los guripas herodianos.
—Más difícil que degollar cochinos no será. Y nosotros, en nuestras granjas, degollamos cochinos cada dos por tres.
Los camellos de los Reyes Magos, al oler la chamusquina, se pusieron a brincar llenos de inquietud. Y los monarcas, con las coronas ladeadas a consecuencia de los brincos, se aferraban a las jorobas para no caer. Baltasar, el más cobarde de todos, viendo que la cosa se ponía fea propuso volver grupas en dirección a Oriente y enviar desde allí el oro, el incienso y la mirra, por correo certificado. Pero los esclavos que iban detrás con los camellos de repuesto, anunciaron que la retirada era imposible porque el puente sobre el río plateado estaba ardiendo también.
—¡El fuego se acerca al Portal! —gritó un adorador que llevaba un cordero al hombro, señalando una roca de corcho que rodaba por la ladera convertida en ascua.
—¡Hay que salvar el Portal! —fue el clamor que se elevó de todas las figurillas cuyos cuerpos, con el calor cada vez más próximo y sofocante, empezaban a chorrear pintura.
El humo se hizo más denso, ocultándome con su espeso telón aquel mundillo de tierra cocida. Me sentía responsable de lo ocurrido por haberme quedado embobada contemplando los progresos del incendio sin pedir socorro para sofocarlo. Y huí cobardemente a meterme en la cama, ocultando mi culpabilidad debajo de las sábanas.
A la mañana siguiente, aquel trocito de falsa Palestina ofrecía un aspecto aterrador: toda su vegetación y gran parte de sus edificaciones, habían sido devoradas por las llamas. Aún flotaba en el aire de la escalera un tenue olor parecido al que queda en las Landas francesas después del incendio de un pinar. El bosquecillo imitado con ramas era sólo un pellizco de cenizas. De la vela que provocó la tragedia, quedaba tan sólo un churrete blancuzco de cera derretida. Algunas figuras aparecían patas arriba, horriblemente mutiladas por las quemaduras.
Sólo el Portal se había salvado, y sólo yo comprendí cómo se produjo aquel milagro: todos los personajes de la pequeña tragedia, cuando yo los abandoné entre el humo, formaron un apretado círculo protector en torno al establo para impedir que el fuego alcanzara la paja del pesebre. Y a falta de agua, detuvieron la carrera de las llamas golpeándolas a palos e incluso a manotazos. Hasta los soldados de Herodes, tan reacios al principio a actuar de bomberos pese al aspecto bomberil que les daban sus cascos, colaboraron heroicamente dando zurriagazos al musgo ardiendo con sus lanzas y espadas. Y aquel cinturón de héroes minúsculo, cuyos cuerpecitos rotos y desfigurados hubo que tirar a la basura, impidieron que el fuego profanara con su furia sacrílega el nacimiento de Jesús.
Pero yo no conté a nadie lo que vi, o lo que me pareció ver, porque nadie me hubiera creído. Y no quise que me tomaran por chiflada, pues ya había dado algunas pruebas en varias ocasiones de tener una imaginación más bien volcánica. Y las niñas humildes no pueden permitirse estos lujos. La fantasía es un vicio muy costoso reservado para los cerebros de los ricos, que no tienen que pensar en el pan suyo de cada día.