AUNQUE EL PUFO que me dejó aquel sujeto en mi primera noche de alternancia no me hizo ninguna gracia, siempre le agradecí su lección, que me fue de gran utilidad en lo sucesivo. Hice, según me indicó, un expresivo resumen de mi vida y obtuve con él en las mesas un éxito tan resonante como en la pista.
Casi todos los hombres con los cuales alterné, sollozaban como chiquillos al oír que fui amamantada por las cabras de una vaquería. Otros, de corazón menos sensible, resistían impasibles hasta el episodio de mi hemorragia nasal en el tren, cuando fui a presenciar la agonía del tío Cuacuá. Unos pocos solamente aguantaron sin sacar el pañuelo hasta el párrafo del bombazo que hizo trizas a mis padres. Dos o tres rebasaron este tope, aunque se rindieron sin condiciones cuando describí mi triste etapa de criada. Pero ni uno solo resistió mi autobiografía íntegra sin llegar al final llorando a moco tendido.
Esto me dio mucho prestigio entre los desgraciados solitarios que acudían al «Infierno» en busca de un antídoto para el veneno de sus pesares, por lo que mi compañía estaba solicitadísima.
—La que alterna de maravilla es Rosita —le recomendaba un triste a otro—. Tiene una vida tan trágica, que todas las tragedias de uno, a su lado, parecen Jauja.
Lola y Pepa, con su buen papá caído del andamio y las hermosas palizas que recibieron de su tía trapera, tenían éxito también. Aunque no tanto como yo, desde luego, porque eran muy tímidas y se azoraban como tontas al contar el despanzurramiento paterno. Y un despanzurramiento, para que impresione al consumidor, hay que servírselo adornado con un poco de salsa literaria.
Las otras tres, en cambio, se daban poca maña para alternar, porque sus vidas eran estúpidas y ellas carecían de imaginación para reforzarlas con apasionantes capítulos inventados. Petra, sin embargo, a pesar de su fracaso en el terreno de la cháchara retribuida, se las ingenió a su modo para obtener también beneficios extraordinarios de la clientela. Y sospecho que su modo no debía de ser muy formal, pues llegaba siempre a casa cuando ya era de día. Unos meses después, además, se compró un diamante como el culo de un vaso, mejorando lo presente.
A fuerza de alternar todas las noches fui conociendo a una serie de tipos que me hacían mucho gasto subyugados por mi conversación.
Uno de los más asiduos durante las primeras semanas fue Adolfo de Lis, curioso muchacho de cuello largo y nuez inquieta. Su familia, aristocrática desde los tiempos en que Sancho el Fuerte era aún debilucho, le había dejado una gran fortuna no sólo en tierras, sino también en aguas: los famosos manantiales de Morondo, tan buenos para el bazo y para el flato, eran suyos. Y en sus tierras, que ocupaban un gran trozo de mapa extremeño, crecía desde el ubérrimo espárrago al canijo perejil.
Pero Adolfo no era feliz. Aparte de su fealdad física, comparable a la del menos agraciado de todos los batracios, su dinero le hizo perder la ilusión por todas las cosas. Desde niño satisfizo siempre sus más costosos caprichos, y llegó a la juventud aburrido de cuantos placeres puede ofrecer el mundo a una cartera bien provista. Se aburría como un camello. Peor aún, porque los camellos tienen la diversión de llevar a cuestas esas jorobas tan graciosas; y él no. Estaba de vuelta de todo, con las mandíbulas desencajadas de tanto bostezar. Iba por eso al «Infierno» y consumía grandes cantidades de falso whisky, que pagaba con largueza. Por aburrimiento también fue invitando una por una a las chicas del ballet para que alternáramos con él. Y mi historia le gustó. Durante varias noches me hizo sentarme a su mesa, rogándome que le repitiera algún pasaje de mi vida que le divertía especialmente.
—Cuéntame otra vez tu nacimiento en esa alcoba, compartida por tus padres con el guarda nocturno de los Almacenes Popelín —me decía entornando los párpados—. Repíteme tu aventura con el chófer, frustrada por la agonía de la alcahueta…
Yo le obedecía automáticamente, lo mismo que uno de esos organillos que, echándoles una moneda por la ranura, tocan la pieza deseada. Y al terminar yo mi rollo, empezaba él el suyo. Se aburría tan a fondo, que se dedicó a estudiar el aburrimiento para entretenerse. Y llegó a ser la persona que más entendía de aburrimiento en toda Europa. En cualquier país del mundo menos indiferente que el nuestro a la investigación, le hubieran nombrado catedrático de Aburrimiento en una universidad. Sabía de esta materia tanto como un ictiólogo puede saber de una sardina. Y aplicó su ciencia a fabricar una teoría, que me soltaba invariablemente a la cuarta copa:
—El aburrimiento es una parálisis progresiva que ataca al hombre saciado de todas las emociones que la vida puede ofrecer —empezaba Adolfo de Lis mientras el camarero le servía la quinta copa—. Su síntoma inicial es un deseo invencible de abrir la boca. Ni el bozal más resistente sería capaz de contener estos bostezos enfermizos. La infección se propaga pronto al resto del organismo atacado, y la víctima cae en un letargo muy parecido a la muerte. Tan parecido que, si no fuera porque ronca como una locomotora, parecería un muerto de verdad. Y los muertos de verdad, como tú sabes, no roncan casi nunca. El bacilo del aburrimiento, que muchos seres humanos ya padecemos, se extiende como una epidemia por todas partes. Ni el cólera, que pone furiosa a la gente; ni la peste, que huele tan mal; ni siquiera los granos, que pican tanto, amenazaron tan seriamente a la Humanidad como el nuevo azote del Aburrimiento. Al lado de este azote, todas las plagas anteriores sólo fueron azotitos.
Y Adolfo de Lis, para reforzar su tesis, me daba unos azotitos en la cadera antes de proseguir:
—Si se hubiera hecho una estadística del aumento incesante de esta enfermedad, hace tiempo que la línea indicadora se habría salido por encima del papel. Pero los sabios, tan distraídos como siempre, no hacen nada para detener su progresión. Siguen buscando pequeños remedios para prolongar la vida del hombre, cuando urge que busquen el gran remedio que prolongue la vida del mundo. Porque si esto sigue así, y siento tener que darte un disgusto, el mundo se acabará muy pronto.
—¿Tú crees, muñeco? —le decía yo abriendo mucho los ojos, para disimular que a mí también me estaban entrando ganas de abrir la boca.
—Basta mirar a nuestro alrededor para comprender que estamos presenciando los últimos metros de la película mundial, y que no tardaremos en leer en la pantalla la palabra «Fin».
—¡Qué horror, chico! —decía yo, poniéndome un dedo ensalivado en la media para detener la carrera de un punto—. Invítame a otro whisky para que se me pase el susto.
—Te aseguro que es verdad —continuaba el aristócrata, inexorable—. Existen muchas versiones erróneas sobre la forma en que llegará el fin del mundo. Cada cual, haciéndose el tonto, imagina el procedimiento que más oportunidades le ofrece de salvarse. Unos, los más frioleros, opinan que caerá una lluvia de fuego muy calentita, que quizá no los abrase a ellos porque, como les gusta mucho el calor y lo resisten muy bien… Otros, defienden con entusiasmo el sistema de un nuevo Diluvio. (Los que saben nadar, claro). Algunos, los pobres especialmente, prefieren pensar que saltaremos todos en mil pedazos cuando reviente esa caldera que el planeta lleva dentro.
—¡Mírales qué ricos! —le interrumpía yo—. Como ellos no tienen nada que perder, que se vayan todos al demonio.
—Es una faena, desde luego —reconocía él—. Muchos ingenuos creen que el fin consistirá sencillamente en que se apague el sol. Y los muy pillines, para cuando llegue ese momento, han comprado muchas velas. Como si el mundo, tan habituado a los cortes de luz eléctrica, fuera a terminarse por un apagón más…
—Ya, ya.
—Un grupito de poetas y escritores, bastante cursis por cierto, sueñan con un final empalagoso estilo apoteosis de opereta, a base de querubines volando en escuadrilla y bandas angélicas tocando el clarín. Y antes de caer el telón, Adán y Eva, protagonistas del espectáculo, saldrán a escena para darse un besito en el hocico.
—¡Qué cursilada!
—Hay muchas versiones más, pero todas tan equivocadas como éstas. El fin del mundo, por desgracia, no será tan espectacular.
—¿Cómo será entonces? —decía yo fingiendo que me interesaba horrores su teoría, aunque la verdad es que no me importaba ni un pito de los más pequeños.
—El mundo, sencillamente, se irá muriendo poco a poco de aburrimiento. La Humanidad, aburrida de todo, perderá poco a poco el apetito de vivir. Y la gente, exprimidas sus diversiones hasta la última gota, se irá quedando dormida en las butacas de los espectáculos y en las aceras de las calles. Tan profundamente dormida, que nadie querrá volver a despertarse. Y la Tierra, impulsada por el aire de tanto bostezo, seguirá dando vueltas alrededor del Sol como una mula imbécil alrededor de una noria…
Nunca pasó de la palabra «noria», porque al llegar a ella estaba siempre borracho como una cuba de cinco hectólitros. Pagaba entonces una cuenta fabulosa —el camarero se aprovechaba de su embriaguez para añadirle un cero en beneficio propio—, y se iba dando tumbos a aburrirse a otra parte.
Perdonen ustedes que haya sido tan prolija al hablar de este sujeto, pero he querido transcribir su teoría con la mayor extensión y fidelidad para rendirle un homenaje póstumo. Porque Adolfo de Lis no tuvo paciencia para seguir observando los procesos del aburrimiento que, según él, acabará con la vida humana. Y como era un hombre no sólo rico, sino también elegante, supo salir del mundo con la máxima elegancia que recuerdan los anales del suicidio.
Una noche, a la hora de cenar, se sentó a la mesa y le dijo a su criado:
—Bautista, levántame la tapa de los sesos, y dime si están frescos.
El criado fue a la cocina, cogió la pistola de plata que se usa en las casas de postín para matar pollos y pavos, y regresó al comedor para cumplir la orden de su amo.
Al primer pistoletazo, la tapa que cubría los sesos de Adolfo se levantó. Y cuando estuvo levantada, Bautista se inclinó para examinar el contenido e informó respetuosamente:
—El señor puede estar tranquilo: sus sesos están fresquísimos.
Y volvió a cerrar la tapa, para que los sesos no se echaran a perder con el calor.
Así murió otro tonto que, por disfrutar demasiado de prisa de la vida, se le agotó pronto la diversión. Porque la vida, si me permiten ustedes que filosofe una pizca, es un pirulí que conviene chupar con lentitud para que nos dure el goce de su sabor. Si en vez de chuparlo lo masticamos vorazmente, comprobamos en plena juventud que sólo nos queda en la mano el insípido palitroque. (¡Menuda filosofía, jolín! Para una lerda como yo no está mal, ¿verdad?).
* * *
Entre los fulanos finos con los cuales alterné en aquellos meses, debo destacar también a don Damián, caballero de pinta honorable que se gastó muy buenos duros invitándome a beber. Cuando empezó a frecuentar «El Infierno», pensamos que sería un viudo reciente, pues llevaba un traje negro que esparcía el tufo a tinte de «lutos en veinticuatro horas». Se dan casos, aunque no muchos, de hombres que cuando enviudan se lanzan con desesperación a la bebida para olvidar (para olvidar los años de sufrimiento que pasaron junto a las pelmazas de sus esposas, supongo).
Don Damián me inspiró confianza desde el primer momento, porque creí ver en su ojal la cinta roja de la Legión de Honor. Luego resultó que la presunta cinta no era más que un trozo de pimiento morrón que le cayó en la solapa al comerse una paella. Pero, condecorado o sin condecorar, era un señor con cualidades físicas suficientes para infundir respeto a la chica más casquivana: tenía una nariz carnosa, con ambos orificios ensombrecidos por abundantes pelos negros y severos que se agitaban rítmicamente con la respiración. Una yugular de amplio diámetro, recia como una cañería, facilitaba el necesario riego sanguíneo a su voluminoso cerebro. Sus ojos, surcados por traviesas venillas rojas, tenían las necesarias dioptrías para justificar unos lentes livianos que, cuando estornudaba su dueño, salían volando a gran distancia como una mariposa. Menos mal que estornudaba poco; aunque alguna vez que lo hizo mientras yo alternaba con él, tuve que salir corriendo a cazar los dichosos lentes que, después de planear por toda la sala, se habían posado en la cabeza del mulato que tocaba el saxofón.
La tragedia que impulsó a don Damián a frecuentar el cabaret, según me fue contando en sesiones sucesivas, me conmovió. Pertenecía este señor al grupo de casados formalísimos que tenían lo que la gente llama «un lío antiguo».
Este grupo está formado por cincuentones de buena posición, con rentas saneadas aunque no excesivas, de costumbres sedentarias y burguesas. Casi todos los caballeros en estas condiciones se casaron en su juventud por conveniencia, con señoritas de su misma clase, a las que también convenía casarse con hombres de apellido limpio y riñón bien cubierto. Eran bodas sin amor, precedidas de largos noviazgos con más números que besos. La estrategia matrimonial de entonces aconsejaba eliminar el corazón en esta clase de asociaciones, sustituyéndolo por la tabla de multiplicar. Parejas sin más lazo afectivo que el haber jugado juntos en la infancia, se casaban por unir dos fincas colindantes, o para cancelar un viejo pleito entre dos familias, o para eludir el pago de unos derechos reales demasiado costosos. Si los dos socios de la entidad «Vidaurreta y Compañía» tenían hijos, el primogénito de «Vidaurreta» se casaba con la primogénita de «Compañía» para consolidar la firma.
¡Cuántas bodas se hicieron para unir los paquetes, de acciones de dos familias y obtener la mayoría en el consejo de administración de una sociedad! ¡Cuántas jovencitas sacrificaron estoicamente el precinto de su virginidad para salvar a papi de una quiebra fraudulenta!
Los maridos y las esposas de esos «cócteles» conyugales, en los que se combinan fríamente intereses y apellidos, quedaban obligados a guardar las formas pero no los fondos. La hipocresía, esa gran celestina de la vida social, se encargaba de cubrir las apariencias. Y bajo esta cubierta, inquieto y vivaracho como un reptil, el amor podía hacer cosquillas a los hipócritas. Porque mucha gente de entonces consideraba que «amor» y «hogar» eran dos polos de corriente opuesta que no se atrevían a unir por miedo a que diesen un chispazo catastrófico. Un chico de buena familia podía enamorarse locamente de cualquier muchachita Pérez, pero esto no era obstáculo para que se casara tan campante con una señorita Valdemosca. Se formaban así solidísimos triángulos, en los cuales la esposa era «la una» y la amiga «la otra». De este modo nacían aquellos «líos antiguos» de los maridos, que duraban muchas veces tanto como su propio matrimonio, y que por su misma antigüedad eran aceptados tácitamente hasta por las personas más puritanas. Incluso las propias esposas de los culpables, que aunque se hacían las tontas no se chupaban el dedo, soportaban aquella doble vida convencidas de que a ellas les correspondía la mejor parte. Y así se formaban duraderas Petites ententes que sólo la muerte era capaz de romper.
En esa situación estuvo don Damián toda su vida, desde que se casó en primeras nupcias con doña Carola y se lió en ningunas nupcias con doña Graciela.
Con doña Carola se casó por un quítame allá esas casas, pues él tenía varias hipotecadas hasta la chimenea y ella tenía el capitalito necesario para levantar las hipotecas. Con doña Graciela se lió en aquellas mismas fechas por eso que llaman amor, sentimiento sumamente contagioso contra el cual no están inmunizados ni los hombres más fríos y metódicos.
De este modo quedó equilibrada la balanza sentimental de don Damián con una doña en cada platillo: una dentro del hogar y otra fuera para amar. (Bonita aleluya).
Esta doble vida tenía el inconveniente de que le costaba a fin de mes la renta de dos pisos, pero él las pagaba con gusto porque era un hombre ordenado y su lema siempre fue: «Un sitio para cada doña, y cada doña en su sitio». Y se consideraba tan feliz con las dos, que jamás las engañó con una tercera.
A doña Graciela, según contaba, la instaló en un ático muy coquetón siguiendo la costumbre de la época. Porque los áticos, a los que se aplicaba entonces el calificativo de coquetones para paliar un poco sus incomodidades, se destinaban casi exclusivamente a albergar queridas de señores pudientes. Con esa idea fueron proyectados por los arquitectos, que aprovechan así los tejados de las casas construyendo en ellos niditos de amor.
El «doña» le venía a Graciela de un marido que tuvo en sus años mozos, pues ya era una treintona pasadita cuando inició su lío con don Damián. De su marido sólo le quedó una renta muy pequeña y unas ganas muy grandes de no volver a casarse. Hombre zafio y brutal, el único recuerdo que dejó a su pobre viuda fue la cicatriz imborrable de un mordisco en un pecho que por poco le cuesta el pezón.
Pasaron los años —diez primeros y quince después— y doña Graciela continuó siendo el ángulo amoroso en el triángulo de la vida de don Damián. Las comadres de la vecindad, que al principio la criticaban con dureza, fueron ablandándose con el tiempo al ver que su idilio proseguía con una fidelidad que para sí hubieran querido muchos matrimonios.
—Es un lío muy formal —tuvieron que reconocer hasta las señoras de moral más estrecha.
Y empezaron a sentir simpatía en todo el barrio por aquella pareja de amantes ya maduros, que daban un ejemplo de mutua lealtad a más de una pareja con bendiciones, anillos y toda la pesca.
A don Damián, cuando subía por las tardes al piso de su amiga, los vecinos le saludaban en la escalera quitándose el sombrero, la gorra o lo que tuvieran en la cabeza.
—Muy buenas —le decían amablemente con una sonrisa cómplice. Y algunos, más confianzudos, añadían dándole una palmadita cariñosa—: A echar una canita al aire, ¿eh, pillastre?
—Aprende de doña Graciela —gritaba un marido a su esposa, frivolona—, no le ha hecho falta la coacción de una boda para respetar a don Damián. Y él puede andar con la frente muy alta, sin que se le enreden los cuernos en las lámparas.
Este afecto se extendió también al comercio de la barriada, y no era raro oír a los tenderos:
—Chico: sube estas ciruelas tan hermosas, de regalo, al lío de don Damián.
Todo el ramo de la alimentación reservaba los mejores bocados a doña Graciela, a la que llamaban cariñosamente «el lío de don Damián».
—He guardado este sesito de ternera para el lío de don Damián —decía el carnicero mostrando el seso temblón en sus manos ensangrentadas.
Las primeras cerezas que brotaban en los cestones de la frutería, eran también para doña Graciela. Y los primeros melones, que a ella le hacían recordar a su difunto marido.
Hasta que un día doña Graciela empezó a ponerse mustia. Y aunque los médicos la regaron con toda clase de medicamentos, se fue secando lentamente hasta morirse del todo.
Aquel día, en señal de luto, las lavanderas de todo el barrio tendieron las sábanas a media asta.
El entierro fue muy triste. Cuando muere una esposa, todo son flores, cánticos y alegría. Cuando muere una amante, en cambio, ni una mísera violeta adorna su féretro; ni una sola lágrima humedece ningún párpado. Las esposas van al cementerio en bellísimas carrozas tiradas por seis caballos con gualdrapas y penachos. Las amantes van en furgonetas tiradas por seis cilindros mondos y lirondos.
Ni siquiera el propio don Damián pudo acompañar a doña Graciela hasta su última morada, porque aquella tarde su mujer había sacado localidades para ver una función de mucha risa y tuvo que ir con ella. Y mientras él, en su butaca del teatro, tenía que reír forzadamente los chistes que estallaban en el escenario, su amiga leal iba sola hacia la sepultura bajo la lluvia, dando tumbos por caminos en un viejo «Chevrolet».
Así acabó uno de los líos más antiguos de Madrid. Y don Damián, fiel a la memoria del que fue su gran amor, se vistió de luto desafiando la murmuración. Y frecuentaba «El Infierno» para mitigar su tristeza con libaciones dignas de un cosaco.
* * *
Aparte de estos dos peces gordos cuya sed insaciable me dejó una comisión saneadísima, alterné esporádicamente con otros individuos de menor cuantía.
Entre ellos recuerdo, sobre todo, a un mangante que decía llamarse Pancho Trol y ser oriundo de una república sudamericana llamada Chacachá. A mí no me sonaba el nombre de ese país ni a mis compañeras tampoco. Pero como América del Sur tiene fama de ser muy grande, y la única geografía que saben las chicas de cabaret es hasta dónde llega el área del dólar, pensé que Chacachá sería una nacioncita situada detrás de los Andes. Como los Andes son tan altos que lo tapan todo, no era extraño que la gente del lado de acá no viese una pequeña república del lado de allá.
Pancho, además, tenía o fingía tener un acento muy de aquella parte, a base de «zetas» que sonaban suaves como silbidos, rebozados en un soniquete musical que convertía cada frase en fragmento de letra de canción. Y como gastaba con esplendidez, lucía corbatas chillonas y llevaba los dedos cubiertos de sortijas hasta las uñas, su sudamericanismo nos pareció indudable. Incluso poseía un extenso vocabulario de los modismos empleados en Chacachá para sustituir muchas palabras castellanas.
—Lo que ustedes llaman «garbanzos» —me decía muy serio—, se llama en chacachense «peladuchos». Y a los automóviles les llamamos «garabitos». Y a las zapatillas, «chanfletas». Y el termosifón, «chupifrunga». Y a los políticos, «mentecatos».
—Eso también se lo llamamos aquí.
—Nuestra bebida nacional es un licor llamado «pica-pica», que se obtiene destilando los frutos de un arbusto llamado «rasca-rasca». Y el plato típico de Chacachá es las «rupertas machuquinadas», que son lo que ustedes llaman patatas fritas.
Y así se pasaba horas enteras hablándome de su fantástica patria, como si estuviera empapado en nostalgia por no vivir en ella.
Varias veces me propuso recogerme al día siguiente en su garabito (coche), para que fuéramos a comer juntos un cocido de peladuchos (garbanzos). Pero yo siempre le di chongolulas (calabazas), porque fuera de mis horas de trabajo no aceptaba invitaciones ni del potito (lucero del alba).
Hasta que una noche, cuando Pancho me estaba encandilando en «El Infierno» contándome cómo era el terraco (rancho) que tenía en Chacachá, se acercaron a nuestra mesa dos policías y lo trincaron (detuvieron). Pancho Trol cambió de color, intentó defenderse con una navaja que sacó del bolsillo, pero le bajaron los humos propinándole un discreto puñetazo en los dientes.
Supimos entonces que aquel sujeto no se llamaba Pancho Trol, sino Bernardo Fernández, alias el Madamo. Y que no era de Chacachá, sino del mismísimo Logroño. Y que no era rubio, sino moreno teñido. Y que no era gordo, sino flaco almohadillado. El hampa, certera siempre en su nomenclatura, le puso el Madamo porque su trabajo consistía en seducir a esas turistas otoñales, e incluso invernales, que vienen a España con la secreta esperanza de cerrar su vida sentimental con una romántica aventura. Y el Madamo, que tenía un estómago a prueba de bomba, convertía en realidad esa esperanza en las madamas cobrándose después del sacrificio con todas las divisas y objetos de valor que podía pescar en el carruaje de sus víctimas.
Con el encierro del falso Pancho, yo sólo perdí un cliente bastante rumboso. Pero América del Sur perdió la hermosa e imaginaria república de Chacachá, en la que a las zapatillas se las llamaba «chanfletas» y a los políticos «mentecatos». Ella tuvo peor suerte.
* * *
No me faltaron tampoco extranjeros auténticos, aves de paso fugaces que volvían pronto a su país de origen enjaulados en el mismo «auto-pullman» que los trajo.
Uno de ellos fue un portugués de apellidos que nunca llegué a pronunciar correctamente, por ser su fonética y su ortografía muy complicadas: se apellidaba Gomes-Lopes. Era un hombre de mediana estatura, con orejas en forma de cucurucho que las hacían parecer dos altavoces. Había vivido muchos años en las colonias portuguesas de África, y de su larga estancia en aquellas tierras conservaba un orificio en el tabique nasal por el que pasaba en su juventud una gruesa anilla. Malas lenguas decían que de la cintura para abajo era completamente negro, pues aunque su padre fue un lisboeta tan blanco como la nieve, su madre había sido una indígena de Angola más morena que la antracita. Pero vaya usted a saber si era verdad; porque yo desde luego no fui a comprobarlo.
Gomes-Lopes sólo hablaba el portugués, pero yo le entendía a las mil maravillas. No pretendo con esto presumir de poliglota. Sé de sobra que no tiene ningún mérito. Las palabras portuguesas en realidad, salvo raras excepciones, no son más que palabras españolas con alguna letra cambiada de sitio y adornadas con colgajos de acentos, tildes y cedillas. De este modo en Portugal se hacen la ilusión de tener un idioma propio, y se enorgullecen de él como si fuera tan difícil de aprender como el chino o el polaco.
Nada más conocer a Gomes-Lopes se apresuró a contarme que era descendiente directo del famoso navegante Eurico Gomes-Lopes, el descubridor de América.
—Pero ¿América no la descubrió Cristóbal Colón? —pregunté yo, que aunque a veces parezco tonta siempre tuve una culturita muy apañada.
—Oficialmente, sí —me explicó él—. Pero unos meses antes de ese viaje de Colón, que tuvo tan buena prensa, mi antepasado Eurico zarpó de la playa de Cascaes en el bergantín Moito obrigado. Lo malo fue que cuando estaba llegando a las costas americanas, recordó que al salir de su casa para embarcar se había dejado abierto el grifo de la cocina. Y tuvo que virar en redondo para volver corriendo a cerrarlo.
—¡Qué lástima!
—Al pobre le molestó bastante que se le chafara el descubrimiento. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? No iba a dejar que se inundara toda la casa por el capricho de descubrir una América más o menos.
—No, claro —le di la razón, porque las copas las pagaba él y no quería irritarle.
* * *
Cuando el portugués se marchó a seguir presumiendo en su tierra, empalmé con un mejicano que acababa de aterrizar en España huyendo de su país. Bebía mucho y muy de prisa, para adormecer la grave preocupación que le torturaba. Pero las preocupaciones, en los temperamentos pesimistas, echan raíces imposibles de arrancar; y lo único que se consigue al sumergirlas en alcohol es que se conserven mucho mejor.
Y el pobre «manito» era de un pesimismo que ríanse ustedes de Baudelaire. Todas las chicas que trabajaban en el cabaret, pelandruscas inclusive, le llamaban familiarmente «Manito»; pero no porque fuera natural de Méjico, sino porque sólo tenía una mano. La izquierda la perdió tontamente en su infancia al meterla en una lata de galletas que estaba cerrando su mamá: el filo de la tapa se la cortó de cuajo. Y en el muñón que le quedó, para adornarlo un poco le colgaron un manojo de cascabeles que al mover el brazo sonaban alegremente, haciéndole olvidar la tristeza de su mutilación.
—¿Por qué has huido de tu patria? —le pregunté después de contarle mi vida como de costumbre—. ¿Hiciste una revolusionsita por tu cuenta y te salió mal?
—¡Qué tontería! —rechazó él—. Si todos los mejicanos que han hecho revolusionsitas tuviesen que emigrar, hoy Méjico sería un desierto. Allá no dan importancia a esas cosas. La república concede a todos los ciudadanos «el derecho de revolusionsitas», y las autoridades se lo respetan. Por algo es un país libre. Cuando un particular hace una revolusionsita y le sale mal, el gobierno le pone una multa de cinco pesos y asunto concluido. Mi problema, por desgracia, es mucho más grave.
Y el «Manito» suspiró, al tiempo que agitaba en el aire su muñón de cascabeles para disipar la melancolía. Después, alternando las palabras con las libaciones, comenzó su larga historia:
—Mi tragedia, chamaquita, no tiene solución. Para librarme de ella tendría que volver a nacer en otro sitio. Porque yo, no se lo digas a nadie, nací en Jalisco. Y ése es el origen de toda mi desgracia.
»Jalisco, como ya sabrás por las canciones de nuestro folklore, se jacta de producir los machos más valientes de la raza humana. Allí se creó el aumentativo de “machote” para designar la hombría de sus varones, por parecerles insuficiente el calificativo de macho a secas.
»La valentía de los jalisqueños, en efecto, es digna de la fama mundial que ha conquistado. Los hay que sin digerir aún la última papilla, serían capaces de balear a sus nodrizas si mirasen a otro niño con buenos ojos. Son hombres de pocas palabras, pues casi todo se lo dicen por las bocas de sus revólveres. El puñetazo se considera entre ellos un leguaje poco viril, y la simple bofetada síntoma evidente de afeminamiento. La vida, para el nacido en Jalisco, es una ficha que se juega todos los días en el tapete verde de sus campos. Se la juega cara a cara con nobleza, y cuando la pierde no se lamenta: se queda quieto, sin mover ni un músculo, hasta que se lo llevan al depósito de cadáveres.
»Reconozco, como verás, el valor de mis coterráneos, pero creo que la propaganda ha exagerado un poco la magnitud de sus proezas. Tanto las cifras de “baleadores” como las de “baleados”, son en realidad muy inferiores a las que figuran en la letra de nuestros “corridos”.
»Este tipo de canciones, que más que piezas musicales parecen partes oficiales de guerra, perjudica muchísimo a todos los habitantes masculinos de aquel estado. Impulsados por ellas, para no desmerecer a los oídos de la opinión mundial que las escucha, los machos jalisqueños no tienen más remedio que emular a los protagonistas de los cantables duplicando su coeficiente normal de proezas viriles. Por culpa del folklore, el charro que solía balear un promedio mensual de dos “pelaos”, tuvo que aumentar su cupo a tres y pico.
»Este aumento de víctimas creó pronto en la región una grave escasez de “pelaos” de todos los tamaños, hasta el punto de que unos meses después no había forma de encontrar un “pelao” ni para un apuro. Los pocos que quedaban eran disputadísimos, y cuando un charro lograba capturar alguno se lo llevaba a su rancho disfrazado de viejita para poder balearlo a gusto en la intimidad.
»Aparte de la falta de “pelaos”, que las autoridades lograron atenuar importándolos de otras provincias a dos pesos el kilo, los “corridos” plantearon un conflicto más angustioso aún: el de englobar en sus loas al valor jalisqueño a toda la población civil del sexo fuerte, sin excepción de ninguna clase. Se decía con música en los cinco continentes que los hombres de Jalisco eran unos auténticos jabatos, que desafiaban a la muerte todos los días laborables de nueve de la mañana a doce de la noche. Y lo cierto es que en Jalisco, como en todas partes, existía un núcleo muy numeroso de varones pacíficos incapaces de balear ni a una hormiga. Trabajaban tranquilamente para ganarse esa vida que los demás despreciaban tanto, y jamás se metieron con nadie. Unos eran padres de familia, otros oficinistas, o estudiantes, o simples individuos que amaban a su prójimo y les parecía feo balearlo al buen tuntún por cualquier menudencia. No eran cobardes ni mucho menos, pero orientaron su existencia por cauces que discurrían mansamente y no necesitaban el arbitraje de un revólver para zanjar sus cuestiones.
»A este grupo pertenecía yo. Nacido en el mismo corazón del turbulento Jalisco, nunca sentí afición a la turbulencia que me rodeaba. Sin ser un gallina tampoco, procuré aprender antes a razonar que a disparar. El ambiente de mi casa influyó también en mi formación pacifista. Mi padre era propietario de un gran almacén de frutas y verduras, negocio más bien poco belicoso, pues aunque los tomates se usan también como proyectiles en muchas manifestaciones populares, nunca resultan tan dañinos como las píldoras de plomo.
»Mi madre, pese a la levantisca sangre india que heredó de sus antepasados, era una bondadosa mujer maciza y comodona que se pasaba el día en su mirador haciendo interminables labores de ganchillo. Ella, que en el fondo era una romántica, fomentó a escondidas mi espontánea afición a la poesía. A escondidas, sí, porque si llegan a enterarse los machotes locales me hubieran sacado los colores a culatazos. ¡Imagínate! ¡Un poeta oliendo flores en una Naturaleza que olía a pólvora!
»Crecí, por lo tanto, en un clima hostil a mi vocación. Tuve desde la pubertad una idea del amor más delicada que mis conciudadanos: creí sinceramente que a las mujeres hay que conquistarlas con dulzura, en vez de raptarlas a la grupa de un caballo, atadas con una cuerda. Por eso quizá no fui correspondido en mi juventud por ninguna de las recias jalisqueñas que amé, en secreto la mayoría de las veces, porque en cuanto abría la boca para recitarles un madrigal, se me echaban a reír en mis propias berbes.
—Querrás decir barbas —interrumpí al «Manito».
—No. Lo digo así deliberadamente, porque entonces era yo un jovencito imberbe. Y a los imberbes se les llama así por eso mismo: porque aún no tienen barbas, sino berbes nada más.
»Tan ingenuo fui en cuestiones amorosas, que a los quince años me enamoré de la “estrella”. Mary Pickford. Y cuando daban una película suya en el cine de mi barrio, me apostaba junto a una puertecilla trasera que conducía al cuarto de proyección con un ramo de violetas. Esperaba, en mi candor, que al terminar la película saldría ella en persona por aquella puerta y yo podría ofrecerle mis flores. Pero nunca salió, porque yo no sabía que las actrices de cine no son como las de teatro, y que al terminar su trabajo se enroscan como serpientes en unas cajas de latón donde duermen hasta el día siguiente.
»Aquella ingenuidad me duró un lustro más. Al cumplir los veinte, cuando todos mis condiscípulos eran ya unos machitos que habían tenido que ver con alguna mujer, yo sólo las había visto de lejos.
—¿Ni siquiera le habías puesto piso a una vicetiple? —pregunté al mejicano, perpleja.
—No: mi única aventura fue ponerle un estante de mi biblioteca a una poetisa, autora de diez libros de poemas.
»Los “corridos”, entonces, empezaron a agigantar la bravura de nuestros machos en general, incitándolos a cometer audacias más peliagudas que justificaran los piropos contenidos en los cánticos. El núcleo de habitantes pacíficos que continuaba viviendo sin meterse con nadie, empezó a ser considerado un afrentoso baldón para la comarca. Algunos miembros de esta comunidad inofensiva fueron agredidos premeditadamente con ánimo de irritar su amor propio e inducirlos a cometer una machada; pero ellos, sin perder la serenidad, repelieron la agresión llamando a un guardia. En vista de lo cual, las propias autoridades del distrito decidieron ponerles un ultimátum: o dejaban de desprestigiar con su mansedumbre el buen nombre de Jalisco comportándose en lo sucesivo como unos genuinos machotes, o tendrían que coger sus bártulos y marcharse a vivir a otra provincia.
»La noticia produjo gran consternación entre las familias tranquilas. Casi todas ellas carecían de medios económicos para hacer frente a una mudanza de esa envergadura. Por otra parte, era muy duro también tener que abandonar el suelo natal para iniciar una nueva vida lejos de allí, en un territorio desconocido y hostil. Sólo algunos oficinistas y estudiantes, que solicitaron y consiguieron el traslado de sus colocaciones y matrículas a otras ciudades, se marcharon de Jalisco para no volver jamás. Los otros, probos artesanos y comerciantes, tuvieron que quedarse. Y empezaron a sufrir.
»Daba lástima ver a aquella buena gente esforzándose con su mejor voluntad en ponerse a la altura de sus valerosos conciudadanos: padres de varios hijos, barrigones y calvos, salieron a la calle con un tremebundo revólver al cinto que les golpeaba dolorosamente al andar en el braguero de su hernia. Obsequiosos dependientes de tiendas elegantes, que vivieron hasta entonces sumergidos en el almíbar de la cortesía, aprendieron a escupir por el colmillo y lanzaban despectivos salivazos a la clientela por encima del mostrador. Persuasivos y correctísimos agentes de seguros, sustituyeron las armas dialécticas con las cuales obtenían sus pólizas por relucientes armas blancas. Hombres bien educados, cuyas máximas palabrotas fueron siempre «pis» y «pun», pasaron por el doloroso aro y pronunciaron enrojeciendo hasta las orejas insultos tan soeces como «comecaca», «pendejo» y «chingadete». Los más tímidos, para acreditar su hombría con rapidez, salieron a la calle con una pistola cargada y la descargaron al azar sobre la multitud cerrando los ojos.
»¿Qué podía un poeta como yo en aquel Jalisco enloquecido por la bravuconería, en el cual el derramamiento de sangre en las calles tenía tan poca importancia como el derramamiento de vino en los manteles? Intenté como todos los demás amoldarme a la nueva situación; pero en cuanto me puse gallito con el primer machote, me paró los pies con una zancadilla que tuvo la virtud de enfriar para siempre mi conato de valor.
»En vista de lo cual emigré de mi tierra a toda prisa, llevándome por todo equipaje mis ojos llenos de lágrimas. Y desde entonces ando errante por el mundo, ocultando celosamente que soy de Jalisco para evitar que me metan en líos. Porque la difusión de nuestro folklore ha sido tan amplia, que hasta en los países más remotos, cuando se enteran del lugar de mi nacimiento, los matones locales me provocan con la esperanza de quedarse boquiabiertos admirando el temerario valor de un genuino macho jalisqueño. Y el resultado es que me pegan unas palizas que me mondan. Porque a mí, no lo puedo remediar, lo único que me sigue gustando es la poesía muy romanticona; y las noches de luna; y todas las cosas bellas y apacibles que les gustan a los hombres con sensibilidad que no tienen la desgracia de haber nacido en Jalisco.
* * *
Cuando el errabundo «Manito» se fue de España con su tragedia a cuestas, lo sentí de veras. Su historia, aunque algo larga, me había conmovido. Y durante algún tiempo, al oír en la calle el cascabeleo de alguna caballería, pensaba en él y en los alegres cascabeles que adornaban el muñón de su mano amputada.
A mi confesonario del «Infierno» fue a parar también, entre otros muchos individuos de distintas nacionalidades, un inglés de nombre tan complicado que ningún español podría pronunciarlo sin que se le hiciera un nudo en la garganta. Pero yo simplifiqué la cuestión poniéndole el mote de «Míster-Ensalada», que le iba a las mil maravillas porque tenía el pelo rojo como el tomate, un traje verde como la lechuga, y un mal carácter como el vinagre.
Lo del mal carácter me lo explico perfectamente, porque las autoridades inglesas habían cometido un atropello con él expulsándole de las Islas Británicas. El atropello fue así:
«Míster Ensalada», en política, era un conservador con ideas revolucionarias. Esta ideología paradójica, sin precedentes en la historia de Inglaterra, daba a sus opiniones un sabor explosivo difícil de digerir por sus compatriotas. Por eso, cuando en la tribuna pública de Hyde Park expuso sobre un cajón vacío su tesis sobre la monarquía, un «policeman» le agarró por el fondillo de los pantalones y le puso de patitas en el continente.
Esta tesis, aunque nada sencilla de poner en práctica, no era tan insensata:
A «Míster Ensalada», que era un monárquico furibundo, le parecía muy bien la ley dinástica inglesa por la cual la persona real heredera del trono puede ser indistintamente varón o hembra.
—Una mujer puede gobernar un país tan mal como cualquier hombre —afirmó el míster en su perorata—. Pero cuando en la lotería del nacimiento nos toque reina en lugar del rey, deben tomarse las medidas necesarias para que las taras propias de su sexo no entorpezcan su serenidad de juicio en las altas tareas del gobierno. Durante los meses del embarazo concretamente, una reina no puede juzgar los grandes problemas de la nación con los mismos ojos que en estado normal. La psicología de las mujeres en estos trances sufre alteraciones profundas: los mareos, vómitos, aumento de volumen y demás fenómenos orgánicos propios del caso, provocan en su carácter depresiones, complejos y otras irregularidades. Ascos inexplicables y antojos absurdos, deforman su mentalidad habitual y la desequilibran. Estos trastornos, que en una señora particular sólo afectan al reducido círculo familiar que la rodea, constituye un serio peligro colectivo en el caso de una soberana. En tales circunstancias, por ejemplo, Su Graciosa Majestad puede negarse a refrendar con su firma un decreto de reforma agraria, basándose en que sintió aquella mañana una caprichosa y repentina aversión por los apios y los rábanos. Puede también ordenar al Almirantazgo que saque del mar todas las unidades de la escuadra, porque aquel día está muy mareada y siente náuseas al pensar en el balanceo de los acorazados sobre el agua. Los antojos suponen también un gravísimo riesgo para sus súbditos: si se le antoja una colonia de otra potencia por el simple hecho de que hay en ella unos papagayos preciosos, habrá que declarar una guerra sangrienta para apoderarse de la colonia y de los papagayos. Si se le antoja estar de mal humor, rechazará todas las peticiones de indulto que le dirijan los condenados a muerte alegando que ella se encuentra peor que ellos y se aguanta. En resumen: que durante los nueve meses que dure la gestación de cada principito, el país estará regido por un ser antojadizo, con bruscos e imprevisibles cambios de genio, capaz de cometer las mayores arbitrariedades.
»No pido —continuó el pelirrojo orador después de una pausa para ensalivarse los labios— la hibridación de nuestras reinas, pero sí que se estudie la posibilidad de liberarlas de la enojosa función reproductora. Si ella ha de gobernar, los hijos debe tenerlos el rey consorte. Éste sería un reparto equitativo de responsabilidades. Mi sugestión puede parecer un poco shoking a primera vista, pero es la única justa para restablecer el equilibrio en el matrimonio reinante. Surgirán indudablemente algunos escollos de orden biológico para implantarla, pues ya se sabe que los hombres son muy torpes y se dan muy mala maña para la maternidad. Pero hoy día los cirujanos hacen milagros. Creo, además, que nuestros reyes consortes aceptarán con júbilo mi iniciativa, porque así al menos tendrán algo que hacer. La verdad es que los pobres se aburren horrores sin hacer nada junto a unas esposas tan mandonas. No hay puesto tan desairado como el de rey consorte inglés, que ni pincha ni corta en ningún aspecto. Carece de autoridad hasta para las decisiones más triviales. Viene a ser algo así como un señorito de compañía de la reina, a la que acompaña a todas partes porque sería de mal tono que una chica tan fina fuera sola a los guateques. Y como la reina casi nunca lleva bolso porque necesita las dos manos para sujetarse la corona, le suele poner a su marido un uniforme con muchos bolsillos en los que guarda su barra de labios, los papeles de sus discursos, y los regalitos que le hacen los jefes indígenas de las colonias que van a cumplimentarla. Y él, con mucha humildad, procura sentarse siempre en segundo término. Y como no le dejan decir ni pío porque la reina lo dice todo, el infeliz mata su aburrimiento en esos festejos dedicándose a contar las condecoraciones de los almirantes y las veces que le llaman “Majestad” a su mujer. Si al rey consorte se le pusiera en condiciones de ser la madre de sus hijos, dejaría de ser una figura decorativa sin voz ni voto para convertirse en un eficaz colaborador de su esposa y de la dinastía…
Allí acabó para siempre el discurso de «Míster Ensalada», porque en aquel preciso momento le agarraron las manazas del policeman y le condujeron sin aflojar la presión hasta la orilla del Canal de la Mancha. Y no tuvo que atravesarlo a nado por verdadera chamba, porque un pescador caritativo accedió a llevarle en su lancha hasta la costa francesa. Es lógico que el desgraciado se bebiera el whisky en jarra, para olvidar el pago injusto que le dieron en su tierra por la inteligente reforma que propuso.
* * *
Para concluir este muestrario de sujetos con los cuales tuve contacto oral en mi trabajo nocturno, contaré el terrible drama de don Ramiro Ventosilla. Vale la pena. Era tan desgarrador, que justificaba con creces el delirium tremens que agarraba todas las noches.
Con el fin de ahorrar al lector una enojosa descripción de don Ramiro, les diré sencillamente que parecía el hermano gemelo de un gorila. Algo más rubio, quizá, pues los gorilas suelen ser unos morenazos bárbaros, pero tampoco esta diferencia de pigmentación era lo bastante acusada para evitar confusiones. Tan chato era el hombre como el mono, y tan peludo también. Sus gestos y movimientos tenían igualmente semejanza con los simiescos, lo cual acentuaba el parecido de un modo pavoroso.
Don Ramiro, en cambio, tenía un nivel intelectual muy superior al de sus sinónimos del reino animal: él era perito mercantil, y los gorilas son unos zotes que ni siquiera han logrado ingresar en una escuela de parvulitos. Esta superioridad de su inteligencia consolaba al hombre de su aspecto físico tan poco agraciado, gracias a lo cual vivía feliz sumergido en los números de las contabilidades que le habían confiado. Nunca se casó, pues aunque todas las mujeres admiten que el hombre desciende del mono, prefieren como maridos a los que no demuestran su ascendencia de un modo tan evidente.
La vida de don Ramiro transcurría solitaria y plácida. Entregado totalmente a su profesión, que absorbía todas sus horas, llegó a olvidarse por completo de su fealdad. Hasta que un domingo de primavera, por tomar una ración de sol, cometió la imprudencia de visitar el Parque Zoológico.
Abstraído en la contemplación de las fieras, que dormitaban en sus jaulas soñando con las selvas de su ya lejana juventud, no se dio cuenta de la reacción que provocaba su presencia entre los visitantes: al verle palidecían intensamente y se apartaban de él huyendo en todas direcciones.
—¡Se ha escapado un gorila!… ¡Se ha escapado un gorila!… —empezó a gritar la muchedumbre dominguera corriendo alocada por los senderos del parque, tropezando en las cabezas de los niños y cayendo en los estanques de los patos.
El pánico fue colosal. Don Ramiro Ventosilla, sin sospechar que él era la causa de aquellos gritos, sintió miedo al oírlos y corrió también para sumarse a los grupos que huían. Y la gente, creyéndose perseguida por el presunto monazo, redobló la velocidad de sus piernas para ganar la salida.
Cerca ya de la puerta don Ramiro vio una formación de guardias que avanzaban a su encuentro desplegados en semicírculo, provistos de palos y redes. Se detuvo desconcertado sin explicarse aquella actitud hostil, mientras el cerco se estrechaba cada vez más en torno suyo.
—¿Qué significa esto? —balbució el perito mercantil intentando retroceder.
Pero ya era demasiado tarde: antes de que pudiese dar un paso, una pesada red cayó sobre él al tiempo que una serie de pértigas manejadas con destreza inmovilizaban todos sus miembros.
—¡Ya lo tenemos! —gritaron los guardianes muy contentos.
Y en vista de que don Ramiro empezó a chillar y a debatirse lleno de indignación, le hicieron perder el conocimiento con el inefable narcótico de un garrotazo.
Cuando despertó dos horas después, el área de su libertad era muy reducida y sus límites estaban sólidamente marcados por los barrotes de una jaula. Lo primero que advirtió don Ramiro con el consiguiente estupor fue que se hallaba desnudito de pies a cabeza, sin más protección contra las miradas y las temperaturas que la de su abundante vello natural. Por fortuna, los visitantes del Parque Zoológico eran escasos a aquella hora, y logró pasar inadvertido, ocultándose tras un montón de rocas artificiales que adornaban el reducto. Pero pese al improvisado escondrijo, que le daba un momentáneo margen de tranquilidad, su situación no era envidiable en absoluto.
El propio don Ramiro, que a lo largo de su vida tuvo muchas ocasiones de mirarse al espejo, comprendía y perdonaba que le hubiesen confundido con uno de los numerosos gorilas que poseía la simioteca nacional. Incluso le parecía lógico su encierro en una de las recias jaulas destinadas a dicha clase de animales. Lo que más le disgustaba, aparte del choque moral que un error así produce siempre en el orgullo de un perito mercantil, era tener que compartir su nueva vivienda con media docena de gorilas auténticos que le miraban con desconfianza y le gruñían de un modo poco tranquilizador.
Estas miradas y gruñidos le impidieron pedir en el acto que le sacaran de allí, pues le pareció más prudente abstenerse de pregonar a gritos su identidad temiendo que sus compañeros de prisión, al saber que no era de los suyos, se lanzaran sobre él y le hiciesen picadillo. Decidió, en vista de eso, permanecer callado para no despertar sospechas entre los otros cautivos, en espera de una oportunidad que le permitiera revelar su condición humana sin exponerse al descuartizamiento.
Transcurrieron a continuación unas horas de infinita angustia. Los gorilas no pudieron resistir la curiosidad que les producía aquel extraño congénere más rubio que ellos, y se fueron acercando a olisquearle con descaro. Don Ramiro, en su afán de disimular, dio unas cuantas volteretas monísimas y hasta trepó un poco por los barrotes de la jaula fingiendo una agilidad que estaba muy lejos de tener. Cuando ya no podía más de cansancio, se sentó en el suelo, dijo «¡miau!» y se puso a rebuscar imaginarios parásitos en las tupidas guedejas de sus brazos y piernas.
Aunque toda su ficción mímica fue irreprochable, aquel «¡miau!» extemporáneo que soltó por ser la única palabra del vocabulario animal que conocía, estuvo a punto de echarlo todo a rodar. Pero afortunadamente los gorilas no captaron el «lapsus». Y engañados por su certera pantomima, le dejaron en paz.
Poco después llegó un guardián con la comida para los imponentes simios. El infeliz prisionero se las arregló para acercarse con disimulo a los barrotes y deslizarle al oído en voz baja:
—Yo no soy gorila, sino perito mercantil. Dígale al director que me saque de aquí.
Acto seguido dio unos cuantos brincos para despistar: el gorila más grandote de la jaula había oído el murmullo del aparte. El guardián no se inmutó porque era nuevo en el parque; y como había oído decir que los monos son capaces de hacer las mismas cosas que el hombre con gran naturalidad, creyó que eso de hablar sería una gracia más. Y no le hizo caso.
Pasaron así tres días con sus correspondientes horas de comer, en las cuales don Ramiro insistió en su pretensión de que el director le pusiera en libertad.
—Calla, monicaco —se burlaba el empleado tirándole a las narices un puñado de cacahuetes.
—Pero no sea usted bestia, hombre —murmuraba el señor Ventosilla para que no le oyesen sus falsos colegas—. ¿No comprende que los gorilas, por muy despabilados que sean, no saben hablar? Además, yo no soy cuadrúmano, fíjese: tengo pies como usted.
Y los sacaba entre los barrotes para que se los viese.
—A mí no me engañas, rico —le decía el guardián examinándolos—, no son pies como los míos, sino manos atrofiadas.
—¡El atrofiado lo será usted, estúpido! —se encolerizaba el preso perdiendo la paciencia.
Y el empleado, encogiéndose de hombros, se iba a dar su ración de cañamones a los loros, que también hablaban lo suyo y decían unas bobadas muy semejantes a las de don Ramiro.
—¿También vosotros sois peritos mercantiles? —les decía a los loros muerto de risa.
—No —contestaban los loros—; nosotros somos loritos reales, y gracias.
A fuerza de insistir, sin embargo, el señor Ventosilla consiguió a las dos semanas agotar la paciencia del guardián.
—Está bien, monicaco —le dijo exasperado—, hablaré con el director para que no sigas dándome la lata.
Y habló. El director, al principio, creyó que el funcionario padecía una chifladura en grado superlativo y lo puso en manos del veterinario encargado de las fieras, para que le curase. Pero tanto insistió el pobrecillo en repetir la historia del mono parlante, que el jefe ordenó trajeran al presunto animal a su despacho con las debidas precauciones.
Don Ramiro vio el cielo abierto cuando le llevaron a presencia del mandamás, aunque las cadenas y el bozal que le pusieron por si las moscas irritaron un poco su dignidad. Creyó que le bastaría revelar su identidad al jefe de aquellos mastuerzos para deshacer la intolerable confusión… Pero el director del Parque era un hombre probo, recto y realista, con un cerebro poco ágil para admitir hechos fantásticos en el terreno de su jurisdicción. Escuchó por eso al encadenado señor Ventosilla con un escepticismo muy parecido al del guardián, y le sometió después a un interrogatorio bastante capcioso:
—¿Le gustan a usted los cacahuetes? —fue la primera pregunta que le hizo a quemapelo, porque ropa no llevaba.
—Sí, señor —reconoció don Ramiro—. Me encantan.
—¡Tate! —exclamó el director guiñando un ojo con malicia—. Eso prueba de que no es usted perito mercantil, sino un pedazo de mono como la copa de un pino.
—El cacahuete no es una golosina exclusiva de los simios —se defendió el acusado sin perder la calma—. Muchos niños lo comen con fruición, y no por eso los toman por macacos.
—¿Cómo me demostraría usted que es perito mercantil?
—Explicándole el método hamburgués para llevar la contabilidad —replicó el prisionero con aplomo.
Pero el director no se dejaba convencer, porque le parecía inconcebible que en su Parque Zoológico ocurriera un hecho tan insólito. No obstante mandó traer papel y lápiz, y dejó que don Ramiro le explicara con todo detalle el método hamburgués, aunque sin prestarle demasiada atención porque a él el método hamburgués no le interesaba ni pizca.
—Eso no prueba nada —dijo cuando don Ramiro terminó su explicación—. Yo también sé hacer un huevo frito, por ejemplo, y no podría sostener ante nadie que soy una cocinera.
—Pero tenga usted en cuenta que yo, cuando se produjo la lamentable confusión que motivó mi captura, iba paseando vestido de persona.
—¡Toma, claro! —dijo el director haciéndose el listo, pues en realidad no lo era—. Todos los presos, al evadirse, se disfrazan de lo que no son para que no les descubran. Pero usted eligió un disfraz demasiado ambicioso, porque no es posible que haya en todo el mundo un hombre tan feo.
—Pues no crea que es usted ningún Apolo —se amoscó don Ramiro.
—No me hago ilusiones, desde luego, pero a su lado soy un Rodolfo Valentino.
—No me ofenda, chupatintas.
—No sea insolente, gorila…
Y allí acabó la entrevista porque el director, encolerizado, hizo una seña a los guardianes para que se lo llevaran a la jaula.
—¡Soy perito mercantil!… ¡Soy perito mercantil!… —gritó el señor Ventosilla propinando a los esbirros fuertes zurriagazos con sus cadenas.
Pero sus esfuerzos por escapar fueron inútiles. Y tuvo que callarse cuando le encerraron de nuevo con los gorilas, para poder continuar viviendo con ellos.
Hasta que muchas semanas después, cuando don Ramiro se había resignado ya a vivir así el resto de su vida y empezaba a tontear con una gorilita bastante mona, le reconoció un diputado amigo suyo que fue al parque con sus nenes.
—¡Pero si es don Ramiro Ventosilla! —exclamó el diputado tendiéndole la mano entre los barrotes.
—Disimule tirándome cacahuetes para que no se enteren éstos —murmuró él. Y en un susurro le puso al corriente de su situación.
Gracias a la recomendación del diputado, el director accedió a ponerle en libertad. Aunque, en realidad, tanto él como todo el personal del parque seguían creyendo que don Ramiro era un gorila de tomo y lomo. Pero como la recomendación de un político influyente es capaz de convertir en genio a un necio, les pareció muy natural que tuviera también fuerza para transformar en hombre a un mono. Y no se habló más del asunto.
Don Ramiro Ventosilla volvió de nuevo a sus peritajes. Pero nunca olvidaría aquella temporada de brincos y cacahuetes que su fealdad le hizo pasar. A nadie puede extrañarle que tan deprimente aventura le creara un tremendo complejo de inferioridad, del que intentaba zafarse bebiendo y alternando en «El Infierno».
* * *
No cuento más historias de los tipos que me dieron de beber, porque tengo que seguir contando la mía. No quiero tampoco que este libro se convierta en una interminable galería de memos ilustres, y supongo que al lector le bastarán estos botones de muestra para calibrar la memez del público que frecuentaba el local de Chula Mambí.
Hace falta una paciencia a prueba de nitroglicerina para soportar, noche tras noche, a esos pelmas ansiosos de volcar en unas orejas dóciles el saco de sus miserias.
Cuando veáis una muchacha muy pintada aguantando en un cabaret la charla de un señor, pensad que estará oyendo una historia tan cretina como cualquiera de las que yo os he contado. Y compadecedla un poco diciendo para vuestro capote:
—¡Pobre chica la que tiene que alternar!
Merece esta compasión, palabra. No hay nada tan trágico como servir de paño para las lágrimas ajenas, cuando los ojos propios también tienen ganas de llorar.
Y aunque esta frase no es cierta en mi caso —yo jamás lloré ni tuve ganas de hacerlo—, la digo porque siempre hace bonito cerrar los capítulos con el broche de un pensamiento sentimental que haga suspirar al lector mientras pasa la hoja.