PARA MATAR LAS HORAS de noviazgo, que pasada la ilusión inicial transcurren con una lentitud exasperante, visitamos los monumentos y edificios más célebres de la capital. Decía mi novio, con muchísima razón, que siempre se aprende algo nuevo viendo todo lo viejo.
Hay que reconocer que los antiguos eran gente muy mañosa, pues hacían unas labores a mano francamente difíciles. Claro que tenían más tiempo que nosotros, porque aún no se había descubierto Norteamérica, que ha metido tanta prisa a todo el mundo; pero aun así no hay que quitarles mérito. Eso de coger unas cuantas piedras y ponerlas una encima de otra hasta hacer un Escorial, por ejemplo, no es ninguna bobada. Como tampoco lo es quitarle a un pedrusco todo lo que le sobra para que parezca una estatua, o ponerle a una tela todo lo que le falta para que parezca un cuadro.
El Museo del Prado me encantó, pero le dije a Ernesto mi opinión sincera:
—Es un edificio muy amplio y muy bonito, aunque no me gusta la decoración de sus salones: encuentro que las paredes están demasiado cargadas de cuadritos.
Al Palacio de Oriente sólo le puse un reparo:
—No sabría decirte qué exactamente, pero creo que le falta algo.
—Claro, mujer: le falta el rey.
—Eso debe de ser. Un palacio sin rey está tan vacío como un caracol sin bicho.
También nos detuvimos un rato en todas las plazas que tenían monumento a algún señor, y observé que el bronce favorece muy poco a las personas: frailes y pintores, navegantes y políticos, parecen todos iguales en la negrura del metal. Los únicos que se diferencian un poco son los militares, porque casi siempre tienen un caballo debajo.
Cuando ya no nos quedó ni un monumento sin echarle la vista encima. Ernesto me dijo:
—Apuradas todas las diversiones honestas que brinda una ciudad a dos jóvenes enamorados, nuestro noviazgo toca a su fin.
—Menos mal —murmuré.
—Prolongándolo caeríamos en las redes del tedio, que es el máximo enemigo del amor. Ha llegado, por lo tanto, el momento de que te presente a mi familia para fijar los pormenores de nuestra boda. Les he hablado mucho de ti y te esperan con los brazos abiertos. Pero al hacer la descripción de tus virtudes, omití deliberadamente mencionar tu profesión. No es que yo me avergüence de que seas bailarina, entiéndeme, y me consta que tampoco a mis padres les importaría. Aunque son bastante anticuados, rebasaron ya la época en que el baile y la moral eran incompatibles. Las bailarinas no son ya para nadie diabólicas sirenas que hunden a los hombres en el abismo del mal, sino un gremio de trabajadoras como otro cualquiera, que hasta tienen un sindicato para defender sus derechos laborales.
—Entonces —inquirí—, ¿qué es lo que puede escandalizar a tus padres?
—Tu horario de trabajo. Eso de que entres en tu «oficina» a las once de la noche y salgas a las cuatro de la madrugada, les pondría los pelos de punta. Y no sólo a ellos, sino a toda su generación. Porque en España, como en todos los países católicos y agrícolas, existe un terror a la noche imposible de vencer. Este miedo supersticioso, heredado de la Edad Media, forma la columna vertebral de nuestra moralidad. Pensamos erróneamente que la noche es una gran alcahueta, bajo cuyas amplias y negras faldas se cometen los mayores pecados. Creemos que el sol, al desaparecer del cielo, da rienda suelta a todos los demonios que su calor mantuvo aletargados. Instintos y pasiones, como grandes murciélagos, salen entonces de sus escondrijos a revolotear en las tinieblas. Y muchos hombres, al faltarles el poderoso freno de la luz, se convierten en lobos. Y muchas mujeres, por la misma razón, se transforman en brujas.
»La noche —prosiguió el protésico tras un resoplido de resignación—, para la gente acobardada por esta leyenda medieval, no es un simple fenómeno de la rotación terrestre que priva de sol a medio planeta por espacio de unas horas, sino un castigo divino para poner a prueba diariamente las virtudes humanas. Por eso en las casas decentes, cuando el párpado nocturno empieza a cerrarse sobre los ojos azules del firmamento, cierran las persianas a cal y canto para impedir que se cuele algún demonio. Por eso las beatas se santiguan cuando tienen que salir anochecido a la novena. Por eso la esposa pone el grito en el cielo cuando su marido anuncia que cenará fuera de casa, y no protesta en cambio cuando se trata de un almuerzo. Por eso el padre de familia regaña a su hija cuando rebasa en diez minutos la hora tope que él fijó para la retreta vespertina. Por eso a los jovencitos no se les deja salir después de la cena, pues aterra pensar que puedan intoxicarse con las terribles ponzoñas que flotan en las sombras atentando contra su candidez. Por eso a los noctámbulos inofensivos, e incluso a los pobres insomnes que pasean o leen para entretener su torturante falta de sueño, la gente les critica y no tienen buen ambiente. Por eso es una acusación de mala conducta decir de una persona que «se acuesta a las tantas». Por eso, en fin, las señoras sensatas amonestan el trasnochador diciéndole muy serias que «la noche se hizo para dormir». Y esta frase hecha, mal hecha, que los seres sencillos aceptan y obedecen como artículo de fe, es la más solemne de todas las mentecateces.
—Eso mismo creo yo —dije a mi novio—, pero no sabría demostrarlo.
—Yo sí —replicó él con sonrisa triunfadora, mostrando su flamante dentadura de protésico—. La noche no se hizo para dormir ni para nada especial. La noche no hubo más remedio que hacerla porque la Tierra tenía que dar vueltas muy de prisa para no caerse del espacio y partirse en mil pedazos. La noche fue, por lo tanto, una simple dificultad técnica insuperable. Pudo resolverse, desde luego, instalando un segundo sol de la misma potencia para que alumbrara la zona que en el movimiento giratorio fuese quedando en sombra; pero los soles son astros muy costosos, y no valía la pena meterse en tantos gastos para dar luz a un planetilla de tan escasa magnitud como el nuestro. Tampoco en las ciudades de provincias se gastan millones en el alumbrado público, teniendo que conformarse el vecindario con un farol que funciona pocas horas. Es falsa, por todo lo expuesto, la teoría que prevalece entre las clases honestas sobre la peligrosidad del clima nocturno para la salvación del alma. No existe esa supuesta helioterapia espiritual que cura los ataques de maldad durante el día. Los rayos solares, no sólo no inmunizan a la Humanidad contra la epidemia del pecado, sino que la excitan con su calorcillo, haciéndola más vulnerable. Se peca mucho más de sol a sol que de luna a luna, por la sencilla razón de que durante el día todos los apetitos están más despiertos. Por la noche, en cambio, el cansancio de toda la jornada hace que podamos resistir mejor a cualquier tentación. El sueño es un gran anestésico del mal. Es absurdo, por eso mismo, creer que existe una inmunidad diurna para delinquir. El delito no es un funcionario del Estado y no tiene horas de oficina. Pero trabaja mucho mejor cuando está con los ojos bien abiertos, descansando y recién afeitado. El mundo, además, está lleno de ejemplos que confirman mi tesis: frente al atracador nocturno que roba en el extrarradio una cartera con cien pesetas, está la banda de «gangsters» que asalta en pleno día un banco céntrico y se lleva cien millones. Frente a la esporádica canita al aire del marido que una noche se va de francachela, purgada después con una crecida penitencia de trifulcas conyugales, están los casados «intachables», que echan canas a mechones sin despertar sospechas con la complicidad del sol. El día está lleno de ocasiones y pretextos para la persona que desea engañar al prójimo. Pero la sociedad contemporánea, tonta algunas veces, es hipócrita las demás. Y soporta mejor una puñalada de día que un pellizco de noche.
Ernesto jadeó un rato para reponerse de su discurso, pues no hizo ni un solo punto y aparte para descansar y se estaba ahogando. Luego, desfogada su excitación con la diatriba, concluyó resignado:
—En estas condiciones, como puedes suponer, no me atrevo a decirles a mis padres tu horario de trabajo. Una chica que duerme de día y trabaja de noche, es siempre repudiada por las familias que se llaman a sí mismas «de buenas costumbres». ¡Tremenda injusticia ésta de creer que las personas dormilonas son mejores que las desveladas! Reconozco que es un disparate, pero nada puedo hacer para destruirlo. Mientras dure esta ola de terror a la noche, ocultaré tu oficio a mis papás.
—¿Qué vas a decirles entonces?
—Que vives de tus labores.
—¿De qué labores?
—No seas torpe, monina: cuando se dice de una mujer que vive de «sus labores», quiere decirse que no hace ninguna labor para vivir.
—La vida está llena de paradojas.
—Y de perezosas.