ES UNA LÁSTIMA que los libros sean unos bloques de papel blanco e inodoro. Si tuviesen olor y color, como los quesos y los pasteles, esta página sería sonrosada como el rubor de una mejilla adolescente, y exhalaría al abrirla un tenue perfume a flor de azahar. Es probable que la página, con tantos perifollos, resultara bastante cursilona y hasta un poco repugnante. Pero en vísperas de una boda, toda cursilería es lícita por empalagosa que sea.
Aunque el blanco no me favorece nada porque siempre fui paliducha, tuve que hacerme un traje de novia como es debido, cosiendo y plisando media hectárea de tela impoluta.
—Tendrás que llevar un velo por la cara —me dijo Luisa.
—¿Para qué? ¿Tú crees que en la iglesia habrá mosquitos?
Pero aunque no era probable que los hubiese, cargué también con el velo para no andar discutiendo. Unos gramos más de impedimenta, al fin y al cabo, no hacen doblar las piernas ni a la novia más enclenque.
A Totó Alba, que se había peleado con su conde porque andaba flirteando con un marqués, se le abrió la boca un palmo cuando me probé el vestido en casa.
—¡Ay, señorita! —celebró llevándose los dedos a los labios en forma de capullo—. Si en vez de verla yo la viese un hombre, diría que está usted como para comérsela.
La verdad es que el uniforme de novia me sentaba de maravilla. En él me gasté mis últimos ahorros, tan celosamente guardados en el Banco Colchón, pero tuve la astucia de impedir que cortaran la tela: todo el traje se hizo sin un solo tajo, sujeto con jarretones y dobladillos, con el fin de que pudiera deshacerlo después de la ceremonia y convertirlo en visillos y manteles. Por muy manirrota que sea la novia, siempre da rabia desperdiciar tanto tejido para decir a un señor un escueto «sí».
En casa de Ernesto hubo también mucho revuelo en la semana que precedió al día diecisiete. Los varones anduvieron de cabeza sacando las costuras de sus viejos chaqués y revolviendo los armarios en busca de sus apolilladas chisteras. Las hembras, por su parte, no dieron tregua a la aguja para poner al día sus atuendos de gala demodés.
El nerviosismo que toda boda trae consigo, hizo estallar en el seno de la familia Colina una serie de disputas tormentosas: el abuelo, por ejemplo, dijo que un rojazo como él no podía usar una prenda tan capitalista como el sombrero de copa, y que no se lo pondría para asistir al enlace.
—¿Qué llevarás entonces en la cabeza? —le preguntaron.
—Me pondré un pañuelo rojo.
Tardaría una página en describir el pánico que se pintó en todos los rostros. Mientras Gerarda y Bernarda lanzaban un simultáneo grito de horror, los parientes masculinos, indignados, se precipitaron sobre el hereje pretendiendo volcarle el carricoche. Pero el respeto a sus canas por un lado y el puñetazo que le propinó al primer asaltante por otro, los contuvo. Comprendiendo que nada conseguirían a la fuerza, intentaron convencer por las buenas al anciano testarudo.
—Pero ¿no comprendes que con un pañuelo rojo en la cabeza parecerás una aldeana? —razonó don José.
—¡Pareceré un pionero de la Revolución de Noviembre!
—Querrás decir de Octubre.
—¿Qué más da? En Rusia ha habido revoluciones todos los meses del año.
—Anda, sé bueno —le suplicó su hijo—. Si desistes de ese proyecto absurdo, te prometo que desde hoy, en vez de llamarte «papá», te llamaré «padrecito», como a Stalin.
Aquello pareció ablandarle un poco, gracias a lo cual pudo llegarse a una fórmula mixta: don Rodolfo se pondría una chistera, pero llevaría debajo el pañuelo colorado para tranquilizar su conciencia.
La más grave de todas aquellas broncas leves fue la que planteó el problema de la madrina. Como yo no tenía madre y esas cosas no se improvisan, era natural que la madrina de boda fuese la mamá del novio. Pero en el caso de Ernesto surgía un dilema peliagudo: ¿cuál de sus dos madres debía ostentar el madrinazgo? ¿Gerarda o Bernarda? ¿Bernarda o Gerarda? Ambas tenían idénticas prerrogativas. Ambas eran, como quien dice, las madres del cordero. Y ninguna de las dos quería ceder a la otra aquel puesto de honor en la boda del compartido retoño. Por vez primera desde la Clínica de Maternidad, donde firmaron un pacto de no agresión, discutieron con violencia rayana en el tortazo. Antiguas y diminutas rencillas mutuas que las dos se ocultaron siempre para facilitar su convivencia, salieron a relucir con miras a inclinar favorablemente la equilibrada balanza de sus méritos individuales.
—Yo tengo más derecho a amadrinarle que tú —gritaba Gerarda—, porque tú le cantaste de pequeño una «nana» menos que yo.
—¿Cómo lo sabes? —desafiaba Bernarda poniéndose en jarras, chulapona.
—Porque llevaba la cuenta de todas las «nanas» en un cuadernito, para que no me saltaras el turno.
—Bueno: puede que tú le cantaras una más, pero yo se las cantaba mejor.
—No mejor, sino más fuerte. Le pegabas tales berridos, que le produjeron una otitis supurada.
—¿Berridos yo, que siempre tuve una voz preciosa de contralto?
—Más que de contralto, la tienes de contrabajo.
El propio Ernesto tuvo que intervenir para que no terminasen luchando a moño partido.
—Puesto que las dos tenéis el mismo derecho —propuso—, ¿por qué no lo echáis a cara o cruz?
—¡Ni hablar! —rechazó Gerarda—. Bernarda me ganaría, porque tiene mucha más suerte que yo. Prueba de ello es que siempre me gana cuando jugamos al julepe.
—Porque juego mejor que tú. El julepe no es cuestión de suerte, sino de talento.
Rechazado el azar como árbitro del pleito, Ernesto pensó otra fórmula:
—Entonces sed las dos mis madrinas, y os daré un brazo a cada cual al entrar en la iglesia.
—¡Qué horror! —intervino el abuelo con una risita maligna—, parecería que ibas detenido por una pareja de la Guardia Civil.
—Eso sería lo de menos —rechazó Gerarda, iracunda—. Lo malo es que el Derecho Canónico prohíbe la duplicidad madrinal. La madrina puede ser todo lo gorda que se quiera, eso sí, pero una nada más.
—En ese caso —sugirió don José con astucia—, podéis meteros las dos en un traje muy grande y pasar por una sola.
—Se nos notarían al andar las cuatro piernas.
—¿Y qué necesidad tenéis de usar las cuatro piernas para recorrer un trayecto tan corto? Andáis a la pata coja, ocultando las dos restantes bajo la falda, y asunto concluido.
—Pero siempre se verían nuestras dos cabezas.
—Eso sí; pero una persona con dos cabezas no es una cosa que llame mucho la atención.
Hubo que abandonar también esta idea, pues mis futuras suegras confesaron avergonzadas que ellas no sabían andar a la pata coja. Fue una pena, porque el proyecto de hacer una sola madrina con dos cuerpos, como esos caballos que se hacen en el circo con dos payasos, resolvía el conflicto estupendamente. Al fin, a regañadientes, tuvieron que conformarse con dividir el papel a partes iguales: una ocuparía el puesto de madrina al entrar en el templo, y la otra al salir.
También yo discutí con Ernesto cuando concretamos los pormenores de nuestro viaje de novios. Habíamos decidido de común acuerdo ir a una playa del Mediterráneo, que era donde quería ir yo. De común acuerdo también, elegí una playa modesta.
—En las playas importantes —razoné— cobran por sentarse en ellas como si las arenas fuesen auríferas. Y los hoteleros son moscas que acaban en pocas horas con la miel de todas las lunas.
Pero Ernesto, que siempre fue algo rácano, quiso aprovechar mi actitud ahorrativa para economizar también en el medio de transporte que nos trasladaría hasta allí:
—¿Y si en vez de ir en «coche-cama» fuésemos en «coche-silla»?
—Pues, hijo: para ese viaje, no valía la pena haberle puesto una vela a San Onofre pidiéndole que se muriera tu tío. Prometiste que, si se moría, iríamos en sleeping-car.
—Pero como el viaje lo haremos en la noche de bodas, y en esas noches se acostumbra dormir poco…
Me puse terca y no me dejé convencer:
—O vamos en «coche-cama», o no salimos de Madrid. Elige lo que más te guste: o pasamos la noche en un tren sobre cuatro ruedas, o la pasaremos en un hotel sobre cuatro patas.
Optó por las cuatro ruedas, aunque refunfuñando. Pero yo no hice caso de sus refunfuños.