CON MANO TRÉMULA, como decía, empecé a desabrochar el primer botón de mi vestido.
Pero antes de que el pequeño disco de hueso abandonara el ojal, noté que una terrible fuerza invisible desmentía esa ley de la gravedad descubierta por el pollo Newton y me izaba por los aires para lanzarme de narices contra el techo. Se produjo al mismo tiempo un estrépito tan ensordecedor, que haría falta una pluma mucho más experta que la mía para describirlo con cierta exactitud. Fue, a falta de una descripción menos ramplona, el grito dolorido que lanzan los hierros al retorcerse y las maderas al quebrarse.
El tren se detuvo bruscamente mientras las luces del vagón se apagaban con la misma brusquedad. Un sordo rumor de cristales que se rompían y de huesos que se astillaban, vibró varios segundos en el aire antes de hacerse un silencio total.
No recuerdo la trayectoria precisa que siguió mi cuerpo al producirse el accidente, pero cuando quise darme cuenta estaba tumbada en el suelo con un chichón en la cabeza que aumentaba mi estatura seis centímetros. Sangraba también por la nariz, aunque pude comprobar al tacto que mi huesarranco nasal estaba incólume.
«Está visto —me dije— que las hemorragias nasales son un tributo que debo pagar en todos mis viajes por ferrocarril».
Traté de encender la bombilla en forma de salchichita instalada en la cabecera de las camas, pero fue inútil. En vista de lo cual, busqué a tientas el picaporte de la puerta y logré salir al pasillo.
—¡Ernesto!… ¡Ernesto!… —me puse a gritar en la oscuridad que me rodeaba.
Pero nadie respondió. Poco a poco, el silencio que siguió a la catástrofe se fue llenando de voces y quejidos lastimeros.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté a una sombra con gorra ferroviaria que cruzó corriendo por el pasillo.
—Desprendimiento de tierras sobre la vía a consecuencia de las lluvias —me informó telegráficamente—. Hemos chocado. Hemos descarrilado. Nos hemos fastidiado.
Y desapareció en la noche.
—¡Ernesto! —seguí gritando sin obtener respuesta.
El descarrilamiento, según comprobé poco después, condujo al tren a un campo de berzas próximo a la vía, en el que encalló de manera espectacular.
—¡No hay derecho! —había protestado el dueño de aquel terruño con el egoísmo que caracteriza a muchos campesinos—. En cuanto uno se descuida, le llenan la huerta de porquerías.
Las «porquerías», en este caso, eran los lujosos vagones de nuestro expreso, cuyas ruedas, al incrustarse en los surcos, habían partido el tronco a seis docenas de berzas.
—¡Vaya! —rezongó un viajero gruñón que había quedado ileso—. ¡Otra paradita inútil! El caso es perder el tiempo para llegar siempre con retraso.
A los gritos de los heridos y moribundos —a los muertos se les habían quitado las ganas de gritar—, se unieron los de la gente del pueblo cercano que acudió con linternas, más por curiosidad que por espíritu humanitario. Era la primera vez que descarrilaba un tren por los contornos y el espectáculo bien valía retrasar unos minutos la hora de dormir.
—¿Debo gritar «sálvese quien pueda»? —consultó un empleado del tren con sus jefes.
—Grítelo si quiere, pero será un grito superfluo —le contestaron—. El que haya podido salvarse, lo habrá hecho sin esperar a que usted se lo ordene. Esa frase es una perogrullada tan imbécil, que debería prohibirse su empleo en todas las catástrofes.
El revisor, fiel cumplidor de su deber, corría de vagón en vagón picando los billetes a los agonizantes para que no viajaran al otro mundo sin ese requisito que manda el reglamento.
—¡Primero las mujeres y los niños! —aullaba el maître del coche-restaurante, que había servido en un barco y entendía mucho de naufragios.
—La culpa la tienen las compañías ferroviarias —dijo una vieja pequeña y sabia como un chimpancé—, por empeñarse en que unos trenes tan gordos tengan que andar haciendo equilibrios sobre unas vías tan flacas. Son como elefantes en la cuerda floja, y es natural que se caigan alguna vez.
—¿Y mi general? ¿Dónde está mi general? —iba preguntando un capitán del séquito al que el accidente sorprendió en pijama y gorra, pues la gorra del uniforme no se la quitaba ni para dormir.
—¿Yo qué sé? —le decían—. Su dichoso general estará donde usted lo puso.
Un anciano, con las piernas aprisionadas bajo un vagón de primera clase que se le había volcado encima, suplicaba muy finamente a todo el que pasaba junto a él:
—Usted perdone, caballero: ¿podría levantar en vilo este vagoncito para que pueda sacar mis extremidades inferiores?
Pero aunque decía «vagoncito» para quitarle importancia y que no pareciera tan pesado, la gente no es tan tonta como parece y nadie le hacía caso. Los diminutivos tienen la virtud de empequeñecer las cosas, pero no hasta el extremo de convertir un vagón de ferrocarril en una lata de bizcochos.
A una madre le había sorprendido la colisión dando de mamar a su nene, y la fuerza centrífuga del encontronazo hizo que el pequeñuelo saliera disparado por la ventanilla. Por este motivo la buena mujer andaba de un lado para otro con su pecho al aire, llamando con voz desgarrada al mamante ausente:
—¡Cocoliso!… ¡Cocoliso!…
A un agente de Bolsa, un cristal roto le afeitó la barba.
—Eso no es una desgracia —protestará el lector.
No lo sería si el cristal se hubiera limitado a afeitarle los pelos del rostro. Pero como por aprovechar el tajo le afeitó también las venas del cuello…
Recorrí como loca los alrededores de mi vagón, partido por el centro como una tableta de chocolate, buscando en vano a mi protésico. En unos minutos, la sangre de las víctimas disfrazó de amapolas a las florecillas silvestres que crecían entre las berzas. La locomotora, rotos en el choque todos los corsés de su caldera, resoplaba débilmente tumbada en el suelo como una inmensa vaca antediluviana herida por el rayo.
A mis angustiados gritos llamando a mi marido, se unían los de la madre llamando a su Cocoliso y los del capitán llamando a su general.
—Yo he salido muy bien librado —me dijo un jovenzuelo lamiéndose gatunamente un rasguño que tenía en el brazo izquierdo—. Sólo he perdido un ojo.
—¿Un ojo suyo? —me interesé compasiva.
—No: uno de cristal, que llevaba en un estuche para un primo mío tuerto.
Una chica tan guapa como yo, que ya es difícil, había salido disparada por la ventanilla de su compartimiento y se columpiaba en la rama de un naranjo. Su rulo occipital de cabellos, compacto como un lingote de oro, se había derretido sobre sus hombros dorando suavemente la carne blanquísima.
—¡Vamos, Eloísa! —la llamaron sus padres al pie del árbol—. ¡Baja de ahí!
Pero se llevaron un chasco tremendo, porque estaba muerta.
Linternas y faroles, cada vez más numerosos, apuñalaban la noche con sus rayos de luz. Yo me iba poniendo cada vez más nerviosa, pues no hay nada que excite tanto a una mujer como quedarse sin marido en la noche de bodas. Chapoteando en los charcos, manchada de barro hasta los muslos, anduve mucho tiempo junto a los vagones panza arriba.
—¡Serenidad! —pedían a gritos los empleados ferroviarios, porque a ellos se les había acabado toda la que tenían y necesitaban que les prestasen más para no huir muertos de miedo.
—Usted perdone —me detuvo un viajero muy atildado que sujetaba con ambas manos el abdomen—. ¿Ha visto por aquí un intestino sin dueño?
—¿Intestino? —hice memoria—. ¿Grueso o delgado?
—Más bien delgado.
—¿Rubio o moreno?
—Más bien castaño. Como la vaina de un embutido, sin el relleno.
—Pues al lado del furgón vi una cosa parecida —le informé—. Pero no sé si sería una tripa o una manga de riego.
Llegó una ambulancia que mandaba el alcalde de un pueblo cercano; pero como sólo tenía dos camillas y las víctimas pasaban de dos centenares, comprendió que iba a hacer el ridículo y se fue muy avergonzada tocando su campanita.
Bajo un montón de escombros apareció por fin el cadáver del general. Su cuerpo no había sufrido desperfectos exteriores apreciables, debido a que la muerte le sobrevino por simple aplastamiento de la caja torácica. Fue una suerte, dentro de la gravedad. Un estudiante de medicina que se ofreció para prestar los primeros auxilios —los segundos no los había estudiado todavía—, le aplicó la oreja al pecho para cerciorarse de su fallecimiento. Y ante el asombro de todos los presentes, exclamó muy contento.
—¡Está vivo! ¡Oigo latir su corazón!
—No sea bruto, muchacho —le respondió un superviviente que había sido empleado de una funeraria y entendía mucho de esas cosas—. Lo que usted oye no son latidos, sino el tintineo de las condecoraciones que lleva prendidas en la guerrera.
El estudiante se puso coloradísimo; y a partir de aquel momento decidió abandonar la carrera de medicina para hacerse abogado.
Con todas estas tonterías, la noche fue pasando sin que yo encontrara a Ernesto. La aurora, que madruga tanto como los lecheros, empezó a pintar el cielo con una empalagosa luz rosada. Cansadísima de tantas emociones, me senté en una piedra junto a un grupo de viajeros relativamente ilesos. Y digo relativamente porque el que no tenía chafadas las narices como yo, estaba cubierto de rozaduras o lleno de contusiones.
—Ya está amaneciendo —comentó un hombre muy observador.
—Es verdad —corroboró un ignorante—, ya empieza a oírse el «¡guau guau!» de los gallos.
—Los gallos no hacen «¡guau guau!», sino «quiquiriquí» —le corrigió un señor que había visto mucho mundo y hablaba varios idiomas.
—Usted perdone —se excusó el ignorante—, como es la primera vez que salgo al campo, porque siempre he vivido en Madrid…
—Los que dicen «guau» son los perros —se pavoneó de su cultura el señor que había visto mucho mundo.
—Pues yo tenía un perro que decía «miau» —comentó una anciana a la que los años habían vuelto lela.
—Sería un gato —afirmó con seguridad el señor que había visto mucho mundo.
—¡Vaya usted a saber! —dijo la anciana lela—. ¿Cómo se las arregla usted para diferenciar a un perro de un gato, puesto que ambos son igualmente amigos del hombre?
—Por la forma distinta que tienen los dos animales de expresarle su amistad: el perro le muerde y el gato le araña.
Mis nervios, que con los últimos acontecimientos estaban tensos como cuerdas de violín, saltaron en pedazos al oír aquel diálogo irritante. Y prorrumpí en un ruidoso gimoteo, con gran aparato de lágrimas y convulsiones.
—¿Qué le pasa a usted? —se interesaron todos los del grupo, rodeándome afectuosos.
Entre hipos y jadeos expliqué mi situación.
—No se preocupe —intentó consolarme el ignorante—, su marido estará aplastado debajo de algún vagón, y aparecerán sus piltrafas en cuanto quiten los escombros.
—No sea usted bestia —le dijeron por lo bajo con miradas asesinas.
—¿Quiere usted que le ayudemos a buscarle? —me ofreció el señor que había visto mucho mundo, y que no desperdiciaba ocasión de ver un poco más.
—Sí, por favor —supliqué agradecida.
—¿Y cómo era su marido? —quiso saber el ignorante—. Conviene que nos lo describa, no sea que le traigamos una carroña equivocada.
—Pues es un hombre joven, alto, protésico…
—No nos diga más —cortó la anciana lela—, siendo protésico, le reconoceremos en seguida por su bien cuidada dentadura.
Y el grupo se dispersó en distintas direcciones, a la caza de mi desaparecido cónyuge. Me quedé sola esperando, protegida del rocío matinal con la toga de un abogado que encontré en una maleta reventada a consecuencia del choque. La aurora trabajó muy de prisa y pronto estuvo todo el cielo teñido de rosa. Los heridos en piernas y brazos se entretenían improvisando torniquetes con pañuelos y bastones para no desangrarse. Observé una absurda paradoja: mientras a los muertos se les cubrió con todas las mantas que pudieron sacarse de los coches-camas, los vivos tenían que soportar el frío del alba con lo puesto.
La toga del abogado me abrigaba poquísimo, pero la angustia de la espera me hizo entrar en calor. Mi pulso latía con tal intensidad, que me daba la sensación de tener un gran reloj de pulsera en cada muñeca. Poco después, alborotando con sirenas y bocinas, llegó una caravana de ambulancias que empezó a recoger rápidamente su triste carga. El pobre sol, que acababa de salir a dar su diario paseo por el cielo, procuró con su mejor voluntad alegrar un poco con sus rayos el escenario del desastre: puso falsos brillos de vida en los ojos que ya no la tenían, arrancó alegres chispazos a los hierros retorcidos y secó con su calor las lágrimas de todas las mejillas.
Al fin, cuando a fuerza de esperar empezaba a desesperar, vi que se acercaban los viajeros que tan amablemente se habían prestado a ayudarme. Traté de ponerme en pie, pero la emoción me impidió hacer uso de mis piernas.
El señor que había visto mucho mundo, se adelantó unos pasos con gesto solemne. Hubo un penoso silencio.
—¿Han… han sabido algo de mi marido? —balbucí.
Por toda respuesta, el señor que había visto mucho mundo alargó la mano y me entregó un pequeño objeto.
—¿Qué es esto? —musité examinándolo.
¡Era el diente engarzado, emblema de los protésicos, que Ernesto llevaba siempre en la solapa! Tanto la montura como el botoncillo metálico para colocarlo en la solapa, estaban espantosamente retorcidos.
—Pero… ¿y él? —logré articular, tratando en vano de dar firmeza a mi voz.
—Si su insignia quedó así —se limitó a decir el señor que había visto mucho mundo—, puede usted imaginar cómo habrá quedado él.
De este modo supe que era viuda, cuando aún no había cumplido el trámite esencial para considerarme casada.
—Enhorabuena, señora —me dijo el ignorante equivocando la fórmula de condolencia.
—Querrá usted decir «mi más sentido pésame» —le corrigió la anciana lela.
—Es verdad, ¡qué tonto soy!
—No lo sabe usted bien.
Pero yo no prestaba atención a este diálogo, porque me puse a regar con mi llanto todas las berzas tronchadas que había alrededor.