AUNQUE EL GOLPE que recibí fue muy duro, tuve que sobreponerme. También los boxeadores tienen que levantarse cuando los tumban en la lona de un upper-cut. Y aunque el golpe de la viudedad sea muy doloroso, tampoco los upercutes son caricias. Las consecuencias de ambos golpes, aunque en distintas escalas, vienen a ser iguales: a la viuda, con el luto, se le pone el cuerpo negro, y al boxeador, con el hematoma, se le pone el ojo morado. Pero tanto el luto como el hematoma pasan, y la vida queda. Y no hay más remedio que seguir enfrentándose con ella hasta que nos aniquile de un porrazo definitivo.
En el mismo lugar del suceso, temblando aún de dolor y frío bajo la toga del abogado, tuve que decidir mi destino inmediato: regresar a Madrid con la trágica comitiva de socorro que escoltaba a las víctimas, o seguir el viaje con los supervivientes en el tren especial que enviaron para sustituir al siniestrado. Y opté por este último itinerario.
¡Perdón, Gerarda y Bernarda! ¡Perdón, don Rodolfo y don José! Quiero excusarme con todos los parientes del pobre Ernesto por esta cobardía. Pero aquella noche de horror debilitó mi voluntad, y no me sentí con fuerzas para seguir sufriendo. Lloré al pensar en las trágicas escenas que me aguardaban si volvía. Necesitaba huir, descansar…
Y huí.
Media hora después ocupaba una butaca junto a una ventanilla del tren especial que iba hacia el mar silbando alegremente.
Y descansé.
Unos minutos más tarde, acurrucada en mi asiento, el sueño me hizo sentirme aislada del mundo circundante como un insecto fosilizado en un bloque de ámbar. Ni una sola pesadilla me turbó. Dormí como una bendita, aunque sin merecer la bendición.
Me despertó a mediodía un fuerte olor a naranja. Pensé que un viajero de mi departamento estaría pelando alguna, pero no: era el aroma de los naranjales levantinos que el tren empezaba a atravesar en aquel momento, cuya descripción ahorraré al lector porque ya la hizo muchas veces Blasco Ibáñez bastante mejor que yo. (La verdad es que don Vicente le sacó bien el jugo a la naranja). Me limitaré a decir que me asombró una barbaridad la estatura de los árboles que producen esa fruta, pues yo siempre creí que las naranjas salían de unas matas más bien bajitas, como los tomates y los pimientos.
Mis compañeros de viaje, afectados aún por la catástrofe que presenciaron la noche anterior, hablaban tristemente de que no somos nadie, de que donde menos se piensa salta la muerte y de cosas así.
—Ya lo dice el tango —suspiró un comerciante que presumía de instruido, pero que sólo podía hacer citas de los discos que oía por la radio, porque nunca leyó ni un solo libro—, contra el destino no hay quien batalle.
—Ya, ya; cuando el destino se pone burro, a jeringarse tocan —continuó filosofando un corredor no sé si de fincas o pedestre.
—Dicen que para que los trenes no descarrilen, lo mejor es frotar las vías con un trapito mojado en vinagre —añadió una meticulosa.
—Pues no lo sabía.
—Ya lo dice el refrán —sentenció el erudito radiofónico—: «Nunca descarrilarás sin saber una cosa más».
—También dice el refrán que «no sólo de tren se muere el hombre» —añadió el corredor no sé si de fincas o pedestre—. A un niño pequeño que yo conocía, le mató sin querer su cocinera.
—¿Creyó que era pollo?
—No: le hizo un postre que a él le gustaba mucho. Pero en vez de ponerle nuez moscada, se equivocó y le puso nuez vómica.
Un fresquete aromático entraba por la ventanilla distrayendo nuestros olfatos de los tristes olores que padecimos en el accidente y cuyo recuerdo se mantenía aferrado a nuestras pituitarias: olor al barniz de la madera chamuscada, al aceite negruzco que engrasó el metal de los ejes, a la carbonilla que desparramó la caldera de la locomotora al reventar en el choque, a la carne triturada de los viajeros que sirvieron de jamón al juntarse dos vagones como un sandwich… Lo mismo que en los ojos, se fijan en las narices imágenes olfativas que nos recuerdan un episodio lacerante de nuestras vidas. Un perfume tiene el mismo poder evocador que un retrato visto o una música oída.
«Si una melodía de Debussy nos recuerda a la primera mujer de la cual nos enamoramos —escribía el tío Cuacuá en el libro que me legó—, la fragancia de un ajo puede recordarnos con la misma intensidad la primera fulandreja con la cual nos acostamos».
Y tenía razón. El apetitoso olor a postre de los naranjales nos hizo olvidar la hediondez de la materia destrozada.
Comprendí que el mar estaba ya muy cerca porque la locomotora empezó a lanzar grititos alborotados de bañista gorda.
—¿En qué estación se apea usted? —me dijo un enorme cigarro puro que tenía en la punta un señor muy menudito.
—En Sietepeces —le informé.
—¡Ah, Sietepeces! —se entusiasmó el enorme cigarro puro, echando humo por la boca del señor menudito que tenía atrás—. Una playa monísima para pasar la luna de miel. ¿Es usted recién casada?
—Lo era al salir de Madrid, pero en el camino me he quedado viuda.
—¡Qué contrariedad! —dijo el corredor no sé si de fincas o pedestre—. Un marido, aunque parezca que no, acompaña mucho en un viaje de bodas.
—Yo en su caso —me dijo un sombrero con cien kilos de mujer debajo—, presentaría una reclamación a la compañía.
—¡Qué tontería! —protestó el cigarro puro—. ¿Cree usted que si esta señora presenta en la ventanilla de reclamaciones el billete de su marido difunto le van a dar uno vivo?
—Cosas más raras se han visto —dijeron los cien kilos de mujer, que no sabían estarse callados.
—¿Y qué va usted a hacer en Sietepeces sin padre, madre, ni marido que le ladre? —fisgó la señora meticulosa.
—Si tenía los billetes tomados hasta allí —me defendió el corredor—, es natural que la señora quiera aprovechar, por lo menos, uno de ellos.
Al salir de un estrecho desfiladero se acentuaron los grititos de la locomotora, al tiempo que nos llegaba un fuerte olor a pescadería modesta que no tiene frigorífico.
—¡Miren! —gritó el enorme cigarro puro, con tal sobresalto que se le cayó al suelo su sombrerito de ceniza—. ¡Allí está el mar!
Y allí estaba, en efecto, lamiendo golosamente una playa como si la arena fuese azúcar. Mis compañeros de viaje debieron de adivinar en mi mirada de asombro que era la primera vez que lo veía, porque me preguntaron con curiosidad:
—¿Qué le parece a usted el mar?
Y yo, paralizada momentáneamente por la fuerte impresión que me produjo, me limité a decir:
—¡Uf!
Pero ellos comprendieron que aquel «¡uf!» sintetizaba todos los adjetivos encomiásticos, contenidos en uno de esos diccionarios gordísimos que se ponen debajo de los niños para que alcancen el teclado del piano.
Aparte de lo grande que es el mar, se le mire por donde se le mire, lo que más me gustó de él fue ésa manía que tiene de hacer olas. Es un «tic» nervioso que no conduce a nada, tan tonto como el de las personas que guiñan un ojo o hacen girar sus pulgares con las manos entrelazadas. ¿Hay estupidez comparable a la de pasarse la vida preparando olitas, para luego, ¡plaf!, reventarlas sin ninguna utilidad como pompas de jabón?
Abstraída en mis meditaciones marineras y conteniendo los gritos de entusiasmo que me sugería la contemplación de aquella inmensidad —«¡qué agüita tan azul, caramba!»—, las dos horas que aún me quedaban de viaje transcurrieron sin darme cuenta.
Llegamos a Sietepeces a las doce y treinta y dos. Pudimos llegar a las doce y media, que es mucho más fácil de decir, pero el maquinista demoró deliberadamente ese par de minutos porque a los trenes les gusta llegar a horas difíciles para hacerse los interesantes. Suena mejor, desde luego, decir, por ejemplo, que el expreso llegará «a las catorce cincuenta y nueve», que «a las tres» peladas.
Sietepeces, como su nombre procura indicar, era uno de esos pueblecitos costeros que se nutren en invierno pescando peces y en verano pescando veraneantes. En las estaciones intermedias, para suplir el déficit de los veraneantes que se fueron a trabajar y de los peces que se van a desovar, ponen en sus anzuelos el cebo del clima cálido para que piquen algunos recién casados y algunos ingleses despistados. Esta fauna abunda siempre en las costas meridionales y, aunque son variedades de escasa riqueza monetaria, a fuerza de exprimirlas se consigue que suelten algo de substancia.
El proceso por el cual los villorrios pesqueros como Sietepeces dejan de buscar su sustento en los habitantes del mar para buscarlo en los de tierra, viene a ser siempre el mismo: muchas veces, cuando el Mediterráneo construye una gran playa de moda, calcula mal la arena que necesita.
—Me han sobrado veinte sacos —dice malhumorado al terminar el trabajo.
Y como los mares siempre tienen mucho quehacer y no pueden desperdiciar el tiempo en menudencias, coge la arena sobrante y la deja en un rincón donde no se vea mucho: en un pequeño golfo medio oculto por un acantilado, que por su pequeñez más parece un golfillo; al pie de un chichón que le salió a la costa a consecuencia de un puñetazo que le pegó una ola… En sitios así queda amontonado el remanente arenífero hasta que el viento, poco a poco, desparrama el montón y lo convierte en una playa minúscula. Nunca falta junto a estos rincones un Sietepeces de pescadores, que se pone contentísimo al ver el regalo que el mar le hizo sin proponérselo.
—¡Tenemos playa! —aúllan los lobos de mar, meneando gozosos sus barbas hirsutas.
Y como los pescadores no se chupan el percebe, deciden explotar esa fajita de arena pálida que sobró de la playa importante. Abren en el acto una suscripción popular, con cuyo importe adquieren en una pescadería varios kilos de marisco fresco, y en cada agujerito de las rocas próximas a la arena meten con cuidado un cangrejo vivo para que los futuros bañistas puedan pescar hurgando en la oquedad con un palitroque. Junto a las rocas también, en los laguillos que el mar deja al bajar su marea, sueltan unos puñados de quisquillas con la misma finalidad. Lapas, mejillones y otras adherencias marítimas nunca faltan ni en las rocas más humildes. Con lo cual el lugarejo queda dispuesto para recibir al degustador de sabores marinos.
Resuelta esta papeleta, el pueblecito empieza a sufrir una transformación radical: se enjalbega a toda prisa la fonda de la tía Prudencia y se cambia el rótulo de su fachada, que decía «Fonda» a secas, por otro mucho mayor y con letras mejor trazadas en el que se lee: «Hotel Imperial». El título a primera vista parece que le viene un poco grande al edificio; pero bien mirado tampoco nuestro imperio es cosa del otro mundo y cabe holgadamente en un hotelito de dos plantas. Aparte del rótulo, todos los servicios del nuevo «Palace» se modernizan también: se trae de la capital con todos los honores una hermosa taza de porcelana para suplir en ese sitio la incómoda costumbre de las cuclillas, y se ponen unas cofias muy tiesas a las dos mocetonas que constituyen la servidumbre.
La tasca del Bizco, que siempre se llamó sencillamente «Vinos», sufre también una paulatina metamorfosis hasta convertirse en flamante «Bar americano». Las obras de reforma son aquí menos costosas, pues se reducen a fregar con un poco de estropajo y un mucho de energía el mostrador para que salga a relucir el mármol que oculta la gruesa capa de mugre protectora, y a decorar el anaquel de botellas clavándoles en el corcho unas banderitas de colores.
Y en el escaparate de la «Lencería», que sólo exhibió desde su fundación enaguas deformantes de algodón color de violeta, aparece una pícara prenda de tenue seda que ruboriza a las curtidas pescadoras. (Los tejidos de las redes que deben usarse para pescar a los ricos peces terrestres, son mucho más sutiles que el tosco cáñamo empleado para los salmonetes).
Sietepeces había salvado ya todos estos escalones de perfeccionamiento y se hallaba en posesión de un magnífico «Hotel Imperial» con doce habitaciones, un «Bar americano» con veinte botellas y una playa con treinta cangrejos. Y por si esto no bastara, las cuatro callejas que constituían la totalidad del casco urbano habían sido modernizadas para resistir el intenso tráfico de los meses estivales. Esta modernización no consistía en rellenar los baches de su pavimento, puesto que esas irregularidades geológicas acentúan el pintoresquismo de todas nuestras rutas: la mejora urbanística, siguiendo el ejemplo de las grandes capitales, se redujo a poner en todas las esquinas un llamativo disco indicador de «Dirección prohibida».
El hotel presumía de ser confortable. Pero como la dueña era una persona recta que no quería engañar a nadie, le pareció excesivo poner en el cartel de la fachada «Todo confort» como hace hasta el fonducho más infecto, y puso modestamente «Bastante confort». Y aunque al leer el cartel por fuera parecía que se había quedado corta, viendo el hotel por dentro era fácil comprobar que se había quedado larga. En los pasillos, por ejemplo, no entraba ni un rayo de luz; aunque tenían el «confort» de ser estrechísimos, gracias a lo cual podía circularse por ellos a oscuras con la seguridad de que, en caso de tropezón, no era posible caerse hacia los costados por falta de espacio.
—Pero puede uno caerse de narices o de espaldas —le dije a la dueña mientras me guiaba a tientas hacia mi habitación.
—Eso sí —reconoció—. Pero no me negará que, gracias a nuestro «confort», hemos reducido el cincuenta por ciento de los riesgos. Las caídas hacia la derecha y hacia la izquierda son tan dolorosas como las demás.
—¿Y si un huésped que va por uno de estos pasillos se encuentra con otro que viene? ¿Cómo se las arreglan para cruzarse?
—En ese caso hay que aplicar el artículo del reglamento de tráfico que alude a la circulación por tramos de carretera por los que sólo cabe un vehículo —me explicó la señora—. Antes de meterse en la recta del pasillo, debe uno aminorar la marcha y cerciorarse de que no hay ningún huésped que lo esté recorriendo en sentido contrario. Y si lo hay, debe detenerse y esperar a que salga antes de entrar él.
—¿Y cómo sabe uno si viene alguien estando el pasillo en completa oscuridad?
—¿Para qué están las señales acústicas, hijita?
—No irá usted a decirme que los huéspedes tenemos que circular con bocina.
—El que tenga bocina y quiera usarla puede hacerlo. Pero basta con un gritito. Todos respetamos este reglamento, y le aseguro que jamás ocurren accidentes.
Se oyó en aquel momento un golpe seco, seguido de dos «¡ayes!» simultáneos: la dueña, que iba delante guiándome en las tinieblas, acababa de chocar con un huésped descendente. Y se entabló entre ellos una discusión muy semejante a las que sostienen en la calle los taxistas.
—¡Animal! —chilló el huésped, que no veía a su contrincante—. ¿Es que no sabe usted gritar para pedir paso?
—¿Y por qué no gritó usted, berzotas? —se indignó la propietaria.
—¡Yo entré en la recta antes que usted, y tenía, por lo tanto, preferencia!
—¡Pero yo soy una señora! —razonó la señora, que es como razonan las señoras cuando no tienen razón.
—¡Las leyes del tráfico no tienen sexo! —estalló el huésped en el colmo de la cólera.
Por suerte estábamos ya ante la puerta de la habitación que me habían asignado, y entré en ella con la dueña cortando así la disputa. Por la ventana entraba el sol a chorros, inundando las paredes de luz. En el techo, una bombilla hacía el ridículo ahorcada en la punta del cable. La habitación resultaba muy alegre porque el sol es capaz de alegrar hasta el entierro de un pobre. La cama tenía una colcha de claveles bordados con tanto bulto, que me dieron ganas de coger uno y ponérmelo en el pelo. Había también un tocador con un espejito tan sumamente pequeño, que sólo servía para tocarse las narices. Un armario grande y macizo, estilo caja de caudales, y un lavabo a base de palangana abastecida por jarra, completaban el mobiliario.
—¿No me dijo usted que había agua corriente en todas las habitaciones? —pregunté a la dueña señalando la palangana con extrañeza.
—Y la hay. La llamamos «corriente», porque la camarera se la traerá corriendo del pozo en cuanto usted se la pida.
—¿A qué hora se sirve la comida?
—Depende de lo que tarden en cocer los garbanzos. Si son tiernos, a las dos; y si tardan demasiado en ablandarse, los servimos a las cinco de la tarde con una taza de té.
Abrí la ventana para ver el paisaje, pero la cerré de golpe: el mar estaba muy cerca y temí que se precipitara en catarata dentro del cuarto.
—Aquí dormirá usted arrullada por la canción del mar —poetizó la dueña mientras abría la puertecita de la mesilla de noche para cerciorarse de que el orinal estaba en su sitio—. Su melodía es bella, aunque algo monótona: cada ola, al romper en la playa, hace el mismo ruido que la cisterna de un retrete cuando se vacía al tirar de la cadena.
La hotelera hablaba sin cesar, entonando desmesuradas alabanzas a su establecimiento.
—Desde todas las habitaciones de la casa se ve el mar —se jactaba—. En esta fachada, las vistas son directas. Y en la parte de atrás, que da al campo, cada ventana tiene un espejo retrovisor.
Se fue por fin la charlatana, dejándome a solas con mis pensamientos y mi cansancio. De los pensamientos pude librarme fácilmente, pero del cansancio no. Y me tumbé sin descalzarme sobre la colcha, clavándome en el riñón izquierdo uno de los abultadísimos claveles bordados. Sentí un poco de tristeza al recordar que, si no llega a producirse aquel percance ferroviario, la cabeza de un protésico descansaría junto a la mía sobre la almohada desierta…
Suspiré y me dormí.