SI LOS LIBROS tuvieran música de fondo, este capítulo empezaría con un suave canto de violines para expresar la felicidad que sentí al ser presentada oficialmente a la familia de Ernesto. Pero como no se han inventado aún los libros sonoros, se quedan ustedes sin concierto. Lo siento.
Vivían los Colina en un viejo primer piso de una calle estrecha de hombros. La casa, quitando unas grietas que cruzaban su fachada como navajazos en un rostro, tenía empaque señorial. A pesar de los años transcurridos desde que se construyó, había conservado todo el sabor del siglo XIX. Lo malo era que conservó también todo el olor, cosa que ya no resultaba tan bonita porque la escalera olía a guisos rancios y fritangas que habían sobrado del siglo anterior.
Pese a los ánimos que me infundió Ernesto en el camino, yo iba más nerviosa y colorada que Caperucita cuando fue a la casita de su abuela. Y la cosa no era para menos, reconózcanlo, porque no se va todos los días a la casa de un protésico diplomado. Son pocas las mujeres de clase humilde que tienen ese honor, lo cual justifica con creces mi agitación. Hasta mis compañeras, cuando supieron que iba aquella tarde a la casa de un protésico diplomado, se quedaron ojiabiertas y me dijeron incrédulas:
—Pero ¿vas a ir de veras a la casa de un protésico diplomado?
Y me explico perfectamente su asombro porque las pobres, de origen tan humilde como el mío, no habían pisado jamás la casa de un protésico diplomado; y lo que es más triste aún, no era probable que la pisaran en toda su vida.
—Si te casas con él —me explicó Fuencisla—, nos regalarás una dentadura de repuesto a cada una, por si algún día nos caemos y nos partimos la boca.
Lola quiso prestarme su escapulario de San Onofre para que me ayudara en tan delicado trance, pero yo lo rechacé porque siempre he respetado a los santos y me parecen irreverentes todas esas personas que los emplean para buscar una sortija extraviada o para cazar un novio remolón, como si los santos fueran detectives.
Toda la familia de Ernesto me esperaba con los brazos abiertos, postura que me hizo pensar erróneamente que estaban haciendo gimnasia. Me recibieron en una salita de estilo Renacimiento, que por la vetustez de sus muebles más parecía de estilo Decadencia. Había algunos señorones retratados en las paredes, con uniformes que les hacían parecer barítonos de ópera.
Conté en total dieciséis cabezas de parientes, apelotonadas en grupo compacto como en las fotos de los banquetes.
—Ésta es mi madre —me explicó Ernesto señalando una figura rechoncha situada en el centro del grupo.
—Pues parece tu hermana —adulé para causar buena impresión.
—Y aquélla —señaló él a otra señora más esbelta que estaba junto a un tío— también es mi madre.
Aunque aquello me pareció un poco raro, seguí dando coba sin perder el aplomo:
—¡Qué familia tan lujosa, chico! ¡Hasta tienes madre de repuesto!
—No es eso —me explicó mi novio—, es que yo nací en una de esas grandes Clínicas de Maternidad, donde los niños que van naciendo se colocan todos juntos en una sala aparte de sus madres. Y a fin de mes, cuando todas las mamás están repuestas de sus entuertos, se les da a cada cual su criatura para que se vayan a casa. Cuando se hizo el reparto en el que yo estaba incluido, fueron entregando a todos los demás y quedé el último en el «nido». Y cuando me llevaron a la sala de parturientas para entregarme a mí también, la enfermera vio con estupor que quedaban dos madres para un solo niño. Las dos, como un solo hombre, tendieron sus brazos para apoderarse de mí.
»—¡Es mío! —gritó una.
»—¡Nada de eso! —aulló la otra—. ¡Es mío!
»—Pues ¿dónde está el mío entonces?
»—Se habrá echado a perder.
»—¡El que se habrá perdido es el suyo, rica! ¡Éste tiene los mismos ojos que mi marido!
»—¡Y la misma barbilla que el mío!
»La disputa se agriaba en perjuicio de mi integridad física, pues ambas tiraban de mí en distintas direcciones amenazando desgajarme los muslitos. Intervino el director de la Clínica, el cual puso cara salomónica y dijo con solemnidad:
»—Pues tendrán que arreglárselas las dos con éste, porque es el único que nos queda. No es la primera vez que sucede una cosa así. Como la casa es tan grande y los niños tan pequeños, siempre se pierde alguno. ¡Las enfermeras son tan manazas!…
»Como ninguna estaba dispuesta a marcharse con las manos vacías, decidieron que yo fuera de las dos y criarme al alimón. Una de ellas había enviudado un mes antes del parto, circunstancia que facilitó notablemente esta componenda familiar. Porque un chico puede ser, sin avergonzarse, hijo de dos madres. Lo que no puede tener, de ningún modo, es un par de padres.
»A mí, como puedes imaginarte, el error de la Clínica me favoreció porque me junté con una pareja de mamás afectuosísimas, que me han mimado siempre por partida doble. Sin contar que me crié más hermoso que un cordero, al duplicarse el número de surtidores lácteos que abastecían mi estómago. Y como ambas mamás tienen un carácter dulcísimo y se llevan muy bien, todos hemos sido muy felices.
—Lo comprendo. ¡Vaya momio!
Aparte de las madres, que se llamaban Gerarda y Bernarda, respectivamente, Ernesto tenía un padre, un abuelo, unos cuantos hermanos de ambos sexos, tres cuñadas, cuatro tíos y dos primos. Tanto los tíos como los primos eran carnales, de ésos que cuando se mueren tienen derecho a un poco de llanto y un mucho de luto. Mi prometido, como puede verse, no se privaba de nada. Es cierto que su padre no valía gran cosa —era tan miope que los ojos le chorreaban dioptrías—, y que el abuelo tenía una parálisis progresiva que no paraba de progresar. Pero más valen pachuchos vivos que sanitos enterrados.
Toda la familia estuvo muy cariñosa conmigo. Las mujeres me dieron muchos besos y los hombres algunos azotitos. Uno de los tíos, que debía de ser el más carnal de todos, me atizó un pellizco en la cintura que por poco me taladra la faja.
El Colina padre, que atendía por José y su derivado Pepe, era bigotudo y parlanchín como un napolitano. Tenía la cabeza en forma de pera, rematada por un mechón de pelo erguido en el centro de la calva que semejaba el pedúnculo del fruto. Comerciante avispado y emprendedor, se arruinó varias veces por emprender tonterías. Una de ellas, la mayor imbecilidad de toda su vida, fue la que cometió en su juventud: abrir una carnicería en la calle del Pez. ¿A quién se le ocurre pretender vender chuletas en una calle donde la gente sólo espera encontrar besugos? ¡Grave torpeza, comparable a la que cometió el Partido Republicano instalando sus oficinas en la Plaza del Rey! La carnicería quebró ruidosamente y don José, perseguido por los acreedores, tuvo que huir a Francia en un vagón de ganado, con billete de ternera. Nunca olvidaría las horas de angustia que pasó agazapado entre las vacas del vagón teniendo que decir «¡múúú!» de vez en cuando para pasar inadvertido. Vivió pobremente en París limpiando teclas de piano, trabajo durísimo, pues debe hacerse con un cepillo de dientes y los teclados son mucho mayores que las dentaduras. Rehízo después su vida con fructíferos cambalaches, y podía enorgullecerse de haber dado a su hijo la carrera de protésico.
Una cuñada de Ernesto muy refinada, que debía de fumar tabaco egipcio porque su aliento olía a camello, aprovechó una fisura en la conversación general para decirme que su padre era conde.
—¿Cómo consiguió el título? —me interesé siguiendo mi labor cobista.
—Un tatarabuelo nuestro acertó doce resultados de las batallas que se celebraban el domingo.
—¡Qué lástima! —me afligí—. Si llega a acertar trece, le hubieran hecho marqués. Y acertando los catorce, duque.
A esa cuñada tan linajuda la pusieron de mote la Avícola, porque siempre decía que ella se acostaba con las gallinas y se levantaba con los gallos.
—Menos mal —comenté—. Peor sería que lo hiciera al revés.
El más carnal de todos los tíos, el autor del cariñoso pellizco, era un anciano cuya decrepitud no estaba en consonancia con el vigor de sus dedos.
—Pues ahí donde le ves —me dijo Ernesto—, es un conquistador.
—Por lo viejo, será de los que conquistaron América —le respondí.
Fijándome mejor en aquel tío, observé un fenómeno que me extrañó: su calvicie era casi absoluta, pero llevaba unos pelos alrededor, suspendidos en el aire misteriosamente. Esos pelos, aunque no tenían ningún contacto con él, le seguían a todas partes como si realmente estuvieran ligados a su persona. Mi novio me aclaró el misterio:
—Es que usa un específico que evita la caída del cabello: evita que se caiga al suelo, pues queda en el aire a medio camino.
—Algo es algo.
Las madres de Ernesto, pasado el rato de conversación protocolaria, me apartaron del grupo para entablar conmigo un diálogo más íntimo. Tanto Gerarda como Bernarda eran maduras afables que frisaban en el medio siglo, empaquetadas en sobrias toquillas y con moños enhiestos en la cocorota. Pertenecían a esa noble raza de mujeres caritativas que siempre llevan en la faltriquera un caramelo para el niño propio y una limosna para el pobre ajeno.
Sentada entre las dos en un sofá, cuyo respaldo estaba protegido de brillantinas y caspas con estratégicos tapetes, me contaron pormenores de la vida del hijo que amaban a medias.
—Puesto que vas a casarte con nuestro Ernesto, si Dios quiere y el tiempo no lo impide, te interesará conocer detalles de su infancia —empezaron las dos al mismo tiempo, rivalizando en la velocidad del parloteo.
Supe entonces de sus labios, con cierto estupor, que mi novio había sido destetado muy recientemente, poco después de cumplir los veinte años.
—La culpa fue nuestra —confesaron Gerarda y Bernarda— porque entre las dos le teníamos muy enmadrado. Y como aparte del enmadramiento teníamos las dos una leche muy rica, no había forma de que nuestro nene renunciara al chupen.
Esta prórroga excesiva de la crianza, según decían ellas mismas, creó una situación bastante incómoda a la familia Colina con sus amistades. Y se comprende, ¡qué caramba!: por tolerante que sea un amigo, tiene que chocarle a la fuerza el espectáculo de todo un estudiante de prótesis tumbadito en brazos de sus mamás, merendando por succión como un rorro sin media bofetada. Y el contraste era mayor aún porque aquel zángano, al terminar su merienda, se metía un espléndido cigarro habano en la boca, a guisa de chupete.
¡Cuántas veces a la hora de la cena, al volver Ernesto de una jornada agotadora en la Escuela Superior de Prótesis, se acercó con apetito a una de sus madres y dijo sencillamente!:
—Mamá, teta.
—Debemos ser enérgicas —decía Gerarda a Bernarda, y viceversa—, el chico está a punto de hacer el servicio militar. Y sería muy azorante tener que pedir en el cuartel un permiso, al oficial de guardia, para darle de mamar al recluta Colina.
—Si sólo fuera eso, bueno —replicaba la otra—. Lo malo sería que en el sorteo le tocara África, y tuviéramos que ir a Tetuán cada tres horas.
Para cortar radicalmente su afición pectoral, Gerarda y Bernarda probaron a ocultarse en los más recónditos escondrijos de la casa a las horas de nutrir al vástago. Pero el nene grandullón, espoleado por el hambre, registraba enfurecido todos los rincones hasta encontrar a una de las dos. Y entonces, entreabriendo los labios con glotonería, musitaba:
—Mamá, teta.
—¿De veras no te apetece más un buen plato de judías con chorizo? —sugería la madre capturada, que no quería dar su teta a torcer—. Te advierto que una fabada fuertecita desteta de sopetón al mamoncillo más pertinaz.
Pero Ernesto no se convencía y continuaba chupa que te pego. Varias amigas de aquellas madres sin voluntad, vecinas de reclinatorio en la novena de Santa Rita —patrona de lo que se da no se quita—, les daban consejos desinteresados para ayudarlas a resolver aquel conflicto:
—Pónganse un poco de acíbar en la zona del chupen —recomendaba una—, y verán cómo suelta el asunto haciendo pucheritos.
—No creo que dé resultado —dudaba una escéptica mirando al bigotudo bebé con ojos expertos—. Teniendo en cuenta el tamaño del crío, en vez de acíbar tendrían que ponerle una bayoneta.
—Tampoco estaría mal que se pusieran unas alambradas en el escote, para que se clavara los pinchos en el morro al intentar el asalto al busto —opinaba la esposa de un militar.
—Yo, a mi Jaime —intervenía una robusta del comercio—, lo desteté atizándole una tanda de coscorrones contra el pico de una mesa.
—Pues a mi Carlines, que en paz descanse, tuvimos que meterle la cabeza en un barreño de agua fresca.
—¿Cuánto tiempo?
—Media hora.
—Se ahogaría.
—Por eso digo que en paz descanse.
Gerarda y Bernarda, sin embargo, eran demasiado blandas para poner en práctica procedimientos tan draconianos. Y esperaron con paciencia a que su hijo repudiara voluntariamente la nutrición maternal, convencidas con razón de que así se criaba más sanito. ¡Y tanto! Ernesto, gracias a la transigencia de sus progenitoras, era de una robustez poco común en el gremio de ingenieros bucales. Y jamás tuvo ni un insignificante moco que entorpeciera sus vías respiratorias.
Cuando Gerarda y Bernarda se disponían a contarme lo mucho que sufrieron las dos al parir a su nene, se oyó un gran estrépito en el pasillo seguido de un nítido «pataplaf».
—¿Qué ha sido eso? —pregunté asustada.
—Lo de siempre —me explicó Ernesto sin inmutarse—, el coche del abuelo, que habrá chocado al tomar una curva.
—¡Claro que he chocado! —bramó el abuelo, irrumpiendo en la salita a gran velocidad, en su silla de ruedas—. ¿Cuándo os decidiréis a poner señales de tráfico en ese maldito pasillo? En el cruce de la cocina, como no hay ninguna indicación, me llevé por delante a la doncella, que salía con una pila de platos.
—Es que conduces como un loco, papá —le amonestó don José—. A ochenta metros por minuto, es natural que te ocurran desgracias. Voy a tener que ponerte una multa por exceso de velocidad.
—¿Y qué culpa tengo yo de que los peatones seáis tan torpes? Yo siempre voy por mi derecha y tocando la bocina.
Y dando media vuelta con asombrosa pericia, el abuelo desapareció rápidamente por el pasillo, camino de su habitación. La familia lanzó un suspiro de alivio. Muy lerdo había de ser para no darse cuenta de que todos se avergonzaban de tener un abuelo tan absurdo. Varios miembros de la familia, acaudillados por la cuñada condesa, conspiraron muchas veces para deshacerse de él enviándole a un Asilo de Ancianos Cascarrabias. Pero don José, que a pesar de su cabeza en forma de pera tenía buen corazón, se oponía siempre con estas palabras:
—No puedo permitirlo: al fin y al cabo, es mi padre de toda la vida.
El abuelo compensaba su parálisis de cintura para abajo con una gran agilidad de cintura para arriba. Se llamaba Rodolfo, como tantos señores del siglo XIX, aunque él prefería que le llamaran Iván. Porque, además de habilísimo conductor de silla de ruedas —en 1927 ganó la Carrera Internacional para Carricoches de propulsión a mano—, era comunista. Así, como suena. Su comunismo, además, no se limitaba a levantar el puño cerrado con cara de preguntarle a la gente: «A ver si adivinas lo que tengo escondido en esta mano». No, ni mucho menos: Rodolfo era un comunista virulento, a cuyo lado el propio Lenin parecía un señor de derechas.
Ésta fue la rareza del abuelo que más me sorprendió, porque es rarísimo encontrar en el mundo viejecitos revolucionarios. La revolución, por ser cosa de alboroto y mucha bulla, es propia de gente joven. Con los años la sangre se enfría, y las ideas avanzadas que hirvieron en los años mozos van cuajando con el enfriamiento hasta convertirse en un flan conservador. El hombre que a los veinte años le sacaría los hígados a un capitalista, a los treinta le sacaría el apéndice nada más, cobrándole por la operación una buena factura. Y a los cuarenta, sólo se atrevería a cortarle las uñas respetuosamente. A medida que avanza la edad, la fogosidad disminuye. Los partidos extremistas sirven en política para descongestionar el ímpetu de los muchachos exaltados. Son válvulas de escape, por las cuales se evaporan esos bellos ideales de fraternidad impuesta a palos que sueñan los jóvenes cuando les sobra energía y les falta trabajo. Con los años, sin embargo, desciende en todos los pulsos la fiebre revolucionaria. Con las primeras canas, el afiliado deja de alzar el puño con que amenaza a Dios, e inicia el primer ademán de juntar las manos para rezarle. La proximidad de la muerte suaviza a los más ásperos ateos, porque todos saben que el mapa del camino que conduce al cielo lo tienen las derechas. Y aunque hayan jugado toda su vida a la revolución, los revolucionarios, al llegar a la vejez, dejan de poner bombas y empiezan a poner velas.
Sorprendía, por lo tanto, que un ancianito como el abuelo Rodolfo fuera más rojo que una barra de labios. Su rojez, desde luego, llegaba a límites que daban risa: dos años antes, cuando los tíos carnales le regalaron una silla de ruedas último modelo con frenos hidráulicos, hizo con ella una ceremonia de bautismo como si se tratara de un acorazado perteneciente a la flota del Báltico. Después de cantar La Internacional a grito pelado, rompió una botella de vodka contra la silla bautizándola con el nombre de Máximo Gorki. Puso también un pequeño mástil en el respaldo, como el que llevan las lanchas torpederas, y en él izaba la bandera roja cuando emprendía sus escalofriantes carreras por el pasillo.
Y los Colina, cuyas ideas eran moderadas como las de todas las familias que tienen algo que perder y no quieren perderlo, sufrían lo indecible con el extremismo rabioso del abuelo. Aparte del mal efecto que hace siempre entre la gente bien tener un abuelito rojo, el viejo «Iván» catequizaba a la servidumbre con discursos incendiarios y no había forma de conservar una chacha: todas se iban en busca de la libertad, llevándose de paso ropas y objetos de plata a cuenta del futuro reparto universalita.
El furor sovietizante de don Rodolfo, por añadidura, le impulsó a colaborar en un semanario que editaban los Caperucitos Rojos para hacer propaganda de Stalin y gentuza así. Y la familia se llevaba unos disgustazos tremendos cada vez que aparecía una de estas colaboraciones, que sacaba el apellido al choteo general. Casi siempre eran versos que glosaban e inflaban algún aspecto de la U.R.S.S. Uno de ellos, titulado «El stajanovista que se enamoró de su máquina», tuvo el honor de ser traducido al ruso. Y lo publicaron en el diario moscovita Pravda, compuesto en esa tipografía eslava que parece un alfabeto normal estropeado a martillazos por un linotipista enfurecido. Pero su mayor éxito poético, que le valió la Amapola Natural en los Juegos Florales e Industriales de Kulenpoff, fue su romance titulado «Padrecito con bigote». Creo que vale la pena transcribirlo, para que el lector juzgue por sí mismo la calidad poética del que iba a convertirse en mi abuelo político. Los famosos versos, dedicados a Stalin, decían así:
Esta noche es Nochebuena
y mañana Navidad.
Ya no hay vino ¡qué faena!
vámonos a descansar.
¡Ay José de la Georgia!
¡Ay José, perla del pueblo!
Cuando sales de tu Kremlin
con tu bigote moreno
los parias te tiran flores,
octavillas y prospectos.
«Papá» te llama el soldado,
«papá» te llama el obrero.
«¡Padre, papito, papín!»,
grita Rusia como un trueno.
Todas las guerras las ganas
sin disparar ni un mortero,
pues tienes la precaución
de invadir dando un rodeo.
Y hoy ocupas la Lituania,
y mañana un Dardanelo,
y pasado la Manchuria
con todos sus chinos dentro.
Persigues el sabotaje,
al blanco le pones negro,
y vas limpiando la U.R.S.S.
de ursulinos traicioneros.
Y toda Rusia te canta
con balalaika y pandero:
«¡Ay José de la Georgia!
¡Ay José, qué tío tan fresco!».
No puede decirse que el anciano Colina fuese un poeta de cuerpo entero, pero lo era al menos de medio cuerpo para abajo. Porque su inspiración, a base de ripios ínfimos, no parecía salirle de los hemisferios cerebrales, sino de esos otros hemisferios carnosos que remolcamos al sur de la espalda.
He sido más minuciosa en la descripción de este abuelo, porque era la figura más descollante de la familia de Ernesto. Todos los demás, madres inclusive, tenían una personalidad con poca materia en la que pinchar una pluma. Eran, en dos palabras, lo que suele llamarse «personas decentes». Y ya se sabe que a esta clase de personas se les puede sacar muy poco jugo en los libros, porque la decencia es un desinfectante que destruye su interés novelístico. Lo mismo que las mujeres honestas no tienen historia, tampoco las personas decentes tienen novela.
A las cinco de aquella tarde memorable, en la que fui presentada a la familia de mi protésico diplomado, se dio la orden de que nos concentráramos todos en el comedor para merendar un poco. El abuelo, tripulando su carricoche «Máximo Gorki», se dignó presidir la mesa. (Aunque era enemigo político de las meriendas, a las que llamaba «cochina costumbre burguesa», los pasteles le enloquecían).
Sacaron un puchero de té porque la tetera se había roto el día anterior, y unas cuantas pijaditas dulces hechas en colaboración por Gerarda y Bernarda. Yo apenas las probé para presumir de austera, pero don José se puso como un pepe.
—¿Y cómo andas tú de familia? —me preguntaron las mamás de Ernesto entre pijadita y pijadita.
—Fatal: soy huérfana.
—¿Huérfana del todo, o a medias nada más?
—Huerfanísima.
—No exageres, mujer. No será para tanto.
—Si quiere se lo puedo jurar por la gloria de mi madre.
—No hace falta. Gracias.
—De nada. Mandar.
—Pero al menos tendrás una madrastra, ¿no? Todas las huérfanas tienen una madrastra que les pega vergajos en la espalda.
—Yo no —tuve que confesar avergonzada.
—¿De veras no tienes una madrastra que te pegue vergajos en la espalda? —me miraron Gerarda y Bernarda, entre atónitas y despectivas—. ¡Pues vaya una birria de huérfana!
—Es que Rosita —salió al quite Ernesto— es de origen humilde. Y no ha podido permitirse esos lujos.
Pero las señoras no quedaron muy convencidas y volvieron al ataque con más brío:
—Siendo tan huérfana como dices, habrás tenido que trabajar para ganarte la vida —me acorralaron capciosas—. ¿Qué oficio tienes?
Miré angustiada a Ernesto, que me animó a mentir con un imperceptible movimiento de cabeza, y respondí resueltamente:
—Mis labores.
—¿Qué clase de labores? —me obligaron a concretar.
—Las propias de mi sexo —dije con vaguedad, tratando de escabullirme.
—Las labores propias de tu sexo, son las menos apropiadas para que una chica honesta viva de ellas —dijeron las mamás, suspicaces.
De nuevo salió Ernesto en mi defensa, desenvainando su lengua gallardamente:
—No se refiere a esa clase de labores, mamás, sino a esas otras que se hacen con un hilo muy largo moviendo dos palitroques como los chinos cuando comen arroz.
Salvado este escollo y en vista de que las pijaditas tocaban a su fin, se dio la orden a la criada de que retirase el puchero del té y la reunión se disolvió. Ernesto y yo, tras despedirnos con los oportunos apretones de manos y besos de mejillas, salimos a la calle.
—¿Qué te ha parecido mi familia? —me preguntó él, mientras íbamos hacia mi casa paseando por debajo del crepúsculo.
—Muy numerosa —dije con entusiasmo.
—No es una opinión muy halagüeña.
—Al contrario: es el mayor elogio que puede dedicar a una familia una chica sola en el mundo.
Totó Alba y mis compañeras, cuando llegué a nuestro piso, me rodearon ansiosos de conocer pormenores de la entrevista. Conté todo con pelos y señales, sin omitir el pellizco del más carnal de todos los tíos.
—¡Qué chisgarabís! —comentó escandalizado el pollo Alba.
Describí también el mobiliario de la casa, citando minuciosamente el número de cuadros que habían en cada pared y el número de patas que tenía cada silla. Al darles este último dato, se quedaron un poco decepcionados.
—¿Es posible que las sillas de las familias acomodadas tengan cuatro patas nada más? —preguntó Fuencisla sin dar crédito a sus tímpanos—. Yo creía que tendrían una quinta pata de recambio amarrada al respaldo, por si alguna se rompía.
Luisa, de espíritu práctico como todas las norteñas, fue la que me dijo:
—Tendrás que empezar en seguida a preparar tu equipo.
—¿Equipo? —me extrañé—. ¿Para qué quiero un equipo si me voy a casar sola? Una boda no es un partido de Liga.
—El equipo a que me refiero, boba, es esa tonelada de ropa que la novia lleva consigo para completar su diferencia de peso en la balanza matrimonial.
—Yo pensaba arreglarme con tres braguitas, un camisón y dos combinaciones lavables.
—¡Qué insensatez! El platillo del novio, que aporta al matrimonio muchas más cosas, bajaría hasta el suelo mientras tú quedarías en el aire. Y te devolverían al corral por falta de peso. Tienes que llevar por fuerza un lastre de trapos equivalente al duplo de los kilos que desplaces, multiplicado por dos. Esta fórmula matemática, descubierta por Madame Curie en sus ratos de ocio, es la que siguen todas las novias. Y debes seguirla tú también si quieres que la boda no te falle. Para poder desnudarte con éxito en el tálamo nupcial, es necesario que vayas muy vestida.
Me sirvió de mucho entonces que todas mis colegas del ballet procediesen del servicio doméstico, pues eran diestras en el manejo de la aguja y colaboraron eficazmente en la elaboración de mi trousseau. Yo saqué mis ahorros del Banco Colchón, compré medio kilómetro de trapo fino y fui cortando cachos al azar, que ellas iban convirtiendo en prendas diversas. Cuando el cacho me salía grande, hacían una sábana; y cuando el cacho me salía chico, hacían un sostén. Lola y Pepa, más habilidosas, aprovecharon los retales haciéndome una bonita deshabillé. Pero como eran dos chicas muy seriecitas, la hicieron muy habillé.
Distraídas entre hilos y trapos, cuando quisimos darnos cuenta estábamos metidas en abril hasta los tuétanos. El mercurio de los termómetros, alimentado por el sol, se puso más alto. Y las fábricas de tejidos se llenaron de flores estampadas.
—¿Quieres que nos casemos el dieciséis de mayo? —me propuso Ernesto.
—Me viene mejor el diecisiete —contesté—, porque el dieciséis tengo hora pedida en la peluquería.
Y para sellar el compromiso, nos dimos un besito. (¡Qué bien!). El joven Colina, metódico como todos los protésicos, empezó inmediatamente a hacer planes para la boda:
—Hemos tenido suerte: el más carnal de todos mis tíos, ese viejecito que conociste con el pelo a medio caer, se ha puesto gravísimo. Si se muere de aquí a entonces, con el pretexto del luto no invitaremos a nadie y nos ahorraremos el banquete nupcial. Y con ese dinero, podremos hacer un magnífico viaje de novios en sleeping-car.
—Yo prefiero ir en coche-cama.
—¿Qué crees tú que es el sleeping-car? ¿Una bicicleta? Quiere decir lo mismo, pero dicho en inglés parece que el colchón de la cama es más mullido.
—¿Y si no se muere tu tío?
—Tendremos que reducir nuestra luna de miel a dar una vuelta en taxi por los suburbios.
—¡Qué faena! Debes hablar muy seriamente con tu tío y decirle que haga el favor de morirse.
—No querrá.
—A lo mejor sí. Total, para ese poco de decrepitud que le queda…
—Pero ya sabes las manías que tienen los viejos: prefieren ser decrépitos a ser cadáveres.
Afortunadamente, aquella nube que amenazaba oscurecer nuestra luna de miel se disipó: el viejo tío fue buen chico y se murió. Mentiría si dijera que lo sentí, y yo nunca he sido mentirosa. Había desaparecido el peligro de que la cantidad presupuestada para la luna de miel se la zamparan los voraces invitados convertida en croquetas. Menos mal. Y más miel.
Los Colina, madres inclusive, se pusieron de luto hasta la coronilla y se fueron muy compungidos a casa del notario a escuchar la lectura del testamento.
Las lecturas de testamentos, al contrario de lo que suele ocurrir con las obras teatrales, despiertan en el público que asiste a ellas un vivísimo interés. Mientras el autor teatral no despierta nada, sino todo lo contrario, el notario consigue sin esfuerzo que sus oyentes se beban sus palabras como si fueran champagne. El sopor que invade el saloncillo de un teatro en la lectura de un drama, no ha entrado jamás en el despacho de una notaría. Aquí la atmósfera es tensa y tan cargada de electricidad, que cada palabra del lector provoca un chispazo de emoción en todos los corazones que escuchan. Cada cláusula es una escena apasionante que los posibles herederos siguen mordiéndose los labios y estrujándose las manos. Y cada acotación, que puede contener una manda o un legado, es captada hasta por los tímpanos más endurecidos por la sordera.
—¿Os ha dejado algo el más carnal de todos tus tíos? —pregunté a Ernesto cuando salió de la notaría.
—Nada —me dijo entristecido.
—¿Ni siquiera una manda?
—Sí: una manda al cuerno.
El voluminoso testamento de aquel viejo verde, cuya lectura duró más que cinco actos en verso, dejaba todos sus bienes para reparar todos sus males. Salieron a relucir en él una serie de hijos sin reconocer pertenecientes a fulanas reconocidas, a los cuales entregaba su fortuna en concepto de «derechos de autor».
—No te preocupes —consolé a mi novio—, con lo que ganes tú y lo que gaste yo, tendremos bastante para vivir los dos.
—¿Y si empiezan a venir niños?
—Les diremos que vuelvan el año que viene, cuando hayas cobrado alguna muela extraordinaria.
A fin de mes, cuando sólo faltaban quince días para la ceremonia, cobré mi último sueldo en «El Infierno» y me despedí de la dueña. Aunque no era probable que ningún miembro de la familia Colina me sorprendiera bailando en el show —todos eran de mucha bula y pocas nueces—, Ernesto consideró prudente que pasara aquel par de semanas fuera del cabaret, desintoxicándome de aquel ambiente y haciéndome a la idea de que iba a convertirme en una esposa formal. Temía por lo visto, que sin esta cura previa, me presentaría en la iglesia el día de la boda con un traje de lentejuelas y haría el paseíllo a los acordes de un pasodoble torero.
—¿Adónde vas, mijita? —me preguntó Chula Mambí cuando entré en su oficina a despedirme—. ¿También tú has ligado a un ricacho como Petra?
—No: el mío es un pobracho. Pero nos vamos a casar como Dios manda.
—¡Vaya! ¿Sabes que eso de casarse se está poniendo últimamente muy de moda? —observó la negra—. Cualquier día de éstos me casaré yo también con un blanco pecoso, para tener niños con la piel «ojo de perdiz».
Dije adiós también a «Los pájaros locos del Amazonas», que seguirían muchos años encerrados allí tocando las mismas chundaratas, y estreché la mano con efusión al barman, que contabilizaba escrupulosamente nuestras consumiciones a la hora de alternar. Abracé a un camarero que siempre tuvo la delicadeza de servir en mi copa menos brebaje «revientavísceras» del que me correspondía, gracias a lo cual me salvé de morir envenenada. Y apreté un botón a cada uno de los botones que prestaban sus pequeños servicios en el local, en pago a los recados que me hicieron sin cobrarme propinas.
Y con un suspiro —¿de tristeza?, ¿de nostalgia?, ¿de alivio?, ¿de las tres cosas?… Ni yo misma lo sé— abandoné para siempre «El Infierno» fatal, para buscar el cielo conyugal. Una parte de mi vida quedaba atrás mientras subía la escalera que separaba el sótano de la calle. ¿Fui feliz allí? ¿Fui desgraciada? ¿Fui ni chicha ni limoná? ¿Fui las tres cosas?… Ni yo misma lo sé. De todo hubo en la misma proporción. La vida, al fin y al cabo, es un cocktail de bueno, malo y regular, mezclado a partes iguales. (¡Olé la filosofía con salero!).
Al remontar lentamente los peldaños, acudieron en tropel a mi memoria los hombres cuya charla soporté sentada y cuyos pisotones padecí bailando. Sus rostros, embrutecidos por la desgracia y su antídoto de alcohol, desfilaron ante mí marcando el paso con el redoble de mi corazón: el señor que tenía un lío antiguo, el jalisqueño cobarde, el falso sudamericano de la imaginaria república de Chacachá, el feo perito confundido con un gorila… y tantos otros tontos que me ayudaron con sus consumiciones a adquirir mi equipo nupcial.
Al salir a la calle, anduve algunos metros tambaleándome. Creí al principio que era fruto de la emoción que me embargaba. Pero luego me fijé mejor y vi que no: el tambaleo al andar provenía de que a uno de mis zapatos se le había caído el tacón.