PESE A AQUEL ENSAYO catastrófico, por la noche salió todo a pedir de boca. A las once abrió sus puertas «El Infierno», y a las once y media doscientos pecadores de ambos sexos bebían en sus mesas como esponjas. «Los pájaros locos del Amazonas» soplaban en sus instrumentos sin dar tregua a sus carrillos, mientras las parejas se agitaban con los ritmos tropicales hasta sentir una temperatura de trópico. Los camareros corrían de mesa en mesa sirviendo licores adquiridos a granel y disfrazados después en botellas de prosapia. Todos ellos vestían uniformes de un rojo infernal, y llevaban en la frente un par de cuernecillos sujetos con un barboquejo para acentuar su aspecto de diablos.
Nosotras, acuarteladas en un camarín situado junto al despacho de la dirección, esperábamos temblorosas el momento de actuar. Lola y Pepa, modosas y devotas, se habían puesto sendos escapularios de San Onofre, para que las ayudara a salir airosas de aquel duro trance. Y nos costó mucho trabajo convencerlas de que se los quitaran, pues a las demás nos parecía una irreverencia salir a bailar un pasodoble con un santo brincando en el escote.
—Además —dije yo a las hermanas para reforzar nuestra argumentación—, no creo que San Onofre pueda ayudarnos a bailar mejor. Nunca oí que San Onofre tuviera fama de buen bailarín. El único que la tiene es San Vito, que hasta tiene un baile que se llama como él.
Esto las convenció. Y se quitaron los escapularios, con lo cual San Onofre debió de suspirar aliviado en la corte celestial.
A las doce y media en punto, «Los pájaros locos» hicieron un alto en sus locuras musicales; y su director rogó al público que desalojara la pista para iniciar el programa de atracciones.
—¡Preparadas! —ordenó la Mambí abriendo la puerta de nuestro camarín.
—Nuestro formidable ballet de arte puro flamenco —anunció el director de orquesta ante el micrófono— interpretará ante ustedes el pasodoble «Estocada hasta el puño entre ambos omóplatos del bicho».
—¡Tararí! —dijo la corneta invitándonos a salir de nuestro toril, mientras los otros instrumentos atacaban los primeros compases de la pieza.
En fila india y con cara de procesión, aparecimos en el ruedo.
—¡Buen ganado! —comentó la afición, clavándonos los pares de banderillas de sus ojos en todo lo alto y en todo lo bajo.
Cegadas por los focos como conejos, empezamos a desarrollar toda la ciencia que aprendimos del señor Josú. Pero los nervios nos jugaron una mala pasada y el pasodoble estuvo a punto de acabar como el rosario de la aurora. Fuencisla trabucó una de las evoluciones fijadas en los ensayos y allí empezó el desbarajuste. Roto el equilibrio coreográfico, todas empezamos a cometer errores: en un viraje rápido me di de narices con Luisa mientras Petra, zancadilleada sin querer por Lola, casi metió la cabeza en el bombo de la orquesta. Pepa, por su parte, al mover a destiempo una mano, le dio tal guantazo a Fuencisla que le puso una oreja como una ensaimada. Y en el marchoso paseíllo final, por no llevar el paso como es debido, nos dimos tal cantidad de puntapiés unas a otras, que acabamos con las espinillas despellejadas. Pero el público, que ya estaba un poco piripi a consecuencia de los brebajes, consideró aquellos tropiezos como ingeniosos gags humorísticos intercalados en la coreografía, y aplaudió hasta ponerse las manos al rojo.
Las «sevillanas» que bailamos a continuación resultaron mucho mejor de movimientos, aunque bastante más sosas de espíritu. A pesar de nuestro concienzudo aprendizaje de «oles», «arsas» y «ojús», la preocupación de no equivocar los pasos y piruetas nos hizo enmudecer. Pero como el frenesí del baile daba frecuentes ocasiones de lucimiento a nuestros organismos, esto puso el necesario picante a nuestra sosería ayudándonos a conseguir un éxito rotundo.
Hicimos mutis jadeantes y felices, mientras el director de orquesta anunciaba la actuación de Chula Mambí, «la tiburona del Caribe». Las luces se apagaron en medio de la mayor expectación y «Los pájaros locos» iniciaron un ritmo electrizante a base de maracas, bongós, cencerros y otra cacharrería. Abriéndose paso entre aquella barahúnda y bañada por un chorro de luz color de mamey, irrumpió Chula en la pista. Su negrura, abrillantada por una capa de manteca, hacía sentirse paliducha y enfermiza a toda la raza blanca. Su cuerpo, terso y duro, parecía —como se dice siempre de los negros— la estatua de un ídolo tallado en ébano. Vestía —es un decir— una faja abdominal de lentejuelas y un trocito del mismo material donde el escote pierde su honesto nombre.
—¡Trombolele bulungú! —cantó ella, imprimiendo a sus caderas una rotación.
—¡Trombolele bulungú! —corearon los músicos reforzando el estruendo de todos sus cacharros.
—¡Bonga lúa, bonga lúa! —añadió ella, pues la letra de aquella danza africana estaba escrita en dialecto congolés.
Jamás se vio un manojo de músculos y huesos, empaquetados en piel, agitándose con más sabiduría para llamar la atención de los mirones. Hasta los parroquianos más calvos y panzudos, sacados de quicio, comenzaron a mover sus hombros en las sillas al compás de la música. Y cuando terminó aquella rumba salvaje, Chula no cosechó aplausos, sino rugidos.
Terminado el show y cuando nos disponíamos a dejar el local vestidas de personas decentes, la Mambí nos cortó el paso a la puerta del camarín.
—¿Adónde vais, mijitas? Aún os falta la parte más importante de vuestra actuación: alternar con la clientela.
Nos quedamos cohibidas al oír aquello, por ser novatas que desconocíamos los reglamentos que rigen las leyes cabareteras. Pero, tras un breve conciliábulo, acordamos obedecer a nuestra patrona para conservar la colocación. Todo sueldo de cabaret, como sabe hasta el lector más pacato, lleva anexo el tácito deber de alternar. La misión de la alternadora consiste en conseguir que el sujeto alternado haga un abundante consumo de bebidas, incrementando así los ingresos del local. Por esta labor de provocar la sed mediante la conversación, la alternadora recibe un tanto por ciento del importe de los licores consumidos por su iniciativa, suma nada desdeñable cuando tiene la suerte de topar con un borracho. El alternaje, además, no implica ninguna obligación de aceptar proposiciones deshonestas, quedando en libertad la alternadora de castigar con bofetadas al sujeto que se propase de palabra, o de mano.
Dispuestas a cumplir con nuestro deber, nos diseminamos por la sala desplegadas en guerrilla. Lola y Pepa temblaban como si fueran al martirio; y ni el propio San Onofre, cuyo escapulario se habían puesto al vestirse después del show, lograba tranquilizarlas.
—¿Quieres tomar una copa conmigo, chati? —me dijo un picarón de ojos azules y labios de grana.
Acepté con una tímida inclinación de cabeza y nos sentamos a una mesa alejada de la pista. No habían tocado aún nuestras popas el asiento de las sillas, y ya estaba un camarero sirviéndonos dos vasos de un licor rubio que pasaba por whisky, pero que en realidad era un asky.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó el picarón a quemarropa, dispuesto a no desperdiciar ni una gota del carburante alcohólico que había encargado para poner en marcha la locuacidad.
—Rosita —dije lacónica, con voz sosaina.
—Y no eres feliz, ¿verdad? —añadió sin prestarme demasiada atención, como cumpliendo los trámites de un rito habitual.
—¿Por qué no voy a ser feliz? —me revolví extrañada—. ¡Claro que lo soy!
Me miró muy sorprendido y estuvo a punto de atragantarse con el sorbo de pócima que acababa de echarse al coleto.
—¿Cómo? ¿Has dicho que eres feliz?
—Sí —tuve que insistir—. ¿Por qué le parece tan raro?
—Porque lo es. Y sólo hay dos explicaciones: o eres tonta de capirote, o no has alternado en tu vida.
—Es la primera vez que alterno —me apresuré a confesar para eludir la primera hipótesis.
—¡Ya decía yo! —exclamó el picarón poniéndose una mano en sus labios de grana para contener la risa—. Se nota que desconoces por completo la mecánica de este trabajo. Pero te la explicaré con mucho gusto para que no pierdas el tiempo en lo sucesivo.
Hizo una pausa para escupir un trocito de hielo que se le coló en la boca al tomar un trago y continuó:
—La mayoría de los hombres que contratan en el cabaret los servicios de una alternadora, suelen ser solitarios desgraciados que sufrieron en la vida alguna grave contrariedad. Sólo así puede explicarse que se refugien en estos locales, donde matan muchas horas haciendo oposiciones a una cirrosis hepática. Don Juanes abandonados por todas las mujeres que los amaron, o monstruos de fealdad que jamás fueron amados por ninguna; maridos a los que sus esposas hicieron lidiables, o padres de familia que se quedaron sin ella en el naufragio de un paquebote… Infelices, en fin, sin buenos amigos ni grandes afectos, que adormecen sus penas con el estrépito de estas orquestas y el narcótico de estas bebidas. Y cuando la soledad se les hace insoportable, tratan de mitigarla alternando con alguna chica como tú. Y las chicas como tú, que conocen la psicología de su clientela, saben también que, para consolar a un desgraciado, el único sistema es contarle otra desgracia mucho mayor.
Nueva pausa, nuevo trago, y nueva carrerita del camarero para reponer la provisión de líquido en nuestros vasos.
—Esta certeza —siguieron diciendo los labios de grana— ha creado una pauta fija que regula todas las relaciones de este género. Hela aquí, para que te la aprendas y no hagas el ridículo: la parte contratante se informa, en primer lugar, del nombre de la parte contratada. Averiguado este dato, fundamental para sostener la conversación posterior, la parte contratante formula la pregunta básica: «¿Eres feliz?». La parte contratada, entonces, suspira compungida y dice que no. Y sin más preámbulo comienza a contar su vida a la parte contratante, que la escucha en silencio apurando varias consumiciones consecutivas. El secreto del negocio está en que la vida de la muchacha sea tan sumamente triste, que haga palidecer por comparación la tristeza que ensombrece a su interlocutor. Basta en general con que la muchacha se limite a contar su vida auténtica, sin añadir ni una coma, pues todas las que os dedicáis a esta profesión lo hacéis precisamente porque nunca habéis vivido como princesas. Pero si alguna por casualidad tuvo una vidita aburguesada y vulgar, debe teñir su relato con los tintes más sombríos. Debe conmover a la parte contratante hasta que el whisky que ingiere por vía oral le salga transformado en lágrimas por vía ocular. Debe convencerle, en fin, de que las tragedias que a él le arrastraron al cabaret son un puñadito de granos de anís comparadas con las suyas. Sólo así se sentirá aliviado y pagará la cuenta de bebidas tan contento, convencido de haber hecho una buena inversión.
El fulano entornó sus azules ojos, entreabrió sus labios de grana para consumir un nuevo whisky, y dijo para terminar:
—No alternes, por lo tanto, presumiendo de que eres feliz, porque nadie te invitará a una copa. Y ofenderás con tu felicidad a los pobres seres como yo, que venimos a estos sitios para consolarnos de lo mal que nos tratan en todos los demás. Porque también yo, a pesar de mis ojos azules y mis labios de grana, soy muy desgraciado. Te rogué que alternaras conmigo para que la cataplasma de tus penas aliviase el dolor de las mías.
—¿Qué le pasa a usted? —me creí en el deber de preguntarle.
—Que ya me he bebido siete whiskies, y no tengo dinero para pagarlos.
Y el picarón, aprovechando que no le miraba el camarero, se escabulló a gatas por debajo de las mesas hacia la puerta de la calle.