LOS PODEROSOS NUDILLOS de la criada, que cada vez que llamaba a una puerta los dejaba marcados en la madera, me despertaron para decirme que era la hora de cenar. Aquel sueño aflojó la tensión de mis nervios, devolviendo un buen pedazo de paz a mi atribulado espíritu.
En el comedor, al que bajé dando gritos de claxon por los pasillos para evitar colisiones, estaban ya todos los huéspedes con los tenedores en ristre, esperando el primer plato. No llegaban a la docena en total y casi todos eran parejas: un gordinflón con la calva barnizada de sudor, emparejado con una mujer de su mismo tonelaje; unos recién casados que parecían siameses porque siempre estaban unidos por los labios; otros casados que no debían de ser tan recientes, porque ella tenía los labios pintados y él no estaba manchado de «rouge»; unos cónyuges extranjeros, alemanes sin duda, porque masticaban la comida al unísono y con ritmo marcial… En una mesita apartada, había un inglés flaco y rubio como una espiga. En otra, un guapetón moreno con un turbante en la frente que le daba un aire exótico. Sólo estos dos hombres solitarios se atrevieron a mirarme cuando entré en el comedor, aunque ambos lo hicieron de muy distinta forma:
—¡Bah! No es una chica inglesa —dijo con desprecio la mirada del inglés.
—¡Uf! Es un guayabo estupendo —dijo con entusiasmo la mirada del moreno.
El moreno, como es natural, me fue más simpático. Y aunque me senté en una mesa equidistante de los dos, al rubiales no le dediqué ni una miradita de reojo. Al moreno, en cambio… Sin malicia, que conste. Su turbante excitó mi imaginación haciéndome pensar que sería un príncipe oriental, de ésos que salen en los cuentos de «Las mil noches y pico». Pero, por otra parte, ¿qué diablos podía hacer un príncipe oriental en Sietepeces? Descarté la posibilidad de que estuviera allí por haber sido desterrado de su país, pues los miembros de las familias reales no se chupan el cetro y eligen para su exilio sitios mucho más elegantes. Quizá se hallara en Sietepeces de paso nada más, y marcharía al día siguiente con su séquito de elefantes blancos hacia Niza y Montecarlo…
Éstas y otras muchas conjeturas cruzaron mi fantasía mientras el primer plato se encaminaba hacia mi estómago. Pero fuera quien fuese e hiciera lo que hiciese, el principesco individuo resultaba muy atractivo. Tenía el aspecto de un moderno galán cinematográfico, aunque con la mitad de los años que esos galanes suelen tener. Su nariz era aquilina, su barbilla caprina y su cara muy monina. Un hombre guapo y simpático, en toda la extensión de ambas palabras. Y con un perfil muy a propósito para figurar en el anverso de las monedas de cualquier país con un latinajo alrededor.
Después del primer plato, consistente en unos pedazos de no sé qué con una salsa de no sé cuántos, nos sirvieron una carne que debía ser de fiera a juzgar por su presentación: dos filetes, musculosos y nervudos como leopardos, venían agazapados en una frondosa selva de lechuga. Después de una emocionante cacería a través de la ensalada, logré capturar uno. Más que un cuchillo de comensal, lo que aquel filete necesitaba era un látigo de domador. Luché con él varios minutos, pero fallaron todos mis intentos de dominarle cortando alguno de sus robustos tendones de Aquiles. Y cuando considerándome derrotada me disponía a llamar al camarero para que lo encerrase en una jaula, el moreno del turbante se levantó de su mesa y vino hacia mí diciendo:
—¿Me permite que la corte en pedazos?
—¿A mí? —me asusté, pues sabía que las civilizaciones orientales practican aún ritos muy sanguinarios.
Pero él me tranquilizó señalando la carne del plato. Accedí gustosa esperando que la cortaría con una cimitarra, o con un yatagán, o con algún arma blanca típica de su exótico país. Y me decepcionó un poco ver que sacaba del bolsillo una vulgar navaja de Albacete, con la cual se puso a despedazar el rebelde filetote.
Me pareció correcto corresponder a su gentileza dándole un poco de conversación.
—¿Es usted indio? —le pregunté.
—No. —Se quedó muy sorprendido—. ¿Por qué lo dice?
—Por el turbante.
Soltó una carcajada que revoloteó por todo el comedor.
—No es un turbante, sino una venda. Y no soy indio, sino madrileño. Hace tres días, sufrí en las afueras de este pueblo un accidente de automóvil. Acababa de casarme y recorría con mi esposa estas costas en viaje de novios. Estrenaba esposa y coche. Mi esposa se llamaba Ana Romillo; mi coche, Alfa Romeo. Y el Romeo se hizo polvo por culpa de la Romillo: ella se empeñó en besarme cuando íbamos a ciento por hora. Me opuse con energía, pues sé por experiencia que esas efusiones bucales quitan mucha visibilidad al conductor. Pero tanto insistió que al fin accedí: Ana me dio el beso a mí, y el coche se lo dio a un árbol. Cuando recobré el conocimiento, el motor del coche había dejado de funcionar. Y el de ella también.
—¿Quiere usted decir que murió?
—Es usted muy astuta, joven.
—Se llevaría usted un disgusto tremendo.
—¡Figúrese! ¡Un ocho cilindros descapotable, con compresor y válvulas en cabeza!
—Pero el coche se puede arreglar. Su esposa, en cambio, ya no tiene arreglo.
—Antes del choque tampoco lo tenía: era quince años más vieja que yo.
—¿Y por qué se casó con ella?
—Porque también era quince millones más rica que yo.
—Pero la desgracia le habrá hecho sufrir mucho insistí.
—Desde luego: me hice una brecha en el cuero cabelludo con el parabrisas, que aún me escuece una barbaridad. Y tendré que estar aquí hasta que me quiten el vendaje, porque no me gusta andar por el mundo haciendo el indio.
—Es usted un cínico.
—Soy más bien un práctico.
Hizo que el camarero le trajera su cubierto a mi mesa y acabamos la cena juntos. El inglés, creyendo que era un indio auténtico, le miraba con ese desprecio a las razas coloniales que es lo único que de sus colonias les va quedando a los ingleses.
Para corresponder a su sinceridad, le conté el triste desenlace de mi matrimonio al mangante del turbante. Y le hizo mucha gracia que nuestras dos bodas se hubiesen escachiflado de un modo tan parecido.
—El Destino es un bromista —comentó.
—Pues a mí, la verdad, la broma no me parece divertida —me enfadé.
Pero él, para desenfurruñarme, empezó a contar chistes de loros imitando en falsete la voz de esos pajarracos. Y los contaba tan chistosamente, que los chistes parecían más chistosos. Acabé por echarme a reír con tanta fuerza, que se me salió de la boca un gajo de naranja que me estaba comiendo.
Es cierto lo que dice la «voz populi»: todos los sinvergüenzas son simpáticos. La Naturaleza es muy sabia y reparte sus dones con gran espíritu de justicia. Al ser débil por un lado, le da siempre por otra alguna fortaleza para que pueda defenderse: al caracol le compensa de su lentitud dotándole de un caparazón blindado, en el cual puede refugiarse contra los ataques de sus enemigos mayores y más rápidos. Al insecto que por su torpe vuelo estaría a merced del pico de cualquier pájaro, le concede la facultad de pasar inadvertido adoptando el color de la rama o el suelo en que se posa. Al ciego le refuerza los sentidos del tacto y del oído, para suplir su falta de visión. Y al sinvergüenza le concede una gran simpatía, para que pueda llevar a cabo sus sinvergonzonerías sin que la sociedad le repudie.
Y Julio Manzanal, que así se llamaba el mangante del turbante, tenía esa virtud. Le bastaba una sonrisa para derretir la barrera de hielo que le oponían las personas decentes. Sus bolsillos eran de prestidigitador y de ellos salían los objetos más diversos en los momentos más oportunos: desde la afilada navaja para cortar un filete rebelde, hasta el cigarro puro de la marca preferida por el personaje que decide con su firma un negociejo; desde una joya estupenda para seducir a la honesta más tiquismiquis, hasta un caramelo para que se marche y no estorbe el hermanito de la seducida.
Julio, además, sin haber estudiado nunca, tenía una extensa cultura de todas las cosas agradables que hay en la vida: no sabía la lista de los reyes godos, pero recitaba sin ningún error la de los vinos europeos. Nunca supo en qué fecha nació Sigerico, pero sabía en qué año se cosechó el mejor tinto borgoñón. Desconocía la fórmula química del ácido sulfúrico, pero poseía una receta exquisita de la «pularda» rellena. No hubiera sabido qué hacer con la probeta de un laboratorio, pero hacía en cambio maravillas con la coctelera de un «bar». Su falta de escrúpulos para ganar dinero le permitía acumularlo en grandes cantidades sin ningún esfuerzo. Todos los medios le parecían lícitos. Toreaba los códigos como a inofensivas vaquillas, sin que jamás lograran clavarle el cuerno de ningún artículo. Su simpatía arrolladora le abrió siempre todas las puertas, que es lo importante; porque cuando se daban cuenta de quién era y pretendían cerrárselas, él ya estaba dentro.
Era tan habilidoso, que logró un permiso del gobierno español para exportar a Holanda queso de bola. Y convenció a los holandeses de que lo aceptaran, enviándonos a cambio un barco de naranjas. Era, en fin, un listo que sabía vivir mientras muchos tontos se morían de hambre. Y como aparte de estas virtudes tenía buena facha y el vendaje le favorecía, a nadie le puede extrañar que me causara buena impresión.
Observen ustedes lo discreta que soy al calificar el efecto que me hizo Julio Manzanal. La impresión, en realidad, no fue sólo buena, sino inmejorable. Pero sé que el país está lleno de lenguas viperinas, y no me atrevo a ser sincera por miedo a que viertan sobre mí sus babas venenosas. Mi desgracia estaba demasiado fresca para que los hipócritas puedan perdonarme la atracción que sentí por aquel desconocido. Lo cual es una injusticia, porque bien está que a un pariente se le guarde un lutazo de veinticuatro meses; pero a un amor ligero, basta con guardarle un lutín de veinticutro horas.
—¿Irá usted mañana a la playa? —me dijo al despedirse, reteniendo mi mano entre las suyas.
—Quizá.
—Entonces, allí nos veremos.
Era un hombre experto: sabía que el vago «quizá» de una mujer encierra siempre un «sí» rotundo.
Y no se equivocó: al mediodía siguiente, estábamos los dos sentados en los diez palmos de arena que el mar había regalado a Sietepeces. Las olas, juguetonas, alargaban sus zarpas de espuma para acariciarnos las plantas de los pies. Las velas latinas de los botes que pescaban por la costa, parecían las camisas de sus patrones tendidas a secar en el palo mayor.
El alcalde, al vernos con su catalejo desde el balcón del Ayuntamiento, abrió la jaula de las tres gaviotas amaestradas que poseía el municipio para dar a los bañistas una sensación marinera más completa.
Sin que mediara una sola palabra entre los dos, nuestros escuetos trajes de baño nos permitieron conocernos más a fondo. En vista de lo cual, decidimos tutearnos.
—¿Qué es lo que más te gusta del mar? —pregunté a Julio en un arrebato lírico.
—Los calamares fritos.
Decididamente, con él era inútil hacerse la poética. Tomamos el sol hasta que destilamos una perla por cada poro (hasta que sudamos, vamos), y corrimos entonces a zambullirnos en el mar.
—¡Glú, glú, glú! —gritaba Julio metiendo la boca debajo del agua.
—¡Flap, flap, flap! —le contestaba yo golpeando la superficie con las manos abiertas.
Daba mucha risa verle nadar, pues su cabeza, que mantenía muy tiesa para no mojarse el voluminoso vendaje, semejaba una boya. Unas algas se me enredaron en los tobillos y grité creyendo que era un pulpo:
—¡Julio! ¡Ven a prestarme socorro!
—No te lo presto, monada: te lo regalo con mucho gusto.
Y me cogió en sus brazos para librarme de las viscosas plantas acuáticas. Y con el pretexto de que podía enredarme de nuevo, ya no me soltó hasta que salimos del mar.
Por la tarde, después de almorzar en el hotel unos langostinos con calibre de gambas y una ternera con calibre de vaca, nos fuimos los dos de excursión a un sitio llamado la Cueva del Pez Podrido. La leyenda contaba cosas espeluznantes de aquella cueva, pero ningún habitante del pueblo se las creía. Y hacían muy bien, porque todos estaban hartos de saber que aquella leyenda la inventó recientemente el mismísimo señor alcalde.
Ya se sabe que los sitios veraniegos importantes, para matar el aburrimiento que los veraneos traen consigo, disponen de algunas metas excursionísticas en los alrededores, con sus correspondientes leyendas: una ermita en la que se le aparecía un beato de poco nombre a un pastor apellidado Regúlez; unas rocas en forma de cuernos que el viento talló así para perpetuar la memoria de un navegante cuya esposa en sus ausencias lo pasaba chanchi; un viejo cementerio abandonado en lo alto de un monte, que en las fiestas patronales se pone a soltar fuegos fatuos como si fueran fuegos artificiales.
Sietepeces, en su modestia, no poseía ninguno de estos incentivos para espolear a los borricos de los excursionistas. Pero su alcalde tenía, en cambio, alguna imaginación y decidió subsanar esta deficiencia: hizo que unos obreros le cavasen una cueva en un promontorio cercano, y puso en el interior un pez. El pobre pez, como es natural, se pudrió como dos y dos son cuatro. Y así nació la Cueva del Pez Podrido cuya leyenda, inventada también por el alcalde, era tosca pero no exenta de hermosura.
Decía así:
El pez Osvaldo paseaba un día por el mar —por debajo, se entiende—. De pronto vio dentro del agua a la princesita Romualda, que se estaba bañando con sus azafatas. El pez Osvaldo lanzó una burbuja de admiración y se enamoró de las pantorrillas de la princesita, pues la cabeza no pudo verla porque la llevaba fuera para respirar. Cuando Romualda salió del agua, el pez Osvaldo decidió seguirla para declararle su amor. Coleando penosamente por la playa, el pez siguió a la princesa tierra adentro. Pero como la condenada princesa andaba muy de prisa y moviendo la cola se avanza poquísimo —prueben ustedes y verán—, al llegar al promontorio la pajolera princesa estaba ya muy lejos. Entonces el pez, hecho la pascua, cavó con uñas y dientes aquella cueva para no morirse a la intemperie, que hace tan feo. Y murió de amor por un lado y de asfixia por otro, porque ya se sabe que los peces fuera del agua, por muy de leyenda que sean, se las apañan muy mal. Y allí seguía el enamorado pez, más putrefacto que Carracuca.
Para habérsele ocurrido a un alcalde la leyendita no está del todo mal, ¿verdad?
En la Cueva del Pez Podrido, en la que cabían dos personas no muy gruesas y el pez propiamente dicho, empecé a sospechar que yo le gustaba a Julio. No sé si fue cuando me cogió por la cintura, o cuando quiso besarme y tuve que decirle que se estuviera quieto, pero el caso es que mi instinto femenino me hizo intuir que yo no le era indiferente.
Mi sospecha se acentuó cuando, al regresar, se empeñó en abrazarme y tuve que echar a correr. ¡Mágico influjo de la leyenda! La fantástica historia de la princesa y el pez Osvaldo volvió a repetirse, aunque a un ritmo mucho más acelerado. Julio me siguió también; pero aunque yo avanzaba corriendo más de prisa que la antigua Romualda, él no tenía cola como el desdichado pez Osvaldo, sino un par de piernas muy veloces con las cuales me hubiera alcanzado si la Providencia no hubiese puesto en su camino el tronco derribado de un naranjo. Gracias al vendaje, que amortiguó un poco el golpe, se libró mi perseguidor de una nueva brecha en la cabeza. Este percance me permitió sacarle mucha ventaja. Y cuando repuesto a medias del trastazo llegó al «Hotel Imperial», yo estaba ya en mi habitación, encerrada con llave.