AQUEL AÑO, entre bailes y charlas, envejeció con rapidez. Al taco del calendario se le fueron cayendo todas las hojas, y cuando quisimos darnos cuenta estaba completamente calvo.
Totó Alba, nuestro casero, nos hizo un flan muy rico para festejar la Nochevieja. Y Chula Mambí nos exigió que variásemos de repertorio a partir del nuevo enero porque la clientela, a fuerza de vernos bailar el mismo pasodoble y las mismas sevillanas, había llegado a bailar ambas cosas mejor que nosotras mismas.
Los Reyes Magos no sólo no trajeron ningún juguete a nuestro ballet, sino que se llevaron además a una de sus componentes más destacadas: Petra. Ésa fue la versión que dimos a las ingenuas Lola y Pepa para justificar la ausencia de nuestra compañera; pero en realidad no se la llevaron los Reyes Magos, sino un señor de Badajoz muy bruto, que tenía muchas cabezas de ganado (aparte de la suya, claro está).
Mermada nuestra república con la fuga de aquella frescales, cuyo fulano murió poco después dejándola heredera de las cabezas de ganado y de los cuerpos también (¡para que luego critiquen la frescura!), Chula redujo el sueldo del conjunto en una sexta parte y continuamos actuando las cinco restantes. Luisa, la vasca, que era la más habilidosa para los taconeos de estilo andaluz, fue nombrada capitana de nuestro equipo. Y si nosotras sacábamos un sostén con lentejuelas de plata, ella lo sacaba con habichuelas de oro. Fuencisla y las hermanas devotas de San Onofre, que eran bastante patosas, aceptaron como yo sin discusión esta jefatura puramente artística que no suponía para Luisa ninguna ventaja económica sobre las demás.
Acudimos unos cuantos días a la Academia de don Macareno Josú para que su profesor especialista en bulerías, asturiano de origen, nos enseñara un par de meneos facilitos. Pusimos con entusiasmo manos y pies a la obra, y a la semana justa estrenamos en la pista del «Infierno» unos saltos muy aparentes con abundante guarnición de castañuelas. Chula, por su parte, estrenó también una rumba preciosa que su madre le mandó desde Cuba por paquete postal, titulada Híncale el diente a la guanábana madura que lleva en el capacho la camagüeyana de los pies chiquitos. El título era tan largo para compensar la brevedad de la letra, que se reducía a repetir en distintas tesituras la enigmática frase «chupete muñuñungo». El argot afrocubano hacía ya furor en Europa, y la gente tarareaba sus esquizofrénicos estribillos con una seriedad que hacía pensar en que Spengler dio en el clavo al hablar de la decadencia de Occidente.
Bien mirado, fui en aquella época bastante feliz. Aparte de aguantar las tabarras de los parroquianos infelices, mi trabajo no era agotador y obtenía pesetas sumamente pingües. Tan pingües que, en menos de seis meses, ahorré casi mil duros.
Guardaba mis ahorros con técnica de vieja, ocultando los billetes entre la lana del colchón. Pero al llegar a esa cifra, fabulosa para una pobre chica como yo, empecé a sentirme intranquila. Me quitaba el sueño la idea de dormir sobre aquel tesoro ganado con el sudor de mis piernas y de mi lengua, expuesto a la codicia de cualquiera que descubriese el escondrijo.
Cavilé muchas noches decidiendo el lugar más seguro donde depositar la apetitosa suma, pero ni las cámaras acorazadas de los bancos más prestigiosos me ofrecían suficientes garantías de solidez para proteger mi fortunita. En aquellos años precisamente se inició en Madrid la epidemia bancaria, que poco a poco ha contagiado a todas las esquinas de la ciudad, y surgían bancos con la rapidez de hongos. Pronto los hubo para todos los gustos, desde severos mamotretos con arquitectura de panteón hasta suntuosos disparates en estilo sala de fiestas, con jaulas de oro para el personal y marmóreas escalinatas para los cuentacorrentistas. Y yo, que siempre fui prudente en cuestiones financieras, decidí visitarlos para cerciorarme de su solvencia antes de confiarles mis billetes. Mi peregrinación duró dos semanas. Pero ninguno de ellos me agradó. ¿Qué confianza pueden inspirar unos señores banqueros que despilfarran gran parte del dinero que se les confía convirtiendo sus oficinas en palacios? No digo yo que en el vestíbulo del Banco Rural, por ejemplo, el suelo sea de hierba y haya una vaca pateando; pero entre la humilde hierba y el lujoso mármol está el término medio del sufrido baldosín, más propio por su austeridad para pavimentar un local al que los palurdos socarrones confían sus sudados ahorros.
Desengañada de los bancos y decidida a esconder mis economías en un dobladillo de las enaguas, sistema que salvaguardó eficazmente los reales de vellón ahorrados por las damas de la antigüedad, tropecé dando un paseo con un edificio de nueva planta que me atrajo. Era otro banco —¡cómo no!— recién inaugurado, pero distinto a todos los que yo conocía. Los astutos financieros que lo fundaron, intuyendo el fracaso que supondría abrir un negocio bancario en una ciudad tan saturada de ellos, idearon una treta muy ingeniosa para atraer al capital más reacio: lo llamaron «Banco Colchón» y lo construyeron copiando fielmente en su estructura la forma de un colchón. El edificio, bajo y cuadradote, tenía en la fachada las clásicas rayas de las telas para colchones; y sus paredes, por dentro, se pintaron de un color de lana sucia muy acertado. Horrendo desde el punto de vista plástico, fue en cambio un acierto desde el psicológico. Porque las personas modestas, que guardan siempre su escaso dinerín en los colchones de sus camas, se convencieron al verlo de que estaría mucho más seguro en aquel colchón gigantesco. Y todos los que recelaron del lujo de los otros bancos, acudieron a él con fe ciega. Esos millones que andan fraccionados bajo las espaldas de tantísimos durmientes, se concentraron en sus arcas. Allá fueron a hospedarse también mis mil duritos, pues mi mentalidad estaba al mismo nivel de quienes mordieron el inteligente anzuelo del Banco Colchón. Y tuve desde entonces un libro de cheques, cuya lectura me apasionaba mucho más que cualquier novela.
Fue por aquellos días cuando empezó a asomar la nariz por el cabaret Ernesto Colina. Pertenecía al grupo de «máscaras a pie», nombre que dábamos las chicas del local a esos mirones que entran solos con cara de estar buscando a alguien, mariposean entre las mesas sin sentarse en ninguna, y se marchan después sin haberse tomado ni un vaso de sifón. Observé, sin embargo, que algunas noches se acercaba al bar, pedía la consumición más barata —el color del «revientavísceras» se ve a la legua—, y se quedaba de pie junto a la «barra» con el vaso en la mano sin quitarme la vista de encima.
Todo esto lo observé de reojo, claro, porque yo siempre estaba en una mesa alternando con algún cliente de fuste y no era cosa de encocorar al visitante timándome con los pollos de la vecindad. Pero la insistencia de Ernesto en sus miradas a mi físico hizo que mis reojos menudearan y que no estuvieran exentos de simpatía. Toda mujer admirada, admira también un poco a su admirador; siempre que su admirador, desde luego, no sea un rechoncho patizambo. Y Ernesto era todo lo contrario: de estatura más que mediana, con las piernas derechas como husos y un mechón rebelde bailándole en la frente que aniñaba más aún la insultante juventud de su rostro.
Deduje que no era rico, porque antes de pagar al barman soplaba en el canto del billete para cerciorarse de que no iban dos pegados; deduje que no era tonto, porque contaba el dinero que le devolvían; deduje que era tímido, porque una vez le sonreí y se puso tan colorado como el uniforme de los camareros. Y no seguí deduciendo porque me aburrí de deducir, y me acerqué a él aprovechando un clarito entre dos clientes para darle una oportunidad.
—Buenas noches —le dije, pues eso siempre resulta correcto y no compromete a nada.
—Bue… —fue lo único que pudo contestar, porque se puso tan nervioso que el «revientavísceras» se le derramó del vaso chamuscándole una pernera del pantalón.
Su azoramiento me envalentonó y le sugerí que me invitara a un trago. No necesité repetírselo:
—Ponga dos vasos grandes de lo más caro —dijo al barman, radiante.
Deseando agradarme, me abrió primero su petaca como antesala para abrirme después su corazón.
—Coge dos cigarrillos —me invitó, generoso—, uno para cada mano.
Inicié la conversación como de costumbre, proponiéndole contarle mi vida. Pero él me rogó que no lo hiciera.
—¿Por qué no quieres saber mi pasado?
—Porque aspiro a participar en tu futuro. Y el pasado es un desván de cosas viejas que no deben ver las visitas cuando les enseñamos nuestra casa.
—Bonita frase, muchacho.
—Está a tu disposición.
—Háblame entonces de ti —le propuse.
—Verás: una noche de invierno, cuando la nieve ponía fundas al paisaje para conservarlo hasta la primavera, entré en el mundo por la puerta de una Casa de Maternidad. Mi familia…
—No abuses tampoco, rico: hazme un resumen.
—Allá va: nací, mamé, crecí, estudié, sufrí, aprobé y me establecí.
—¿Tan joven?
—Para nacer, mamar, crecer, estudiar, sufrir, aprobar y establecerse, no hace falta ser viejo.
—Pero tú sólo representas veinte años.
—Pues tengo algunos más.
—Se los habrás pedido prestados a algún amigo para parecer más hombrecito.
Le hizo gracia mi piropo y se echó a reír abriendo mucho la boca. Tenía una forma divertida de reírse, pues no lo hacía en «ja» como todo el mundo, sino al revés: en «aj». Yo me contagié y aquella carcajada terminó de fundir el hielo entre los dos. Fue el disparo iniciador de nuestra carrera amorosa. Quiso pedir al barman otros dos vasos de lo más caro, pero yo se lo impedí. Y ese detalle me convenció de que Ernesto me gustaba: cuando una mujer se enamora de un hombre, procura siempre que no gaste dinero.
—¿Por qué? —preguntará el lector.
Para poder gastárselo ella cuando se case con él. La novia del presente se sacrifica con astucia pensando en la esposa del futuro.
Aquella noche, en el segundo show, bailé mis bulerías con más entusiasmo que nunca. Y hasta sonreí una vez, cosa que sorprendió mucho al público habituado a las caras de palo que sacan siempre las chicas de conjunto.
No creo necesario decirles que Ernesto y yo quedamos citados para salir al día siguiente por la tarde, porque ya lo habrán supuesto. Y aunque en casa hubo su migaja de choteo cuando me vieron las compañeras emperifollarme con esmero inusitado, acudí a la cita con más ilusión que puntualidad: el joven Colina llevaba una hora esperándome en el «Café Copa y Puro».
Este café, situado como todo el mundo sabe en la calle de Chapí esquina a la de Chapó, era el punto de reunión predilecto de todos los idilios. El damasco de los divanes hacía pensar en esa colcha tan buena que llevan todas las novias en su equipo, y que no se usa jamás por miedo a estropearla. Una luz suave, tamizada por pequeñas pantallas de mesilla de noche, permitía a las parejas maniobrar con bastante discreción. Los grandes espejos que cubrían las paredes, además, servían de retrovisores para ver si se acercaba un camarero por la espalda y dejar las manos quietas.
—Perdona, chica —se excusó Ernesto al saludarme—, por ser fino, te traía una caja de bombones. Pero has tardado tanto, que me los he comido.
La mesa que eligió estaba próxima a uno de los grandes ventanales y nos hubiera sido fácil contemplar embelesados cómo caía la tarde; pero a nosotros nos importaba un bledo que cayese la tarde, e incluso que se rompiera la crisma, porque teníamos que hablar de muchas cosas importantes.
—Si bailaras bien, serías una buena bailarina —me dijo él, ansioso de resultarme simpático.
—Bailar, para mí, es hacer un poco de gimnasia bien retribuida —le confesé—. En realidad, no pongo nada de alma en el baile.
—Haces bien: el alma hay que reservarla para ponerla toda junta en empresas de más envergadura. No se debe andar poniéndola a trocitos en bobadas, como si fuera un panecillo que se desmenuza en migas para los pájaros.
Pedí lo que llaman un «té completo», para comerme el «completo» y dejar intacto el «té».
—¿A qué te dedicas tú? —le pregunté desenrollando la rubia trenza de una ensaimada.
—Soy protésico dental.
Allí falló mi cultura.
—¿Y eso con qué se come? —indagué.
—Con los dientes.
—Algo así como dentista, vamos.
—Mucho más bonito —me explicó entusiasmado—. El protésico dental es un ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, en miniatura. Lo mismo que hace ese ingeniero al aire libre y sin limitación de espacio, lo hace el protésico a escala reducida en la cavidad bucal. Porque la boca es un completísimo pedazo de geografía, que reúne todos los accidentes de terreno de una nación entera. En el fuerte dique de los dientes, contra el cual se estrella con furia el oleaje de la saliva, el protésico realiza minuciosas obras de ingeniería portuaria: sustituye los bloques del rompeolas carcomidos por la marea salivar, refuerza con flejes metálicos sus partes más débiles, rellena de cemento los baches… Las piezas que diseña y construye con precisión matemática, embellecen el paisaje bucal y aumentan el rendimiento de las funciones que en él se realizan. El protésico, además, proyecta airosos puentes sobre la región pantanosa de la lengua, cuya audacia técnica nada tiene que envidiar a los más famosos del mundo: arcos amplísimos, sabiamente apoyados en los pilares de las últimas muelas, bajo los cuales navega sin dificultad la comida de mayor tonelaje; otros, en cambio, son pequeños, de quita y pon, para impedir que se interrumpa la masticación en el hueco de un molar extirpado… Al protésico, en justicia, debería dársele el nombre de Ingeniero Bucal. Porque los protésicos somos realmente ingenieros frustrados por culpa de nuestros padres, que no pudieron costearnos la carrera en la Escuela de Ingeniería.
—De todos modos —le consolé— es una profesión bonita.
—Bonita sí, pero muy peligrosa: a veces, cuando estás tendiendo uno de esos puentes, la boca en la que trabajas se cierra de golpe y te pilla un dedo.
—Todas las profesiones tienen sus riesgos. También el saxofonista, cuyo oficio es tan inofensivo, puede respirar una vez con demasiada fuerza y tragarse el saxofón.
—Eso sí.
Y Ernesto, admirado de mi aguda inteligencia, me cogió de una mano. Pero tuvo que soltarla en seguida porque no vio que yo tenía en ella un pastel, y se pringó todos los dedos de crema. Para el amor, sin embargo, no hay obstáculos; y en menos que canta un gallo, se había limpiado el pringue con su pañuelo para volver al ataque. Me agradó el contacto de su piel en mi metacarpo, aunque no por eso dejé de tomar algunas precauciones: mientras él iniciaba una lenta ascensión desde mi mano derecha hasta el codo, yo ponía la izquierda en posición de torta.
—¿Por qué? —preguntará el lector, al que siguen sorprendiéndole muchos detalles de mi conducta.
Por si intentaba llegar a ciertas cumbres jamás holladas por la mano del hombre. Gracias a Dios no me hizo falta dar la orden de «fuego» a mi brazo izquierdo, porque sus dedos alpinistas se detuvieron a media ladera del derecho y me dijo:
—Antes de seguir adelante, quiero advertirte que mis intenciones son serias. Yo, como todos los protésicos, soy un hombre formal. La prótesis no es una cosa de chufla y no puede ser ejercida por zascandiles. Si he ido estas noches al «Infierno» no es porque acostumbre a frecuentar esa clase de locales, sino porque un día pasé por la acera de enfrente y vi en la puerta tu retrato. Quedé tan impresionado, que quise verte al natural. Y si en la foto me gustaste, en carne y hueso me enloqueciste. No me agrada tu oficio de bailarina, porque el ritmo del baile es muy distinto al de la prótesis. La Historia, que yo sepa, no habla de protésicos que fueron felices casados con bailarinas. Pero eso lo arreglaremos más adelante, cuando nos hayamos examinado y aprobado mutuamente. Mientras tanto tú seguirás bailando y yo te seguiré vigilando. Porque eso de que alternes, la verdad, me sienta como un par de banderillas. Más adelante te llevaré a mi casa para presentarte a mis familiares, pues tengo una colección bastante numerosa. Me falta algún abuelo que otro como a todo el mundo, pero es una familia muy completa. Lo malo es que está chapada a la antigua y esa chapa es un blindaje que no perforarás fácilmente. Pero confío en solucionarlo cuando llegue el momento. ¿Te parece bien mi plan?
Dije que sí con la cabeza, porque el fin de su monólogo me sorprendió con un gran trozo de tarta en la boca. Y su mano, que no se había movido de mi antebrazo, me oprimió ligeramente el cúbito en señal de afecto. ¡Qué diferencia entre Ernesto y el chófer Dionisio, aquel barbarote que me sacaba pellejo en cada pellizco!
Cuando acabé de merendar, salimos del «Café Copa y Puro» a tomar el fresco. Pero el fresco aún estaba demasiado frío, y el joven Colina me propuso que entráramos en otro café a merendar otra vez. Entonces comprendí que era un gran psicólogo, que conocía a fondo el alma femenina.
En días sucesivos, el plan de Ernesto fue desarrollándose con absoluta normalidad. Cada tarde nos examinábamos un poco el uno al otro y obteníamos los dos excelentes calificaciones. La simpatía que él me inspiró desde el primer instante aumentaba gradualmente, y tampoco se quedaba atrás la que le inspiré yo a él.
Aunque el termómetro aún andaba encogido, el sol iba echando algunas calorías de propaganda para anunciar al público el próximo debut de la primavera. Nos gustaba aprovechar aquellos grados de más paseando con los abrigos desabrochados y las bufandas desanudadas. El tiempo era bueno, bonito y barato, con lo cual nos ahorrábamos el dinero de ver una de esas películas tan tontas que siempre empiezan con un león y acaban con un beso. Cuando nos apetecía presenciar un espectáculo, Ernesto compraba un periódico y nos sentábamos en un banco.
—¿Para leer la cartelera? —preguntará el lector.
No: para leer los «anuncios por palabras». Porque no hay espectáculo tan humano como una plana de estos anuncios pequeñitos. Ni el guionista más genial sería capaz de condensar en dos minúsculos renglones dramas tan intensos y conmovedores. Mi protésico y yo, sentados al sol y con un nudo en la garganta cada uno, leíamos esos desgarradores gritos de socorro que lanzan diariamente miles de seres en apretada tipografía. En los más dolorosos, nos deteníamos unos segundos a verter una lágrima de compasión:
«Mujer flaca de clase humilde, tomaría en traspaso tejido adiposo de señora pudiente que desee adelgazar».
«Caballero huérfano y solo en el mundo compraría a particular álbum de fotografías de familia, para hacerse la ilusión de que la tiene».
«Artista pobre casaríase con señora rica, por amor al arte».
«Campesino obligado por la sequía, vende con infinita tristeza su fiel perro de aguas».
«Gitano cobardica robaría gallinas en finca sin guardas ni perros».
«Cambio urgentemente comedor estilo imperio, por comida estilo tasca».
«Moribundo liquida a precios ganga los frascos empezados de las medicinas que no le sirvieron para salvarse»…
Y al concluir la lectura, nos levantábamos del banco con el corazón más encogido que si acabáramos de ver una película neorrealista.
—Algún día —soñaba Ernesto emocionado aún—, construiré una dentadura de alabastro para la boca de un maharajá. Y como me pagará mi trabajo dándome su peso en oro, que es como pagan los «maharajás» hasta sus cuentas más insignificantes, viviremos en un palacio como gatos panza arriba. Y nuestras almas, endurecidas por la riqueza, no se conmoverán al ver estas miserias.
Los días lluviosos, cuando Madrid se convertía en una Venecia de charcos y fango, nos metíamos en un cine modesto, a no ver una película. Acurrucados en la última fila, mientras los intérpretes hablaban de sus cosas, hablábamos nosotros de las nuestras.
—Lo malo de los cines —decía Ernesto contrariado— es que haya tanta luz en la pantalla. El día que empiecen a proyectarse las películas completamente a oscuras todos saldrán ganando: los empresarios porque irán más parejas, y el público porque no le llenarán la cabeza de tonterías.
Y nos cogíamos de la mano en la penumbra como si fuéramos a jugar al corro. Eso era todo, aunque los maliciosos supongan otra cosa. El amor sincero no es carnal, sino vegetariano. Los auténticos enamorados no son carnívoros, sino platónicos.
—Te quiero tanto —me decía el señorito Colina revolcando sus pupilas en el verde de mis ojos—, que por ti sería capaz de cometer una locura espantosa.
—¿Qué locura? —le preguntaba para medir el volumen de su amor.
Y él, que era un hombre sensato y prudente, lo pensaba un rato y decía después:
—Comerme una lata de sardinas, por ejemplo.
—¿Con lata y todo?
—No, mujer: lo de dentro nada más.
—¿Y a eso le llamas una locura espantosa? —me decepcionaba yo.
—Ten en cuenta que a mí las sardinas no me gustan nada.
—Eso ya es distinto.
—No hay que descartar tampoco la posibilidad de que la lata puede estar en malas condiciones, en cuyo caso pescaría además una urticaria imponente. ¿Te parece poca locura pescar una urticaria imponente así como así?
—No, ¡qué horror! Se nota que me quieres, desde luego.
—También sería capaz de pincharme con un alfiler en la yema del dedo gordo, y apretármelo después hasta que me saliera una gota de sangre.
—¡Basta, basta! Ya veo que me adoras.
Al lado de Ernesto Colina, como puede verse, Romeo resultaba más frío que un carámbano.