PASÉ LOS PRIMEROS MESES de mi vida alternando las ubres del señor Plutarco con el pecho de mi madre. Aclararé, para no ofender al señor Plutarco, que al hablar de sus ubres me refiero a las del ganado que poseía y no, como algún chistoso puede malentender, a las suyas propias.
Cuando mis padres salían por las mañanas a las tareas propias de sus sexos respectivos, me dejaban en la vaquería. Y al volver por las noches, baldados por el cansancio, me recogían para subirme a casa. El señor Plutarco les cobraba unas perras diarias para compensar mi chupeteo a sus vacas, chupeteo del que yo sólo obtenía algunas gotas, porque él las ordeñaba hasta dejar sus ubres tan fláccidas como un guante sin mano.
Lo más acertado de aquélla vaquería era el nombre: se llamaba sencillamente «¡Mu!», título perfecto que definía con precisión y brevedad la base de su negocio. El establecimiento era un chamizo con un mostrador, una gran cacharra para almacenar la leche, y un grifo de agua para refrescarla. Adosado al chamizo por su parte posterior, el establo, construido con tablas ensambladas al buen tuntún, esparcía pestilencias suficientes para abastecer a mil pares de narices.
Dentro del establo, como es natural, estaban los animales que el señor Plutarco llamaba orgullosamente «vacas». Nadie dudó jamás de que lo fueran porque los habitantes de aquel arrabal eran muy humildes y nunca tuvieron el dinero necesario para costearse un viaje al campo, único medio de ver cómo son las vacas en realidad. Y por carecer de una versión exacta, aceptaban los bicharracos del señor Plutarco como genuinas representantes del ganado vacuno. A algunos visitantes del establo, que presumían de cultos porque de pequeños se matricularon en la escuela pública, aunque no llegaron a pisarla, les extrañaba un poco que las vacas del señor Plutarco fueran tan pequeñas, tan delgadas y tan peludas. Pero no hacían comentarios, temerosos de que sus convecinos les tildaran de ignorantes.
«Quizá —pensaban— sean vacas de una raza enana».
Y tan enana. Porque el enanismo de aquellos cuadrúpedos obedecía a que no eran vacas, como admitía todo el mundo, sino cabras corrientes y molientes. Estaban disfrazadas con mucha habilidad, eso sí, porque a todas les había puesto unos hermosos cuernos de cartón amarrados a la nuca con un alambre, y un pito incrustado en la laringe para que dijeran «¡mu!» en lugar de «¡be!». Y con este camuflage tan perfecto, ya sospechará el lector que ni el ojo avispado de un perito agrícola sería capaz de adivinar la suplantación.
A mí, sin embargo, que acababa de nacer, me daba completamente igual la categoría de la ubre que me suministraba el sustento. Lo único importante, a la hora de mamar, es tener cerca un mamífero que se preste a ser mamado. ¿Qué importa que sea vaca, cabra o burra? Incluso es mejor, a mi juicio, prescindir lo más posible de la vaca en la crianza artificial, sustituyéndola por animales menos estúpidos. Es indudable que el primer alimento que ingerimos en la vida influye poderosamente en la formación de nuestra personalidad. El vulgo, que tiene mucha vista, cree también en esa influencia y juzga a los individuos con arreglo a la buena o mala calidad de los jugos lácticos asimilados en su infancia. Ahí está, sin ir más lejos, el ejemplo de Rómulo y Remo amamantados por una loba de bastante mal café: los angelitos, robustecidos por la fiereza de la leche que sorbieron, fundaron Roma en un abrir y cerrar de ojos. Es indudable que, si en vez de una loba los amamanta una vaca, todo lo más que hubiesen fundado es una fábrica de queso. Suiza es otro ejemplo de cómo el exceso de leche vacuna hace a la gente mansa, tranquilota y sin ganas de meterse en líos. La vaca contagia en su secreción la lentitud física y mental, la placidez, la neutralidad. Un pueblo criado por vacas es más fácil de gobernar que otro criado por lobas. Si en Rusia hubiese más vacas en vez de tantos siniestros astrakanes, el mundo occidental podría dormir tranquilo. La cabra, por su parte, sin llegar a transmitir a sus mamoncetes la fiereza de la loba, les inyecta viveza, algo de genialidad y cierta propensión a la locura. Es más fácil llegar a estar «como una cabra» si llevamos desde la cuna el jugo de cabra dentro. Muchas de las cabriolas que di en mi vida, las atribuyo a las cabras disfrazadas del señor Plutarco bajo cuyas patas me nutrí.
Completaré esta breve estampa de mi lactancia hablando un poco del señor Plutarco que fue en cierto modo mi segunda madre.
Casi no necesito decirle al lector que el señor Plutarco era un negro de pies a cabeza, porque ya lo habrá adivinado por el nombre. Sólo los negros son capaces de soportar un nombre así sin pegarle un sopapo a su papá. Es corriente, en las Antillas sobre todo, que los negros se llamen Arquímedes, Eurípedes, Temístocles, o cualquiera de esos nombres antiguos que únicamente no dan risa cuando los leemos esculpidos en algún mármol arcaico. Pero no se crea nadie que estos nombres se los ponen los morenos porque les gusten, sino por necesidad. A los negros, como a todo el mundo, lo que les gusta es llamarse Pepe, Manolo, Paco, y hasta Polito si me apuran un poco. Pero los pobres no pueden permitirse este lujo porque se armarían unos líos imponentes. Sólo los blancos, cuyas variaciones fisonómicas son infinitas, se bautizan así sin temor a sufrir confusiones de ninguna clase. En una ciudad blanca puede haber cien mil Pepes, pero todos serán distintos: habrá un Pepe con la nariz aguileña, otro con la narizota colorada, uno rubio, otro castaño, otro flaco y otro gordo. Al hablar de un Pepe, nos es fácil especificar a cuál de ellos nos referimos añadiendo al Pepe escueto una breve descripción. Los negros en cambio, como las hormigas, son todos iguales. Sus pequeñas diferencias físicas, muy escasas, no pueden apreciarse porque están tachadas por el brochazo de su negrura. ¿De qué les sirve dejarse bigote si nadie se lo ve? No les queda tampoco el recurso de que varíe el color de los ojos, pues todos los tienen como una gota de pintura caída en la córnea desde el párpado recién pintado. Necesitan, por lo tanto, hacer hincapié en su nombre de pila para subrayar su personalidad y poder distinguirse unos de otros. Por eso Plutarco se llamaba así, como pudieron llamarle Leovigildo o algo peor.
La gente del barrio, que como ya insinué antes no era el colmo de la inteligencia, no achacaba la negrura de Plutarco a un fenómeno racial, sino a la suciedad natural.
—Si toda el agua que echa a la leche se la echara él por encima —comentaban las mujeres—, se pondría tan blanquirucho como su producto.
—Déjenle —le disculpaba un trapero que estaba tan negro como él, aunque su madre juraba que debajo de aquella costra era blanquísimo—, las mugres protegen de los fríos.
Pero la verdad es que al señor Plutarco le daba mucha vergüenza ser negro y se ponía muy colorado cuando la gente le miraba. Y al mezclarse el rojo del rubor con el negro de la piel, adquirían sus mejillas un bonito color marrón. Gracias a Dios el fulano era muy listo, y había inventado una disculpa para justificar definitivamente el luto de su epidermis:
—Yo soy blanco —decía—. Lo que pasa es que tengo un lunar de un diámetro tan grande, que me cubre toda la piel.
Y se quedaba tan ancho. Y tan negro.
Es natural que el lector se pregunte cómo aquel negro antillano fue a caer en un suburbio madrileño, porque yo también me lo estuve preguntando mucho tiempo hasta que lo supe.
La cosa ocurrió cuando España perdió Cuba. Ya se sabe que la España de entonces era igual que una de esas señoritas distraídas que lo pierden todo, y que al volver a casa después de dar un paseo se llevan un disgusto tremendo al darse cuenta de que han extraviado el bolso, o el paraguas, o el zapato del pie derecho.
—¡Caramba! —se sobresaltaba la España de entonces al volver a la metrópoli después de dar una vuelta por ultramar—. ¿Dónde habré perdido las Filipinas? Juraría que las llevaba puestas esta tarde.
—Pero ¿a quién se le ocurre ponerse todas las Filipinas para salir? —se indignaba con ella la población civil—. ¡Con la cantidad de potencias maleantes que hay en ultramar!
—Quizá no me las hayan robado —se disculpaba España registrándose los mapas, con la esperanza de encontrar al menos alguna Filipina suelta—. A lo mejor se me cayeron sin darme cuenta al fondo del ultramar…
—¡Al fondo del ultramar!… ¡Al fondo del ultramar!… —refunfuñaba el gobierno con voz de marido gruñón—. ¡Hay que tener más cuidado, rica! ¿Crees tú que las colonias nos las regalan?
Pero, a pesar de las regañinas, España no escarmentó. Ella hacía lo posible por evitar estas pérdidas, e incluso se sujetaba las colonias al mapa con grandes imperdibles para que no se las quitaran. Pero fue inútil: poco después perdió a Cuba. Y no siguió perdiendo joyas, por la sencilla razón de que ya no le quedaba ninguna.
En el último transporte de tropas, que salió precipitadamente de La Habana con rumbo a la península, embarcaron por equivocación a Plutarco. El sol tropical había tostado tanto a los soldados de nuestros heroicos regimientos, que era difícil diferenciar su tueste provisional de la negrura racial. Sólo algunos meses después, en el cuartel de Pamplona al que fue destinado el batallón que incluyó a Plutarco en sus filas, se dio cuenta el comandante del error: mientras todos sus hombres recobraban poco a poco su blancura de origen, Plutarco seguía oscuro como boca de lobo.
—Debe de ser un negro —dedujo el comandante, cuya perspicacia nadie se atrevía a discutir en el cuartel por miedo al arresto.
Y para salir de dudas, ordenó al médico regimental que le hiciera la «reacción rumba». Esta reacción, rigurosamente científica, consiste en someter al presunto negro a la audición de una rumba. Si el individuo con el cual se experimenta la baila, es señal inequívoca de que es más negro que la hulla. Y la reacción de Plutarco fue positiva porque se puso a bailar la rumba con verdadero frenesí, a pesar de que la banda del regimiento la tocó muy mal.
Fue expulsado del ejército, como es lógico, y anduvo errando por todo el país hasta que por fin se estableció en nuestro suburbio. Pronto contó con buenos amigos y clientes en la calle de Jenaro Benítez, entre los cuales estaban mis papás. Ésta fue la razón de que ellos le nombraran nodriza mía, gracias a lo cual pudieron criarme por tres perras gordas.
Mi padre, como su nombre indica, era mi padre. Digo esto porque no todos los niños que nacen en mi barrio pueden decir lo mismo. La moralidad es un lujo que los pobres no pueden permitirse, ya que muchos de ellos, para vivir, tienen que andar a trompicones con los diez mandamientos.
Mi padre se llamaba Bartolomé. Pero comprendiendo que era nombre demasiado importante para un obrero, por muy metalúrgico que sea, suprimió modestamente el «mé» final y se lo dejó en Bartolo. Guardaba, sin embargo, la sílaba amputada dentro de un cajón, por si algún día mejoraba de posición y podía añadirla en sus tarjetas. Pero en espera de tiempos mejores creyó, con fundamento, que un Bartolo siempre pagaría menos impuestos que un Bartolomé. Su apellido, en cambio, era un López pelado y sin pretensiones que se ajustaba perfectamente a su categoría social.
Siempre trabajó en la misma fábrica, en la que entró de aprendiz cuando aún era un mocoso. La fábrica se llamaba «Maquinaria Industrial, S. A.», que es como suelen llamarse casi todas las fábricas grandes, sucias y ruidosas, enclavadas en las afueras de las grandes urbes. Las iniciales «S. A.» no significaban en este caso «Sociedad Anónima», como la gente creía a primera vista, sino «Sabino Antúnez», que era el nombre del propietario, vasco astutísimo que ocultaba gracias a este truco sus ingresos fabulosos. El fisco, engañado por aquella «S. A.», pensaba que los grandes beneficios de la «Maquinaria Industrial» eran repartidos entre miles de accionistas anónimos. Pero lo cierto es que hasta el último céntimo iba a parar a las arcas de don Sabino, que sostenía varias querindongas en sendos pisos de Bilbao y con las cuales se lo gastaba todo.
—Este año hay que rendir más —exigía a los ingenieros— porque «la Flamenca» necesita un abrigo de visón, y «la Pelotari» me ha pedido un automóvil.
Y los mil obreros de la fábrica, entre los cuales estaba mi progenitor, tenían que trabajar diez minutos extraordinarios todos los días para cubrir aquellos gastos imprevistos. Pero lo hacían con mucho gusto, porque nadie les había dicho aún que eran proletarios oprimidos. El reguero de la agitación social no había llegado a España todavía; y el trabajador seguía creyendo que su deber era trabajar para justificar su título, y no hacer huelgas para seguir llamándose así sin mover un dedo.
En aquella fábrica, según rezaba su nombre, se hacían máquinas. Si alguien me pregunta qué clase de máquinas, le diré que no lo supe nunca. Ni mi padre tampoco. Siempre fue poco curioso y jamás lo preguntó. Su tarea consistía en colocar cachitos de hierro bajo una prensa hidráulica muy grande, que los convertía en pivotes de un solo puñetazo. Los pivotes eran larguiruchos, con una muesca en el centro y una cabezota chata. Si alguien me pregunta para qué servían aquellos pivotes, le diré que no lo supe nunca. Ni mi padre tampoco. A él le pagaban para que los hiciera en la prensa hidráulica, y él los hacía sin meterse en más averiguaciones.
—Cuando los ingenieros me mandan que haga pivotes —decía mi padre lleno de esa ignorancia que se llama «sabiduría popular»—, sus razones tendrán. ¿Qué me importa lo que hagan después con ellos?
—Se ve que eres un obrero consciente, Bartolo —le jaleaban sus compañeros, admirados de su filosofía.
—Pues claro —concluía él—, por mí, si quieren, que se metan los pivotes en el trasero.
Como puede verse, mi padre era un gran pensador que tenía ideas muy claras sobre los métodos modernos de distribución y realización del trabajo en cadena. Él era un especialista en pivotes y lo demás le traía sin cuidado. Sus únicas preocupaciones eran que los pivotes le salieran igualitos y que la prensa hidráulica, al dar sus tremendos cachiporrazos, no le pillara un dedo. Los pivotes que él hacía pasaban automáticamente por una cinta sin fin, a incrustarse en un recóndito rincón del vientre de una máquina, entre pernos, engranajes y tuercas.
Las maquinotas que se fabricaban allí eran de ésas que se usan en las otras fábricas dedicadas a producir cosas. Máquinas feas y deformes como monstruos, con martillos pilones para triturar, cuchillas atroces para cortar, o ruedas que giran sin saber por qué. Todas tenían grandes brazos que se contorsionaban al ponerse en marcha, o piernas elefancíacas que daban puntapiés a las materias primas para transformarlas. Porque sabido es que la materia, por prima que sea, nunca se destruye: se transforma a bofetadas.
Bartolomé (pronúnciese sin el lujoso «mé» final), nunca tuvo demasiada imaginación. Fue siempre bastante feliz haciendo las piececillas que le encomendaron. Si el cielo se ganara haciendo pivotes, que a lo mejor sí, él se lo ganó con creces porque hacía trescientos diarios. Era un hombre achatado por los polos y ensanchado por el ecuador, con lo cual quiero dar a entender que era bajito y grueso. Tenía unas facciones tan nobles, que al conocerle daban ganas de ofrecerle un terrón de azúcar. No poseía más ornato fisonómico que un bigote descuidado, de pelo perenne, que adornaba un poco la aridez de su rostro, demasiado humilde para sostener el gasto de pestañas, cejas y otros perifollos propios de gente acomodada.
De soltero, entre pivote y pivote, su vida fue bastante aburrida. Entonces no se habían inventado aún los mítines políticos, que amenizaron tanto unos años después las horas libres de los obreros. Y como los salarios eran exiguos y no daban para tabernas y bailongos, el único pasatiempo de la clase trabajadora era andar por los desmontes con las manos en los bolsillos, dando puntapiés a un bote de conservas vacío. Eso hacía mi padre hasta la hora de sardinear, nombre que dio él a su colación nocturna por parecerle demasiado presuntuoso llamar «hora de cenar» a los tres minutos que empleaba en zamparse un trozo de pan con dos sardinas dentro.
Hasta que un día, al salir de su trabajo, conoció a mi futura madre, que salía del suyo. Mamá trabajaba entonces en una fábrica de conservas de pescado que montó un optimista para aprovechar la riqueza piscícola del río Manzanares. Aquella fábrica absurda, que quebró al año de su fundación, estaba a cien metros escasos de la «Maquinaria Industrial, S. A.». No era negra y sucia como ésta, sino blanca y limpísima. Tenía naves claras, con amplios y alegres ventanales a través de los cuales se veían desde el exterior varios centenares de obreritas destripando pececillos y metiéndolos en latas. Lo malo era que los pececillos había que traerlos en tren desde el Cantábrico, porque el Manzanares falló de un modo lamentable. Con lo cual cada lata, para dejar algún beneficio, tenía que venderse a millón.
El origen de aquel negocio disparatado, sin pez ni cabeza, fue el siguiente:
Don Demetrio Bombeiro, gallego ricachón propietario de diez mil minifundios que formaban un inmenso latifundio, vino a pasar unos días en Madrid. Un domingo, a falta de oficinas ministeriales en las que dar la tabarra pidiendo algo, decidió ir de excursión a orillas del tan ridiculizado riachuelo. Un amigo, en son de chacota, le aconsejó que llevara una caña de pescar por si los peces. Bombeiro, ingenuo como suelen ser pocos gallegos, la llevó de buena fe. Y en un remanso, que tenía varios palmos de profundidad, sumergió el anzuelo con una lombriz pinchada en la punta.
No necesito explicar a nadie la poca disposición que tiene el Manzanares para practicar el apasionante deporte de la pesca. Alimentado su paupérrimo caudal por mil afluentes de líquidos sobrantes de la combustión industrial y la digestión humana, sus aguas están permanentemente esterilizadas contra todo posible brote de vida ictiológica. Tan turbio y cenagoso es su cauce, que quizá poniendo un pez en el anzuelo pueda pescarse una lombriz; pero es inútil poner de cebo una lombriz para intentar que pique un pez. Este milagro, sin embargo, que no había vuelto a producirse desde el siglo XVI —época en que un chambelán de Felipe II llamado Rodrigo Piernagota, logró capturar un pececín verdoso que fue la comidilla de la corte—, se repitió con Demetrio Bombeiro: sin dar tiempo a que la lombriz reaccionara del chapuzón, le entraron al corchito flotante unos temblores leves, pero significativos. Un rápido tirón bastó a Bombeiro para cobrar su pieza.
Se trataba de un curiosísimo ejemplar de la especie denominada pezus rarus, clasificación creada astutamente por Linneo para incluir en ella a todos los bichos acuáticos inclasificables. Medía nueve centímetros de proa a popa en posición normal, y alcanzaba casi los trece estirándole con fuerza por ambas puntas. No era un tiburón ni mucho menos, pero puede decirse sin exagerar que, comparado con los peces más pequeños que él, resultaba más grande que ellos. Tenía el vientre plano, blancuzco y sin escamas, como todos los peces que se ven obligados a arrastrarse sobre los cantos del fondo por no haber apenas agua encima de sus cabezas. Y su cuerpo flaco, a través de cuya piel podían contarse las espinas, daba idea del martirio que debió de sufrir el infeliz en aquellos andurriales. Para el pez, salir de aquellas aguas fue una liberación. Para don Demetrio, fue la revelación de un posible y espléndido negocio. Basándose en la prontitud con que mordió su anzuelo aquel infrabicho, calculó que la riqueza piscícola del río era fantástica. No sabía el incauto que, si llega a arrojar de nuevo el aparejo, hubiera tardado cuatro siglos en repetir su proeza.
Impaciente por explotar el filón que creyó haber descubierto, volvió a la ciudad ocultando el pecezucho bajo la camisa como oculta el buscador de oro la primera pepita que encontró. Su idea era magnífica: aquel ejemplar de muestra, sobre el cual edificó todo el proyecto, reunía condiciones excelentes de tamaño y calidad para ser envasado. Una fábrica de conservas de pescado junto al Manzanares sin gastos de transporte. Pasándose de astuto y temeroso de que le robaran la iniciativa, no quiso pedir consejo a nadie ni nombrar ningún asesor técnico. Compró los terrenos para la fábrica y la fue construyendo sin decir ni siquiera al arquitecto qué pensaba fabricar en ella. Cuando estuvo concluido el edificio llegaron de Galicia las máquinas necesarias en camiones, cubiertas misteriosamente con gruesas lonas como armas secretas. Fueron instaladas de noche, adoptando infinitas precauciones para que nadie las viese. Se contrató después abundante personal femenino. Y sólo entonces, el mismo día de la inauguración, el señor Bombeiro soltó su secreto como un cañonazo.
Pero le salió el cañonazo por la culata. Las carcajadas en Madrid fueron tan ruidosas, que hasta la familia real hizo las maletas creyendo que había estallado una revolución. Algunos periódicos ni siquiera pudieron dar la noticia, porque sus rotativas se partieron de risa. Hasta en Galicia, su tierra natal, le compusieron a don Demetrio esta aguda y satírica copla:
El tontiño de Bombeiro
se ha quedado sin dineiro.
Pero él, tenaz como todos sus paisanos, no se dio por vencido. Y a pesar de la mofa, a la que pronto se unió también la befa, mantuvo abierto el establecimiento con peces de importación durante un año, fecha en que sobrevino su ruina total.
La «Conservera matritense», como se llamaba aquél tremendo dislate, alegraba, mientras duró, aquellos tristes desmontes. Sus obreras, uniformadas con pulcras batas de color sardina, se timaban por los ventanales con los obreros de la «Maquinaria». Las dos industrias tenían el mismo horario de trabajo, circunstancia que facilitó muchos idilios y concomitancias entre los metalúrgicos y las peceras. La sirena de la «Maquinaria» era bronca y viril, y a sus recios aullidos contestaba la sirena de su vecina con una graciosa vocecilla de tiple cómica.
—¡Júúúúúú!… —piropeaba la sirena masculina.
—¡Jííííí!… —reía, coqueta, la femenina.
Mi madre, que era entonces una muchachota célibe, se colocó en la «Conservera», en el Departamento de Destripe. Como siempre fue muy trabajadora, pronto se granjeó la confianza de sus jefes.
—Es usted la mejor destripadora de la fábrica, Francisca —la elogiaba el jefe de Destripe—. ¿Dónde aprendió a destripar?
—En ninguna parte —confesaba ella, modesta—. Puede decirse que destripo de oído.
—¿Es posible? —se asombraba el jefe—. Pues es usted una virtuosa de la destripación.
—No tiene ningún mérito, porque tengo vocación para este oficio —añadió ella con los ojos brillantes de entusiasmo—. Desde niña soñaba con llegar a ser algún día una figura en el arte de destripar.
En vista de lo cual, el jefe de Destripe acordó subirle el sueldo treinta céntimos al mes; con los cuales ella pudo comprarse a plazos un mantón de Manila, que fue pagando a razón de un fleco mensual.
Francisca no fue nunca una de esas mujeres a las que los castizos aplican el calificativo «de buten». Poseía zonas aisladas de indudable de butenez, pero en conjunto resultaba demasiado voluminosa. A ella misma la cohibía un poco su volumen, por lo cual andaba siempre encogida procurando empequeñecerse. Sus ojos, en compensación, eran pequeños y muy dulces; tan dulces que cuando lloraba, sus amigas tenían la impresión de que sus lágrimas eran de almíbar. Y ponían un plato debajo para aprovecharlo en un pastel.
Los dos polos que el destino había elegido para que a su contacto brotara mi chispazo vital, se conocieron en una tarde de marzo. La primavera acababa de llegar, pero aún no había deshecho su equipaje. Los árboles, desnudos como percheros, esperaban aún que la alegre estación sacara de sus maletas las guirnaldas de hojas y las colgara en sus ramas. Y el viento, que tiene tan mal oído, silbaba como todos los años tratando de recordar inútilmente la melodía de una canción antiquísima que oyó cuando el mundo era niño. El día anterior había llovido; pero como las calles ya estaban secas, me tengo que fastidiar y no puedo decir eso tan bonito de que la luz de los faroles temblaba en los charcos. Otra vez será.
Al anochecer, como todas las tardes, las sirenas de ambas fábricas anunciaron simultáneamente el fin de la jornada laboral. De la «Maquinaria» salieron ellos, tiznados y sudorosos, oliendo a carne. De la «Conservera» salieron ellas, empolvadas y peripuestas, oliendo a pescado. Las dos corrientes de distinto sexo se fundieron en un remolino, hasta formar poco después un solo río de parejas que marchó lentamente hacia la ciudad. En las orillas de la corriente emparejada quedaron bastantes hombres sueltos, pues su fábrica era más grande y el número de obreros superior al de muchachas. Estos solitarios, entre los cuales estaba Bartolo López, marchaban más despacio, con las manos en los bolsillos, dando puntapiés a sendos botes vacíos. (Gracias a la «Conservera» los botes abundaban en la «tierra de nadie» que separaba las fábricas de la ciudad, con lo cual todos podían practicar cómodamente su deporte predilecto).
Bartolo, al que siempre enardecía este juego que viene a ser el fútbol de los pobres, propinó de pronto tal patada a su bote, que fue a caer en un montículo de arena. Trepó en dos saltos por la laderilla para recuperarlo, y al llegar a la cumbre oyó quejidos lastimeros. Se detuvo perplejo y vio a Francisca que, sentada en la ladera opuesta, lloraba amargamente. Bartolo pensó volver grupas y darse a la fuga, pues era hombre tímido con las mujeres y el único contacto que había tenido con ellas fueron unas cuantas tortas que le atizaron en su infancia dos ancianas tías suyas. Pero Francisca fijó en él una triste mirada de sus ojos dulcísimos, inmovilizándole «ipso facto». Luego emitió un pequeño grito de dolor, reanudando su interrumpido llanto.
—¿Qué te pasa, buena moza? —se atrevió a preguntar, aplicándole este piropo que era el único que conocía por haberlo oído en una zarzuela.
—Que esta tarde, en la fábrica, me clavé una espina de pescado en esta mano —dijo ella entre sollozos, lamiéndose la zona dolorida.
Algún lector culto observará cierta semejanza entre esta escena y la que se desarrolló en la antigüedad entre un individuo llamado Androcles y un león cuyo nombre no recuerdo. Y lo observará con razón, porque, salvando las distancias cronológica y zoológica, el episodio fue casi idéntico: Bartolo, compadecido de lo mucho que la chica sufría, se sentó junto a ella y extrajo la espina que se había hincado en la palma de la mano al destripar un pez. Las uñas del metalúrgico, fuertes y ennegrecidas por las escorias, actuaron como potentes pinzas.
Un suspiro de alivio cortó los gemidos de Francisca, que le miró rebosando agradecimiento.
—Toma la espina —dijo él por decir algo.
—Puedes guardártela como recuerdo —le obsequió ella, generosa y un poco azorada por su atrevimiento.
—Gracias —se conmovió él, toscote—, la usaré como mondadientes.
Y lo mismo que el león premió el rasgo de Androcles perdonándole la vida cuando le reconoció en el circo, Francisca premió a Bartolo casándose con él poco después. Aquella espina, como puede verse, trajo más cola que un pescado completo.
La boda se celebró en la intimidad. Tan íntima fue, que sólo asistieron los contrayentes y el señor cura. Y después de la ceremonia se fueron a la parada del tranvía más cercana para emprender su viaje de novios.
Mis padres eran pobres y no podían permitirse el lujo de desplazarse a «diversas capitales andaluzas», como todos los recién casados de las crónicas de sociedad. Con salarios que no llegaban al duro diario, a pesar de lo barata que estaba la vida entonces, era imposible hacer turismo. Pero a ellos no les importó, porque había una ciudad más importante que aún no conocían y que podían visitar por pocos céntimos: Madrid. Ambos habían vivido siempre en la periferia, en esas barriadas humildes que empiezan cuando las capitales acaban, cuyas casas son hongos malsanos que brotan con la humedad producida por la desembocadura de las alcantarillas. Y aunque en un ensanche decretado por el Ayuntamiento sus domicilios quedaron incluidos en la órbita de la ciudad, la anexión no sirvió para romper el dique de respeto que separaba el suburbio de los barrios aristocráticos. En aquella época había más pudor entre las clases modestas, y tanto Francisca como Bartolo pensaron siempre que, para aventurarse a recorrer las calles y plazas céntricas, hacían falta ropas elegantes, tiempo para saborear escaparates y estatuas, y dinero en el bolsillo para gastos y transportes.
La boda era una ocasión ideal para emprender este viaje digno de Julio Verne, pues los dos estrenaban traje, tenían algunos ahorros y disponían de un domingo completo para su luna de miel. Tan ilusionados como si subieran al expreso «París-Sanghai», montaron en el tranvía «Suburbios-Puerta del Sol». Fueron muy juntitos, ocuparon en un asiento de dos plazas el espacio de un solo viajero. A cada momento lanzaban pequeños gritos de asombro, mostrándose mutuamente las maravillas que iban descubriendo en el trayecto:
—¡Mira qué guardia tan gracioso! Está haciendo gimnasia sueca con los brazos en mitad de la calle, y los autos se paran a mirarle.
—¡Mira qué señora tan elegante! Lleva todo el cuerpo tan cubierto por pieles de zorro, que parece una zorra.
—¡Qué raro, fíjate! ¡Una peluquería en la calle de Rafael Calvo!
—¡Y una manicura en la calle del Manco de Lepanto!
—¡Y un perro en la calle del Gato!
—¡Y un gato en la calle del Perro!…
Cuando ella tenía alguna duda, él procuraba aclarársela cruzando las lagunas de su ignorancia con puentes de imaginación.
—¿Por qué en el escaparate de esta zapatería exhiben solamente zapatos del pie derecho?
—Porque será una zapatería especial para cojos del pie izquierdo.
—¿Por qué se llama esta plaza Puerta del Sol?
—Porque el sol, antiguamente, saldría por aquí.
—¿Para qué llevan ese brazo los tranvías en el techo?
—Para poder agarrarse al alambre que va por encima cuando va a volcar.
—¿Qué es un trolebús?
—Un tranvía que estudia para autobús, pero que aún no ha terminado la carrera.
—¿Qué es un parque?
—Un trozo acotado de selva, en el cual las fieras son cachorros vestidos con pantalón corto.
Bajaron del tranvía en el centro y anduvieron por las calles como un par de Alicias en el País de las Maravillas. Francisca se pasmaba ante todos los monumentos, y Bartolo tenía que atizarle un enérgico cachete para que volviera en sí.
—A mí, las que me gustan son las estatuas a caballo —decía ella—. Aunque comprendo que tienen menos mérito los jinetes que los peatones; porque a la Fama, como a todas partes, se llega más rápidamente a caballo que a pie.
—Ésa es la razón de que haya más generales célebres que paisanos ilustres —explicaba su marido, demostrando que la falta de cultura puede rellenarse con exceso de sentido común.
Fueron viendo, una por una, esas horrendas tartas nupciales cocinadas en honor de los hombres famosos, en las que la cursilería del escultor logra transformar el mármol eterno en efímero merengue. Las estatuas, puestas en la cima de tales adefesios, recuerdan el monigote que simboliza el novio en el postre de bodas.
Compraron en un estanco varias postales con vistas del centro de Madrid, y las expidieron por correo interior a sus conocidos domiciliados en el extrarradio: «Un saludo desde la Puerta del Sol…». «Os recordamos al pasar por la Telefónica…». «Llegamos felizmente a la calle de Alcalá…».
Subieron al estudio de un fotógrafo, para hacerse el típico retrato de recién casados en el que los cónyuges salen siempre con cara de susto, como si acabaran de darse cuenta del disparate que han cometido. Y lo mismo que los fotógrafos de niños aluden a un pajarito para inmovilizarlos en el momento de tirar la placa, aquél, especializado en retratar matrimonios frescos, les dijo:
—¡Quietos un momento, que va a salir un niñito!
En el Retiro jugaron a la ruleta de una barquillera, emocionándose como si estuviesen en Montecarlo cuando el castizo «croupier» les entregó el montón de barquillos que habían ganado.
Almorzaron después bocadillos y cerveza en un aguaducho junto al estanque, versión económica de un lago suizo. Pero a mamá le pareció tan grande como el mar, y tuvo que meter el dedo en el agua para chuparlo después y cerciorarse de que no era salada.
A media tarde, rendidos por la caminata, se sentaron a descansar en un banco público.
—Ya que estamos en Madrid —propuso Francisca—, podríamos aprovechar para ir a ver el Rey.
Se imaginaba la monarquía con el ingenuo protocolo de un cuento infantil: el soberano, con una corona dorada de muchos picos, sentado en su trono de purpurina. Y a su alrededor la gente del pueblo, a respetuosa distancia, preguntándole cosas y pidiéndole justicia para sus pequeños pleitos. Algo así como el Rey Salomón, al que las madres llevaban a sus niños para que los trinchara equitativamente en filetes.
A Bartolo le pareció bien la idea, aunque hizo una objeción:
—Pero hoy el Rey no trabajará. Como es domingo…
No obstante fueron, por si acaso, al Palacio de Oriente.
—¿Lo ves? —dijo mi padre—, está cerrado.
—¿Qué harán los reyes los domingos? —dijo mamá intrigada, pues no se imaginaba a don Alfonso XIII tomando butacas en un cine para ver una película con su familia real.
—Es muy sencillo, mujer: se quedan dentro de palacio posando ante los pintores para que les hagan esos retratos que vemos luego en los museos. Como los días laborables no les queda tiempo libre porque tienen que reinar…
—Reinar debe de ser un oficio difícil, ¿verdad?
—Más que difícil, cansado. Imagínate que los pobres reyes tienen que ponerse de pie y estarse muy quietecitos cada vez que les tocan la Marcha Real. Y como a ellos se la están tocando todo el día, nunca pueden sentarse en el trono a descansar.
Desde la plaza vecina, poniéndose de puntillas para dominar mejor el palacio, fueron recorriendo todas las ventanas con la esperanza de ver a Su Majestad tras alguna de ellas. Pero no tuvieron suerte. A Bartolo, que tenía mejor vista, le pareció haber descubierto, junto a la cortina de un salón, el perfil de una barbilla borbónica. Pero al fijarse mejor comprobó desilusionado que era el codo de una estatua.
—¿Y si nos ponemos a aplaudir? —propuso Francisca—. En cuanto el Rey oiga nuestros aplausos, saldrá al balcón a saludarnos. Lo mismo que a los conejos se les saca de las madrigueras con humo, a los Jefes de Estado se les saca de sus palacios con aplausos. Es un cebo que no falla nunca.
Bartolo acogió la sugestión con escepticismo, pero reconoció que por probar no se perdía nada. Y los dos, solos frente a la mole arquitectónica, empezaron a aplaudir con todas sus fuerzas. El sonido no era muy brillante y no podía compararse ni remotamente con el estrépito de una manifestación entusiasta. Pero las manos del metalúrgico eran recias y tampoco las de Francisca eran de manteca. Y aunque la salva no era muy nutrida, dio resultado:
Unos minutos después se abrió un balcón en el primer piso. Y don Alfonso XIII, con el gesto simpático que jamás abandonó su rostro en todo su tumultuoso reinado, se asomó a saludar cordialmente a aquella manifestación sintética que le aclamaba. El regio perfil, que Francisca y Bartolo sólo habían visto en los duros de plata, les dedicó una afectuosa sonrisa. Luego la figura del monarca desapareció, y el balcón volvió a cerrarse.
A mamá se le saltaron las lágrimas de la emoción. Y papá tuvo que disimular las suyas sonándose ruidosamente, mientras decía:
—Este rey es un tío salado.
Y la pequeñísima manifestación, ebria de fervor patriótico, se alejó por la Plaza de Oriente mientras Su Majestad volvía a posar ante los pintores.
El sol invernal, pequeño y blanco, cayó en un agujero del horizonte como una bola de «golf». La noche llegó con tanta rapidez, que a ningún poeta le dio tiempo de pergeñar un topicazo ensalzando al crepúsculo. Desde la azotea de la Telefónica a vista de pájaro, los recién casados vieron encenderse collares de luces bordeando las calles y pulseras redondas en torno a las plazas. Los tranvías, arrugados y amarillos como huevos fritos, alegraban las calles con su regocijante «¡tilín!» verbenero. Soldados y chachas de las últimas quintas apuraban entre cuchicheos, en los portales, la colilla del domingo. Y la dama rica se acicalaba para resistir a oreja firme la historia de un barbero sevillano cuyas trapisondas habían dado mucho que cantar. Llegada la noche, las cantantes de ópera se dispusieron a dar el do de pecho, mientras las amas de cría se disponían a dar el pecho sin el do. Los viejos verdes aprovecharon las tinieblas para corretear por las callejas sin ser descubiertos, pues ya dice el refrán que «de noche, todos los viejos son negros». Se abrieron de golpe todas las escuelas nocturnas en las que maestras especializadas daban a los hombres cursillos de amor. Concretando: que ya era tardísimo.
Francisca y Bartolo, cansados pero felices, tomaron con pena el último tranvía para regresar a su arrabal después de aquel viaje inolvidable. Y años más tarde, en las largas veladas invernales, mientras mi madre freía una pescadilla y mi padre leía la hoja de periódico en que la envolvió el pescadero, recordaba aún episodios y lugares de su gran aventura.
—¿Te acuerdas de cuando pasamos por la calle del General Prim? —decía ella, nostálgica—. ¡Qué nombre tan raro para un general!, ¿verdad?
—Es que Prim no es un nombre, mujer —explicaba él con suficiencia—, es una abreviatura de Primo de Rivera.