NO NEGARÉ QUE, a pesar de todo aquello, Julio siguió pareciéndome cada día más simpático, porque ustedes notarán al tacto que ya quedan pocas páginas del libro y sospechan con razón que se acerca el desenlace.
Comprendiendo que la táctica violenta no le daba ningún resultado, el mangante del turbante se mostró más modosito en días sucesivos. Se había llevado un planchazo al comprobar que yo no era pan comido como creyó al principio, y la fuerte atracción que le impulsaba hacia mí se fue transformando en un sentimiento más civilizado.
La semana siguiente el cielo se nubló, y tuvimos que sustituir las horas destinadas a la playa con largos paseos por el campo. En ellos me fue contando muchas de sus fechorías pasadas y alguna de las que proyectaba en el futuro.
—Acabo de descubrir un filón para triplicar mi fortuna en menos de dos años —me explicó con voz romántica—. A los hombres de negocios modernos, no nos interesan los asuntos que sólo dejan un beneficio del treinta por ciento: necesitamos que el capital invertido nos produzca por lo menos un trescientos.
—Sois unos poetas —dije convencida.
—Hay que ganar el dinero de prisa, para poder disfrutarlo antes de la pachuchez. La ganancia lícita incrementa las fortunas con tanta lentitud, que sólo alcanzan un volumen potable cuando estamos con un pie pillado por la losa de la tumba. Y trabajar como bárbaros para que nuestros nietos vivan como señoritos, no entra en las teorías filosóficas contemporáneas. Yo desciendo de una familia que practicó durante varias generaciones los negocios de importación y exportación. Sólo que mis antepasados, en lugar de tener una oficina en la Gran Vía, tenían una cueva en los Pirineos. Mi padre, que en paz descanse —aunque lo dudo, porque los carabineros también se mueren y sus almas le habrán perseguido hasta el infierno—, me enseñó todo lo que sé. Gracias a sus consejos soy rico, pero espero ser pronto millonario.
—¿Cuándo? —pregunté ingenua, jugueteando con una florecilla silvestre.
—Cuando empiece a explotar mi filón —contestó Julio, enigmático.
—¿Y dónde diablos está ese filón? —me impacienté.
—En Tánger —dijo él bajando la voz, para que el crepúsculo no oyera su secreto.
—¿Es una mina de oro?
—No: es una mina de todo.
—No lo entiendo —confesé.
—Vas a entenderlo en seguida —comenzó, mientras yo estrujaba la florecilla silvestre, que en el fondo me importaba un bledo—. Una medallita de latón puede valer, todo lo más, sesenta céntimos; pero si el vendedor nos garantiza que la frotó en la reliquia de algún santo, nuestra fe hará que paguemos por ella cinco duros. Una franela de Tarrasa puede costar a lo sumo mil pesetas; pero si el tendero nos asegura que pasó por un muelle de Tánger, nuestra estupidez hará que la compremos por dos mil. Una superstición, tan moderna como absurda, ha convertido a Tánger en una especie de Meca comercial que santifica un poco los productos que rozaron su puerto internacional. Este mito se creó en las últimas guerras, cuando a los barcos se los recibía en las costas europeas a cañonazos y tenían que correr con la hélice entre las piernas a descargar sus tesoros en las quietas y neutrales aguas tangerinas. Tánger se transformó desde entonces en un maravilloso bazar provisto de las mercancías más diversas: desde el mágico medicamento capaz de tumbar microbios como atletas, hasta el más inútil mondadientes americano dotado de un minúsculo motorcito perforador para destruir la hebra de bacalao atascada entre dos molares; desde la coqueta pierna ortopédica de materia plástica, capaz de dar puntapiés tan eficaces como si fuera de verdad, al nutritivo bote yanqui de gachas «hormonizadas». Unas cuantas Sociedades (anónimas, naturalmente, porque el contrabando está mal visto, y nadie se atreve a dar la cara) trasladaban los artículos a manos del consumidor europeo. Daba más lustre a un francés llevar sujetos los calzones con unos tirantes traídos de Tánger, que ostentar en la solapa una roseta de la Legión de Honor. «Es de Tánger» fue en aquellos años bélicos la máxima garantía de buena calidad que podía darse a un objeto. Era esta frase un «Sésamo, ábrete» infalible, que empleaban cuarenta ladrones para abrir los bolsillos más herméticos. Pero las guerras acabaron, las vacas flacas volvieron a engordar, y el mito tangerino se mantiene por inercia. Todos los productos que Tánger suministraba en exclusiva, hoy se pueden adquirir en la tienda de la esquina. Y, sin embargo, la memez popular sigue prefiriendo los que llegan de tapadillo, envueltos en la magia del omnipotente puerto marroquí. Una seda parece más sedosa si la trae una gitana con pinta de beduina escondida en el escote. Será difícil convencer a estos cándidos compradores de que el siroco sahariano no es un viento milagroso cuyo soplido infunde a las cosas una calidad sobrenatural. Durante muchos años, seguiremos oyendo esta muletilla pronunciada con unción: «Es de Tánger». Y yo me propongo explotar esa superstición en gran escala: compraré toda clase de productos en el mercado nacional, los embarcaré unas horas para darles un paseíto por el Estrecho de Gibraltar, y volveré a desembarcarlos para revenderlos con un plus fingiendo que proceden de Tánger. Por cada baratija que me haya costado diez, me pagarán quince con el falso marchamo tangerino. Y seremos inmensamente ricos.
—¿Qué es eso de «seremos»? —me sorprendí—. ¿Por qué lo dices en plural?
—Porque me gustas una barbaridad y deseo que compartas conmigo mis riquezas. Van a ser tantas, que necesito una mujer a mi lado para que me ayude a gastarlas. Serás un aliviadero para que no reviente el embalse de mi fortuna.
—¿Cómo? —se me iluminó la cara—. ¿Quieres que nos casemos?
—Yo no —corrigió él—. La que quiere eres tú. Pero si no hay otro camino… ¿Aceptas mi proposición?
En vez de contestarle dejé que el rubor tiñera mis mejillas, cosa que favorece mucho más.
—Déjame a mí de rubores, y contesta de una vez —se impacientó él—. ¿Nos casamos, sí o no?
—Espera, hombre: tienes que darme un poco de tiempo para pensarlo.
—¿Cuánto tiempo necesitas?
—Por lo menos, por lo menos… treinta segundos.
—Te concedo veinticinco —dijo Julio, poniendo en marcha la aguja de su cronómetro.
Pero me bastaron quince para tomar una decisión: como el que no quiere la cosa, le miré desde muy cerca con la cabeza un poco ladeada. Y el muy atrevido, abusando de mi postura, me dio uno de esos besos «de cine» que la gente nunca sabe cuánto duran en realidad porque siempre los corta la censura.