«¡TOLÓN, TALÁN…! ¡Talán, tolón…! ¡Tolón, talán…!».
Con esta interpretación escrita del tañido de varias campanas, quiero anunciar al lector que llegó por fin el día de mi boda.
—Enhorabuena —me dirá él.
—Gracias —le diré yo.
Estos acontecimientos hay que anunciarlos siempre con un poco de ruido. Y aunque dispongo de otros vocablos de mayor sonoridad (¡Cataplum! ¡Patapom!), el que expresa el campaneo me parece más adecuado en esta ocasión.
El día, a pesar de mayo, de la primavera y de tanto perendengue, fue un auténtico asquito: cielo nublado y suelo mojado. La piel del caballo del lechero brillaba con el lustre que le dio un chaparrón. Un enérgico viento serrano lamía las nubes, pero no lograba abrir brecha en ellas con sus lametones. A media mañana el viento se cansó y al marcharse él las nubes aprovecharon para soltar una andanada de agua.
—Como esto siga así en vez de casarme vestida de novia tendré que vestirme de buzo —farfullé.
Esto dará una idea del mal humor que me puso la lluvia, pues era la primera vez en mi vida que farfullaba. El verbo farfullar me ha parecido desde niña el más malsonante de toda la lengua española, y siempre procuré dominar mis nervios para no tener que utilizarlo. Pero ¿quién es la guapa que no farfulla cuando tiene que casarse bajo un cielo convertido en catarata? El paraguas, por desgracia, no está previsto en el indumento autorizado para las novias, omisión imperdonable que podría subsanarse con un paragüitas blanco, adornado con encajes y otros artísticos colgajos.
Como la boda era a las seis y esta clase de festejos no son como los partidos, que pueden suspenderse por el mal tiempo, empecé a vestirme a las tres en punto. Hice bien en empezar con tanta anticipación porque mis cuatro amigas, en su afán de ayudarme, se entorpecían unas a otras en las delicadas maniobras que requiere la preparación de una novia para el sacrificio: mientras Luisa me pintaba una uña de rosa pálido, Fuencisla me embadurnaba otra de rojo intenso; y al apreciar después la diferencia de colores, había que borrar las dos y empezar de nuevo. Tampoco llegaron a ponerse de acuerdo en el peinado que más me convenía, y anduvieron una hora tirándome de los pelos en todas direcciones.
—El rodete en la nuca te hace muy mayor.
—Y la trenza en la espalda muy pequeña.
Al final tuve que arrebatarles el peine, y con dos peinazos que me di quedé monísima.
Lo más difícil de todo fue ponerme el traje. Media hora larga anduve dentro de ese montón de telas y tules sin encontrar la salida. Después de bracear largo rato en las tinieblas, descubrí una abertura y me precipité de cabeza hacia ella, creyendo que sería el escote; pero era una manga. Y a pesar de mis esfuerzos, no logré sacar por ella el cráneo. Mis amigas, excitadas, daban gritos estentóreos para orientarme en aquel infierno de seda:
—¡Más a la derecha!… ¡Baja un poco ese brazo!… ¡Respira por la manga, que te vas a ahogar!…
Me sentía espeleólogo explorando una cueva pirenaica. Cuando al fin acerté a asomar la nariz por el escote, casi tienen que hacerme la respiración artificial.
—¡Ay, hermosa! —se alborotó Totó Alba al verme con todo el equipo—. ¡Estás hecha una perita en dulce!
A las seis en punto, con un paraguas que me prestó el propio Totó, me dispuse a salir con rumbo a la parroquia.
—Pero ¿no va a venir el padrino a recogerte en coche? —se extrañaron todas.
No quise ofenderlas explicando que Ernesto quería ocultar a su rígida familia el ambiente en que yo había vivido; por lo cual, pretextando el luto aún fresco y la sencillez de la boda, acordó que nos reuniéramos en la sacristía. De este modo se evitaba que su padre, en funciones de padrino, fuera a mi casa a buscarme. Y reconozco que hizo bien en evitarlo, porque si don José se presenta en nuestro piso y sale a abrirle Totó con las chicas, le da un patatús.
Salí, pues, con el paraguas, no sin antes despedirme de mis amigas, que soltaron la llantina de rigor en estos casos.
—¿Por qué lloráis? —traté de consolarlas—. ¿Lloráis de pena porque me caso y me voy?
—No —me contestaron a coro—. Lloramos de rabia porque no nos casamos y nos quedamos.
Creo que en la calle llamé un poco la atención porque no es corriente ver a una novia, vestida de lo suyo, andando bajo la lluvia con un paraguas. Un tranviario dio un frenazo brutal a su tranvía para que me contemplaran a gusto todos los viajeros. Un guardia detuvo el tráfico precipitadamente para dejarme cruzar. El caballo de un carro se encabritó y empezó a dar botes de carnero, derribando toda su carga. Al pasar ante una taberna, todos los bebedores se quedaron boquiabiertos y pensaron que estaban completamente borrachos. Pero, a pesar de todo, continué mi camino muy decidida. No era cosa de gastar dinero en un taxi, creo yo, estando la parroquia a seis manzanas escasas de mi domicilio.
Cuando llegué a la sacristía, le di el paraguas a un monaguillo de pequeñas orejas y grandes mocos para que lo dejara escurriendo en algún rincón. El borde de las vueludas faldas se me había mojado bastante, pero estrujé sin miramientos la zona húmeda hasta formar un charco en el suelo.
Los Colina, madres inclusive, me esperaban ya impacientes.
—Llegas con veinte minutos de retraso —me reprochó Ernesto.
—Supongo que no te habrás casado sin mí —le dije preocupada, largándole un besazo en la mejilla que espantó al sacristán.
Me decepcionó un poco ver que Ernesto vestía un sencillo chaqué, tan corto de faldones que sus colas eran rabos y gracias. Yo me figuraba que los protésicos, lo mismo que los diplomáticos, tendrían un suntuoso uniforme bordado en oro, con incrustaciones de marfil en forma de molares, incisivos y caninos. Las personas sencillas como yo, fascinadas por la docta palabra «prótesis», damos a esta carrera una jerarquía científica que por lo visto no tiene en realidad. Creemos más fácil hacer puentes sobre los ríos que sobre las caries. Y nos entristece que el único distintivo que diferencia a un protésico de un señor particular, sea un simple diente humano engarzado en una insignia para llevar en la solapa.
Gerarda y Bernarda, mientras nos avisaban para que pasáramos el altar, rezaron dos palmos de rosario con voz tan lúgubre que las avemarías me sonaron a responsos. Don Rodolfo, que había tenido la gentileza de arriar la bandera roja en la copa de su carricoche, se había quedado dormido con la chistera puesta.
—¿Cómo es posible que duerma a estas horas? —pregunté a los Colina, madres inclusive.
—También dormirías tú si te hubiesen dado como a él diez tabletas de narcótico —me contestaron—. ¿Crees que íbamos a correr el riesgo de que empezara a cantar La Internacional y a dar vivas al amor libre en plena boda?
Cuando ya empezábamos a ponernos nerviosos y a decirle al sacristán que si iban a tardar mucho ya volveríamos otro día, un monaguillo nos anunció que el señor cura párroco nos esperaba en el altar mayor para echarnos las bendiciones.
—Dense prisa —nos aconsejó el mocito con faldas coloradas—, porque esta parroquia es de mucho movimiento y aún tenemos que despachar, además de la boda de ustedes, un bautizo y un entierro.
Don José, en funciones de padrino, me agarró por un brazo y salimos los dos de la sacristía a trote largo. Detrás, a una distancia de diez segundos cuatro quintos, trotaron también Ernesto y una de sus madres hacia la meta del reclinatorio colocado en el centro del templo.
—¡Vamos, rápido! —nos espoleaba por lo bajo el sacristán—. La boda de ustedes es de tercera, y deben aprovechar antes de que se disipe el aroma a incienso de la boda anterior.
Antes de iniciarse la ceremonia, cuando todos habíamos ocupado nuestros puestos, salieron dos monaguillos con sendos cucuruchitos en la punta de un palo y redujeron la iluminación del altar apagando dos velas sí y una no.
—Como la boda es de tercera —remachó el sacristán—, tenemos que suprimir dos tercios de las luces.
Y de un enérgico tirón me quitó de debajo de las rótulas una almohadilla de terciopelo que adornaba el reclinatorio, a la cual, por lo visto, tampoco teníamos derecho por el módico precio que habíamos pagado. Pero a mí no me importaban esos detalles: sabía que el vínculo matrimonial tiene la misma validez con encuadernación de lujo que encuadernado en rústica.
El señor cura párroco se nos acercó para administrarnos el sacramento, y al ver su rostro experimenté la primera emoción de aquella tarde memorable. Tenía unas facciones de dulzura comparable a la de los apóstoles que vi de niña en los grabados de la Historia Sagrada. Delgado sin llegar a flaco y bajito sin llegar a enano, era tan inmensa su grandeza de alma que no se advertía su insignificancia física. Sus ojos eran grandes y negros. Su voz era pequeña e incolora. Y su coronilla sacerdotal batía todos los records de diámetro; pero esta última ventaja sobre los otros párrocos no la obtuvo por una mayor santidad de su espíritu, sino por una absoluta calvicie de su cráneo.
El reverendo don Hipólito era tan bondadoso que, en lugar de «Don», daban ganas de llamarle «San». Más de medio siglo llevaba al frente de aquella parroquia y se jactaba de haber ungido con los óleos de la Extremaunción a muchos de sus feligreses que él mismo chapuzó en las aguas del Bautismo. Un ligero cálculo bastará al lector para comprender que don Hipólito había rebasado la época de la senectud y que estaba viviendo, más allá de toda lógica, esos años de propina que yo llamo «la edad milagrosa». Porque de milagro puede calificarse el hecho de que un ser humano siga funcionando a los ochenta, cuando la casa constructora sólo garantiza su funcionamiento hasta los sesenta y tantos,
A «la edad milagrosa», sin embargo, no se llega jamás sin taras, y a nadie debe extrañarle que don Hipólito tuviese también las suyas. Las taras de don Hipólito sólo eran dos, pero bastante graves por cierto: la primera consistía en una miopía parcial, y la segunda en un despiste total. Ambas, unidas, le creaban una serie de menudos conflictos en el desempeño de su ministerio eclesiástico, que sus acólitos procuraban remediar para que no llegasen a oídos del señor obispo. Pero muchos llegaban, por desgracia, porque la parroquia de don Hipólito abarcaba un barrio muy populoso y los actos religiosos se sucedían en ella sin interrupción, dándole constantes ocasiones para sus involuntarias meteduras de pata.
Aquella tarde, sin ir más lejos, como le habían advertido que aún faltaba un entierro, un bautizo y una boda, nos miró con sus ojos tan angelicales como miopes y entonó un lúgubre «De Profundis».
—¡No, don Hipólito! —le susurraron los monaguillos dándole tironcitos de la capa pluvial—. ¡Esto no es el entierro!
—Perdonad, hijos míos —se apresuró a rectificar el buen párroco entornando los ojos para vernos mejor. Y cambiando su entristecido gesto funerario por una risueña sonrisa, nos dijo—: ¿Dónde está el neófito?
—¿Qué neófito? —preguntó Ernesto, extrañadísimo.
—El nene que desean bautizar —aclaró el santo y despistado varón.
—Nosotros no tenemos ningún nene —balbucí enrojeciendo hasta los dedos gordos de los pies.
—¡No, don Hipólito! —tornaron a susurrar los monaguillos con nuevos tironcitos a su capa—. ¡Esto no es el bautizo, sino la boda!
—Perdonad, hijos míos —corrigió el anciano con una bondadosa sonrisa de disculpa—. Aunque mis ojos ya son débiles, mi olfato aún es firme. Y debí figurármelo por el olor. He aprendido a distinguir las bodas de los bautizos por los perfumes característicos de ambas ceremonias: las bodas huelen al azahar que trae la novia, y los bautizos al pis que trae el niño.
Dicho esto, empezó a soltar dulcísimos latines hasta que nos casó del todo. Para ahorrarles la descripción del encuentro, que resultó más bien monótono porque el juego de los dos fue muy igualado, les diré sencillamente el resultado final: empatados a uno. Yo marqué un «sí» en el primer tiempo, y Ernesto otro en el segundo.
—¡Hurra! —gritó un testigo deportista cuando se produjo el empate, tirando su chistera al aire.
Después nos anillaron a los dos sólidamente, para que no nos escapáramos, y la fiesta terminó con un plato musical guisado al órgano. Hubo cierto error en el guiso debido a que el organista era tan viejín y distraído como el propio don Hipólito; y en vez de servirnos la Marcha Nupcial de Wagner, nos sirvió la Marcha Fúnebre de Chopin. Pero como no había oído nunca ninguna de las dos, no noté la diferencia; y la Fúnebre me pareció una marchita muy alegre y muy marchosa.
Firmamos en la sacristía unos papelitos («Vale por toda la vida»), abrimos el paraguas y nos fuimos los dos bajo la lluvia saltando muy contentos por la acera, de losa en losa, sin pisar raya. Dejamos al padrino con la palabra en la boca, y a las madrinas con la lágrima en el ojo.
He dicho ya que llovía. Pero aunque me molesta repetirme, tengo que volver a decirlo porque continuaba lloviendo cuando fuimos a coger el tren poco después. (La Naturaleza no tiene imaginación y sólo ha sido capaz de inventar dos o tres fenómenos meteorológicos, de los que abusa hasta resultar aburridísima).
—¿Quiere mozo? —me dijeron al entrar en la estación.
—No, gracias: ya tengo uno —contesté ruborizada mirando a Ernesto.
Aunque yo no había viajado casi nunca —mi único viaje lo hice de niña para asistir a la agonía del tío Cuacuá—, quise aparentar que no era una novicia de la vía férrea. Y como mis flamantes maletas recién adquiridas me delataban, las disfracé pegando en ellas todas las etiquetas que pude hallar. No eran de grandes hoteles extranjeros como yo hubiera querido, pero tenían vistosos colorines y bonitos rótulos que desde lejos hacían el mismo efecto. Yo misma las despegué cuidadosamente de las latas de conserva que comprábamos en casa, distribuyéndolas con mucho arte sobre el cuero nuevo de mi equipaje. Había que fijarse atentamente para ver que en aquellas etiquetas ponía «Sardinas en aceite Patachín», «Mermelada Chupadedos», «Atún escabechado Mouriña», «Galletas surtidas Pequeñajo», y cosas así. A diez metros de distancia, contando con que tuve buen cuidado de pegar todos los letreros al revés, la etiqueta de un bote de tomates parecía la del «Palace de Bombay». Y eso me daba un aire de globe-trotter que se había trotado todo el globo.
Las locomotoras, en el gran establo de la estación, mugían mansamente. Algunas, antes de salir a corretear por el campo, reponían sus fuerzas rumiando grandes bocados de carbón.
—¡Quieta, Generosa! —gritó un ferroviario a una locomotora berrenda y muy brava, que resoplaba inquieta en su andén. Y propinó a la gigantesca res metálica unos cachetitos en el flanco de la caldera al tiempo que añadía—: No te impacientes, rica: en seguida saldrás para Bilbao.
A nuestra locomotora, como íbamos a la costa mediterránea, le habían puesto en el cuello de la chimenea un gran collar de naranjas. El «coche-cama» que nos correspondió era el último del convoy y Ernesto, antes de subir en él, fue a comprobar si estaba bien amarrado al vagón anterior. (Las personas que no tienen costumbre de viajar, temen siempre que se hayan olvidado de enganchar su vagón y que se vaya el tren dejándolas allí).
—¿Y a estas literas tan estrechucas se atreven a llamarlas «camas»? —critiqué al ver nuestro departamento.
—Es que si pusieran camas de matrimonio, sólo cabrían tres parejas en cada vagón.
Alguien debió de clavar un pincho a la locomotora, porque la pobre lanzó un pitido de dolor y salió corriendo arrastrando al tren completo.
—¡Vida mía! —me llamó Ernesto cuando salimos a campo abierto.
—¿Qué? —respondí un poco sorprendida de que me llamara en voz alta estando tan cerca.
—¡Mi tesorito! —volvió a decir en el mismo tono, aproximando su boca a mi oreja como si yo fuera sorda.
—¿Qué quieres? —empecé a impacientarme.
—Nada, córcholis —se amoscó—. Son simples calificativos cariñosos que te aplico en el paroxismo de mi amor por ti; no un aviso para que escuches algo que piense decirte a continuación. Cada piropo es autónomo y debes corresponder a él con otro equivalente.
Le dije que bueno, y estuvimos un rato cogidos de la mano jugando a eso: cuando él me llamaba «paloma», yo le llamaba «pichón». Mi parte en el juego era la más cómoda, porque yo no tenía que inventar los adjetivos: me limitaba a devolverle, puestos en masculino, los que él me decía en femenino.
Pero al poco rato, a Ernesto se le agotó el repertorio de ternezas. Hubo un silencio embarazoso, cortado afortunadamente por la campanita anunciadora de que podíamos pasar al «coche-restaurante». Fuimos hasta él correteando por los estrechos pasillos, dando grititos de susto en las movedizas pasarelas de los fuelles que separan los vagones.
Cenamos frente a frente en una mesita de dos plazas, triturándonos los pies recíprocos por debajo, en apasionados pisotones de cariño. Entre sorbo y sorbo a la taza de consomé, Ernesto fue hilvanándome un collar de requiebros. Encontró acertadas comparaciones poéticas a mis orejas (caracoles de nácar), a mis labios (rubí redondo partido de un hachazo), a mis cabellos (allí estuvo más flojo: los comparó con los pelos dorados que le salen a la mazorca de maíz), a mis caderas (ánfora etrusca, o algo así) y a mi cuello (columna de alabastro para sostener el templo de mi cabeza). Pero al llegar a mis ojos, se le acabó el resuello retórico:
—Tus ojos son verdes como… como… —se atascó al no encontrar la imagen justa.
—¿Como el cielo? —quise ayudarle.
—El cielo no es verde, encanto.
—Entonces, como el mar.
—El mar es demasiado grande. No es que tus ojos sean pequeños, entiéndeme, pero tampoco hay que exagerar.
En aquel momento el camarero nos sirvió un plato de espinacas, feliz circunstancia que proporcionó a Ernesto una comparación para el color de mis ojos, poco lírica quizá, pero bastante exacta.
A medida que se acercaba el instante de regresar a nuestro departamento, nuestras miradas eran más largas y nuestras palabras más cortas. Al llegar al postre, sólo abríamos la boca para introducir en ella los pedazos de manzana. Yo, sintiéndome un poco Eva, le di a mi Adán un trozo de la que me había servido.
El tren corría perforando las tinieblas. Sólo la luz de alguna pequeña estación, al cruzar como una estrella fugaz por la negrura de la ventanilla, nos daba de tarde en tarde una referencia visible de la velocidad.
Ernesto pagó la cena dejando en el platillo seis pesetas de propina —un día es un día—, y volvimos a nuestro vagón. En el departamento, el sofá diurno se había transformado en dos camas superpuestas.
—¿En cuál vas a dormir tú? —pregunté ingenuamente a mi marido—. ¿En la de arriba, o en la de abajo?
—Eso ya lo decidiremos después —contestó con tremenda cara de pillín—. Como el departamento es tan pequeño, entras tú primero a prepararte. Y avísame cuando ya estés acostada.
Entré y cerré la puerta, mientras él se quedaba en el pasillo fumando muy nervioso. Sólo entonces me di cuenta de que mi corazón latía apresuradamente.
«Rosita —me dije—, se acerca un momento cumbre de tu vida».
Con mano trémula me llevé las manos al cuello, y empecé a desabrochar el primer botón de mi vestido…